MARINO PÉREZ ÁLVAREZ
Ciencia y pseudociencia en psicología y psiquiatría Más allá de la corriente principal
Índice INTRODUCCIÓN. PARA PENSAR MÁS ALLÁ DE LA CORRIENTE PRINCIPAL PARTE I NO HAY ESCAPE DE LA FILOSOFÍA: LA CUESTIÓN ES QUÉ FILOSOFÍA 1. GIRO ONTOLÓGICO: HACIA UN NUEVO REALISMO El nuevo realismo Ontología relacional de las realidades psicológicas Lo psicológico, ni dentro ni fuera En resumen
2. EPISTEMOLOGÍA PLURAL: DISTINTAS COSMOVISIONES CIENTÍFICAS Acepciones de ciencia y el caso de las ciencias humanas Hormigas, arañas y abejas Teorías de la ciencia del siglo XX Cosmovisiones funcionando en psicología y psiquiatría La gran división dentro de la psicología y dentro de la psiquiatría En resumen
3. EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO, UN CONOCIMIENTO ENTRE OTROS Ciencias, no solo ciencias naturales, también ciencias humanas La ciencia humana, un marco para la psicoterapia En resumen
PARTE II CIENCIA Y PSEUDOCIENCIA: MÁS FÁCIL DE MOSTRAR QUE DE DEMOSTRAr
4. LA DIFÍCIL DEMARCACIÓN ENTRE CIENCIA Y PSEUDOCIENCIA Del criterio único de demarcación a listas de criterios Lista de criterios de pseudociencia propuestos para la psicología clínica Lista de criterios necesarios y suficientes De las listas de criterios a la actitud científica como criterio En resumen
5. LA DESENSIBILIZACIÓN Y EL REPROCESAMIENTO POR MOVIMIENTOS OCULARES (EMDR), A EXAMEN La EMDR, una terapia en toda regla De la parábola del elefante a la parábola del guiño En resumen
6. EL TRASTORNO DE ESTRÉS POSTRAUMÁTICO, MÁS ILUSORIO QUE PROBATORIO La invención del trastorno de estrés postraumático Armonía de ilusiones En resumen
7. COMPARACIÓN DE LA DESENSIBILIZACIÓN Y EL REPROCESAMIENTO POR MOVIMIENTOS OCULARES (EMDR) CON LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL (CBT) La terapia cognitivo-conductual, a examen La terapia cognitivo-conductual, por la autopista La desensibilización y el reprocesamiento por movimientos oculares, ¿un placebo? ¿Qué es entonces la EMDR, ciencia o pseudociencia? Conclusiones en catorce puntos En resumen
8. MALA CIENCIA, CIENTIFICISMO, INTEGRACIONISMO Y FRAUDE La mala ciencia de la buena ciencia, ¿cómo puede ser? El cientificismo, la nueva ortodoxia El integracionismo, a menudo sin escrúpulos El fraude, con su ciencia
En resumen
9. BULLSHIT, BURBUJAS EPISTÉMICAS, PSICOPALABRERÍA Y NEUROPALABRERÍA Bullshit, charlatanería con toda sinceridad Epistemología de la ignorancia, burbujas epistémicas y cámaras de eco Psicopalabrería: autoayuda, coaching, inteligencia emocional, mindfulness Neuropalabrería: seducción neurocientífica, función ejecutiva y neuronas espejo En resumen
PARTE III LA PSICOTERAPIA: MÁS ALLÁ DE LA ANALOGÍA MÉDICA 10. ¿Y SI LA MEDICACIÓN PSIQUIÁTRICA NO FUERA EN REALIDAD UN TRATAMIENTO? Crisis intelectual de la psiquiatría Del modelo basado-en-la-enfermedad al modelo basado-en-elfármaco ¿Qué hay de la combinación medicación y psicoterapia? ¿Hay vida más allá de la medicación? En resumen
11. EL SEMPITERNO EFECTO PLACEBO: DE LA MEDICINA A LA PSICOTERAPIA Dos caminos en la historia del placebo: salmos y ensalmos La sensata «paranoia metodológica» en controlar el efecto placebo Por una explicación holista-contextual Rituales de sanación que no lo parecen El efecto placebo no es lo que se pensaba, sino más En resumen
12. PLANTEANDO LA CUESTIÓN FUNDAMENTAL: QUÉ ES UN TRASTORNO PSICOLÓGICO/PSIQUIÁTRICO Entidades naturales versus entidades interactivas La persona, entre la identidad y la alteridad
Las fuentes del Nilo de los trastornos psicológicos/psiquiátricos La noción de situación: los trastornos psicológicos/psiquiátricos ni dentro ni fuera En resumen
13. ONTOLOGÍA DE LA PSICOTERAPIA: SU ESTRUCTURA Y FUNCIONAMIENTO La corta historia y el largo pasado de la psicoterapia Buscando su particular modo de ser Estructura tripartita de la psicoterapia Funcionamiento de la psicoterapia La psicoterapia como institución intermedia y rito de paso En resumen
RECAPITULACIÓN. MÁS ALLÁ DE LA CORRIENTE PRINCIPAL, NUEVA VIDA PARA LA PSICOTERAPIA Parte 1 Parte 2 Parte 3 En resumen
REFERENCIAS CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN
PARA PENSAR MÁS ALLÁ DE LA CORRIENTE PRINCIPAL Cada vez hay más gente con problemas psicológicos o psiquiátricos y hay también más psicólogos y psiquiatras que nunca. No está claro qué va primero, ni quién necesita más de quién, si la gente de los psicólogos y psiquiatras o estos de la gente, debidamente convertida en pacientes. Por lo pronto, salta a la vista una doble paradoja. De un lado, se supone que vivimos en la sociedad del bienestar, en la que al parecer únicamente deberíamos estar preocupados por conseguir una plena felicidad. Sin embargo, a juzgar por el desmesurado y todavía creciente consumo de psicofármacos y por la necesidad también creciente de ayudas psicológicas, nuestra sociedad parece más bien la sociedad del malestar. De otro lado, la psicología y la psiquiatría han alcanzado altos estándares científicos, y sin duda están preocupadas por la evidencia y vigilantes de la pseudociencia. Sin embargo, ambas están plagadas de pecados científicos, entre ellos el uso dogmático del supuesto «método científico», como si hubiera un método de hacer ciencia, por no hablar de la metafísica implícita en sus concepciones como ciencias o de cómo sus discursos se prestan a la charlatanería. Dentro de sus diferencias —la psiquiatría como especialidad médica y la psicología como ciencia general del comportamiento—, las dos son competentes y competitivas en el mismo terreno de los trastornos mentales. Ambas comparten campos como la psicopatología y la psicoterapia y se caracterizan por una pluralidad de enfoques que en buena medida son los
mismos, lo que las hace diferentes de las especialidades médicas donde el enfoque es el que es. La psicología y la psiquiatría están en el mismo barco y van juntas, para bien y para mal. Para mal de la psicología debido a la influencia del modelo biomédico, con sus sistemas diagnósticos y su concepción del tratamiento. Para bien de la psicología en la medida en que la psiquiatría cuenta con tradiciones más desarrolladas, como el renovado enfoque de la fenomenología clínica, del más genuino interés para la psicología. Para mal de la psiquiatría estaría la influencia de modelos de funcionamiento psicológico, como el procesamiento de la información y las teorías mecanicistas de la mente. Para bien de la psiquiatría estarían la psicología del desarrollo, del aprendizaje, de la personalidad y de las diferencias individuales, así como la psicología social. Sin embargo, quizá las influencias para mal hayan prevalecido sobre las más fructíferas, pues el modelo biomédico campa por la psicología al tiempo que oscuras concepciones mecanicistas de la mente pululan por la psiquiatría. Estas influencias de lo peor (condensadas en el modelo biomédico y la mente computacional) están en el centro de la corriente principal de la psicología y la psiquiatría. Pero la corriente principal, no por serlo, es garantía del mejor camino. ¡Vaya! ¿Pero la corriente principal no está sustentada en estándares científicos y avalada por la ciencia? ¿No hay realmente un método científico? ¿Qué hay entonces de la práctica basada en la evidencia? Puede que los métodos de investigación sean mejorables y quede mucho por saber, dada la complejidad de la mente, el cerebro y los trastornos mentales, me pueden decir, pero no hay otro camino que la ciencia. Sin duda, la corriente principal de la psicología y la psiquiatría —la psicología y psiquiatría mainstream— está dentro de la ciencia. ¿Dónde está el problema? El problema puede estar en la ciencia
misma a la que se adhieren la psicología y la psiquiatría. ¿Cómo? En primer lugar, la invocación de la ciencia puede incurrir en el fundamentalismo científico en la medida en que se tome a la ciencia como el referente del conocimiento por encima de cualquier otro, quedando los demás conocimientos a expensas de la investigación de turno o de lo que diga la comunidad científica. No en vano estamos en tiempos de la nueva ortodoxia del cientificismo. La ciencia parece explicar todo menos la propia ciencia, que siempre queda fuera de plano y de examen y cuya consideración como conocimiento fundamental no está ella misma basada en la ciencia. ¿Qué evidencia, método, experimento o metaanálisis muestra que la ciencia es el conocimiento fundamental? En segundo lugar, la ciencia, como tal, no existe. Existen las ciencias. La física, la química, la biología evolutiva, la biología molecular, la neurociencia, la geología, la paleontología, la historia, la antropología, la sociología, la economía, así como la psicología y la psiquiatría. Cada una con su historia, métodos, teorías, controversias, intersecciones con otras y problemas de demarcación. Por su parte, eso de la comunidad científica es un decir. Si algo caracteriza a las ciencias es la discusión, la crítica, la controversia y la competitividad, no precisamente la comunidad como unanimidad y pensamiento único. Existen consensos. Pero los consensos científicos no serían necesarios si en realidad hubiera un conocimiento firmemente establecido. Por no hablar de los consensos procedentes de comisiones cuyos miembros están plagados de conflictos de interés. La competitividad entre ciencias, grupos dentro de cada ciencia y científicos dentro de los grupos es el pan nuestro de cada día en la investigación, tanto para bien como para mal. No es de extrañar que los usos de la ciencia debidos a su prestigio social se presten a abusos, entre ellos las promesas exageradas, el marchamo
cientificista y el auge de las pseudociencias. Las pseudociencias parecen encontrar un terreno propicio en las ciencias de la salud, empezando por la medicina y continuando por la salud mental. La psicología y la psiquiatría están particularmente concernidas por la ciencia y la pseudociencia. Por la ciencia, en la medida en que necesitan presentarse y legitimarse como saberes científicos. Tanto por separarse de su pasado vinculado a la filosofía como por no quedarse en meras prácticas asistenciales, la psicología y la psiquiatría se han identificado ya desde su origen en el siglo XIX como ciencias naturales. Están también concernidas por la pseudociencia por cuanto la salud supone un campo propenso para todo tipo de artes. Además, los saberes y técnicas psi, lejos de estar delimitados, parecen difusos, al alcance de cualquiera que se arrogue poderes sanadores esotéricos más allá de lo común, o en su caso conocimientos exotéricos comunes. La pseudoterapia puede venir tanto del lado esotérico (oculto) como del lado exotérico (vulgar). Lo curioso de las pseudoterapias es que no necesariamente carecen de efectos psicológicos que las realimenten, sin que ellas mismas puedan explicar sus propios efectos. Por más que la psicología y la psiquiatría se hayan abierto paso como ciencias naturales y esta misma autoconcepción marque la corriente principal de nuestro tiempo, también es cierto que ambas están ancladas en la tradición de las ciencias humanas con distintas raíces (fenomenológica, psicodinámica, interpersonal, sociocultural). Una gran división caracteriza la historia interna y el panorama actual tanto de la psicología como de la psiquiatría. No se trata de una flaqueza científica debida a su inmadurez o algo parecido. Tampoco se trata de una división entre ciencia y no-ciencia, toda vez que la contraposición a las ciencias naturales no es la no-ciencia, sino las ciencias humanas. Se trata de una división
inherente a la propia naturaleza bifronte de ambas disciplinas, con la doble vertiente biológica y social de los problemas que estudian. Según el caso, esta doble vertiente propende a un énfasis biológico, o más bien biográfico, biomédico, centrado en procesos y mecanismos neurocognitivos, o bien a uno contextual, centrado en la persona y sus circunstancias. Esta doble vertiente biomédica-contextual de los problemas clínicos —una centrada en mecanismos versus una centrada en la persona— no se reparte una como psiquiátrica y otra como psicológica, sino que se da en el interior de cada una de estas disciplinas. La psiquiatría misma está partida en dos, como también lo está la psicología. Esta división se ha hecho corresponder como científica y no científica, siendo la científica por antonomasia la ciencia natural positivista. Esto ocurre por las razones históricas apuntadas (prestigio y demás) en tiempos que recorren buena parte del siglo XX, cuando la epistemología tomó la delantera a la ontología: de manera que el método se antepone al objeto de conocimiento. El libro aborda las cuestiones científicas de la psicología y la psiquiatría con particular interés en la psicoterapia. Las cuestiones científicas son abordadas sobre una base filosófica: ontológica y epistemológica, por este orden. Se ha de reconocer que los mayores problemas de la psicología y la psiquiatría son en realidad filosóficos, no empíricos. Si de los datos dependiera, con la cantidad de miles de estudios empíricos con millones de datos que cada mes se publican en centenares de revistas científicas, la psicología y la psiquiatría gozarían de buena salud como ciencias en vez de estar en crisis de identidad y credibilidad, y la gente tendría menos problemas psicológicos y psiquiátricos en lugar de cada vez más. Con tal de que cada artículo fuera una aportación acumulativa de saber científico y no un ítem en el currículo del investigador de turno, todo estaría
solucionado o en buen camino, en vez de ir en cualquier dirección. Sin embargo, una revista de psicología o psiquiatría —basta examinar cualquier número— parece más bien un laberinto en el que los artículos van cada uno por un lado, sin poder saber hacia dónde avanzan, convergiendo, divergiendo, volviendo al mismo sitio y así. Sobran datos, pues hay demasiados, pero no todos, pues sin ellos no hay ciencia que valga, y faltan ideas, pero no cualquier idea, sino aquellas filosóficamente razonadas y pensadas; sabido que pensar es sopesar, comparar uno con otro. Pensar es pensar contra algo o alguien. En la psicoterapia, como decía, es donde se plasman y convergen la psicología y la psiquiatría, y también donde se concretan y confluyen los problemas de la gente en la sociedad actual. La psicoterapia es el campo donde se ponen en juego los saberes psi y los problemas de los individuos que la sociedad no resuelve, sino que en realidad crea con sus contradicciones. No es de suponer que los problemas psicológicos estuvieran inscritos en el genoma humano y se expresaran ahora, en una especie de explosión cámbrica de trastornos mentales a finales del siglo XX. Siendo la psicoterapia el lugar donde convergen los malestares de los individuos en la sociedad, la psicología y la psiquiatría no estarían a la altura de las ciencias que representan si creyeran que sus conocimientos están libres de sesgos e intereses y se limitan a aplicaciones protocolarias basadas-en-laevidencia. El plan del libro El libro se desarrolla en tres partes. La primera, con tres capítulos, presenta la filosofía de base, empezando por la ontología (capítulo 1) para continuar por la epistemología (capítulo 2) y terminar situando al conocimiento científico
como un conocimiento entre otros (capítulo 3). Parto del giro ontológico de la filosofía actual, asentado en una ontología relacional pluralista (no monista), en relación con el cual presento distintas cosmovisiones científicas y teorías de la ciencia (no únicamente la positivista natural), y termino con una taxonomía de saberes, entre ellos el científico (sin fetichizarlo). Distintos saberes, además del científico, son fundamentales en psicoterapia, así como en medicina. La segunda parte, con seis capítulos, plantea el problema de la demarcación entre ciencia y pseudociencia. Tras revisar el estado de la cuestión (capítulo 4), tomo como banco de pruebas del difícil problema de la demarcación a la psicoterapia que parece estar más en el centro de las disputas entre la ciencia y la pseudociencia (capítulo 5): me refiero a la desensibilización y el reprocesamiento por movimientos oculares. No es que por mi parte tenga especial interés en sostener o desbancar esta terapia, sino que es, en mi opinión, el caso más desafiante para este tipo de análisis. Esto me lleva a estudiar el trastorno de estrés postraumático, que tanto se presta al desarrollo de nuevas psicoterapias como la citada (capítulo 6), y a comparar esta terapia presuntamente pseudocientífica con la terapia cognitivo-conductual, tomada como referente de terapia científica (capítulo 7). El resultado me lleva a su vez a examinar otros usos y abusos de la ciencia tanto o más perniciosos que la propia pseudociencia, como son la mala ciencia, el cientificismo, el integracionismo y el fraude (capítulo 8). Finalmente, analizo la charlatanería, las burbujas epistémicas, la psicopalabrería y la neuropalabrería (capítulo 9). La tercera parte, con cuatro capítulos, se centra en la psicoterapia, no sin tomar antes posición acerca de la medicación psiquiátrica. Al fin y al cabo, la medicación es el tratamiento más usado para los trastornos mentales. Sin ningún dogmatismo antimedicación, el capítulo 10 muestra
lo que realmente da de sí la medicación frente al fundamentalismo que la toma como tratamiento de referencia. El capítulo 11 aborda el siempre enigmático efecto placebo, cuya última sorpresa es que funciona mejor diciendo la verdad que aplicado subrepticiamente. A continuación, planteo la cuestión fundamental acerca de qué es un trastorno psicológico/psiquiátrico como algo diferente de las enfermedades propiamente médicas (capítulo 12). Finalmente, estudio qué cosa es la psicoterapia y describo su estructura y funcionamiento de acuerdo con un análisis transteórico. La idea es mostrar sus aspectos distintivos respecto de otras ayudas psicológicas (capítulo 13). Una recapitulación final establece las principales conclusiones. Tengo mucho que agradecer a muchas personas. Por no extenderme en páginas y para ser reduccionista por una vez, citaré a unas cuantas personas, empezando por quienes han leído capítulos del libro cuando estaba en obras: José Errasti Pérez, José Manuel García Montes, Ana González Menéndez, Cristina Soto Balbuena y Miguel Ángel Vallejo Pareja, sin ser a quienes se les deba reprochar nada. Agradezco también a Héctor González Pardo las colaboraciones en libros anteriores en la base del presente y los continuos intercambios que mantenemos sobre los temas aquí tratados. Agradezco también en particular a Pepe García Montes las colaboraciones, publicaciones conjuntas y conversaciones tanto en sede académica como tabernaria de las que se nutre este libro. Agradezco en especial a José Ramón Fernández Hermida las numerosas discusiones a menudo no programadas, y por tanto a pecho abierto, sobre temas y problemas que son el motivo principal del libro. Más allá de discusiones fortuitas, nada casuales, Hermida promovió debates públicos sobre ciencia y pseudociencia en psicoterapia en los que también tuve la ocasión y el reto de exponer mis elaboraciones, siendo este libro la exposición más acabada hasta el momento, donde
también me expongo a quienes lo leyeren, a los que va dedicado.
PARTE I
NO HAY ESCAPE DE LA FILOSOFÍA: LA CUESTIÓN ES QUÉ FILOSOFÍA La psicología y la psiquiatría trataron de distanciarse de la filosofía para presentarse como ciencias naturales. Sin embargo, como dijo el psiquiatra y filósofo Karl Jaspers (1883-1969), no hay escape de la filosofía. Quien la niega o desdeña no deja de tener sus preconcepciones filosóficas implícitas, nunca inocuas (Jaspers, 1994, p. 12). La alternativa a la filosofía no es la ausencia de filosofía, sino la mala filosofía (Marcos, 2020). La filosofía se puede ignorar, dice Bunge, pero no evitar (Bunge, 2020). Ahora, ambas disciplinas, cuyo marchamo de ciencias naturales les viene grande, necesitan de la filosofía tanto para establecer su estatus científico como para diferenciarse de prácticas que consideran pseudocientíficas, amén de otros problemas filosóficos. Cabría anticipar que los mayores problemas de la psicología y la psiquiatría son filosóficos más que científicos y empíricos. Con la cantidad de datos empíricos que se producen cada mes, sería de esperar que los problemas científicos y los de la gente estuvieran ya resueltos o cerca de solucionarse. Con todo, la cuestión no es tener una filosofía, sino qué filosofía tener, porque la filosofía también está para pasar por el diván, si es que no por el quirófano. Filosofía no es cualquier cosa, sea por caso la filosofía espontánea de los científicos cuando declaran, por ejemplo, que todo es física y química. Sería, si acaso, una filosofía a nivel presocrático,
como decir que todo es agua, fuego o así. Ocurre a menudo que, cuando un científico filosofa por su cuenta, se queda, sin saberlo, por detrás de Sócrates y de los dos mil quinientos años de filosofía. Es raro encontrar algo que algún filósofo no haya pensado antes, y que otro, además, rebatiera: todo está ya más pensado de lo que uno cree. La filosofía tampoco consiste en elucubraciones que a uno se le ocurran. Tales elucubraciones quizá no sean más que — en el mejor de los casos— versiones silvestres de pensamientos anteriores. No hay mejor manera de ser original, como dijo una vez Freud de sí mismo, que haber leído poco. La filosofía es una disciplina de la tradición occidental, con sus autores de referencia, doctrinas, métodos y temáticas, como la ontología, la epistemología, la ética y la estética, entre otras. No es una ciencia, ni tampoco la madre de las ciencias; la filosofía es un conocimiento de segundo grado que presupone las ciencias en curso y demás saberes, cuyas relaciones plantean cuestiones filosóficas, no meramente científicas o empíricas (Bueno, 1995). La demarcación entre ciencia y pseudociencia es una de esas cuestiones, filosófica más que científica, que atañen a la filosofía de la ciencia, no una cuestión meramente empírica, ni cosa del método científico, como veremos. La filosofía puesta aquí en juego se sirve de cuatro canteras filosóficas que, aunque diversas entre sí, no son divergentes en lo que importa. En este sentido se citará, en primer lugar, el giro ontológico del nuevo realismo (Dreyfus y Taylor, 2016; Ferraris, 2012,2013; Gabriel, 2015, 2018; Harman, 2016, 2018). El giro ontológico parte del mundo real, en vez de partir de teorías del conocimiento. Importa este comienzo, precisamente, por situar la ontología como punto de partida, más allá del positivismo, que ensalza la ciencia como único conocimiento fiable, y del posmodernismo, que por el contrario desacredita el
conocimiento científico como si no fuera más que un juego de intereses. En todo caso, sitúo al nuevo realismo —si es que hay algo enteramente nuevo en filosofía— sobre el trasfondo del materialismo filosófico desarrollado por el filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016) (Bueno, 1972, 2016). Frente a la «ontología plana» del nuevo realismo, que no distingue tipos de cosas, el materialismo filosófico ofrece una ontología elaborada conforme a tres géneros de materialidad: física, comportamental y abstracta e institucional (Pérez-Álvarez, 2011a). Sin embargo, ni el materialismo filosófico ni el nuevo realismo se ocupan de cerca de las realidades psicológicas y psiquiátricas. Las realidades psicológicas y psiquiátricas consisten en experiencias y comportamientos radicados en cuerpos de carne y hueso siempre en alguna situación y no son, por tanto, algo ajeno a una ontología materialista. A pesar de ello, acudo a la fenomenología y el existencialismo como acercamientos que se hacen cargo de primera mano de las realidades y materialidades psicológicas, incluyendo las clínicas. La fenomenología y el existencialismo representan las mayores conexiones filosóficas con la materia clínica de la que trata la psicología y la psiquiatría.
CAPÍTULO 1
GIRO ONTOLÓGICO: HACIA UN NUEVO REALISMO Tras una breve presentación del llamado giro ontológico hacia un nuevo realismo, situándolo sobre el trasfondo del materialismo filosófico, el objetivo del capítulo es ofrecer una ontología de las realidades psicológicas. Aun cuando tomo aquí la psicología como referencia en cuanto ciencia general del comportamiento, entiendo que el planteamiento filosófico alcanza a la psiquiatría. Se trata de una ontología pluralista, no dualista ni tampoco monista. Se trata asimismo de una ontología relacional que lleva a plantear y sostener que lo psicológico no está dentro de uno, ni tampoco fuera, sino en la relación de uno con el mundo. A este respecto, se hace preciso movilizar conceptos de la fenomenología y de psicologías no dualistas (Vygotsky, Gibson, Skinner). El nuevo realismo El nuevo realismo reorienta la filosofía sobre una base ontológica, centrada en los objetos antes que en los sujetos. Los objetos se refieren a cualquier cosa que tenga unidad de sentido, sea por caso «Sherlock Holmes, los humanos y animales reales, los productos químicos, las alucinaciones», sin eliminar prematuramente ninguna ni precipitarse en clasificarlas de más o menos reales (Harman, 2018, p. 54). El nuevo realismo ofrece una ontología realista que afirma la existencia de las cosas en campos de sentido, no
aisladas, independientemente de nuestra perspectiva subjetiva (Gabriel, 2018, pp. 32, 40, 42). Como dice el filósofo italiano Maurizio Ferraris, el realista no se limita a decir que la realidad existe, sino que afirma además que puede ser independiente de nuestro saber. Hay cosas inenmendables (resistentes, contumaces), que no dejan de ser lo que son independientemente de los esquemas conceptuales y aparatos perceptivos. Yo puedo abrazar todas las teorías del conocimiento de este mundo, puedo ser atomista o berkeliniano, posmoderno o cognitivista, puedo pensar, con el realismo ingenuo, que lo que se percibe es el mundo verdadero, o puedo pensar, con la doctrina Vedanta, que lo que se percibe es el mundo falso. En cualquier caso, lo que percibimos es inenmendable, no es posible corregirlo: la luz del sol ciega, si hay sol, y el mango de la cafetera quema, si la hemos dejado al fuego. No hay ninguna interpretación que oponer a estos hechos; las únicas alternativas son las gafas de sol y los guantes de cocina. (Ferraris, 2013, p. 85).
El nuevo realismo se opone tanto al realismo positivista como al posmodernismo. Contra «el positivismo que exalta la ciencia y contra el posmodernismo que la reduce a una lucha de intereses […], propongo un relanzamiento de la filosofía como puente entre el mundo del sentido común, de los valores morales y de las opiniones, y el mundo del saber en general (porque no hay solo física, sino que hay también el derecho, la historia, la economía)» (Ferraris, 2013, p. 96). El giro ontológico converge con el materialismo filosófico de un modo que podría resultar mutuamente beneficioso. Convergen en la prioridad de la ontología en la construcción filosófica y, dentro de ello, en el pluralismo ontológico frente a la idea de totalidad del mundo. «Por qué el mundo no existe», reza el título del filósofo alemán Markus Gabriel: «se debe a que no todo está relacionado
con todo» (Gabriel, 2015, pp. 17, 216); un principio también del materialismo filosófico acogido al concepto de symploké. El concepto platónico de symploké postula la discontinuidad entre la pluralidad de entes o géneros de materialidad, como se dirá después, frente al concepto monista de la unidad del mundo (Bueno, 1972, pp. 391 y siguientes). En este sentido, el giro ontológico del nuevo realismo revalida el materialismo filosófico. Aun cuando el nuevo realismo toma posición frente al materialismo, se refiere en realidad al fisicalismo y al naturalismo, a los que también se opondría el materialismo filosófico (Pérez-Álvarez, 2011a). Por otra parte, el materialismo filosófico puede ofrecer una ontología de tres géneros que ordena la pluralidad de realidades existentes, frente a la «ontología plana» que no diferencia objetos (Harman, 2018, p. 54). Si bien la ontología plana tiene el sentido metódico de evitar prejuicios prematuros, la ontología tripartita que distingue materialidades físicas (M 1 ), psicológicas (M 2 ) y abstractas e institucionales (M 3 ) es ya una ontología «madura» elaborada en la tradición filosófica (Bueno, 1972). De hecho, la ontología de Ferraris distingue tres clases de objetos, coincidentes con la ontología de tres géneros: objetos naturales, objetos sociales y objetos ideales (Ferraris, 2013, p. 118). Otro aporte del materialismo filosófico dentro de su ontología tripartita es el papel trascendental del sujeto en la reconfiguración de las cosas dentro de los géneros de materialidad y entre ellos. Al fin y al cabo, las leyes abstractas (físicas, matemáticas o, en su caso, jurídicas, económicas) no afectan al mundo físico y social sin la mediación de los sujetos. Se refieren a un sujeto lógicotrascendental, en todo caso corpóreo, no meramente psicológico, un cuerpo operador entre otros cuerpos, él mismo sujeto a las realidades y objetividades del mundo, a
la vez que productor de ellas. Realidades que no son necesariamente subjetivas por ser hechas por sujetos. Las realidades no son de cualquier manera, ni dejan de ser objetivas por ser hechas por sujetos humanos. Como tampoco los ecosistemas de los animales constructores de hábitats son de cualquier modo, ni carecen de objetividad, al extremo de que pueden determinar su propia evolución. Por más que el nuevo realismo se centra en los objetos antes que en los sujetos, la ontología no deja de ser una actividad humana. Difícilmente se puede preterir el papel trascendental del sujeto en la configuración de las realidades, siquiera fuera por la obligada escala antrópica en la que nos movemos (no desde ningún lugar o desde Dios). Por lo pronto, dos consecuencias decisivas derivan del nuevo realismo y del materialismo filosófico: el pluralismo ontológico y la pluralidad de la ciencia. Mientras que el pluralismo ontológico es la alternativa tanto al dualismo como al monismo (Pérez-Álvarez, 2011a), la pluralidad de la ciencia parte de las distintas acepciones de ciencia históricamente dadas. Se verá, siquiera brevemente, la delineación ontológica y científica de la psicología de acuerdo con estas bases filosóficas. En su momento, cuando se miren más de cerca las realidades psicológicas, se utilizarán las mencionadas canteras de la fenomenología y el existencialismo. Ontología relacional de las realidades psicológicas Para empezar, lo que existe no se reduce a dos tipos de cosas (res cogitans y res extensa), como sostiene el dualismo cartesiano, o a una que todo lo redujera a física y química, como sostiene el monismo. Dentro de una ontología pluralista, las realidades psicológicas serían unas realidades junto con otras realidades no psicológicas. No
será difícil de admitir que las realidades no psicológicas se refieren tanto a realidades del medio físico (geográficas, etc.) y neurofisiológicas del propio organismo como a realidades histórico-culturales —institucionales, sociales— y abstractas, como la geometría y las matemáticas. Las realidades psicológicas ocuparían un lugar en medio de las realidades físicas-biológicas e institucionales-culturales y abstractas, sin reducirse a ellas, pero sin dejar de estar entreveradas por ellas. Tampoco sería difícil de admitir que las realidades psicológicas de referencia son los comportamientos de los individuos. Tres aspectos se destacan de esta posición central de lo psicológico y, para el caso, de la psicología como disciplina (Pérez-Álvarez, 2018a, 2018b, 2020a). Serían los siguientes: 1) Lo psicológico, siempre in medias res entre realidades no psicológicas. 2) El comportamiento como mediador entre las realidades psicológicas y no psicológicas. 3) No todo comportamiento es psicológico. 1. Lo psicológico, siempre in medias res entre realidades no psicológicas. Quiere decir que lo psicológico está en medio de aspectos no psicológicos: neurobiológicos de un lado e institucionales de otro. De alguna manera más o menos conspicua y relevante, los fenómenos psicológicos implican aspectos neurobiológicos y sociales o institucionales. De ahí que los fenómenos psicológicos siempre admitan una mirada neurobiológica, microscópica, si la lente se pone en la actividad fisiológica (neuronal), o una mirada sociocultural, telescópica, si la lente se pone en la estructura social. Sin embargo, en el primer caso, lo psicológico queda reducido a aspectos biofísicos, y en el segundo, diluido en estructuras genéricas. En ambos casos se trata de una mirada impersonal: subpersonal cuando
mira por debajo del nivel de la persona (genética, mecanismos neuronales) y suprapersonal cuando mira por encima (estructuras sociales, estadísticas, algoritmos). Sin menoscabo de su interés, tales miradas desenfocan el fenómeno psicológico referido a sujetos individuales. 2. El comportamiento como mediador entre las realidades psicológicas y no psicológicas. Quiere decir que las actividades comportamentales de individuos corpóreos median entre las realidades no psicológicas, físicas, institucionales (sociales, culturales) y abstractas. El énfasis corpóreo de los individuos o sujetos no está de más. De un lado, importa enfatizarlo frente a la concepción mentalista tradicional del sujeto pensante y su versión computacional actual, y, de otro, por destacar su carácter comportamental operatorio. Al fin y al cabo, los organismos, individuos o sujetos operan en el mundo a través del comportamiento, no de la mente, el procesamiento de la información, los genes o las neuronas. Los sujetos son los mediadores efectivos entre el mundo institucional social y abstracto y el mundo físico geográfico. La sociedad, la cultura, el conocimiento científico, las matemáticas, las cosmovisiones no operan sobre el mundo físico sino a través de individuos corpóreos, a menudo a través de la construcción y el manejo de instrumentos, maquinaria y tecnología. De nuevo, importa destacar el carácter corpóreo de los individuos para no perder de vista que sus afectos y efectos son ante todo comportamentales, no mentales ni nada parecido. De acuerdo con el psicólogo mexicano Emilio Ribes, «somos nuestra biología en la misma medida en que somos nuestra cultura, y además somos el puente que hace posible esa conexión en forma de práctica compartida en el lenguaje» (Ribes, 2018, p. 76). La conducta individual sería, de acuerdo con Ribes, el objeto específico de la psicología, siempre sobre la base de un cuerpo con una historia y en relación con los demás
individuos en un contexto histórico-social (Pérez-Álvarez, 2020a). El papel mediador del comportamiento, y por ende de la psicología, alcanza a las ciencias limítrofes. Por el lado de la biología, la conducta de los organismos es fundamental para entender la evolución a través de las formas de vida y la construcción de nichos que a su vez seleccionan y modulan los recursos genéticos. Es de recordar aquí el «efecto Baldwin», debido al psicólogo estadounidense James Mark Baldwin (1861-1934), que hace referencia al papel activo de la conducta en la evolución: cómo el comportamiento de los organismos crea ambientes (hábitats, nichos) en función de las condiciones de vida que pueden a su vez reobrar sobre la propia dotación genética y reconducir el curso evolutivo (Laland y Brown, 2006; Sánchez y Loredo, 2007). Un ejemplo sería la tolerancia a la lactosa resultante de las prácticas de pastoreo. Por su parte, la epigenética muestra el papel determinante del ambiente, incluyendo el ambiente psicosocial, sobre la genética (González-Pardo y Pérez-Álvarez, 2013). Por no hablar del antropoceno y de cómo la actividad humana transforma los ecosistemas terrestres. La psicología es fundamental para el estudio y el entendimiento del cerebro, y así para la neurociencia, más que al revés, como a menudo se asume. De acuerdo con el psiquiatra alemán Thomas Fuchs, el cerebro es mediador, no agente causal, de las actividades de los organismos en sus medios, según relaciones circulares recíprocas desplegadas de una forma dinámica (Di Paolo y De Jaegher, 2012; Fuchs, 2018, p. 94; Pérez-Álvarez, 2011a). Por el lado de las ciencias sociales, la psicología es igualmente fundamental. Por ejemplo, la economía bebe y vive prácticamente de la psicología, dentro de su influencia mutua. Bastaría recordar estudios de premios Nobel como Herbert Simon (Las ciencias de lo artificial), Robert Shiller (Exuberancia irracional), Daniel Kahneman (Pensar rápido,
pensar despacio) y Richard Thaler (Todo lo que he aprendido con la psicología económica) que muestran cómo el factor psicológico media la conducta económica. Más allá de la supuesta racionalidad del homo economicus, la conducta económica es psico-lógica, no lógica, con su irracionalidad, sesgos y decisiones rápidas. No en vano la mayor tendencia actual de la economía se identifica como economía conductual. Por su parte, la sociología se debate entre la agencia de los individuos y la estructura social según cuál sea el énfasis de sus estudios. La antropología cultural, la historia de las mentalidades y la psicohistoria tanto suponen la psicología como contribuyen a ella. 3. No todo comportamiento es psicológico. Si se cifra el comportamiento o la conducta psicológica por lo que tiene de individual debido a su historia singular, las conductas genéricas que todos los individuos realizan por igual no cualificarían propiamente como fenómenos psicológicos. Se encuentran situaciones límite por el lado biológico (conductas biológicas) y por el lado social (conductas institucionales) y abstracto (geometría, matemáticas). Un ejemplo de conducta biológica sería el reflejo incondicional de salivación y secreción gástrica ante la ingesta de comida. La salivación y la secreción se convierten en psicológicas («psíquicas», diría Pavlov) cuando pasan a estar «controladas» por estímulos condicionales, como la vista del asistente que traía la comida al perro en el laboratorio o la famosa campanilla. Ahora ya es este perro el que saliva en tal situación, dada su particular historia. Otro ejemplo sería un ataque de epilepsia, de naturaleza neurológica, distinto de un ataque de histeria, por epileptiforme que fuera, como los observados por Charcot. Un ejemplo más es el parpadeo, que, aun cuando posee la misma topografía que el guiño, no tiene sentido psicológico. Sin embargo, el guiño, aparentemente un
parpadeo, puede tener una variedad de significados dependiendo del contexto, como retomaré en el capítulo 6. Conductas institucionales (más que psicológicas) serían aquellas que se realizan en situaciones pautadas, como ceremonias o ritos, así como en trabajos profesionales, en las que la individualidad está diluida, estandarizada, protocolizada, en favor y en función de una actividad supraindividual, sin menoscabo del posible toque personal o firma. Se incluirían aquí también las operaciones geométricas y aritméticas, así como la conducta científica, atenidas a la objetividad del conocimiento y a procedimientos establecidos. Las estructuras culturales (institucionales) se parecen a las estructuras geométricas y aritméticas (objetivas) en que regulan el comportamiento de una forma objetiva (genérica). Otro tanto cabría decir de las estructuras topológicas y estadísticas. Una muchedumbre huyendo de un incendio en un teatro se mueve como las moléculas de un recipiente puesto a calentar, por más que las conductas de cada uno de los individuos que la conforman tengan un propósito (que no tienen las moléculas), pero todos el mismo, chocando aleatoriamente unos con otros. No obstante, la participación en una ceremonia o ritual, así como la actividad profesional, pueden tener efectos psicológicos cuando transforman el estatus o la identidad del participante. Sean por caso la transformación de graduado a doctor, de soltero a casado, de adolescente a adulto, de inocente a condenado o de persona emocionalmente traumatizada a curada de acuerdo con el ejemplo que se verá en el capítulo 6. Efectos psicológicos también ocurren cuando uno aprende a sumar, tiene un insight o el eureka de un hallazgo científico y cuando experimenta pánico en una estampida y siente felicidad y probable decepción después de un día de compras, por más que estas sean conductas marcadamente institucionales. Ejemplos de gran componente biológico y a la vez
institucional, que quizá sobrepasan el aspecto psicológico, se encuentran en el llanto y la risa, en los «límites del comportamiento humano», según Helmuth Plessner (18921985), cuando el propio cuerpo parece emanciparse del dominio de uno en situaciones altamente emotivas por sobrecogedoras o hilarantes (Plessner, 2007). El Cuadro 1 ofrece un esquema de estos tres aspectos de la delineación ontológica, con especial señalamiento de la posición in medias res y mediadora de las realidades psicológicas. Sobre esta delineación se presenta ahora un corolario de especial relevancia para la ontología relacional de los fenómenos clínicos, según el cual lo psicológico no estaría dentro ni fuera, incluyendo los problemas psicológicos/psiquiátricos. CUADRO 1. Géneros de materialidad (realidades) y posición en medio y mediadora de las realidades psicológicas Géneros ontológicos Realidades físicas Cuerpo
Realidades ⇔ psicológicas Conducta
⇔
Medio físico Organismo Conducta biológica
in medias res ⇐ Mediación Conducta psicológica
Historia, sociedad ⇒ Instituciones Conducta institucional
Realidades institucionales Cultura
Lo psicológico, ni dentro ni fuera Los eventos psicológicos no están dentro de uno, en el cerebro, la mente o algo parecido, ni tampoco fuera, en el ambiente, la sociedad ni nada similar. Sin embargo, la distinción dentro-fuera se impone como algo obvio, ni siquiera como una forma discrecional de hablar o una metáfora. Y no hay una, sino al menos dos versiones
dentro-fuera: una científico-académica y otra secularpopular, esto es, una académica y otra mundana. De acuerdo con la versión científico-académica, dentro estaría la gran maquinaria de la mente-y-el-cerebro, concebida como un sistema computacional de módulos de procesamiento de información. Fuera estaría el mundo, concebido como información que hay que procesar. Entre los inputs del mundo de fuera y los outputs o respuestas a él estaría toda esa maquinaria neurocognitiva, según suponen la psicología del procesamiento y la psiquiatría computacional. Para esta versión, la explicación de los fenómenos psicológicos y psiquiátricos consistiría en la especificación de los mecanismos neurocognitivos implicados, de modo que los fenómenos psicológicos, y en su caso clínicos, serían en realidad epifenómenos de condiciones subyacentes. La nueva ciencia mecanicista de la psicología, buscando las estructuras biológicas de las funciones psicológicas (Thomas y Sharp, 2019), no deja de ser una versión del viejo mecanicismo dualista explicada con jerga computacional y neurofisiológica, según suponen que trabaja la mente. Como dicen, tratan de explicar el mecanismo interno de acuerdo con el cual supuestamente se realizarían los procesos psicológicos en las estructuras biológicas, a niveles neuronales, neuroquímicos y moleculares (Thomas y Sharp, 2019, p. 208). Con todo su bagaje ultracientífico, esta concepción mecanicista de la mente no deja de ser una versión del dualismo y su socio y sucedáneo, el monismo. Lejos de ser neutral e inocua, esta versión dualista sustenta el modelo biomédico dominante en la clínica psicológica y psiquiátrica. A su vez, el boyante modelo biomédico realimenta la propia concepción dualista de los trastornos mentales como resultado de averías en la conectómica neurocognitiva. En la versión secular-popular, la distinción dentro-fuera perdura en términos de mundo interior y mundo exterior.
Para esta versión, lo genuino y verdaderamente psicológico sería el mundo interior, y estaría por lo tanto dentro de uno. Se entiende la existencia y persistencia de esta concepción. Condiciones histórico-culturales, como la creciente separación del espacio público y el privado, así como los crecientes vergüenza, reserva y autocontrol en el trato personal, junto con el individualismo expresivo del romanticismo, habrían contribuido al culto y cultivo del mundo interior. En este sentido, se podría decir que la cultura occidental era dualista antes de que las doctrinas científicas elaboraran sus propias versiones dualistas. El dualismo es por defecto la concepción mundana y académica de la psicología y la psiquiatría. Cuando no piensas, el dualismo piensa en y por ti. Se entiende, pues, que la distinción dentro/fuera, interior/exterior, mente/mundo sea difícil de superar, por más que resulte oscura, confusa y engañosa. Ambas versiones se entrecruzan a menudo. Así, la versión científico-académica se presta a ser usada por la versión secular-popular a cuenta de las socorridas neuroimágenes de esto y lo otro, y de toda una neuropalabrería que ya es moneda corriente. Por su lado, la versión secular-popular se presta también a su uso por parte de neurocientíficos y profesores del ramo, confundiendo divulgación con vulgarización en su esfuerzo por llegar al público a costa de desbaratar los propios conocimientos neurocientíficos. Expresiones típicas de esta vulgar divulgación son, por ejemplo, «el cerebro piensa», «nos engaña», «decide», por no hablar de la «función ejecutiva» y de las «neuronas espejo», auténticos homúnculos redivivos. La neuropalabrería se abordará con más detalle en el capítulo 9. A estas alturas, no se trata de reprender, ni de pretender suprimir el término «mente» y todo lo referente a lo mental, sino de entenderlo sin incurrir en el dualismo mentalista ni, en su caso, en el usual monismo
reduccionista. Y lo que sería todavía más desafiante: sin dejar de asumir el aspecto subjetivo experiencial, fundamental en toda psicología y toda psiquiatría que se precien de su nombre. La fenomenología y el existencialismo, como doctrinas filosóficas radicalmente adualistas y a la vez interesadas en la experiencia y el mundo vivido, son fundamentales a este respecto. Naturalmente, tampoco faltan enfoques psicológicos adualistas (Pérez-Álvarez, 2018b). En concreto, se echará mano de conceptos del conductismo radical del psicólogo estadounidense Burrhus Skinner (1904-1990) y de la psicología ecológica del también psicólogo estadounidense James Gibson (1904-1979). La idea aquí empieza por concebir la relación mutuamente constitutiva del cuerpo con el mundo. La conocida fórmula heideggeriana ser-en-el-mundo epitomiza esta unidad de tres términos: el ser humano, en y el mundo. Valdría también la fórmula orteguiana yo soy yo y mi circunstancia. La conjunción y, y en su caso la preposición en, hacen referencia al nexo comportamental de un sujeto o ser corpóreo situado: siempre en alguna circunstancia o mundo. Ya no estaríamos hablando de una mente desencarnada o de un órgano del cuerpo, sino de todo un organismo, y, para más señas, de un sujeto o ser humano. Tampoco estaríamos hablando del mundo como información que hay que procesar, sino del mundo-de-la-vida (el mundoalrededor, circunstancia), históricamente dado: los otros, la sociedad, el lenguaje. Se refiere a un mundo organizado, institucionalizado, poblado de cosas y lleno de facilidades y contrariedades que van conformando nuestro modo de ser y también el modo de estar bien o mal. Esta radical y primordial relación de uno con el mundo no es una mera interacción entre dos entes previos que de pronto interactúan, sino la citada relación mutuamente constitutiva de ser-en-el-mundo (sujeto-circunstancia). A este respecto, importa retomar los conceptos de
intencionalidad motora, arco intencional y comportamiento del fenomenólogo y psicólogo francés Maurice MerleauPonty (1908-1961) en sus obras Estructura del comportamiento (1942) y Fenomenología de la percepción (1945). Intencionalidad motora, arco intencional y comportamiento La noción de intencionalidad motora se refiere a nuestra propia conciencia o entendimiento tácito del mundo alrededor. La intencionalidad motora es tan básica y familiar que pasa desapercibida, y es tan transparente que resulta invisible. La intencionalidad motora se da entre el cuerpo y la situación, un cuerpo situado, de modo que no tendríamos que situarla dentro del cuerpo —la mente o el cerebro—, según la concepción mentalista al uso. El cuerpo-y-la-situación establecen una conexión dinámica de percepción-y-movimiento, sea por caso la manilla-de-lapuerta-ahí o el amigo que vemos a lo lejos y al que hacemos una señal, según el ejemplo de Merleau-Ponty. Cuando hago una señal a un amigo de que se acerque, mi intención no es un pensamiento que yo preparo dentro de mí por anticipado, ni que yo percibo en el gesto de mi cuerpo; señalo hacia allá, donde está mi amigo. La distancia que nos separa y su asentimiento o rechazo se leen inmediatamente en mi gesto. No hay primero una percepción seguida de un movimiento, la percepción y el movimiento forman un sistema que se modifica como un todo. (Merleau-Ponty, 1975, p. 128).
Esta conexión percepción-movimiento, solicitudproyección corporales, es la intencionalidad motora. La «intencionalidad motora implica dos aspectos que no se pueden entender plenamente por separado porque son aspectos de una unidad» (Jackson, 2018, p. 775). La
intencionalidad motora lleva al concepto más amplio de arco intencional. La noción de arco intencional hace referencia a la relación constitutiva del cuerpo con el mundo, cómo se va constituyendo un sistema de acciones circulares. Las acciones circulares tienen afinidad con las reacciones circulares descritas por Jean Piaget (1896-1980) dentro de su teoría del desarrollo y antes por el citado Baldwin. Estas acciones circulares implican un conocimiento tácito, implícito, del mundo y de los demás, antes de cualquier teoría de la mente. Así, estar-en-el-mundo significa que nuestra primordial forma de relacionarnos con las cosas no es ni puramente sensorial y refleja ni cognitiva o intelectual, sino corporal-práctica. Merleau-Ponty concibe este nexo como un arco intencional que proyecta, alrededor nuestro, nuestro pasado, nuestro futuro, nuestro medio contextual humano, nuestra situación física, nuestra situación ideológica y nuestra situación moral, lo que hace que estemos situados bajo todas esas relaciones. El arco intencional constituye la unidad de los sentidos, de los sentidos y de la inteligencia, integrando sensibilidad y motilidad, percepción y acción. Es este arco lo que se «distiende» en la enfermedad (Merleau-Ponty, 1975, p. 153). La noción de arco intencional recuerda al concepto de arco reflejo definido en 1896 por John Dewey (18591952), que concibe como una unidad funcional que no se puede reducir a sus partes componentes. Un aspecto fundamental aquí es, pues, el carácter inherentemente intencional de toda acción. La intención no sería, entonces, algo anterior a la acción, algo interior que la propulsara desde dentro. No en vano Merleau-Ponty, y antes el fundador de la fenomenología Edmund Husserl (1859-1938), hablan de intencionalidad operante (fungierende Intentionalität, intentionalité motrice) para referirse al carácter operatorio corpóreo, comportamental, de la intencionalidad.
La noción skinneriana de conducta operante es quizá el mejor ejemplo psicológico de esta noción básica de la fenomenología. La conducta operante, como ha destacado Skinner, incorpora la intención; sin negarla, por tanto, pero sin separarla de la conducta. En este respecto Skinner estaría alineado con la tradición fenomenológica europea, al margen de su conciencia filosófica (escasa). La conducta operante tiene el sentido merleau-pontyano del comportamiento (comportement) como estructura unitaria de la relación con el mundo, diferente de la conducta como ejecución externa de supuestas estructuras y procesos cognitivos, como se entiende en la psicología cognitivoconductual y por parte de la llamada función ejecutiva (Pérez-Álvarez, 2018a). Sobre estas premisas se entiende el concepto de mente, tan difícil de evitar como fácil de malinterpretar. Por más que los términos «mente» y «mental» susciten razonables prevenciones, son difíciles de superar, y de hecho están habilitados en la psicología actual (Brinkmann, 2019; Pernu, 2017). Con todo, requieren una mayor especificación en la perspectiva que se sigue aquí. De acuerdo con la delineación ontológica perfilada, lo psicológico y, para el caso, lo mental, tendría un estatus en medio de (entreverado con aspectos neurobiológicos e institucionales) y un papel mediador (operador entre las distintas realidades psicológicas y no psicológicas). Sin embargo, en este intermedio entre lo neurobiológico y lo institucional lo mental siempre parece gravitar sobre lo neurobiológico. Una y otra vez, la tensión recae entre lo físico y lo mental (Pernu, 2017), en la dirección reduccionista de lo mental a lo físico. El problema de esta polarización es que va en detrimento de la tensión que también se da por el lado institucional. No se trata, ni que decir tiene, de un reparto democrático o algo así. El hecho de que la polarización esté tradicionalmente (irresuelta) del lado físico-mental deriva en buena medida de la falta de
una debida consideración de la relación entre lo mental y lo institucional. Afortunadamente, hoy se habla de mente socialmente extendida (Gallagher, 2013), de instituciones mentales (Gallagher y Crisafi, 2009), de ecología del cerebro (Fuchs, 2018) y, por lo que aquí respecta, de psicología cultural y psicología ecológica, en todo caso, más allá de la mente y el cerebro (Pérez-Álvarez, 2018b). En particular, se hace referencia a dos grandes conceptos derivados respectivamente de la psicología cultural a partir de Lev Vygotsky (1896-1934) y de la psicología ecológica a partir de James Gibson (1904-1979); se trata de scaffolding y affordance, ambos relacionados (Estany y Martínez, 2013; Ramstead et al., 2016). Mientras que scaffolding se puede traducir por ‘andamiaje’, affordance difícilmente se traduce por una única palabra sin parafrasear, siendo entre las más apropiadas ‘disponibilidad’, ‘ofrecimiento’ o ‘invitación’, referidas a la funcionalidad de los objetos y en general a las posibilidades comportamentales del ambiente. Scaffoling y affordances: el andamiaje y las disponibilidades del ambiente El término scaffolding, en adelante «andamiaje», deriva de la psicología rusa, señaladamente Vygotsky, desde donde se extendería de la mano del psicólogo estadounidense Jerome Bruner (1915-2016), y hoy en día es un concepto de creciente interés (Shvarts y Bakker, 2019). El uso más específico del concepto de andamiaje tiene lugar en el contexto del aprendizaje escolar y del desarrollo, empezando por el motor (aprender a andar y demás). Como sugiere el término, se trata de disponer apoyos, soportes, andamios como ayudas para promover el aprendizaje de lo que sea (andar, la escritura, las matemáticas), más allá del nivel alcanzado, de forma progresiva. De ahí que el
andamiaje esté ligado al concepto también vygotskyano de zona de desarrollo próximo, referido a ese espacio o nivel de desarrollo que, con los apoyos oportunos, se puede llevar más allá. Otras aplicaciones del andamiaje en relación con la zona de desarrollo próximo conciernen a la rehabilitación neuropsicológica y a la psicoterapia. Así, en psicoterapia, el psicólogo británico Paul Chadwick se refiere a la zona de desarrollo próximo como «un proceso social por el cual, con la ayuda de un terapeuta radicalmente colaborador y experto, el cliente puede reducir su malestar, desarrollar una introspección metacognitiva y llegar a aceptarse» (Chadwick, 2009, p. 13). La propia relación terapéutica viene a ser el andamiaje que propicia el cambio. Aunque el término «andamiaje» sugiere artilugio, incluye el «sistema funcional que emerge entre un niño y un adulto, según ambos se van iterativa y contingentemente adaptando el uno al otro mientras resuelven una tarea particular en orden a un objetivo de aprendizaje más general» (Shvarts y Bakker, 2019, p.18). Se entiende que el andamiaje es, como sugiere el término, un soporte provisional (prótesis) que se irá retirando a medida que el desarrollo, aprendizaje y en su caso rehabilitación y cambio clínico alcanzados se integren en los repertorios y hábitos de uno o, como dice Vygotsky, se «interioricen». Sin embargo, aquí se quiere dar a la noción de andamiaje un sentido más general que el específico «protésico». Se refiere, por así decirlo, al andamiaje permanente que sostiene el funcionamiento mental y cerebral. La propia noción vygostkyana de «interiorización» es engañosa en la medida en que sugiere que lo que estaba fuera pasa a estar dentro. Lo cierto es que siempre estamos rodeados de andamios. La cultura, la sociedad y las instituciones no dejan de ser andamios. Son nuestros andamios permanentes. A este respecto, se acude a la noción de affordance. De acuerdo con autores ya
citados, se puede concebir que el andamiaje dé lugar a affordances y, a su vez, que affordances sirvan de andamios para el desarrollo de habilidades (Estany y Martínez, 2013; Ramstead et al., 2016). El término affordance fue introducido por James Gibson en el contexto de su teoría de la percepción directa, distinta de la teoría de la percepción como puerta de entrada de información-a-procesar. Frente a la concepción cognitivista representacional, la concepción de la percepción directa sostiene que el mundo alrededor ya se nos ofrece como posibilidades de acción. No percibimos información que se computa y representa dentro y luego sale como acción. En su lugar, percibimos los valores y significados de las cosas y situaciones, para lo que Gibson acuñó el término affordance. La percepción de affordances implica un cambio radical respecto a las teorías perceptivas al uso. Como dice Gibson, «percibir una affordance no es un proceso de percibir un objeto físico libre-de-valor al que se añade significado no se sabe cómo: es un proceso de percibir un objeto ecológico rico-de-valor. Cualquier objeto, espacio o lugar tiene alguna affordance para beneficio o perjuicio de alguien» (Gibson, 1979, p. 131). La noción de affordance tiene su raigambre en la teoría de campo de Kurt Lewin (1890-1947), con sus vectores y valencias, en la psicología de la Gestalt, con sus ambientes conductual y geográfico, en la fenomenología, con su subjetividad corporeizada, situada, no representacional, y en el pragmatismo, con su funcionalidad y selectividad de aspectos de la experiencia. En relación con las teorías psicológicas, la teoría de la percepción directa tiene afinidad con el conductismo radical, de acuerdo con su foco en la relación conducta-ambiente. Gibson y Skinner están del mismo lado frente a la psicología mainstream del procesamiento de información, por lo que sus enfoques quedaron relegados a partir de la llamada «revolución cognitiva». Tras la resaca cognitivista (mentalista,
neurocéntrica), Gibson y Skinner son ahora reivindicados (Morgan, 2018; Pérez-Álvarez, 2020b). La percepción directa supone la continuidad percepciónacción. No hay percepción que no implique acción, y toda acción conlleva percepción. La percepción es posible en la medida en que los organismos se mueven y, de hecho, son exploradores activos de su ambiente, en vez de receptores pasivos de información. Incluso ver implica saber mirar, aprender a ver, en vez de meramente recibir información visual que luego el «ojo de la mente» o el cerebro procesarían o proyectarían en alguna cámara oscura y entonces veríamos. La experiencia de ver con el microscopio y el telescopio y la recuperación de la vista por parte de personas ciegas de nacimiento sugieren la implicación de la acción en el acto de ver, cuando pareciera que con tener las cosas a la vista el procesamiento de información hace el resto. Como muestra la historiadora Laura Snyder en El ojo del observador, el uso de microscopios y telescopios muestra que «ver no es algo que simplemente sucede, sino algo que se debe aprender» (Snyder, 2017, p. 178). Requiere disponerse de cierta manera, acomodar la mirada, fijarse en esto y lo otro, apreciar, distinguir, resituarse, volver a mirar. Por su lado, la recuperación de la vista por personas ciegas de nacimiento (por ejemplo, tras una operación de cataratas) plantea el problema de si reconocerían a la vista objetos que conocían por el tacto, el famoso «problema de Molyneux», llamado así debido al científico irlandés que se lo planteó en 1688 al filósofo británico John Locke (16321704). La respuesta es que no basta con verlos-ahí, sino que para reconocerlos es necesario operar con ellos de nuevo. Como dijo el cirujano que en 1728 operó a un chico de trece años, «cuando vio por primera vez, era tan incapaz de establecer juicios sobre las distancias que pensaba que todos los objetos, fuesen los que fuesen, le tocaban los ojos […] no conocía la forma de nada, ni distinguía una cosa de
otra, por muy diferentes de forma y magnitud que fuesen» (citado en Snyder, 2017, p. 176). Casos recientes lo confirman (por ejemplo, Held et al., 2011), entre ellos el referido por el neurólogo angloamericano Oliver Sacks (1933-2015) en Un antropólogo en Marte, un caso en el que el paciente terminó por retornar a la condición de ciego (Sacks, 1997). Estas experiencias sugieren dos cosas que importa destacar aquí. Sugieren, por un lado, la imbricación de la percepción-y-la-acción formando parte de un mismo proceso que implica al organismo como un todo, no un cerebro sobre los hombros cual cámara sobre un pedestal. Sugieren, por otro, que esta imbricación ocurre igualmente en la práctica cotidiana de aprender a ver, por más que parezca tan natural, como si la visión fuera un proceso separado de la acción, sin la actividad de aprender-a-ver, como con el microscopio o el telescopio. El estatuto ontológico de las affordances es a la vez realista y relacional, objetivo y subjetivo. Como dice Gibson, una «affordance no es una propiedad objetiva ni subjetiva, sino ambas si se prefiere. Una affordance supera la dicotomía subjetivo-objetivo mostrando su inadecuación. Es a la vez un hecho ambiental y conductual. Es tanto física como psíquica, incluso ni una ni otra. Una affordance apunta en ambas direcciones, al ambiente y al observador» (Gibson, 1979, p. 129). De acuerdo con el filósofo español Manual HerasEscribano en su esclarecedora filosofía de las affordances, «la palabra affordance no apunta a algo externo o interno, sino que enfatiza la complementariedad de los dos polos del sistema, y esto es porque las affordances se entienden como aspectos del ambiente que hacen referencia a un observador». Las affordances son disposiciones del ambiente correlativas de las disposiciones de los individuos en relación con ellas. Como dice este autor, «tengo la tendencia de hacer esta u otra acción cuando encuentro
ciertos aspectos del ambiente bajo determinadas circunstancias» (Heras-Escribano, 2019, p. 86). Este carácter relacional no implica que las affordances no tengan una realidad objetiva independiente de sujetos individuales concretos. Al fin y al cabo, el mundo ya preexiste como nicho o ecosistema con sus formas de vida a cualquier individuo que se incorpora a él. La existencia de una affordance no depende de que esté siendo usada. Así, se ha distinguido entre «paisaje de affordances», para referirse al conjunto de affordances disponibles para una población en un ecosistema, y «campo de affordances», para aquellas que son relevantes para los individuos en un momento dado (Ramstead et al., 2016; Rietveld y Kiverstein, 2014). La existencia y relevancia de las affordances se explican por su historia coevolutiva. La historia del aprendizaje y el desarrollo de los individuos está en la base de las affordances, formando parte de toda una historia colectiva, del mundo ya construido a la escala humana, un paisaje de affordances (Rietveld y Kiverstein, 2014). Por lo mismo, la explicación del sistema organismo-ambiente y, para el caso, del funcionamiento psicológico sería en términos de su historia, no en términos de mecanismos neurocognitivos o del sistema nervioso. Los propios mecanismos necesitan ser explicados por la historia interactiva y funcional del organismo como un todo. Esto plantea una cuestión epistemológica relativa a la naturaleza de la explicación científica, en términos mecanicistas o históricos, biológicos o biográficos. Como dice Heras-Escribano: describir la dinámica neural no explica cómo se comporta el organismo como un todo, lo que encuentra en sus interacciones con el ambiente y qué es significativo en el ambiente para el agente como un todo. Esto es porque el organismo se comporta dependiendo de la historia de las interacciones dinámicas y significativas que el organismo ha establecido con su ambiente
tanto en términos evolutivos como del desarrollo: entonces nos moveremos a otro nivel. No deberíamos centrarnos en lo que ocurre dentro de los organismos: más bien deberíamos centrarnos en el nivel en el que interactúan el organismo y el ambiente. La cuestión que guía una investigación ecológica, en contraste con una visión cognitiva, es la siguiente: no preguntar qué está dentro de tu cabeza, sino dentro de qué está tu cabeza (Heras-Escribano, 2019, p. 21).
Parafraseando al genetista ucraniano Theodosius Dobzhansky (1900-1975) cuando dijo que en biología nada tiene sentido sino a la luz de la evolución, diríamos que en psicología y psiquiatría nada tiene sentido sino a la luz de la biografía. Con todo, la dicotomía interno-externo y la mente como dispositivo dentro de uno difícilmente se superarán tal y como están arraigadas en nuestros hábitos y nichos. En lugar de procesamiento y representación mental, habría que repensar las sucesivas interacciones organismoambiente como cambio continuo en el organismo como un todo. Lo que se tiene como resultante de la práctica de la vida es un organismo cambiado, según la expresión de Skinner. Téngase el caso de la lectura. Quien sabe leer no podrá dejar de leer cuando se encuentre algo escrito. El escrito ya no se le presenta como garabatos o agregados de rayas sin sentido. Se le ofrece diciendo algo. Lo mismo en relación con el idioma que uno habla: ya no podrá dejar de oír sonidos-diciendo-algo. También el músico. ¿Dónde está almacenada o representada la música que es capaz de ejecutar un pianista cuando no está tocando el piano? Tan absurdo sería decir que está en tales o cuales áreas del cerebro como que está en sus manos o algo así. El organismo como un todo, con su cerebro, cambia en cada acción. Se puede suponer este cambio como una continua reconstrucción de lo anterior al hilo de lo siguiente, según una suerte de palimpsesto. El cambio acumulativo reconstructivo facilita las sucesivas interacciones, genera
habilidades y abre nuevas posibilidades, pero también puede crear bucles, como son los trastornos psicológicos. De acuerdo con el psicólogo danés Svend Brinkmann, siguiendo a Aristóteles, la mente se reconcibe como «habilidades y disposiciones consistentes en reconocer los aspectos del mundo, resolver problemas y actuar y responder emocionalmente a lo que sucede» (Brinkmann, 2019, p. 99). En esta perspectiva, los trastornos mentales se encuentran en la relación entre la persona y las situaciones de la vida. Esta perspectiva relacional significa, dice Brinkmann, que los problemas de la gente estarían radicalmente situados. Existen en sus manifestaciones concretas, no en algo detrás o más allá (Brinkmann, 2019, p. 123). El progreso científico en el estudio de la mente — continúa Brinkmann— consiste en retornar a Aristóteles. Necesitamos «avanzar hacia Aristóteles». Se necesitan tanto métodos cuantitativos como cualitativos que traten de describir y entender la experiencia humana, el significado y las normas. «Y estamos obligados —añade Brinkmann— a reconocer también la asimetría por la que el enfoque científico-cultural y el cuantitativo tienen primacía respecto a las demás maneras de investigar la mente, por donde empezar. A pesar de que la investigación cualitativa está raramente apoyada por la financiación de la investigación y se encuentra diseminada en las revistas profesionales, este entendimiento es indispensable como condición para una psicología cabal» (Brinkmann, 2019, p. 127). En esta perspectiva, la mente deja de ser comprendida como algo interior y se concibe como relación, y el mundo deja de ser comprendido como algo exterior y se concibe como medio. Los aspectos destacados de la delineación ontológica (la psicología siempre in medias res, las actividades psicológicas como mediadoras, que no toda conducta sea psicológica y lo psicológico situado ni dentro ni fuera)
presuponen tanto como proponen una ontología relacional, amén de realista, en vez de una ontología esencialista. Mientras que una ontología esencialista tiende a cosificar los fenómenos psicológicos como si fueran cosas en sí mismas (rasgos, aptitudes, actitudes, memoria, personalidad, trastornos), una ontología relacional enfatiza el carácter constitutivamente relacional, históricofuncional, de los fenómenos. Enfatiza más la acción verbal (por ejemplo, rememorar) que el sustantivo (la memoria), más estar en un bucle o situación depresiva que la depresión dentro de uno, más el estilo hiperactivo que el TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) como algo en sí. La idea de base es ser-en-el-mundo, más que el ser por un lado y el mundo por otro que en un momento dado interactúan. La aplicación clínica de esta ontología relacional según la cual los fenómenos psicológicos no estarían dentro ni fuera sino entre se desarrollará en el capítulo 12 a cuenta del concepto de situación. Se sostendrá que los trastornos psicológicos o psiquiátricos no están dentro de uno (la mente o el cerebro) ni tampoco fuera (el ambiente o el malestar en la cultura), sino que sería uno el que estaría dentro de una situación que se ha vuelto patógena. Antes, empezando por el siguiente capítulo, hago una revisión de la epistemología: las teorías de la ciencia y las cosmovisiones científicas vigentes en psicología y psiquiatría, camino de la demarcación entre ciencia y pseudociencia en capítulos posteriores. En resumen Importa destacar la dedicación del primer capítulo al giro ontológico. Esto supone dar primacía a la ontología frente a la epistemología, que hasta ahora parecía tener prevalencia. El problema de la primacía de la epistemología
es que incurre en dos extremos insostenibles: en el positivismo, que ensalza la ciencia, o en el posmodernismo, que la reduce a juegos de intereses. Dentro del giro ontológico, se ha propuesto una ontología relacional pluralista, no esencialista ni monista. De acuerdo con esta ontología, las realidades psicológicas se ofrecen con arreglo a cuatro aspectos fundamentales: siempre están en medio de otras realidades no-psicológicas (biofísicas, institucionales-culturales), desempeñan a su vez un papel mediador dado por la conducta del organismo, no toda conducta es psicológica porque también puede ser biológica o institucional y lo psicológico no está ni dentro de uno ni fuera, por más que la noción de la mente como algo interior sea poco menos que inevitable. En este sentido, lo mental es en realidad comportamental, referido a modos disposicionales de comportamiento en función de la historia única de cada uno y las situaciones dadas. A fin de apuntalar esta concepción no internalista ni meramente ambientalista, he introducido dos tipos de conceptos que previenen de incurrir en la visión interior y exterior. Como alternativa a la visión mentalista interiorista están los conceptos de intencionalidad motora, arco intencional y comportamiento, tomados de la fenomenología. Como alternativa a la visión ambientalista externalista están los conceptos de andamiaje y affordance, recuperados respectivamente de la psicología vygotskyana y de la psicología ecológica (Gibson). Ambos tipos de conceptos están siendo cada vez más utilizados con el fin de rescatar a la psicología cognitiva de su deriva mentalista dualista. Esta concepción radicalmente interactiva de las realidades psicológicas (ni internas ni externas) alcanza, cómo no, a los fenómenos clínicos, de modo que los trastornos psicológicos tampoco estarían dentro de uno ni fuera, sino constituyendo una situación dentro de la que uno está.
CAPÍTULO 2
EPISTEMOLOGÍA PLURAL: DISTINTAS COSMOVISIONES CIENTÍFICAS Existen distintas acepciones de ciencia, entre ellas las ciencias humanas, así como distintas filosofías de la ciencia. Por lo demás, las ciencias no están exentas de metafísica referida a cosmovisiones acerca de cómo funciona el mundo y cómo se ha de estudiar. La noción de cosmovisión es importante porque se refiere a la visión del mundo que, de forma más o menos explícita, a menudo implícita, está en la base de las propias concepciones científicas. Aun cuando la cosmovisión científica supone una visión del mundo distinta de otras como la mitológica, la religiosa o la filosófica, no presenta una visión única y homogénea, sino varias, distintas y aun distantes entre sí. Las cosmovisiones científicas implican una concepción tanto del funcionamiento del mundo, la sociedad y el ser humano como del funcionamiento de la propia ciencia. La ciencia tiene, pues, sus preconcepciones y prejuicios más allá de la supuesta objetividad y neutralidad de sus conocimientos y procedimientos. Presento en primer lugar las distintas acepciones y filosofías de la ciencia y a continuación las cosmovisiones que funcionan en psicología y por extensión en psiquiatría. Acepciones de ciencia y el caso de las ciencias humanas La ciencia ha alcanzado el mayor prestigio entre los distintos saberes. De hecho, se ha establecido como
referente de racionalidad y criterio del conocimiento académico y de la práctica profesional. No en vano se habla en psicoterapia de práctica basada-en-la-evidencia. Sin embargo, la ciencia no tiene una única acepción, sino varias. Tampoco es la única forma de conocimiento, sino una junto con otras. Si bien la ciencia se caracteriza por la racionalidad, esto no quiere decir que las otras formas de conocimiento no sean racionales. Tampoco quiere decir que la propia ciencia no tenga componentes «irracionales» — tácitos, implícitos, no-pensados, intuitivos, imaginativos, retóricos—, más allá de una racionalidad exenta, libre de preconcepciones y de intereses. Cabe distinguir cuatro acepciones de ciencia: ciencia como techné y episteme, dadas en la época clásica griega, ciencia positiva moderna a partir del siglo XVII y ciencia humana desde finales del siglo XIX (Bueno, 1995). La primera acepción de ciencia antes de su nombre se refiere a techné como «saber hacer», un saber práctico, con oficio y arte. Es la ciencia del navegante o del médico. Peri techné es un tratado hipocrático que se suele traducir «Sobre la ciencia médica». Otra acepción de ciencia se refiere a episteme como sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios, cuyo modelo es la geometría euclidiana. Este es el concepto de ciencia de Aristóteles en sus tratados de lógica conocidos como Órganon. Episteme también tiene un sentido cercano a techné como conocimiento práctico deducido y atenido a principios generales, por ejemplo, cosmológicos, acerca de la phýsis, incluyendo la fisiología humana. Como dice Sócrates en el diálogo Cármides de Platón, la techné médica (techné iatriké) es la episteme de la salud, un conocimiento general, transmisible. También estaría la techné de los sofistas, cuya episteme sistematiza Aristóteles en la Retórica. La medicina y la psicoterapia responden más a esta acepción de ciencia que a las dos siguientes, de las que también participan.
La ciencia positiva moderna, surgida en el siglo XVII en Europa, es la ciencia por antonomasia, con referentes en Bacon (1561-1626), Descartes (1596-1650), Galileo (15641642) y Newton (1642-1727). De aquí parte la racionalidad de la nueva ciencia, el Novum organum de las ciencias, según el título de Bacon. La nueva ciencia cuenta con un discurso del método científico y se inspira en la flamante idea de descubrimiento. Bacon tomó de Colón la idea de descubrimiento, y así Galileo era ensalzado como el Colón de la astronomía (Wootton, 2017, p. 111). La ciencia positiva natural es la ciencia en sentido estricto, la «gran ciencia». La ciencia humana surge como extensión de la ciencia positiva a finales del siglo XIX. El Cuadro 2 ofrece un esquema histórico de las acepciones de ciencia. No se trata de una historia lineal, sino de distintas líneas coexistentes (representadas por flechas en el cuadro). CUADRO 2. Esquema histórico de las acepciones de ciencia
Las ciencias humanas adoptan dos posiciones respecto de la ciencia natural: asimilación o demarcación. Mientras que la asimilación está sustentada por Augusto Comte
(1798-1857), como fundador del positivismo, la demarcación tiene su mayor exponente en Wilhelm Dilthey (1833-1911). Tanto la asimilación como la demarcación se encuentran dentro de cada una de las distintas ciencias humanas o sociales, como la sociología, la economía, la psiquiatría, la psicología y la propia psicoterapia. Así, la sociología tiene su doble versión como «física social» en la perspectiva de Comte y como «ciencia comprensiva» en la perspectiva de Max Weber (1864-1920). La economía tiene también su doble versión como ciencia positivista (economía clásica, racionalista y econometría) y ciencia social (economía conductual). Por su parte, la psiquiatría se debate desde finales del siglo XIX hasta nuestros días entre la psiquiatría biológica y la psiquiatría hermenéutica (psicodinámica, fenomenológica, psicosocial). La psicología también cuenta con dos grandes versiones que ya arrancan de Wilhelm Wundt (1832-1920) como fundador de la psicología experimental (científica natural positivista) y de la psicología de los pueblos (científica humana, histórica, social, cultural). Aun cuando la psicología como ciencia natural es la autoconcepción dominante, otras corrientes de la psicología continuaron su curso (Valsiner y Van der Veer, 2000) y cuentan con desarrollos recientes (PérezÁlvarez, 2018a). El Cuadro 3 ofrece un esquema de esta asimilación y demarcación de las ciencias humanas respecto de la ciencia natural y muestra cómo la psicoterapia tiende a situarse a uno u otro lado. Dentro de la ciencia moderna, y empezando en el siglo XVII con Bacon, se describen diferentes metodologías, lógicas o teorías de la ciencia, antecesoras de las filosofías de la ciencia del siglo XX, identificadas de acuerdo con el proceder de las hormigas, las arañas y las abejas. A continuación, se consideran las distintas teorías de la ciencia del siglo XX, siguiendo a Gustavo Bueno. Finalmente se exponen las cosmovisiones de acuerdo con la
sistematización de Stephen Pepper, ya usual en contextos clínicos. CUADRO 3. Muestra cómo las ciencias humanas tienen una doble versión de asimilación a las ciencias naturales y demarcación respecto de ellas, tanto en la sociología, la economía, la psiquiatría y la psicología como en la propia psicoterapia
Hormigas, arañas y abejas
Francis Bacon (1561-1616) describió en Novum Organum, publicado en 1620 (Bacon, 2011), tres concepciones de ciencia tomando como modelo el proceder de las hormigas, las arañas y las abejas. Como dice Bacon: Trataron las ciencias los empíricos y los dogmáticos. Los empíricos, a la manera de hormigas, se limitan a acumular y consumir. Los racionalistas, como las arañas, sacan de sí mismos la tela. La vía intermedia, sin embargo, es la de la abeja, que obtiene la materia de las flores del jardín y del campo, pero que la transforma y elabora con su propia capacidad. La manera de proceder de la verdadera filosofía es similar, pues no se apoya únicamente o fundamentalmente en las fuerzas de la mente y no se limita a conservar en la memoria la materia procedente de la historia natural y de los procedimientos mecánicos, sino que la transforma y elabora en el entendimiento. Por tanto, hay motivos para albergar esperanzas a partir de una unión más estrecha y más correcta de estas dos facultades (la experimental y la racional) de lo que hasta el presente ha ocurrido (aforismo 95 de Novum Organum).
Las hormigas representan a los científicos y las concepciones de la ciencia que se caracterizan por la colección de datos, disponiendo cantidad de ellos, a menudo un montón, más que una acumulación sistemática. Se correspondería con el método inductivo, de abajo arriba. La analogía de la ciencia con el hormiguero cesa (a favor de las hormigas) en la medida en que un hormiguero es habitable y representa una comunidad colaboradora, al contrario que la ciencia, que amontona publicaciones más que construye, y como comunidad compite más que colabora. Si acaso, la analogía de los científicos con las hormigas se mantiene por la cantidad de hormigueros (grupos, teorías, modelos) que hay en un mismo campo, lo que en ciencia sería problemático más que progresivo. La analogía perduraría también en el científico «hormiga», buscador de datos, típicamente publicador de papers.
Las arañas representan a los científicos y las concepciones de la ciencia que se caracterizan por la construcción de teorías y modelos a la caza de datos con los que se alimentan. Se correspondería con el método hipotético-deductivo, de arriba abajo. La analogía de la ciencia con la telaraña cesa (a favor de la araña) en la medida en que esta captura las cosas como son, mientras que aquella las reprocesa, si es necesario, con depuraciones estadísticas o con reajustes de la propia red (hipótesis ad hoc, hipótesis auxiliares, «cinturones de seguridad», nuevos modelos). La analogía tampoco se cumple en la medida en que los científicos están fusionados con sus teorías al extremo de quedar atrapados en ellas, a diferencia de las arañas, que no quedan atrapadas en su tela. Las abejas representan a los científicos y las concepciones de la ciencia que se caracterizan por explorar el terreno y tomar los hallazgos como material sobre el que construir teorías que conducen a nuevos descubrimientos en un ir y venir entre teoría y materiales. En este sentido, la abeja se presta a la analogía de una ciencia circular constructivista materialista (no meramente proposicional, discursiva) donde teoría y materiales, forma (hipótesis, teorías, leyes) y materia (hechos, datos, hallazgos) constituyen un entretejimiento en vez de un acoplamiento. Ya sea este acoplamiento porque la teoría se induce de los datos (empirismo hormiguero) o porque los datos se deducen de las teorías (teoreticismo arácnido). La analogía de la abeja con la ciencia encuentra en el método abductivo un mejor referente que en el inductivo o deductivo. La ventaja del método abductivo es que integra el inductivo y el deductivo en un nuevo razonamiento sin estar el científico pegado a los datos ni pagado de la teoría. El propio Bacon considera el proceder de la abeja como la verdadera filosofía.
Teorías de la ciencia del siglo
XX
Gustavo Bueno (1924-2016) desarrolla una teoría de las teorías de la ciencia que describe cuatro teorías o estrategias metacientíficas: descripcionismo, teoreticismo, adecuacionismo y circularismo (Bueno, 1992; Hidalgo, 1990a, 1990b). La identificación de estas teorías de la ciencia tiene su base en cómo conjugan el par materiaforma. El par materia-forma es una distinción interna al campo del conocimiento que constituye un par conjugado en el que los términos de materia y forma se remiten uno a otro como la cara y la cruz de una moneda o el tío y el sobrino. En el caso de la ciencia, la materia se refiere al plano esencial (material) del campo de estudio, y la forma, al plano fenoménico (teorético). La conjugación de ambos planos —material-formal— puede derivar como cuestión de hecho en una variedad de alternativas históricamente dadas consistentes en la reducción de la forma a la materia (descripcionismo) o de la materia a la forma (teoreticismo), en su yuxtaposición (adecuacionismo) o en una relación entreverada entre ambos (circularismo). El descripcionismo estaría representado por la ciencia que considera «el trabajo científico como una tarea empírica destinada a recoger datos, muestras o pruebas de lo que hay, de lo que se muestra o aparece por sí mismo, de los fenómenos, ante los cuales solo cabe clasificarse de científica la actitud de quien se limita a reflejarlos, de quien los describe» (Hidalgo, 1990a, p. 28). Según el animalario de Bacon, las hormigas andarían por aquí. El positivismo sería el mayor referente de descripcionismo. La fenomenología presenta también versiones que se podrían situar aquí, como la fenomenología descriptiva de la experiencia y del mundo vivido y la fenomenología nosográfica en base a signos y síntomas. El teoreticismo, por su parte, desplaza el interés hacia la construcción teórica y los sistemas conceptuales.
Recordaría a las arañas que tejen sus redes y las ponen a capturar lo que cabe en ellas. Las teorías de la ciencia de Popper, Lakatos y Kuhn serían buenos ejemplos, con sus énfasis, respectivamente, en la teoría, los programas de investigación y los paradigmas del enfoque teoreticista. El adecuacionismo viene a poner en contacto el teoreticismo y el descripcionismo. La filosofía de la ciencia de Mario Bunge sería un ejemplo de adecuacionismo con el doble plano de las representaciones conceptuales y los referentes materiales (las «cosas en sí»), entre otras filosofías de la ciencia que, en general, tratan de establecer correspondencias entre racionalismo y empirismo (Hidalgo, 1990b). Estos tres enfoques metacientíficos constituyen la «visión recibida» de las teorías de la ciencia y, en general, la corriente dominante. El circularismo se caracteriza por la imbricación dialéctica entre las partes formales y materiales, sin privilegiar ni partir de ninguna de ellas, de abajo arriba, de arriba abajo o yuxtaponiéndolas. Frente al adecuacionismo, que parecería la opción más razonable, la estrategia circularista, dice Hidalgo, «debe reconocer que ni la materia de la ciencia (los hechos, los datos empíricos, las experiencias de laboratorio) ni la forma de la ciencia (las hipótesis, las teorías, las leyes, los sistemas axiomáticos) están dadas de antemano o preexisten a la construcción de la ciencia misma» (Hidalgo, 1990b, p. 40). Como dice en este caso Carlos Madrid, la mejor alegoría baconiana del circularismo sería la abeja, «que guarda el punto medio entre el racionalismo de la araña y el empirismo de la hormiga, por aquello de que extrae la materia prima de las flores en los jardines y luego la transforma y digiere con sus propios medios. La imagen por excelencia del científico interventor es la abeja, puesto que manipula, construye y compone realidades, a la manera del arquitecto o del músico» (Madrid, 2006, p. 166).
El circularismo cuenta con una variedad de ejemplos, empezando por la «teoría del cierre categorial» desarrollada por Bueno, en la que «cierre», un concepto tomado de las matemáticas, sugiere una operación entre términos de un campo que resulta en otros términos del mismo campo. Se refiere a operaciones llevadas por sujetos operatorios con conceptos y aparatos que forman parte de un campo técnico-científico y que construyen identidades sintéticas o verdades científicas, como, por ejemplo, el teorema de Pitágoras o la oxidación de Lavoisier. En este sentido, la ciencia no tanto descubre como de hecho construye nuevas configuraciones de cosas relacionadas entre sí independientemente de los sujetos que las construyen con sus instrumentos y experimentos. Estaríamos hablando de un constructivismo materialista, no meramente proposicional. El constructivismo materialista toma como lugar de la verdad científica el entramado experimental, armazón o contexto determinante que incluye las operaciones de los científicos, los instrumentos, los aparatos y demás (verum est factum), en vez de las mentes o la correspondencia entre teoría y realidad (adaequatio rei et intellectus) (Bueno, 1992, pp. 182-183; Madrid, 2009). Otro ejemplo de circularismo sería el «nuevo experimentalismo», con su énfasis en la intervención más que en la representación, donde el experimento puede «tener vida propia» sin estar en principio a expensas de una teoría, en la línea del realismo científico de Ian Hacking (Madrid, 2006). El realismo científico empieza por caracterizar a la ciencia antes como un hacer (intervenir) que como un representar (Hacking, 1996). Ejemplos tradicionales de circularismo, con sus diferentes énfasis y filiaciones, serían el «corte epistemológico» de Gastón Bachelard (1884-1962), el «constructivismo epistemológico» de Jean Piaget (18961980), los «patrones de retroducción» de Norwood R.
Hanson (1924-1967), el «anarquismo epistemológico» de Paul K. Feyerabend (1924-1994) y la «construcción de los hechos científicos» (Latour y Woolgar, 1995). El estudio de Latour y Woolgar viene a ser un caso ejemplar del nuevo experimentalismo, así saludado por el propio Hacking. Como dice Hacking, Latour y Woolgar afirman que muchos fenómenos no existirían sin la instrumentación. No es simplemente que los fenómenos dependan de cierta instrumentación material; más bien los fenómenos están completamente constituidos por la configuración material del laboratorio. La realidad artificial, que los investigadores describen en términos de una entidad objetiva, de hecho, ha sido construida (Hacking, 1988, p. 285). El circularismo cuenta en psicología con diversos ejemplos (varios y divergentes entre sí). Además del citado constructivismo de Piaget, se incluiría también el conductismo radical de Skinner (Pérez-Álvarez, 2004) y el famoso «círculo hermenéutico» (Packer y Addison, 1989). Por más que de filiación bien diferente, ambos implican una filosofía de la psicología que se opone a la separación de un doble plano representación mental-realidad y teoríapráctica, en favor de un mismo plano de presentación del mundo en el que vivimos. Con distinta letra, ambos enfoques responden al mismo espíritu existencial de ser-enel-mundo (Packer y Addison, 1989, p. 33; Pérez-Álvarez, 2004, pp. 47-51). La conocida fórmula heideggeriana seren-el-mundo supone una ontología relacional, así como una epistemología hermenéutica, co-constructiva, no dualista, alternativa a las concepciones científicas descripcionistas, teoreticistas o adecuacionistas, de gran implicación en psicoterapia (Hersch, 2015; Packer y Addison, 1989; PérezÁlvarez, 2019; Stanghellini y Mancini, 2017). La psicoterapia como ciencia humana, más que tecnológica, encuentra probablemente su mejor versión científica en el circularismo y, para el caso, en el círculo hermenéutico
como proceso co-constructivo con el psicoterapeuta como observador-participante.
papel
del
Cosmovisiones funcionando en psicología y psiquiatría Stephen Pepper (1891-1942) describe las cosmovisiones o hipótesis del mundo a partir de una idea-fuerza o metáforaraíz que conforma y organiza un determinado entendimiento de las cosas (Pepper, 1970). Las metáforas de referencia están tomadas de experiencias y observaciones cotidianas. Aun siendo cotidianas, o tal vez por ello mismo, las metáforas terminan por alcanzar la potencia de conceptos capaces de definir hipótesis del mundo o cosmovisiones. Estas cosmovisiones se ofrecen aquí pensadas para la psicología clínica actual, más allá de los referentes de Pepper, que no eran precisamente la psicología, sino tipos de filosofías vigentes. Se ofrece aquí una breve exposición de cada una de ellas en orden a disponer de un mapa, retomando exposiciones anteriores (Pérez-Álvarez y García-Montes, 2019). Se incluyen en esta ocasión, además del formismo, el mecanicismo, el organicismo y el contextualismo, el animismo y el misticismo. Estas dos últimas hipótesis del mundo, que el propio Pepper considera deficientes, son relevantes aquí a la hora de explorar los confines de la ciencia en el campo de la psicoterapia. De hecho, el animismo y el misticismo quizá requieran más líneas expositivas que las cosmovisiones propiamente científicas. Animismo El animismo tiene su metáfora-raíz en el propio ser humano, la persona, como modelo de funcionamiento de las cosas, los fenómenos y el mundo. Se refiere básicamente a
un proceso de personalización y «encantamiento» del mundo a imagen y semejanza del ser humano. La personificación y el encantamiento derivaron en la noción más desarrollada de espíritu, como supuesta fuerza animada inmaterial, alma del mundo, conciencia cósmica, sombra, voluntad o dinámica poderosa por más que invisible. El animismo y, para el caso, también el misticismo siguen vivos en nuestro tiempo, no necesariamente en reductos por así decir marginales, incultos o crédulos, sino erigidos a veces como saberes colindantes con la ciencia misma, cuando no disputando los límites de las ciencias establecidas, desde la física hasta la psicología. En particular, la personificación está a la orden del día en psicología, psiquiatría y neurociencia a cuenta del cerebro cuando se dice, por ejemplo, que el cerebro piensa, decide o nos engaña, siendo la amígdala y el neocórtex (función ejecutiva) de los mayores protagonistas. Como dice una autora, la «amígdala está constantemente trabajando en un segundo plano, siempre preguntando “¿estoy a salvo?”», sin preocuparse de lo ansioso o feliz que estés; es tu «cerebro sabio» el que puede llevarte a un libro de autoayuda que calme la «fiereza de tu cerebro emocional» (O’Malley, 2019, pp. 9-10). Autores tan populares como doctos y con una amplia formación académica como Richard Tarnas, Rupert Sheldrake y James Hillman (1926-2011) presentan sus concepciones, se diría animistas, después de hacer una documentada discusión de la evolución del pensamiento occidental (La pasión de la mente occidental, de Tarnas), de la ciencia actual (El espejismo de la ciencia, de Sheldrake) y de la psicología (Re-imaginar la psicología, de Hillman). Estas concepciones animistas se refieren por ejemplo a las correlaciones entre lo estelar y lo humano afirmadas por Tarnas (Cosmos y psique), a las resonancias mórficas (influencia causal de formas similares anteriores) sostenidas en este caso por Sheldrake (Una nueva ciencia
de la vida) y a la personificación como epistemología del corazón (pensamiento de las imágenes arquetípicas) que defiende Hillman (El pensamiento del corazón). Misticismo El misticismo tiene su metáfora-raíz en una experiencia reveladora, beatífica, emotiva, que viene a alumbrar un nuevo sentido. Se trataría de una experiencia emocional intensa, absorbente, oceánica, que supone ella misma la evidencia de su verdad. El misticismo busca trascender los límites individuales en favor de una realidad transpersonal, cósmica, cuya culminación sería la unión con el Absoluto. En la base del misticismo está la idea de un yo oculto subliminal en contacto primigenio con el mundo real trascendental pero que la vida diaria y la ciencia convencional mantendrían relegado por debajo del umbral de la conciencia. Este doble aspecto del ser humano constituye el dogma de la psicología mística: el Ánimus o yo superficial racional (masculino) y el Ánima o yo profundo emocional (femenino). Ciertas experiencias, así como la contemplación, permitirían la liberación del yo profundo y con ello la unificación de la conciencia en una armonía que pondría fin a las inquietudes humanas. Pepper hace referencia también al eclecticismo consistente en la combinación de animismo y misticismo. Una combinación semejante es seguramente la manera más adecuada de entender la corriente, de enorme influencia, derivada de la obra de Carl Gustav Jung (1875-1961), en la base de esta compleja y a la vez popular cosmovisión animista y mística. Por el lado del animismo estarían las fuerzas que impregnan y estructuran la realidad, como los arquetipos (ideas y formas universales intemporales que trascienden el mundo empírico al que darían forma y sentido) y el inconsciente colectivo (experiencias, símbolos
y mitos supuestamente compartidos por todas las personas y culturas). Por el lado del misticismo estarían los saltos cuánticos (grandes hazañas y acontecimientos, como la llegada a la Luna y el festival de Woodstock), las experiencias-cumbre, como la descrita por Abraham Maslow (1908-1970), y las experiencias numinosas, como la intrusión de otras realidades en el estado de conciencia ordinaria (sueños, síntomas, sincronicidades). Se puede entender que el animismo y el misticismo compartan sus cosmovisiones. La psicología transpersonal desarrollada por Ken Wilber y Stanislav Grof es seguramente el mayor referente del animismo-misticismo en psicología. Se ofrece como la «cuarta fuerza» en psicología, tras la psicología humanista, que sería la «tercera» después del psicoanálisis y del conductismo. Entre otras influencias, la psicología transpersonal se basa en la física cuántica, que supuestamente abre a otros niveles de realidad, y así a estados de la conciencia más allá de los ordinarios. A este respecto, dispone de técnicas como la respiración holotrópica (ir hacia la totalidad) a base de respiración, música evocativa, focalización corporal e integración grupal, con miras a expandir el potencial humano. La psicología transpersonal cuenta con revistas especializadas, sociedades y una sección dentro de la Sociedad Británica de Psicología. Se podría incluir aquí también el eneagrama, cuyo referente más conocido quizá sea Claudio Naranjo (1932-2019). Consiste en nueve tipos de personalidad o eneatipos (eneagrama = 9 líneas) presentados típicamente conforme a una estrella de nueve puntas inscrita en un círculo. Se concibe como un método de transformación para el desarrollo de estados superiores del ser, la esencia y la iluminación (Autoconocimiento transformador, de Claudio Naranjo). Pepper considera al animismo y el misticismo cosmovisiones científicamente deficientes (inadequate;
Pepper, 1970). Mientras que el animismo extralimita conceptos y conocimientos más allá del marco de la ciencia, el misticismo extrapola de experiencias particulares supuestas fuerzas universales pasando por alto explicaciones razonables más modestas. Factores sociales, científicos y ontológicos contribuyen a la persistencia del animismo y el misticismo. Como factores sociales, el desencantamiento del mundo debido a la racionalidad científica y la burocratización de la vida dejan la añoranza de un re-encantamiento romántico de la naturaleza y de la vida con sus fuerzas, poderes y significados invisibles tras los fenómenos. No en vano el romanticismo viene a ser la contraparte del racionalismo desde que este estableciera sus reales a partir del siglo XVIII. Por otra parte, la personificación sigue siendo común en tiempos actuales, desde los emoticonos hasta las típicas imágenes de esto y lo otro (lo cool, lo cuqui), pasando por los iconos, los logotipos y las mascotas. En tiempos de lo cuqui, «muchas mascotas personifican la paradoja de que es precisamente en la dulzura donde a menudo encontramos la fuerza, es precisamente en lo desgarbado o torpe donde percibimos un poder curativo discreto y sin dramatismos» (May, 2019, p. 121). Como factores científicos, algunos conceptos de la física cuántica como indeterminación y acción a distancia, y nociones más comunes como energía y gravitación, se prestan a su extensión al ámbito humano, más allá de su sentido propiamente científico. La concentración en una pizca de ADN de toda una identidad personal, así como la cantidad de datos contenidos en una gota de sangre, se prestan también a extralimitaciones derivadas de sofisticadas tecnologías. La divulgación de la neurociencia y su seducción acaban por hacer el resto, entendido el cerebro como un «teatro cartesiano», según la conocida expresión de Daniel Dennett, donde un homúnculo
parecería observar en una pantalla los datos de los sentidos, un ejemplo más de las citadas personificaciones. Finalmente, factores ontológicos como el monismo, tanto fisicalista (todo es física y química) como animista (el alma del mundo, la conciencia cósmica), contribuyen a la concepción metafísica de que todo está relacionado con todo sin solución de continuidad, emergiendo una cosa de otra supuesta una unidad cósmica, incluyendo experiencias numinosas. A este respecto, adquiere relevancia la ontología del nuevo realismo y del materialismo filosófico que se ha introducido en el primer capítulo acerca de que no todo está relacionado (Bueno, 1972; Gabriel, 2015). Formismo El formismo tiene su metáfora-raíz en la similitud entre las cosas, reveladora de la clase o categoría de la que forman parte. La complejidad y variedad del mundo responden en realidad a formas generales subyacentes. Su operación básica es la clasificación. Las clasificaciones diagnósticas, algoritmos y protocolos, así como la investigación basada en correlaciones estadísticas, son ejemplos de formismo en psicología y psiquiatría. El formismo mantiene una curiosa afinidad tanto con el realismo como con el idealismo. Respecto al realismo, supone una aproximación progresiva a la realidad-ahí con muestras cada vez más grandes, varianzas explicadas y análisis confirmatorios. Respecto al idealismo, supone el descubrimiento de formas latentes tras las correlaciones observadas entre los datos. El problema del formismo es que las propias clasificaciones establecen la realidad que creen describir y a menudo terminan por cosificar. Mecanicismo
El mecanicismo tiene su metáfora-raíz en la máquina como modelo del mundo. Los artilugios de uso cotidiano siempre han «seducido a la razón» para entender a su imagen y semejanza el funcionamiento del mundo y del ser humano, desde el reloj, el sistema hidráulico de los jardines que tanto fascinara a Descartes, el telégrafo como modelo de la comunicación humana (emisor, mensaje, receptor) hasta el ordenador. La ciencia moderna tiene su base en la concepción mecánica del mundo. El mecanicismo asume que los fenómenos del mundo se entienden al analizarlos en sus partes, cada una con sus funciones en relación con las otras, de acuerdo con mecanismos y secuencias de antecedentes-consecuentes y causas-efectos. El ordenador tiene hoy seducida, fascinada y abducida a la psicología como modelo del funcionamiento de la mente y el cerebro. La psicología cognitiva o cognitivo-conductual, así como la neurociencia cognitiva, son pasto del procesamiento. No se puede dejar de incluir aquí el modelo reflexológico pavloviano y el pulsional freudiano, mecanicistas a su manera. El problema del mecanicismo es que ha terminado por confundir una metáfora con la realidad. Así, reduce fenómenos humanos a procesos mecánicos (procesamiento, computación). El mecanicismo tiene afinidad con el dualismo cartesiano mente-cuerpo. Si la mente se asimila al cerebro, se incurre en un monismo que no deja de ser una versión del dualismo consistente en el vaivén mentecerebro. El mecanicismo, lejos de estar en retirada, cuenta con una flamante «ciencia mecanicista» en orden a estudiar las estructuras biológicas que realizan las funciones psicológicas (Thomas y Sharp, 2019). Organicismo El organicismo tiene su metáfora en el organismo viviente como estructura de partes dentro de un todo. La relación
parte-todo incluye también las relaciones del organismo con el entorno poblado de otros organismos. El organicismo entiende que los fenómenos del mundo constituyen partes de un todo más amplio, como la sociedad y los procesos históricos. Dentro de la psicología clínica destacan diversas tradiciones, incluyendo la psicodinámica relacional (intersubjetiva), la humanistaexperiencial y la fenomenológica-existencial, entre otras. El problema del organicismo (holismo), un problema en realidad más institucional que intrínseco, es su marginación de la psicología académica, a pesar de representar probablemente la más genuina tradición de la psicología. Se refiere en particular a las nociones de sujeto, individuo o persona concebidas como un todo, no despiezadas en partes subpersonales o subsumidas en clases suprapersonales. Ni que decir tiene, por tanto, que el holismo aquí no se refiere a ninguna concepción animista transpersonal o algo así. Contextualismo El contextualismo tiene su metáfora-raíz en el acto-encontexto. Los actos constituyen eventos insertos en tramas según transcurre la vida. Aun cuando no hay ninguna concepción psicológica que no se considere contextual de acuerdo con sus propios marcos de referencia, el contextualismo se refiere propiamente a una variedad de concepciones bien conocidas. Destaca entre ellas el contextualismo funcional, como filosofía de base de las llamadas «terapias de tercera generación» o terapias contextuales. Se recordará que el contextualismo funcional se sitúa en la tradición del análisis funcional de la conducta dentro del conductismo radical. De hecho, el conductismo radical sería otro ejemplo de contextualismo. Variedades de contextualismo son también el contextualismo narrativo, el
sociohistórico, el constructivista y el hermenéutico, entre otros (Hayes et al., 1993). Dentro del psicoanálisis figura el contextualismo fenomenológico (radicalmente intersubjetivo) derivado de una reelaboración de Freud a partir de Heidegger (Orange et al., 2012; Storolow, 2019). El enfoque sistémico sería también un ejemplo de contextualismo. No en vano el nombre «terapia contextual» fue acuñado para una terapia familiar por Ivan Boszormenyi-Nagy (1920-2007) (Goldenthal, 1996) antes de las famosas terapias contextuales de tercera generación (Pérez-Álvarez, 2014). El contextualismo tiene afinidad filosófica con el pragmatismo, el constructivismo, la fenomenología y la hermenéutica. El problema del contextualismo, dependiendo de la versión, estaría en la eventual dilución del sujeto dentro de una trama, marco relacional o sistema de relaciones, así como en que pasa por alto posibles categorías unificadoras de la experiencia, con su énfasis en el cambio, la narrativa y el fluir. El Cuadro 4 resume los sistemas filosóficos según Pepper, aplicados a la psicología y la psiquiatría con algunos ejemplos. CUADRO 4. Cosmovisiones funcionando en psicología y psiquiatría Hipótesis del mundo Animismo
Misticismo ……………… Formismo
Metáforas-raíz
Ejemplos
Inconsciente colectivo (Jung); Personificación; «correlaciones cosmos y psique» (Tarnas); espíritu «resonancia mórfica» (Sheldrake); «experiencia numinosa» (Jung); «experiencia cumbre» (Maslow); Experiencia psicología transpersonal (Grof; Wilber); reveladora eneagrama (Naranjo). ……………… Similitud;
……………… Clasificaciones diagnósticas; algoritmos;
miembros de una clase
protocolos; investigación correlacional.
Mecanicismo
Máquina; procesos; mecanismos
Ordenador como modelo de la mente y el cerebro; procesamiento de información; psiquiatría computacional; reflexología; psicoanálisis pulsional; «ciencia mecanicista».
Organicismo (holismo)
Organismo; partes integradas
Psicología de la Gestalt; psicología humanista; fenomenología estructural.
Acto en contexto
Conductismo radical; contextualismo funcional; psicología cultural; contextualismo fenomenológico (intersubjetividad)
Contextualismo
Las hipótesis del mundo o cosmovisiones —animismo, misticismo, formismo, mecanicismo, organicismo, contextualismo— no constituyen compartimentos estancos. Por el contrario, tienen entre sí distintos grados de complementariedad y de afinidad. Ya se ha destacado la afinidad entre animismo y misticismo. Por lo que respecta a las cuatro cosmovisiones propiamente científicas, destaca también la afinidad dos a dos entre formismo y mecanicismo y organicismo y contextualismo. La afinidad entre formismo y mecanicismo viene de su enfoque natural positivista. Por su parte, la afinidad entre organicismo y contextualismo procede de su enfoque científico humano contextual. Estos pares derivan, respectivamente, de la gran dicotomía entre ciencia natural positivista y ciencia humana holista contextual. La gran división dentro de la psicología y dentro de la psiquiatría Esta dicotomía entre ciencia natural positivista y ciencia humana holista contextual concierne tanto a la psiquiatría como a la psicología. No es una polémica entre psiquiatría
y psicología, sino dentro de cada una de ellas. La versión actual de esta polémica en psiquiatría se plantea en términos de paradigma tecnológico (biomédico) y paradigma hermenéutico-fenomenológico (Bracken, 2014; Bracken et al., 2012; Stanghellini y Mancini, 2017). En psicología, esta misma polémica se plantea actualmente en términos del modelo biomédico de psicoterapia centrado en técnicas específicas para trastornos discretos y el modelo contextual centrado en las relaciones y los factores comunes de las psicoterapias (Wampold e Imel, 2015; Pérez-Álvarez, 2019). Otra variante se plantea en términos del modelo científico-práctico según una epistemología de tercera-persona o de un modelo holista contextual de ciencia humana centrado en la persona (Blair, 2011; Breen y Darlaston-Jones, 2010; Healy, 2017). El Cuadro 5 resume esta división y debate en psiquiatría y psicología con algunas especificaciones añadidas. CUADRO 5. La gran división y debate en psiquiatría y psicología Formismo–Mecanicismo Ciencia natural (positivismo) Modelo médico de psicoterapia Centrado en técnicas Modelo científico-práctico (tecnológico) Práctica-basada-en-la-evidencia Método hipotético-deductivo, cuantitativo (estadístico, metaanálisis) Teoría de la verdad como correspondencia teoría-realidad La replicación y la predicción como criterios de cientificidad
Organicismo–Contextualismo Ciencia humana (holista contextual) Modelo contextual de psicoterapia Centrado en relaciones Modelo dialógico co-constructivo (hermenéutico) Práctica-basada-en-las-relaciones Método abductivo e inductivo, cualitativo (temático, narrativo, basado en casos) Teoría de la verdad como coherencia y relevancia práctica Descripción, explicación, identificación de fenómenos
Esta división actual en el interior tanto de la psicología como de la psiquiatría no es más que una derivación de su naturaleza bifronte entre las ciencias naturales y las
ciencias humanas ya desde su origen, que repasaré bajo los epígrafes de las «dos culturas» de la psicología (Kimble, 1985) y las «dos mentes» de la psiquiatría (Luhrmann, 2000). Las «dos culturas» de la psicología En psicología, esta gran división se encuentra ya en Wilhem Wundt (1832-1920), fundador del primer laboratorio de psicología experimental en 1879 y de la psicología de los pueblos (Völkerpsychologie), lo que hoy serían la psicología social y cultural históricamente informadas (psicohistoria). Los clásicos estudios experimentales de la memoria de Hermann Ebbinghaus (1850-1909), utilizando sílabas sin sentido descontextualizadas por razón del rigor metodológico, y de Frederic C. Bartlett (1886-1969), usando textos en un ambiente natural, representan otro ejemplo de esta división. El que probablemente fuera el psicólogo más eminente del siglo XX, Burrhus F. Skinner (1904-1990), representa él mismo una división, comparable a la de Wundt, entre la famosa «caja de Skinner» para el estudio experimental de la conducta animal (ratas y palomas) y la «hermenéutica conductual» de sus obras posteriores, aplicada a la conducta humana en el contexto natural. Por su parte, la psicología clínica cuenta también con dos orígenes, uno debido al psicólogo estadounidense Lightner Witmer (1867-1956), siguiendo el método experimental de Wundt, y otro debido a Sigmund Freud (1856-1939), que establecería él mismo un método clínico. Paul E. Meehl (1920-2003) en su obra clásica, no en vano titulada Predicción clínica versus estadística, inmortaliza los dos grandes enfoques de la psicología clínica: el método clínico y el estadístico. Así, existen y persisten «dos culturas» dentro de la psicología clínica, que Gregory A. Kimble
(1917-2006) identificó en un artículo clásico como científica y humanista (Kimble, 1984). No obstante, ambas culturas bien se pueden acoger al estatuto de ciencia: ciencia natural positivista y ciencia humana, como sostendré, en vez de la supuesta contraposición sugerente de ciencia y no-ciencia. Como dice José Ramón Fernández Hermida, hablando de las dos «almas» de la psicología: Resulta evidente que hay dos culturas psicológicas porque hay, al menos, dos formas de abordar la naturaleza del acto psicológico, una naturalista y la otra histórico-cultural. En una reciente revisión (Gelo et al., 2020) sobre la base conceptual de las investigaciones sobre las prácticas psicoterapéuticas se puede observar que una, la que se acerca más a la psicología basada en la ciencia natural, es mucho más prevalente. Pero la segunda no desaparece. Ambas son imprescindibles, y ambas pueden ser informativas. Esta visión es más cercana a lo que se ha venido a llamar el pluralismo metodológico (Fernández-Hermida, 2020, p. 169).
Dentro de la psicología clínica esta gran división todavía tiene otra versión como modelo médico, aun cuando sus términos sean psicológicos, y modelo no-médico, a su vez con varios perfiles. Se alude aquí como modelo médico a un enfoque psicológico que supone una condición interna disfuncional según varias concepciones intrapsíquicas (psicodinámica, mental, cognitiva, procesamiento de información, neurocognitiva, traumática) en la base de los problemas presentados, asumidos como síntomas. En general, un enfoque centrado en procesos y mecanismos internos sería una encarnación del modelo médico en psicología. Por su parte, un modelo no-médico se reconocería en un enfoque holista contextual centrado en la persona y sus circunstancias, donde los problemas presentados se entienden como estrategias de supervivencia dadas las vicisitudes de la vida. Una variedad de enfoques psicológicos con diferentes énfasis responden
a un modelo no-médico. Entre ellos destacan el enfoque humanista, el psicodinámico interpersonal, el fenomenológico-existencial, el sistémico, el conductual, el constructivista, el contextual, así como el marco del poder, la amenaza y el significado. A fin de evitar su identificación negativa como no-médicos, propongo su identificación como modelo contextual, a tenor de su carácter existencial, interpersonal y biográfico. En todo caso, me importa destacar que un enfoque psicológico puede consistir en un modelo médico y un enfoque psiquiátrico puede ser nomédico. Las «dos culturas» de la psicología tienen reconocimiento e institucionalización en la psicología clínica, contando con sus propias divisiones dentro, por ejemplo, de la Sociedad Americana de Psicología (APA, por sus siglas en inglés): la división 12, de psicología clínica, y la división 29, para el avance de la psicoterapia. Así, mientras que la división 12 fomenta la práctica basada en la evidencia con énfasis en las técnicas específicas, la división 29 promueve las relaciones terapéuticas eficaces con igual compromiso con el apoyo empírico. Aunque tal división sugiera una división entre psicólogos, puede que las dos culturas subsistan en un mismo psicólogo con una tensión saludable en la medida en que se haga cargo de la polaridad del campo de la psicología, sin disociaciones ni manías monopolares. Las «dos culturas» están representadas, como dije, en el gran debate entre el modelo biomédico de psicoterapia y el modelo contextual de psicoterapia (Wampold e Imel, 2015; Pérez-Álvarez, 2019). Otra variante se plantea en términos de modelo científico-práctico y modelo holista contextual (Healy, 2017). Las «dos mentes» de la psiquiatría
En psiquiatría, esta gran división se encuentra ya también en sus orígenes. Se tiene, de un lado, la perspectiva anatómico-clínica, a la sazón en la base de la medicina surgida del siglo XIX, y, de otro, la perspectiva psicodinámica, así como la fenomenológica. Las «dos mentes», según la expresión de Tanya Luhrmann en su estudio de la psiquiatría americana, se refieren al modelo biomédico y al psicodinámico (Luhrmann, 2000). Pero, por mi parte, también considero la «mente» fenomenológica una alternativa a la «mente» biomédica. Emil Kraepelin (1856-1926) representa el origen de la psiquiatría biológica y, por su lado, Freud representa el origen de la psiquiatría psicodinámica, y Karl Jaspers (1983-1969), el origen de la psiquiatría fenomenológica. Todas ellas, tanto la biológica como la psicodinámica y la fenomenológica, son grandes tradiciones dentro de la psiquiatría. Dado el contexto anatómico-clínico al que estaba abocada la psiquiatría como disciplina biológica, importa destacar la revolución que supuso Freud. La psiquiatría biológica tenía puestas sus miras en la identificación de causas orgánicas que las autopsias y el microscopio pudieran evidenciar tras los síntomas, como de hecho estaba ocurriendo en otros ámbitos de la medicina. Sin embargo, ciertos problemas psiquiátricos, en particular la histeria, no evidenciaban alteraciones tisulares. Ni siquiera los síntomas respetaban la anatomía, y en realidad eran funcionales en lugar de orgánicos. Lo que hizo Freud, en vez de buscar causas orgánicas, fue escuchar la historia que contaban sus pacientes. Así, él encontraba experiencias traumáticas en el origen lejano de los síntomas actuales, lo que en 1896, en su obra con Josef Breuer (1842-1925) Etiología de la histeria, llamaría las «fuentes del Nilo» de la neuropatología. La gran revolución de Freud es esta: pasar de la epistemología de la mirada a la epistemología de la escucha, o, lo que es lo mismo, de la biología a la biografía.
La recaída actual de la psiquiatría en la mirada biológica, según parece seducida por las neuroimágenes, hace que la escucha biográfica sea de nuevo revolucionaria. De acuerdo con el psiquiatra canadiense Joel Paris, el psicoanálisis todavía tiene algo que ofrecer a la psiquiatría, empezando por «comprender las historias de la vida y escuchar atentamente lo que dicen los pacientes. En una era dominada por la neurociencia, las listas de diagnóstico y la psicofarmacología, necesitamos encontrar una manera de retener la psicoterapia, cuyos conceptos básicos se remontan al trabajo de Freud, como parte de la psiquiatría» (Paris, 2017, p. 310). El estudio de la esquizofrenia también tiene dos «epistemologías», la representada por el propio Kraepelin bajo su denominación como «demencia precoz», que insinúa un deterioro neurológico, y la representada por Eugen Bleuler (1857-1939), quien, en la estela freudiana, acuñó el término «esquizofrenia», que sugiere su aspecto psicológico, a entender en el contexto de la historia de la vida. No se trata de una mera redenominación, sino de una nueva concepción. La perspectiva de Bleuler está siendo reconsiderada hoy tanto o más que la de Kraepelin, que ya parece «amortizado» con su influencia en nosologías en crisis. Más allá de Kraepelin, Freud y Bleuler, la esquizofrenia cobrará nueva luz con la fenomenología. La fenomenología introducida por Jaspers a partir de 1913 en su magna obra Psicopatología general es en mi opinión la tradición más genuina de la psiquiatría, su ciencia básica, consistente en la descripción de las alteraciones de la experiencia y del modo de estar-en-elmundo, el mundo vivido de las personas dadas las circunstancias. La fenomenología como fundamento de la psicopatología cuenta con una continua renovación basada en la práctica clínica, la investigación empírica y el refinamiento filosófico. Dentro de su base filosófica, la investigación y la práctica clínica de la fenomenología se
llevan a cabo principalmente de acuerdo con métodos cualitativos como la entrevista semiestructurada, el método clínico por excelencia. Aun cuando está más cultivada por psiquiatras que por psicólogos (en psicología la fenomenología se mezcla de mala manera con el enfoque humanista), la fenomenología puede ser un paradigma para la investigación en psiquiatría y psicología, así como un terreno de entendimiento mutuo entre ambas disciplinas (Irarrázaval, 2020). La fenomenología le ofrece a la psicología lo que se supone que hacen los psicólogos, que es comprender el mundo vivido de las personas y explicar lo que les pasa de acuerdo con su forma de ser y las vicisitudes de la vida. Por su parte, la psicología puede ofrecerle a la fenomenología conocimientos (de los que en principio carece la psiquiatría) como los derivados de la psicología social, del desarrollo, del aprendizaje, de la personalidad, de las diferencias individuales, entre otros muchos que forman parte de su campo de estudio. Las «dos mentes» de la psiquiatría tienen una versión actual, como ya dije, en los términos del paradigma tecnológico referido al modelo biomédico y el paradigma hermenéutico-fenomenológico como alternativa sostenida por la Red de Psiquiatría Crítica, con artículos publicados por ejemplo en British Journal of Psychiatry y World Psychiatry. La hermenéutica aquí referida se centra en los significados, valores y relaciones en orden a ayudar a los usuarios y entender de dónde vienen sus problemas. La idea es que el significado de la experiencia solo se puede comprender dentro del contexto biográfico de la persona. La psicoterapia, donde confluyen la psicología y la psiquiatría La psicoterapia es donde se plasman y confluyen la psicología y la psiquiatría. A la hora de la verdad, si la
psicología y la psiquiatría sirven para algo, tiene que traducirse en ayudar a las personas con un tipo de problemas que se consideran psicológicos o psiquiátricos, diferentes o relativamente delimitables de otros problemas, como los problemas propiamente médicos, los problemas de la vida, que nunca faltan, o los problemas de índole religiosa, moral o filosófica. Aun cuando los problemas psi están catalogados en sistemas diagnósticos, no son especies naturales ni están tan delimitados unos de otros como parece, ni tampoco son tan diferenciables de la normalidad, con sus malestares y desdichas inherentes a la vida. En la psicoterapia no es solo donde se plasman y convergen la psicología y la psiquiatría como conocimientos científicos prácticos, sino también donde se ponen al límite; me refiero al límite de su capacidad práctica y al límite de su conocimiento científico. El límite práctico plantea la cuestión de en qué medida los problemas psi son solucionables técnico-científicamente. En qué medida, sea por caso, la locura admite una solución técnica, o pretenderlo es ello mismo una locura. Los excesos científico-técnicos conllevan a menudo su propia némesis o venganza en forma iatrogénica. Por su lado, el límite del conocimiento psi plantea en qué medida la psicoterapia, como pretendida práctica basada-en-laevidencia, se ha de basar en el conocimiento científico, o si más bien es ella misma un saber que supone, incorpora y requiere más conocimiento que el meramente científico. ¿Qué hay de la evidencia basada en la práctica, de la prudencia y del sentido común? En resumen El capítulo ha empezado por presentar distintas acepciones de ciencia, así como distintas teorías o filosofías de la
ciencia. Las acepciones de ciencia distinguidas fueron en orden de aparición histórica la techné y episteme en la época griega clásica, la ciencia positiva moderna desde el siglo XVII y las ciencias humanas a partir del siglo XIX. Las teorías de la ciencia destacadas, sin dejar de recordar las imágenes que ofrecen las hormigas, las arañas y las abejas, fueron el descripcionismo, el teoreticismo, el adecuacionismo y el circularismo. Este último sería el que mejor se hace cargo del complejo entramado material y formal de las ciencias. Comoquiera que las ciencias no están exentas de su metafísica o visión del mundo, se han presentado seis grandes cosmovisiones que actualmente están funcionando en psicología y psiquiatría. Dos de ellas se sitúan fuera del campo científico, no sin polemizar y cuestionar las ciencias establecidas. Me refiero al animismo y el misticismo, de los que no se puede decir que estén en retirada. Las otras cuatro cosmovisiones cubren el amplio espectro de concepciones científicas al uso. Se refieren al formismo (clasificaciones diagnósticas, estadística), el mecanicismo (procesos, mecanismos), el organicismo (enfoque holista-gestáltico, centrado en la persona) y el contextualismo (análisis funcional de la conducta, narrativa). Las afinidades entre formismo y mecanicismo, por un lado, y organicismo y contextualismo, por otro, reflejan la división entre ciencia positivista natural y ciencia humana que se encuentra en el interior tanto de la psicología como de la psiquiatría. Esta división se corresponde con las «dos culturas» o las «dos almas» de la psicología clínica y las «dos mentes» de la psiquiatría, según expresiones ya acuñadas en la literatura.
CAPÍTULO 3
EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO, UN CONOCIMIENTO ENTRE OTROS Se toma aquí la ciencia como referencia del conocimiento por mor del argumento centrado en la ciencia y la pseudociencia. Sin embargo, la ciencia no es el único conocimiento relevante. Sin ir más lejos, está el conocimiento de la vida cotidiana. Ni siquiera el científico como investigador está siempre, por así decir, en «modo científico». En la vida cotidiana, el científico probablemente se rige por el sentido común, la educación recibida, las costumbres del lugar, las reglas de cortesía, etc. Incluso, como científico, puede que reflexione sobre la propia ciencia desde una perspectiva metacientífica en términos de ideas generales más que de conceptos de su campo, por lo que ya no sería ciencia lo que estaría haciendo, sino filosofía de la ciencia. La ciencia tampoco es el primer conocimiento de la humanidad, ni la última palabra. Antes de la ciencia, las sociedades ya tenían muchos conocimientos, empezando por las técnicas, sin olvidar los mitos, los relatos, las religiones y luego las humanidades o la misma filosofía. La ciencia no cancela conocimientos de este tipo. De hecho, la propia ciencia cuenta con sus mitos, como el progreso continuo, y con grandes relatos como el Big Bang. Por no hablar de los usos cuasirreligiosos de la ciencia y de la metafísica implícita que contiene. Cabe preguntar si es que la ciencia no está al servicio de la vida o si, por el contrario, la vida tendría que refundarse sobre la ciencia, si tal cosa fuera posible. La ciencia o, en realidad, las ciencias, con sus desarrollos tecnológicos, plantean cuestiones y
problemas que no son ellos mismos científicos, sino políticos, éticos y filosóficos; por lo que la ciencia tampoco sería la última palabra. La psicoterapia participa de la ciencia y de conocimientos más que científicos. Ciencias, no solo ciencias naturales, también ciencias humanas La ciencia es un tipo de conocimiento junto con otros conocimientos no-científicos o acientíficos, no porque se opongan a la ciencia ni dejen de ser racionales y metódicos. Estos conocimientos no-científicos o acientíficos no por ello son conocimientos poco relevantes, irracionales, meras opiniones, provisionales o alguna otra cosa que los descalifique. La consideración negativa de otros conocimientos como no-científicos o acientíficos no debe confundir acerca de su carácter fundamental, más que científico. La distinción entre ciencia y no-ciencia ya debería parecer presuntuosa, al tomar la ciencia como referente absoluto que sugiere que todo lo demás serían reductos todavía no científicos. Lo cierto es que no resulta fácil definir —demarcar— la ciencia con respecto a los demás saberes y conocimientos no-científicos. La idea de la demarcación entre ciencia y nociencia, introducida por Karl Popper (1902-1994), se centraba inicialmente en su relación con la metafísica. De acuerdo con Popper, incluso las proposiciones metafísicas tienen su sentido, como sostenían los positivistas lógicos. La cuestión para él era ver si tenían algo más que las cualificara como científicas, algún añadido empírico. A fin de cuentas, una teoría puede tener sentido sin ser científica. Posteriormente, Popper centró esta demarcación alrededor de la teoría marxista de la historia, la psicología individual de Adler y el psicoanálisis de Freud. Según Popper, estas teorías serían pseudociencias debido a su
«poder explicativo» sin que nada las pudiera refutar o falsar. Si bien Popper tiene el mérito de haber introducido la idea de demarcación entre ciencia y no-ciencia (metafísica, pseudociencia), su criterio de falsación está hoy en día superado (Laudan, 1983). El criterio popperiano de falsabilidad sirve para la ciencia de probar-hipótesis, pero la prueba de hipótesis está lejos de ser todo en ciencia. Muchos experimentos, empezando por las ciencias naturales, son exploratorios («¿cuál es la estructura de esta proteína?»), no prueba-de-hipótesis (Hansson, 2006). Ya se ha citado el realismo científico que enfatiza el experimento sobre la teoría, intervenir más que representar (Hacking, 1996). Por más que hoy en día estemos familiarizados como nunca con ella, lo cierto es también que, como dice Paul Hoyningen-Huene, no se sabe qué es realmente la ciencia (Hoyningen-Huene, 2013, p. 6). Este autor ha caracterizado la ciencia sobre nueve dimensiones: descripción, explicación, predicción, defensa del conocimiento, discurso crítico, conectividad epistémica, ideal de completitud y generación y representación del conocimiento. El Cuadro 6 expone estas nueve dimensiones. Sin embargo, no todas estas dimensiones caracterizan a las ciencias establecidas, ni de la misma manera. Repárese, por ejemplo, en la predicción y la explicación. La predicción no es un distintivo de la ciencia, por más que las predicciones de la física sean impresionantes. Hay ciencias que no son predictivas, como las matemáticas, la paleontología o la biología evolutiva, cuya tarea es la reconstrucción de procesos históricos naturales. La predicción en las ciencias humanas no es posible —cuando lo es— en la medida en que lo es en las ciencias naturales. Esta imposibilidad, o acaso posibilidad limitada, no se debería a una supuesta inmadurez de las ciencias humanas. Se debe a la naturaleza abierta y contingente de los
fenómenos humanos (históricos, sociales, psicológicos), dependientes de condiciones ellas mismas imprevisibles o desconocidas en un momento dado. No en vano habló Popper de la «miseria del historicismo» a la hora de predecir el curso de los asuntos humanos en su libro homónimo de 1957. Las predicciones pueden dar lugar ellas mismas a profecías autoincumplidas debidas a posibles reacciones en contra. CUADRO 6. Dimensiones de la ciencia según Hoyningen-Huene (2013) Dimensiones de la ciencia
Distintos aspectos
Descripción
Axiomatización (ciencias formales). Clasificación, taxonomía, nomenclatura. Periodización (ciencias naturales, historia). Cuantificación. Generalizaciones empíricas (regularidades, leyes). Descripciones históricas.
Explicación
Explicación (erklären) y comprensión (verstehen). Generalizaciones empíricas (estadísticas). Teorías explicativas (ciencias naturales y sociales). Explicaciones reductivas (mecanismos). Explicaciones históricas (narrativas). Explicación y comprensión en las humanidades. Estudios literarios.
Predicción
No distintivo de toda ciencia (matemáticas, paleontología, cosmología, ciencias humanas). Predicciones basadas en regularidades empíricas (temporales). Teorías, leyes, modelos, métodos Delphi.
Defensa del conocimiento
Prueba, verificación, apoyo empírico, justificación, confirmación, corroboración, validación, desconfirmación, refutación, evidencia; ciencia «dura», ciencia «blanda»; «ciencia empírica»; consistencia, elegancia. Generalizaciones empíricas, modelos, teorías. Influencia causal; principio verum factum (verdadero es lo hecho, conocida su génesis); las matemáticas como garantía y el poder de la cuantificación.
Discurso crítico
Escrutinio del conocimiento; escepticismo; «cultura epistémica» (escrutadora).
Conectividad
Conexión y coherencia con otros conocimientos.
epistémica Ideal de completitud
La ciencia como conocimiento completo: la física como «teoría del todo», la «tabla periódica de los elementos químicos», el «genoma como libro de la vida».
Generación de conocimiento
Recopilación de datos en orden a su descripción y clasificación. Explotación del conocimiento de otros campos (por ejemplo, las matemáticas). Proceso autocatalítico de ampliación y crecimiento.
Nomenclatura particular (lenguaje técnico). Abstracciones, Representación modelos, matemáticas. Gráficos. Diagramas. «Variables del independientes» y «variables dependientes». Sistemas de conocimiento notación (formulaciones).
Los mayores acontecimientos históricos —como la caída del muro de Berlín y el derribo de las torres gemelas de Nueva York— y tecnológicos —como Google y el teléfono móvil— de nuestra época no fueron predichos, ni siquiera el día anterior en el caso del muro y las torres. En el caso del móvil, ni siquiera cuando ya existía se suponía el alcance que iba a tener. Los grandes cambios sociales, como los cisnes negros, son sucesos improbables (Taleb, 2007). Ocurre en la vida misma: de acuerdo con Kierkegaard, se vive hacia adelante y se explica hacia atrás. Con todo, la predicción no es renunciable, particularmente en clínica, donde importan el pronóstico, la prevención, el riesgo, por ejemplo, de suicidio, y la toma de decisiones. Un clásico de esta problemática está en la «predicción clínica versus la estadística» en la ya citada obra homónima de Paul Meehl de 1954 (Meehl, 2013). Mientras que la predicción clínica se basa en el juicio y la intuición de los clínicos, la predicción estadística se basa en métodos actuariales (tablas de datos, perfiles, algoritmos, ecuaciones). Se ha demostrado que la predicción estadística puede ser tan buena como la clínica, e incluso mejorarla. El juicio clínico también puede mejorar con la experiencia (Spengler et al., 2009), así como ser
preferible en algunas aplicaciones (Westen y Weinberger, 2005). La predicción es bienvenida cuando sea el caso, pero no siempre es el objetivo clínico, que muchas veces es, en su lugar, la exploración de posibilidades y la apertura de horizontes. Como se pregunta Stephen Toulmin: ¿por qué deberíamos pensar que el objeto de las ciencias humanas es predecir la conducta futura de los seres humanos, como el objetivo de la física era (supuestamente) el de predecir la conducta futura de los objetos físicos? […] La tarea de los psicólogos no es tanto predecir la conducta de los sujetos como ayudarles a entender las opciones de las que disponen las personas en su misma situación. En el ámbito humano el futuro está abierto, y se verá afectado por lo que las personas involucradas hagan hasta entonces: el tema de la psicología práctica no son los futuros predecibles, sino los futuros que están al alcance de las personas y por lo tanto —por emplear el neologismo de Bertrand de Jouvenel— «futuribles» (Toulmin, 2003, pp. 144-145).
Por otra parte, predicciones se pueden encontrar en disciplinas que no son ciencias sino auténticas tecnologías de la predicción basadas en big data, sin mayor preocupación por la explicación. Por ejemplo, la predicción del caballo ganador por el tamaño del ventrículo o de los huracanes por el consumo de galletas Pop-tarts de fresa (Stephens-Davidowitz, 2019, p. 84). La explicación es otra dimensión de la ciencia. Sin embargo, la explicación es diferente según las ciencias. En las ciencias naturales, la explicación consiste en la especificación de los mecanismos causales que están en la base de los fenómenos observables, ya sea la mecánica celeste o el engranaje fisiológico de un organismo. La psicología y la psiquiatría, cuando se identifican como ciencias naturales (típicamente, el modelo biomédico), adoptan la explicación mecanicista. De hecho, destacan dos propuestas recientes.
Por parte de la psiquiatría, se trata de los Criterios de Dominio de Investigación (RDoC, por sus siglas en inglés), que tienen el objetivo de identificar circuitos neuronales defectuosos como base de los fenómenos psiquiátricos (Cuthbert e Insel, 2013). Como dice el psiquiatra Joseph Parnas, el proyecto RDoC es «psiquiatría sin psique», y deja fuera el mundo vivido de los pacientes (Parnas, 2014). Desde el ámbito de la psicología se ha propuesto la nueva «ciencia mecanicista» también con el objetivo de identificar los sustratos biofísicos de los fenómenos psicológicos (Thomas y Sharp, 2019). Según la ciencia mecanicista, el «fenómeno es explicado cuando existe un amplio consenso disciplinar de que una descomposición completa de las operaciones funcionales y su implementación en partes biológicas se ha conceptualizado adecuadamente dentro de un modelo mecanicista específico» (Thomas y Sharp, 2019, p. 17). Aun cuando la ciencia mecanicista habla de «autonomía de las funciones psicológicas», la explicación recae en estructuras biológicas. La nueva ciencia mecanicista es, en realidad, una versión del viejo mecanicismo dualista mente-cuerpo (funciones psicológicas-estructuras biológicas), que ni explica ni comprende. No explica las funciones psico(pato)lógicas porque, primero, las mutila de su vinculación con el mundo de la vida y, después, las despieza en subcomponentes, de modo que pierden su sentido psicológico (funcional, experiencial, personal). Tampoco las comprende en el sentido de su entendimiento personal, humano, psicoterapéutico, porque ni se lo propone ni tampoco sería posible. Una vez reducidas a componentes subpersonales, las funciones psicológicas quedan desprovistas del sentido vital, interpersonal, como cabría verlas desde la perspectiva de una ciencia humana, no mecanicista. En principio, en las ciencias humanas no se habla de explicación (Erklären), sino de comprensión (Verstehen), según la conocida distinción debida a Wilhelm Dilthey
(1833-1911). Como dice Karl Jaspers (1883-1969) en su magna obra de 1913-1946 Psicopatología general: mientras en las ciencias naturales solo pueden ser halladas relaciones causales, en psicología el conocer encuentra su satisfacción en la captación de una especie muy diferente de relaciones. Lo psíquico «surge» de lo psíquico de una manera comprensible para nosotros. El atacado se vuelve colérico y realiza actos de defensa, el engañado se vuelve desconfiado. Este surgir uno tras otro de lo psíquico lo comprendemos genéticamente. Así comprendemos reacciones vivenciales, el desarrollo de pasiones, la aparición del desvarío, comprendemos el contenido del sueño y del delirio, de los efectos de la sugestión, comprendemos una personalidad anormal en su propia relación esencial, comprendemos el curso fatal de la vida, comprendemos cómo el enfermo se comprende a sí mismo y cómo la forma de esa comprensión de sí mismo se vuelve un factor del desarrollo psíquico ulterior (Jaspers, 1996, p. 342).
Se trata de una comprensión desde dentro, empática, vivencial, hasta donde es posible, que trata de ponerse en el lugar del otro y captar el sentido —dirección y significado— de sus acciones y reacciones, dadas las circunstancias. No es un dentro de la mente, sino dentro de la trayectoria biográfica: cómo uno está puesto sobre un horizonte-de-sentido (o sin-sentido), qué posición tiene ante la vida, los demás y sí mismo, incluyendo lo que le pasa. La comprensión empática, vivencial, no tiene un mero sentido humanista, de sentir-con, sino y sobre todo de conocimiento, en la medida en que sirve para abrir camino al entendimiento de lo que le pasa a alguien: las razones y motivos por los que está así. No se trata, pues, meramente de comprensión empática, sino de comprensión existencial, en el sentido de comprender lo que ocurre en una perspectiva biográfica más que biológica. Una comprensión existencial supone una comprensión objetiva, que sitúa a cada uno en un mapa vital con sus encrucijadas, conflictos, trayectorias y
valores. La comprensión biográfica toma forma en la narrativa. La narrativa es, después de todo, la forma de explicación de los asuntos humanos, como conexiones-desentido, mejor que mecanismos. Como dijo Ortega, el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Y el género de la historia, incluyendo la biográfica, es la narrativa, más que la mera descripción de hechos. La comprensión sería la forma de explicación en psicología y psiquiatría: una explicación narrativa en términos de razones y motivos, mejor que de causas mecanicistas. En psicología y psiquiatría pueden coexistir dos metodologías —experimental y narrativa—, como ocurre dentro de la biología, con la biología funcional y la biología evolutiva. De acuerdo con el biólogo evolutivo Ernst Mayr (1904-2005), el «experimento constituye la metodología más usada en las ciencias físicas y en la biología funcional, mientras que en la biología evolutiva la puesta a prueba de las narrativas históricas y la comparación de diversos hechos constituyen los métodos más importantes» (Mayr, 2006, p. 51). La psicología y la psiquiatría tienen todavía pendiente adoptar la narrativa histórica (biográfica) como metodología por derecho propio de sus saberes. La ciencia se caracteriza por la sistematicidad en las diversas dimensiones consideradas y, ni que decir tiene, por un método de investigación. Sin embargo, no es fácil, de ser posible, establecer su esencia más que por un cierto aire de familia entre las diversas ciencias, de acuerdo con el filósofo alemán Paul Hoyningen-Huene. Como bien dice, «la variedad de ciencias y sus especialidades son tan diferentes unas de otras que resulta imposible encontrar características sustantivas universalmente válidas que juntas puedan constituir la naturaleza o la esencia de la ciencia» (Hoyningen-Huene, 2013, p. 209). La ciencia humana, un marco para la psicoterapia
La no-ciencia es un campo de conocimiento más amplio, arraigado y ubicuo que el conocimiento científico. No es un conocimiento homogéneo, sino que hace referencia a una pluralidad de saberes. Su identificación negativa como «nociencia» no nos debe despistar acerca de su carácter primordial, fundamental y complejo. Sin ir más lejos, el conocimiento cotidiano de la vida práctica ya es sin duda bien complejo, amén de fundamental; incluye el sentido común, costumbres, normas, valores y cosmovisiones, y es, en buena medida, un conocimiento tácito más que explícito. El conocimiento no-científico puede ir desde un saber general de la vida, como el erizo, que sabe una gran cosa, hasta saber muchas cosas, como el zorro. «Muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo sabe una sola y grande», dijo el poeta griego Arquíloco (Berlin, 2016). Mientas que los que son como el erizo tienen una visión global de las cosas sobre la que ordenan los acontecimientos de la vida, los que son como el zorro tienen una visión local de los acontecimientos sin suponer que forman parte de un orden general. Ulises, que sabe tantas artimañas prácticas, y Shakespeare, que sabe de tantos asuntos, serían zorros. Platón, Schopenhauer, Hegel, Dostoievski y Nietzsche serían erizos, con su visión general de lo particular. El erizo y el zorro también pueden coexistir en la misma persona. Sería el caso de Tolstoi, entre la diversidad humana y el determinismo, como muestra Isaiah Berlin (1909-1997) en su clásico estudio (Berlin, 2016). Así, pues, antes y además del científico, existen otros conocimientos. Según la clásica taxonomía de los conocimientos debida a Aristóteles (Ética a Nicómaco), válida todavía, estaríamos hablando de sabiduría (sophia, filosofía), episteme y techné (ciencia y técnica), phronesis (prudencia) y metis (habilidad, astucia, maña, ingenio, pericia).
La psicoterapia participa de todos estos saberes. Aun cuando quiera identificarse como conocimiento científicotécnico (episteme y techné), los demás saberes citados (sabiduría, phronesis, metis) también forman parte de la psicoterapia. No se trata de saberes previos a la existencia de la psicoterapia que esta ahora, en tiempos científicos, excuse, sino de saberes inherentes a toda psicoterapia que se precie de su nombre, como el saber-hacer prácticocasuístico, el sentido común, la sabiduría y la prudencia. Estos saberes no necesariamente desdicen la ciencia, ni tampoco están a la espera de que esta los valide. De hecho, pueden suponer un uso más juicioso de la ciencia. Sin menoscabo de que la ciencia también pueda desmontar mitos comunes, como que solamente usemos el diez por ciento del cerebro o que la música de Mozart haga más listos a los niños (Lilienfeld et al., 2010). La sabiduría es un saber acerca de lo conveniente en los asuntos de la vida y del comportamiento adecuado en cada ocasión. Hace referencia a un saber general y a la vez concreto, teórico —con una visión panorámica— y práctico —aplicado al caso individual—, no siempre elaborado, a menudo intuitivo, nunca infuso, siempre basado en la experiencia de uno mismo y de los otros. Si en el pasado la sabiduría ayudaba a encontrar el lugar de cada uno en el mundo (cuando este parecía ser ordenado) y tener reservado un puesto para todos (por más que fuese difícil de encontrar), tanto más necesaria resulta hoy para orientarse en un mundo abierto e imprevisible. La psicología solo se ha ocupado recientemente de la sabiduría (Pelechano y González Leandro, 2015; Sternberg, 1994). No voy a dar principios, preceptos o píldoras de sabiduría, como si pudiera hacerlo. Únicamente me referiré a la forma en que la sabiduría sitúa el sentido de la vida en el marco del materialismo y el humanismo que sostengo en este libro. De acuerdo con este marco, el sentido de la vida se mantiene dentro del mundo, sin dejar de trascender al
propio individuo. Esto quiere decir que el sentido de la vida no se encontraría dentro de uno (como parece ser el mantra en tiempos de la literatura de autoayuda), sino más allá de uno mismo sobre un horizonte. Pero el sentido de la vida tampoco sería algo que haya que buscar o encontrar, sino que construir, hacer y dar sentido a lo que uno hace, no sin examinar si realmente lo tiene. Estaríamos hablando de «trascendencia en la inmanencia» (Husserl): cómo la vida humana trasciende la naturaleza biológica y el ciclo vital, incluyendo la relación con los demás y sus consecuencias (Comte-Sponville y Ferry, 1999). Phronesis significa un comprender referido a la sabiduría práctica y la prudencia, particularmente en relación con los asuntos de la vida y las actividades que requieren cuidado y precaución. Aristóteles pone los ejemplos de la medicina y de la navegación. La phronesis es tanto o más necesaria hoy en día, en tiempos de la medicina basada-en-laevidencia (Bontemps et al., 2019; Kristjánsson, 2015; Saiz Fernández, 2018). La práctica basada-en-la-evidencia se centra más en la enfermedad que en el enfermo, y en el algoritmo más que en la persona de carne y hueso. La práctica basada-en-la-evidencia termina fácilmente por ser, más que nada, una práctica defensiva de los clínicos frente a posibles demandas por no seguir el protocolo. Cabría preguntar al clínico de turno que nos asegura que su práctica se basa en la evidencia qué hay de la evidencia basada en la práctica (experiencia, casuística, método clínico) y qué de la práctica basada en la prudencia (phronesis). La medicina, por mucho que trate con entidades naturales, no deja de ser casuística, de modo que tantas cosas dependen de tantas otras que no es posible establecer pruebas evidentes de todo, sin por ello quedar a ciegas; ahí entran la experiencia y la prudencia (phronesis). Y qué decir de la psicoterapia, donde la phronesis es o debería ser inseparable de la techné y la episteme (Falkum, 2008).
Metis designa una forma particular de inteligencia práctica, prudencia astuta, ingenio, mañas, artimañas y, en fin, la pericia que da el oficio. Bien conocida y valorada en la Grecia antigua, la metis tiene su modelo en la astucia de animales como el zorro y el pulpo, cuenta con la figura mítica de Ulises como polimetis versado en todo tipo de astucias y se reconoce en una variedad de aplicaciones, entre ellas la navegación, la medicina y la sofística o el arte de la persuasión (Detienne y Vernant, 1988). Para los griegos, el arte de la navegación guarda afinidad con el arte de la medicina. Más allá del conocimiento general de la navegación y de la naturaleza humana, tanto el piloto de un navío como el médico deben atender y saber manejarse ante una gran variedad de circunstancias e imprevistos. No en vano la medicina, según un aforismo hipocrático, es el arte de la oportunidad fugitiva, en el que las ocasiones para intervenir son siempre puntuales y, como el arte de la navegación, exige actuar con prudencia, phronesis (Detienne y Vernant, 1988, pp. 283-285). El arte de la persuasión también implica la metis por parte del sofista que, como el zorro y el pulpo, se vuelve flexible de mil maneras, entrelazando discursos y volviendo de su lado argumentos en contra (Detienne y Vernant, 1988, pp. 47-48, 228). El arte de la persuasión también forma parte de la medicina. A fin de cuentas, de qué le serviría al médico saber qué le pasa al paciente y lo que lo remediaría si no fuese capaz de persuadirle de que haga lo que tiene que hacer (cuidados, dietas, ejercicios, medicación). Como dice el sofista Gorgias en el diálogo homónimo de Platón, cuando acompaña a su hermano médico en las visitas, el médico parece él mismo, más que su hermano, al decirles a los pacientes las palabras adecuadas para hacer lo que tienen que hacer. Esto dice Gorgias:
Muchas veces he ido con mi hermano o con otros médicos a casa de alguno de esos enfermos que no quieren ni tomarse la medicina, ni prestarse a que el médico ampute o cauterice, y no siendo capaz el médico de convencerle, yo lo logré sin ninguna otra arte que la retórica. Es más, afirmo que si al ir el orador y el médico a la ciudad que quieras, tuvieran que disputar estos en la asamblea o en cualquier otro lugar de reunión sobre cuál de los dos ha de ser elegido médico, dejarían colgado al médico, pues se eligiría al que estuviera más capacitado para hablar, si este así lo quisiera (Gorgias, 456b).
La persuasión implica confianza en el médico y en el remedio que el propio clínico debe procurar, empezando por conocer las peculiaridades y la situación de los pacientes. Por así decir, curar empieza por procurar un estado receptivo en los pacientes, de predisposición y apertura, lo que se lograría gracias a las palabras oportunas. De acuerdo con Pedro Laín Entralgo (19082001) en su obra La curación por la palabra en la antigüedad clásica, «hay un estrecho paralelismo entre la medicina y la retórica» (Laín Entralgo, 1987, p. 142). No por casualidad, Persuasion and Healing («Persuasión y sanación») es el título de un libro sobre los factores comunes de diversas prácticas sanadoras, entre ellas las diferentes psicoterapias (Frank y Frank, 1991). La fluidez verbal o la facilidad de palabra es uno de los principales aspectos de la pericia que caracteriza a los mejores psicoterapeutas. Como dice Bruce Wampold: «Lo que tienen en común todos los tratamientos eficaces es que los pacientes son persuadidos para hacer algo que promueve la salud y el bienestar» (Wampold, 2017, p. 56, véase GimenoPeón, 2021). El Cuadro 7 sitúa la psicoterapia en la confluencia de la variedad de conocimientos que se han citado. CUADRO 7. Conocimientos inherentes a la psicoterapia
Sophia Sabiduría Filosofía «Una sola cosa y grande sabe el erizo» (Arquíloco)
Episteme
Techné
Ciencia y técnica
Phronesis
Metis
Prudencia Saber práctico Ética, medicina (ejemplos de Aristóteles)
Astucia, maña, ingenio, pericia «Muchas cosas sabe el zorro» (Arquíloco)
↓
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Psicoterapia científico-técnica ↓
↓
Psicoterapia científico-humana
En el Cuadro 7 puede verse que la concepción científicotécnica se limita al conocimiento derivado de la investigación empírica. En la medida en que fuera así, sería un conocimiento doblemente limitado. Por un lado, sería limitado en la medida en que desdeña el conocimiento extracientífico, empezando por el conocimiento con el que cuenta el clínico como persona. Por otro, lo sería también por cuanto únicamente se atiene al conocimiento empírico positivista (basado en la evidencia), desdeñando en este caso el conocimiento científico-humano, cualitativo, fenomenológico-existencial, interesado en la experiencia, el mundo vivido, los valores y, en fin, las razones y motivos por los que alguien ha llegado a tener los problemas que tiene. Por su parte, la psicoterapia como ciencia humana sería un marco más amplio, del que no quedarían excluidos el conocimiento científico-técnico ni los conocimientos extracientíficos. No se trataría de yuxtaponer y sumar uno con otro, sino de tomar la concepción científico-humana como marco propio de la psicoterapia dentro del que incluir la investigación empírica, de acuerdo con el pluralismo metodológico. Hay razones para tomar el marco de la ciencia humana, en vez del marco de la ciencia natural, como marco general
de la psicoterapia. Para empezar, la psicoterapia tiene unos «componentes humanistas» esenciales (Wampold, 2012). Se refiere Wampold a aspectos comunes a todas las psicoterapias, como: a) la influencia social a través de una relación de confianza, b) la rationale por la que se entiende lo que le pasa a uno, c) las expectativas de mejoría, y d) las acciones saludables, como «pensar acerca del mundo de forma más adaptativa, extender las redes sociales, reinterpretar eventos pasados de un modo constructivo, adoptar otra perspectiva de la persona, expresar afectos reprimidos y así» (Wampold, 2012, p. 447). Por otra parte, un marco de ciencia humana incluye por derecho propio aspectos centrales de la psicoterapia que la ciencia natural deja de lado (Healy, 2017). Se refiere Healy a los cinco siguientes: 1) Una orientación centrada en la persona, y así en el significado, la experiencia-vivida y el mundo subjetivo. 2) Un entendimiento holista y contextualizado. 3) Una investigación abierta, orientada a la exploración, que sigue un proceso de descubrimiento inherentemente interpersonal, dialógico, en vez de prueba-de-hipótesis. 4) Una práctica decididamente interpersonal e interactiva, de tú-a-tú, en la que el cliente es también experto, basada más en el trato personal, por así decir, que en el tratamiento de enfermedades. 5) Un juicio informado del clínico acorde con la situación específica entre manos (phronesis), en vez de una supuesta neutralidad exenta de valores.
El énfasis en la phronesis, junto con los demás aspectos citados, puede dar la impresión a quienes profesan la ciencia natural de que la ciencia humana es «blanda» y subjetiva. Sin embargo, esta quizá sea la ciencia más acompasada con la complejidad humana y, a la postre, más científica. Como dice Healy, hay una afinidad estructural entre la ciencia humana y la práctica psicoterapéutica (Healy, 2017, p. 240). En todo caso, no se trata de una alternativa entre ciencia y no ciencia, sino de qué ciencia. Quizá la ciencia humana sea más humilde que la pretendida ciencia natural, pero también es más verdadera. En resumen Aun cuando el referente histórico de la ciencia sea la ciencia natural, esta no es el único tipo de ciencia; también están las ciencias humanas o ciencias sociales. Mientras que la explicación en términos de mecanismos causales sería lo propio de las ciencias naturales, la comprensión en términos de razones y motivos sería lo propio de las ciencias humanas, de acuerdo con sus respectivos campos de estudio (entidades fisicoquímicas y acciones humanas). En el contexto de las ciencias, se suele asumir que la explicación en términos de mecanismos supone un mayor rango científico, por lo que las ciencias humanas se consideran «blandas» en comparación con las ciencias naturales. Así, se trata de extender las explicaciones mecanicistas a las ciencias humanas que se precien de ser ciencias rigurosas. Sin embargo, la explicación que interesa en las ciencias humanas, particularmente en psicología y psiquiatría, también se puede entender en términos de la historia biográfica de los fenómenos, más que en términos de los mecanismos biológicos de los sujetos. Es por esto por lo que he propuesto la ciencia humana como un marco más cabal que la ciencia natural
para entender los fenómenos psi, incluyendo la psicoterapia. Con todo, las ciencias naturales y humanas no agotan el conocimiento de sus campos ni son la última palabra, ni tampoco cancelan otros saberes, entre ellos el sentido común, la experiencia, la sabiduría práctica y la prudencia. De hecho, la prudencia o phronesis y la evidencia basada en la práctica se reivindican en vista de la insuficiencia y las constricciones de la aclamada práctica basada en la evidencia. Si la phronesis es reivindicada incluso en la medicina, qué decir de la psicoterapia. La psicoterapia no puede quedar al margen del conocimiento científicotécnico, pero tampoco iría muy lejos al margen de la sabiduría práctica (experiencia, sentido común, phronesis).
PARTE II
CIENCIA Y PSEUDOCIENCIA: MÁS FÁCIL DE MOSTRAR QUE DE DEMOSTRAR Hemos visto en el capítulo anterior que ni siquiera es fácil decir qué es ciencia, si es que es posible. Siendo así, tanto más difícil será decir qué es pseudociencia. Nos encontramos ante una situación wittgensteiniana, según la cual podemos mostrar algo, para el caso una pseudociencia, pero no decirlo con la misma claridad. La mayoría de nosotros seguramente reconocemos sin mayor dificultad como pseudociencias a la astrología, la clarividencia, el creacionismo, la fe sanadora, la radiestesia, el reiki o la ufología. Asimismo, no tendríamos mayor dificultad para identificar como ciencias la biología evolutiva, la biología molecular, la cosmología, la física, la geología o la paleontología. Sin embargo, probablemente tendríamos dificultad para formular criterios de demarcación de la pseudociencia respecto de la ciencia (Mahner, 2013, p. 31). Algunas terapias, como el citado reiki, la imposición de manos, el toque terapéutico, la gemoterapia o sanación con cristales, los chakras, las energías específicas, las esencias florales, la cromoterapia o la meditación con ángeles, no requieren ni merecen esfuerzos por mostrar su condición de pseudoterapias. Y ello sin dejar de tener en cuenta la posible satisfacción que sus clientes reportarían si se les preguntara, lo que se explicaría independientemente de su calidad científica. Más desafiante y relevante sería el examen de una psicoterapia que tenga todos los visos de
ser científica, empezando por su eficacia probada con métodos estándar, y a la vez esté en tela de juicio en cuanto a su cientificidad. Esta es la situación de la controvertida desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares, conocida como EMDR (por sus siglas en inglés, Eye Movement Desensitization and Reprocessing). El examen de la EMDR como psicoterapia acreditada y a la vez en entredicho, además de ser relevante por sí mismo, es un banco de pruebas para testar precisamente la distinción entre ciencia y pseudociencia. Puedo adelantar que mi propósito aquí no es tanto juzgar esta terapia como, en realidad, ver el alcance de la propia distinción entre ciencia y pseudociencia, sin perjuicio de las conclusiones que se deriven. El alcance de la distinción entre ciencia y pseudociencia se estudiará en seis capítulos. En primer lugar, presento los criterios de demarcación, con particular referencia a los usados en psicología clínica. En segundo lugar, expongo sucintamente la EMDR, empezando por reconocer que es una terapia en toda regla. En tercer lugar, examino a fondo la naturaleza del trastorno de estrés postraumático, sobre el que se ha erigido esta terapia. En cuarto lugar, comparo la EMDR con la terapia cognitivo-conductual como psicoterapia científica de referencia. En quinto lugar, introduzco otros usos y abusos de la ciencia tanto o más perniciosos que la pseudociencia, como la «mala ciencia» debida a la ciencia estándar aplicada sin miramientos, el cientificismo y el integracionismo sin escrúpulos. Finalmente, abordo la charlatanería, las burbujas epistémicas, la psicopalabrería y la neuropalabrería.
CAPÍTULO 4
LA DIFÍCIL DEMARCACIÓN ENTRE CIENCIA Y PSEUDOCIENCIA La demarcación entre ciencia y pseudociencia se plantea de acuerdo con dos grandes tipos de argumentación: según un criterio único o según un conjunto de criterios (Fasce, 2017; Hansson, 2013). Las limitaciones del criterio único derivaron en listas de criterios, entre ellas una de referencia en psicología clínica. A su vez, las listas de criterios tampoco parecen ser la última palabra. Del criterio único de demarcación a listas de criterios El planteamiento de un criterio único parte de Karl Popper, cuando introdujo la cuestión de la demarcación en términos de falsabilidad. Una teoría sería pseudocientífica cuando sus hipótesis no fuesen falsables (refutables). Si nada puede falsar o poner a prueba las hipótesis de una teoría, porque cualquier resultado no dejaría de avenirse con ella, estaríamos en presencia de una pseudociencia. Popper pone, junto con el ejemplo del marxismo, el de las psicologías elaboradas por Freud y Adler. Pero en realidad se podría incluir a toda la psicología, en la medida en que ningún resultado parece sorprendente ni contraviene ninguna teoría general (Muthukrishna y Henrich, 2019). Hoy en día, el falsacionismo de Popper ya no es el criterio de demarcación (Laudan, 1983), pero la idea de demarcación sigue en pie (Pigliucci y Boudry, 2013). Esto se debe, entre otras razones, a que la falsación posterga la confirmación y el avance del conocimiento tal y como
realmente se produce en la ciencia, que nunca ha consistido en una sucesión de refutaciones. Por otra parte, cabría concebir pseudociencias falsables. Sea por caso la homeopatía como presunta pseudociencia. Cabría poner a prueba si, por ejemplo, cura o no la gripe. Se tendría la curiosa situación de que la posibilidad de falsación, y en su caso refutación, convertiría una supuesta pseudociencia en ciencia, ya que sería falsable, y de hecho falsa, sin que hubiera cambiado el estatus empírico. Aparte, siempre está la letanía de «seguir investigando». Otro criterio único de demarcación deriva de la filosofía de la ciencia de Thomas Kuhn (1922-1996), que concibe la investigación científica como «solución de problemas» en vez de prueba de teorías. La demarcación tiene aquí su base en el concepto de «solución-de-enigmas» (puzzlesolving) dentro de la «ciencia normal» paradigmática, como opuesta a situaciones de «revolución científica» (Kuhn, 1970). El problema de este criterio es su relativismo, circunscrito a los estándares de racionalidad que se dan dentro de un determinado paradigma: la pseudociencia de un paradigma podría ser la ciencia dentro de otro paradigma, supuesta la «inconmensurabilidad» entre ellos. Al final, el criterio de Kuhn supone la adopción de un criterio sociológico basado en consensos, más que la racionalidad de la ciencia. El poder institucional determina la ciencia estándar aun cuando por su racionalidad o razonabilidad científica (epistemológica) resultara mala ciencia o pseudociencia. En vista de las insuficiencias de los criterios únicos, aunque sean de Popper y Kuhn, se han propuesto listas de criterios. Las listas de criterios consisten en la disposición de una serie de rasgos de la pseudociencia por los que se pueda demarcar esta de la ciencia. Puede entenderse que no es fácil, de ser posible. Como punto de partida se podría tomar una definición amplia de ciencia. Una definición de este tipo, propuesta por el filósofo sueco Sven Ove
Hansson, sería concebirla como la práctica que proporciona los conocimientos más fiables (con más garantías metodológicas) sobre la naturaleza, los seres humanos o la sociedad (Hansson, 2013, p. 70). En relación con esta definición, la pseudociencia pertenece a algún dominio científico, aunque carece de fiabilidad, por más que trate de dar la impresión de ciencia. La pseudociencia no solo se mueve, según Hansson, en un campo de la ciencia, sino que se arroga a veces el mayor conocimiento. No sería pseudociencia un supuesto conocimiento carente de fiabilidad pero que no pretende ser científico. Sería otra cosa, creencia, o algo así, que se mantiene y sostiene sin el reclamo y marchamo de ciencia. Por otra parte, como ya se ha dicho, el conocimiento no se reduce al conocimiento científico. El sentido común, la sabiduría práctica, la prudencia, las humanidades o la filosofía suponen conocimiento, acaso un conocimiento fundamental, más que científico, pero no pseudocientífico. Empiezo por examinar una lista de criterios propuestos para la psicología clínica. Lista de criterios de pseudociencia propuestos para la psicología clínica Dentro del interés por ofrecer una definición de pseudociencia, en vez de meramente darla por hecho señalándola, se han propuesto listas de criterios tentativos más que taxativos o exhaustivos. El psicólogo Scott Lilienfeld y colaboradores proponen una lista de nueve criterios (Lilienfeld et al., 2015, p. 7): – – – –
Abuso de hipótesis ad hoc. Ausencia de autocorrección. Falta de revisión por pares. Énfasis en la confirmación más que en la refutación.
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Reversión de la prueba a cargo de los escépticos. Ausencia de conectividad con otras disciplinas. Confianza en la evidencia anecdótica y testimonial. Lenguaje oscurantista. El «mantra del holismo» para explicar resultados negativos.
Ninguno de estos criterios es marcador de pseudociencia, ni tampoco hay una puntuación de corte, si acaso de grado. Estos criterios merecen algún comentario, siquiera por ver la zona gris, ambivalente, entre ciencia y pseudociencia. Abuso de hipótesis ad hoc. Si por confirmación de hipótesis fuera, la psicología y la psiquiatría estarían en el top de las ciencias. El abuso de hipótesis se vale de dos estrategias ya prácticamente normalizadas en la investigación científica: p-hacking y HARKing. Mientras que p-hacking consiste en hackear los datos obtenidos a fin de alcanzar los niveles p de significación estadística mediante la selección de aquellos que más contribuyen a su alcance o la recolección de los necesarios hasta alcanzarla (Ioannidis, 2019), HARKing (por sus siglas en inglés, Hypothesizing After the Results are Known) consiste en (re)formular las hipótesis después de conocer los resultados (Kerr, 1998). Ambas prácticas contribuyen a la comprobación de las hipótesis mediante la selección de los datos «convergentes» (phacking) o mediante su reajuste ex post facto (HARKing). Estas prácticas serán recordadas más adelante a propósito de la diferenciación entre la «mala ciencia» y la ciencia estándar. Ausencia de autocorrección. Como dicen Lilienfeld y colaboradores, los programas de investigación científica no se distinguen necesariamente de los programas de investigación pseudocientífica en la verosimilitud de sus
afirmaciones, porque los defensores de ambos programas frecuentemente presentan afirmaciones incorrectas (Lilienfeld et al., 2015). Aunque se supone que los programas científicos tienden a eliminar los errores, cuentan con un poder institucional, incluyendo la manera de pensar de generaciones de científicos, que impide ver las cosas de otra manera por más que se corrijan errores puntuales. El mayor problema para la autocorrección no está en el diseño e implementación de la investigación, sino en las decisiones previas acerca de las cuestiones a estudiar de modo que se produzcan los resultados esperables, por ejemplo, comprobando hipótesis plausibles y eligiendo los datos a favor (Ioannidis, 2012). La ciencia se construye sobre conocimiento previo, pero el conocimiento previo también constriñe el conocimiento sucesivo (PérezÁlvarez, 2018c). Falta de revisión por pares. Con ser una característica de las revistas científicas, la revisión por pares no garantiza su rigor, calidad y aportación. Las revisiones siguen ciertos estándares no solo formales, sino de «ciencia normal» en el sentido de Kuhn, a los que los autores se someten en su dilema de publicar o morir. De modo que los revisores tienden a aceptar lo que se aviene con el conocimiento y consenso establecidos. A menudo, los consensos en psiquiatría están «amañados» por los laboratorios que organizan y financian las comisiones de expertos, como ha expuesto el psiquiatra y psicofarmacólogo británico David Healy en su artículo titulado, no en vano, «Manufacturando consenso» (Healy, 2006a). En contraste con la influencia de la industria en la psiquiatría, la investigación psicológica parece estar más infiltrada por los «intereses» de los investigadores académicos que sustentan teorías y modelos (Ioannidis, 2012) cuya línea de producción científica siguen muchos profesores e investigadores.
Dentro de este panorama, los revisores no están exentos de sesgos y de más o menos simpatías para con los trabajos y proyectos que valoran. Los trabajos enviados a publicación no dejan de estar sometidos a la suerte con el proceso de valoración. Así, algunos trabajos ya publicados en revistas de psicología exigentes fueron rechazados en reenvíos posteriores, debidamente disfrazados, a las mismas revistas (Peters y Ceci, 1982). Por otra parte, trabajos enteramente espurios elaborados con la jerga del correspondiente campo de estudio fueron publicados tras la revisión de pares. Recuérdese el «escándalo Sokal» de 1996, repetido veintiún años después, en el denominado «engaño Sokal al cuadrado» (Sokal-Squared Hoax) por la cantidad de trabajos ficticios aceptados en revistas de estudios culturales y de género (Mounk, 2018). En física también está el «escándalo Bogdanov», llamado así por los dos gemelos que publicaron trabajos acerca de lo que ocurrió antes del Big Bang (Overbye, 2002). Los trabajos de los Bogdanov, si no son ficticios por la intención, parecen ser en todo caso facticios por artificiosos, lo que no ha impedido que pasaran las revisiones correspondientes. Énfasis en la confirmación más que en la refutación. Si bien una característica de la ciencia es el sometimiento de las teorías, hipótesis y resultados a crítica y autocrítica, lo cierto es también que los científicos están interesados en confirmar, replicar y fortalecer los conocimientos científicos en los que colaboran y con los que a veces están personalmente implicados como autores de referencia. Más allá de la concepción popperiana de la ciencia como empeño en mostrar que uno está equivocado, en realidad la ciencia es una empresa constructiva y reafirmativa, al extremo de ir añadiendo hipótesis como «cinturones de seguridad», según ha mostrado Imre Lakatos (1922-1974), sin que siempre sea fácil ver si los programas de
investigación son progresivos (científicos) o degenerativos (pseudocientíficos). El énfasis en la confirmación es también moneda corriente en la ciencia estándar. Reversión de la prueba a cargo de los escépticos. La carga de la prueba en la ciencia descansa en quienes hacen las afirmaciones, no en los escépticos y críticos. Este aspecto es de los más característicos de la pseudociencia, que exige a menudo a los escépticos y críticos que muestren que lo que afirman los pseudocientíficos es falso. Típicamente, cualquier psicoterapia novedosa puede estar asociada a cierta eficacia, sin poder decir que es falsa ni explicar alternativamente por qué ocurre. Sin embargo, la ignorancia de cómo ocurre algo no afirma por sí misma que se debe a la causa postulada, para el caso la novedosa psicoterapia en cuestión. Sería la falacia lógica de suponer que la falta de evidencia en contra implica la evidencia de lo que se afirma. Ausencia de conectividad con otras disciplinas. Una disciplina que se presenta a sí misma como un paradigma enteramente nuevo se hace sospechosa de pseudociencia, según se supone que una ciencia interconecta con otras ciencias. Sin embargo, la interconectividad de una (nueva) disciplina puede ser tal que ella misma se arrumbe al ámbito de la pseudociencia. Así, las teorías psicológicas y psicoterapéuticas que se conectan con la física cuántica, la computación cerebral, el genoma, la epigenética, los memes, la memoria colectiva, etc., por conectivas que sean, no dejan de dar la impresión de ser pseudociencias a poco que se repare en la «conectividad» que establecen. Por su parte, las teorías científicas que se precian de ser interdisciplinares e integrativas pueden esconder bajo su pretendida conectividad una mezcolanza y confusión. La integración no es necesariamente una característica de la ciencia, sino la distinción, la clasificación y la separación.
Asimismo, la conectividad entre disciplinas puede consistir en realidad en el reduccionismo de unas a otras. Ejemplos de reduccionismo, antes que de conectividad, serían la biología a la bioquímica, esta a la química y la química a la física; la psicología y la psiquiatría a la neurobiología y a la genética, o las humanidades y las ciencias sociales a la sociobiología y, al final, a la teoría evolucionista. La consiliencia como unidad del conocimiento propuesta por Edward O. Wilson sería una versión de reduccionismo. «La idea central de la consiliencia —dice Wilson— es que todos los fenómenos tangibles, desde el nacimiento de las estrellas hasta el funcionamiento de las instituciones sociales, se basan en procesos materiales que son en definitiva reducibles, por largas y tortuosas que sean las secuencias, a leyes físicas» (Wilson, 1998, p. 297). Curiosamente, la consiliencia no es ella misma un hallazgo científico, sino una idea metafísica, más allá de la física, que obvia su propio carácter ontológico y gnoseológico para erigirse en la última palabra. Confianza en la evidencia anecdótica y testimonial. De acuerdo con Lilienfeld y colaboradores, la evidencia testimonial y anecdótica puede ser útil en las primeras etapas de la investigación científica, en el contexto del descubrimiento, no en el contexto de la justificación o comprobación, según la conocida distinción debida a Hans Reichenbach (1891-1953). Los defensores de terapias que pretenden ser científicas invocan a menudo casos a los que les fue bien con tal tratamiento como evidencia del mismo. Sin embargo, los casos difícilmente proporcionan evidencia suficiente para la justificación de un tratamiento, aunque sirvan para reivindicarlo. Si una nueva forma de psicoterapia es eficaz, ciertamente, son de esperar casos positivos. Pero los informes de tales casos difícilmente proporcionan evidencia adecuada de que la mejoría pueda
ser atribuida a dicho tratamiento, porque la mejoría podría haber sido producida por una serie de otras influencias como, por ejemplo, el efecto placebo, la regresión a la media, la remisión espontánea o la maduración (Lilienfeld et al., 2015). Lenguaje oscurantista. El lenguaje oscurantista cargado de jerga técnica se presta a encubrir como científica la falta de conocimientos propiamente científicos. Lilienfeld y colaboradores ponen el siguiente ejemplo, sacado de un texto de desensibilización y reprocesamiento por movimiento ocular (EMDR): Las valencias de los receptores neurales (potencial sináptico) de las redes neuronales respectivas, que almacenan por separado diversas mesetas de información y niveles de información adaptativa, están representadas por las letras Z a A. Se presume que la red objetivo de alta valencia (Z) no puede vincularse con la información más adaptativa, que se almacena en redes con una valencia más baja. Es decir, el potencial sináptico es diferente para cada nivel de afecto que se mantiene en las diversas redes neuronales. […] La teoría es que cuando el sistema de procesamiento se cataliza en EMDR, la valencia de los receptores se desplaza hacia abajo para que puedan conectarse con los receptores de las redes neuronales con valencias progresivamente más bajas (Lilienfeld et al., 2015, p. 10).
Otro ejemplo podría ser una explicación neurobiológica del TDAH, tomada de un artículo en una revista científica, que termina por ser un auténtico galimatías a falta de conocimiento fehaciente (Pérez-Álvarez, 2018c, pp. 48-49). Con todo, la ciencia puede tener su mejor expresión en términos científicos, probablemente oscuros para quienes no están familiarizados. Por el contrario, un lenguaje aparentemente claro, como puede ser hoy uno que se exprese en términos de energías, fuerzas psíquicas, influencias subliminales, poderes mentales, procesamiento, personificación de funciones cerebrales, visualización,
persecución de los propios sueños, constelaciones astrales, horóscopos, etc., es moneda corriente en el ámbito pseudocientífico. Así pues, tanto el lenguaje oscurantista como el aparentemente claro pueden ser engañosos, cada uno a su manera. Ausencia de condiciones límite. Cuando algo se supone que opera en numerosos ámbitos sin que parezca tener condiciones que lo limiten, posiblemente se trate de un fenómeno pseudocientífico. Sería el caso de las psicoterapias que se ofrecen como eficaces para todo tipo de problemas, y además de forma fácil y rápida. Lilienfeld y colaboradores citan a este respecto la terapia de campo de pensamiento, debida al psicólogo estadounidense Roger Callahan, que se basa en supuestos desequilibrios de energía (relacionados con meridianos energéticos) que presuntamente causarían todo tipo de malestares, y que sería aplicable a adultos y bebés, así como como a perros, gatos y caballos (Lilienfeld et al., 2015, p. 10). Sin embargo, las ciencias establecidas se prestan también a extralimitaciones y saltos de escala. Bajo el supuesto de que todo es química, la psiquiatría biológica ha postulado presuntos desequilibrios neuroquímicos como condición de diversos trastornos mentales. Dejando de lado que los famosos desequilibrios neuroquímicos son en realidad eslóganes de marketing en vez de hallazgos científicos y pruebas clínicas que se hicieran en cada caso, no se repara en el salto que supone pasar, por ejemplo, de canales iónicos de receptores sinápticos a la tristeza, la culpa o las ideas suicidas que los susodichos desequilibrios tratan de explicar. Por no hablar de los saltos del genoma a las experiencias y conductas cotidianas. Las terapias psicológicas establecidas tampoco parecen tener límites. Así, la terapia cognitiva desarrollada para la depresión, al igual que la desensibilización y reprocesamiento mediante movimientos oculares
desarrollada para el estrés postraumático (de las que se hablará después), terminan por extenderse a todo tipo de trastornos. Esto quiere decir que las extensiones sin límite que se achacan a las prácticas pseudocientíficas marginales no parecen ser del todo ajenas a las prácticas establecidas en la corriente principal de las terapias psicológicas. El «mantra del holismo» para explicar resultados negativos. Con el mantra del holismo Lilienfeld y colaboradores hacen referencia a la explicación de un resultado negativo (sea por caso en el test de Rorschach, según el ejemplo que ponen estos autores) aduciendo que se debe interpretar en el contexto más amplio de la información disponible por el clínico (Lilienfeld et al., 2015, p. 10). Sin negar que puede haber razonamientos del tipo «si sale cara gano yo y si sale cruz pierdes tú», que tratan de salvar cualquier resultado, en principio no sería nada pseudocientífico entender los datos clínicos en el contexto de otros datos. Por lo que al ejemplo concreto del test de Rorschach se refiere, su condición de prueba proyectiva no lo convierte en pseudocientífico. El hecho de que las pruebas proyectivas estén en creciente desuso (Muñiz et al., 2020) no invalida su interés, que estaría precisamente en la cualidad proyectiva, esto es, la proyección de aspectos subjetivos (motivos, disposiciones, estilos de personalidad) en ausencia de estímulos predeterminados. Una especie de Rorschach auditivo, consistente en un «ruido blanco», se utiliza hoy en el estudio de la psicosis (Schepers et al., 2019). Esta prueba fue descubierta en 1936 por Skinner, que la denominó «sumador verbal» y sugirió su utilidad en el caso de la paranoia (Skinner, 1936; véase Pérez-Álvarez, 2020b). Por otra parte, si holismo se refiere a contexto, como es el caso, bienvenido sea, porque todos los fenómenos psicológicos y psiquiátricos se han de entender en el
contexto biográfico de la persona como un todo, con su historia y circunstancias. Otra cosa sería el holismo metafísico de una ontología monista, frente a la cual se sostiene aquí una ontología pluralista. He comentado estos criterios propuestos por Lilienfeld y colaboradores (2015) con apreciaciones más allá de las especificaciones de los propios autores. Las apreciaciones añadidas tienen la finalidad de ver la zona gris (no la luz versus las tinieblas) en la que se mueven la ciencia y la pseudociencia. Estas observaciones no tienen por objeto invalidar los criterios, sino repensarlos más allá de la dicotomía del día y la noche. A continuación, comento otros criterios, entre ellos unos propuestos como necesarios y suficientes. Lista de criterios necesarios y suficientes El citado Hansson ha propuesto una lista de siete criterios. La lista no pretende ser exhaustiva, sino que está abierta a otros criterios posibles. Cabría, dice Hansson, que una teoría fuera pseudocientífica aun sin cumplir ninguno de los criterios enumerados, porque acaso incurra en otros aquí no listados (Hansson, 2013, p. 72). Los criterios destacados por Hansson (2013) para la definición de pseudociencia son los siguientes: 1) Creencia en la autoridad: se afirma que alguna o algunas personas tienen una especial habilidad para determinar lo que es verdadero o falso. 2) Experimentos irrepetibles: se pone la confianza en experimentos que otros no pueden repetir con los mismos resultados. 3) Ejemplos escogidos: se invocan ejemplos escogidos, aunque no sean representativos de la categoría general a la que se refiere la investigación.
4) Renuencia a la prueba: la teoría no se somete a prueba, aunque fuera posible hacerlo. 5) Indiferencia ante la información contraria: se pasan por alto observaciones o experimentos que contradicen la teoría. 6) Subterfugio incorporado: la prueba de la teoría es tan amañada que los resultados solamente pueden confirmarla. 7) Se abandonan explicaciones sin reemplazarlas: se descartan explicaciones defendibles sin proponer otras, de manera que la nueva teoría deja más sin explicar que la previa. En la línea de Hansson, el filósofo Angelo Fasce propone cuatro criterios destilados del examen de veintiuno dados en la filosofía de la ciencia, incluyendo los citados de Hansson (Fasce, 2017). La pseudociencia se caracterizaría por al menos uno de estos tres criterios considerados necesarios, si además se da el que sería suficiente (Fasce, 2017, p. 476). Criterios necesarios, al menos uno: 1) Se refiere a entidades o procesos fuera del dominio de la ciencia. 2) Hace uso de una metodología deficiente. 3) No está apoyada por la evidencia. Criterio suficiente, dado uno de los anteriores: 4) Presentación como ciencia. Así, por ejemplo, el pensamiento paranormal reuniría el criterio 1, ya que por definición apela a fenómenos fuera de lo normal, pero no necesariamente sería una pseudociencia en la medida en que no pretenda ser ciencia, ni se presente como tal. Por el contrario, la parapsicología cumpliría el
criterio 1 de pseudociencia, toda vez que los llamados «fenómenos psi» no están establecidos en ninguna ciencia, aun cuando puede que disponga de una metodología óptima, por lo que no cumpliría el criterio 2, y cuente con evidencia, aunque discutible, por lo que tampoco cumpliría el criterio 3. Si además se presenta como ciencia (criterio 4, suficiente dado alguno anterior), sería entonces pseudociencia (Fasce, 2017, p. 477). Este autor se refiere también a la EMDR, ya citada como ejemplo de «lenguaje oscurantista» en la lista de Lilinfeld y colaboradores. De acuerdo con Fasce, esta terapia no cumpliría con los criterios 1 (no está fuera sino dentro del dominio de la ciencia clínica) ni 3, puesto que cuenta con evidencia. Sí, cumpliría, de acuerdo con este autor, con el criterio 2 de una metodología deficiente. Puesto que se presenta como científica, codo a codo con las demás terapias psicológicas consideradas científicas, sería entonces pseudociencia (Fasce, 2017, p. 477). Sin embargo, no se podría decir que la EMDR utiliza una metodología deficiente. De hecho, utiliza la metodología estándar que también emplea, por ejemplo, la terapia cognitivo-conductual (CBT por sus siglas en inglés de Cognitive Behavior Therapy), referencia de terapia científica. La metodología estándar incluye los ensayos aleatorizados controlados (RCT por sus siglas en inglés de Randomized Controlled Trials), considerados la regla de oro en la investigación clínica. La presentación como ciencia, sin serlo, es fundamental para la caracterización de la pseudociencia. Sin embargo, esto no siempre es obvio. Por un lado, está el problema de la propia caracterización de la ciencia, pues su definición como «conocimientos más fiables» (Hansson, 2013) o sistematicidad en una serie de dimensiones (HoyningenHuene, 2013) no deja de ser laxa, sin una demarcación clara. Por otro, los citados criterios necesarios no son tan evidentes como parece. Requieren entrar en los contenidos
específicos de las disciplinas en cuestión. Entrar en los contenidos resitúa el problema en el ámbito de la discusión científica dentro del campo. Así, ciertas entidades o procesos pueden estar dentro del dominio de la ciencia y, sin embargo, ser oscuros y de hecho estar en entredicho en el propio campo científico. Por ejemplo, la noción de «recuerdo no-procesado» como condición patógena de experiencias traumáticas y el reprocesamiento como proceso terapéutico, que están en la base de la EMDR. La teoría, y no solo la metodología, es fundamental en la calibración de una ciencia. En rigor, la metodología debería incluir teoría y filosofía de la ciencia, y no meramente procedimientos de extracción y análisis de datos, como si estos se justificaran por sí mismos. De acuerdo con Fasce, la EMDR sería deficiente en su metodología, pero no porque no utilice procedimientos estándar, sino si acaso por una deficiencia teórica y conceptual (conceptos oscuros, probablemente implausibles). Asimismo, una terapia puede estar apoyada por la evidencia y, sin embargo, la supuesta «evidencia» podría deberse a cosas distintas a las postuladas por la propia terapia, como podría ser el caso de la susodicha EMDR y de otras terapias establecidas. Dos cosas quiero destacar de estas consideraciones. La primera es que las listas de criterios, incluyendo la propuesta de criterios necesarios y suficientes, no son la última palabra en la demarcación entre ciencia y pseudociencia. De hecho, la filosofía de la ciencia más reciente parece renunciar a listas de criterios en favor de la actitud científica. La segunda es que la EMDR es un ejemplo relevante y desafiante, amén de socorrido, para plantear las posibilidades y los límites de la demarcación entre ciencia y pseudociencia. La actitud científica como alternativa a las listas de criterios se retomará a continuación, y la EMDR como banco de pruebas para la demarcación entre ciencia y pseudociencia se desarrollará
en los tres capítulos siguientes. Puedo adelantar que lo que está aquí en juego no es tanto, ni solo, la EMDR, como, sobre todo, la propia noción de demarcación. De las listas de criterios a la actitud científica como criterio Tras el repaso de los criterios únicos y las lisas de criterios, la cuestión de la demarcación entre ciencia y pseudociencia permanece en la situación que Wittgenstein diría que es más fácil señalar que decir. Ni siquiera se puede acudir al socorrido método científico, porque no hay tal cosa como el método científico, por más que no hay ciencia sin método. No hay un método de hacer ciencia o que aplicado convierta en científica una práctica o un campo de estudio. De acuerdo con Fernández Hermida, honestamente, no hay hoy por hoy criterios que demarquen ciencia y pseudociencia. El socorrido criterio de eficacia tampoco es suficiente, ya que es ciego a las explicaciones teóricas razonables acerca de cómo y por qué se obtienen los resultados. Las reglas aspirantes a convertirse en criterios de demarcación en psicología deberían reunir, dice Fernández Hermida, al menos estas premisas o condiciones: solidez en los supuestos teóricos, pluralidad metodológica, sensibilidad con el sentido intuitivo de lo que es ciencia (sin que por ejemplo el vudú nos pareciera un paradigma de ciencia) y la combinación de reglas necesarias y suficientes. Como concluye: En la actualidad, no estamos en disposición de presentar una propuesta que reúna estas condiciones. Pero sí parece que debemos estar en disposición de empezar a hacerla. Para ello, es imprescindible mantener una actitud científica, una inclinación a alimentarnos de la realidad y a cambiar nuestras ideas sobre la misma en función de las pruebas empíricas (McIntyre, 2020). Lo
que no sería poco, a juzgar por nuestra historia (FernándezHermida, 2020, p. 172).
Existen propuestas de filosofía de la ciencia que renuncian a encontrar criterios de demarcación, proponiendo en su lugar la citada «actitud científica». Parece un concepto «flojo», incluso más psicológico que filosófico, pero no por ello desdeñable. A fin de cuentas, quizá sea lo mejor que hay. Como dice su proponente, el filósofo de la ciencia Lee McIntyre: «Es una lástima que, aunque seamos capaces de reconocer la ciencia (y la pseudociencia) cuando la vemos, no lleguemos al punto de tener una buena manera de identificar lo que la define. Aunque muchos hayan perdido la esperanza en el problema de la demarcación, no por ello han perdido la esperanza en la ciencia» (McIntyre, 2020, p. 47). ¿Qué tiene de especial la ciencia? No es el método. Tampoco es un principio lógico. Lo que tiene de especial la ciencia, de acuerdo con McIntyre, sería la actitud científica. «La actitud científica puede resumirse como el compromiso con dos principios: 1) Nos preocupamos por la evidencia empírica. 2) Estamos dispuestos a cambiar nuestras teorías a la luz de nueva evidencia. Esto, por supuesto —añade McIntyre—, no lleva a descartar la idea de que otros factores puedan influir a veces. […] Lo que tiene que ser descartado, sin embargo, es el pensamiento desiderativo y la deshonestidad.» Como versión concisa de lo distintivo de la ciencia, McIntyre cita al físico ganador del premio Nobel Richard Feynman cuando dice que «la ciencia es lo que hacemos para evitar mentirnos a nosotros mismos» (McIntyre, 2020, p. 82). La actitud científica no alcanza a resolver el problema de la demarcación ni pretende hacerlo, sino únicamente
especificar un distintivo de la ciencia, aunque no único de ella; pero si falta, algo no es ciencia. Si es ciencia, entonces tiene actitud científica, pero no por tenerla es ciencia. Una investigación cotidiana, como buscar las llaves perdidas, o una actividad profesional, como la fontanería, pueden implicar una actitud científica sin por ello ser ciencias. La actitud científica permite solo especificar acerca de lo que no es ciencia. Dice McIntyre: «Puede que la actitud científica ofrezca menos que un criterio de demarcación tradicional, pero es una herramienta poderosa en nuestro intento de entender qué tiene la ciencia de especial. Podemos no estar en condiciones de garantizar que toda área que tenga la actitud científica sea una ciencia, pero al demostrar que los ámbitos que no la tengan no son ciencia, podemos alcanzar un conocimiento más íntimo de la ciencia» (McIntyre, 2020, p. 125). La actitud científica define una disposición y una actividad (calificadas como «científicas»), pero no define lo que es una ciencia. Una ciencia, a diferencia de una investigación cotidiana o una práctica profesional, supone un cuerpo de conocimientos teóricos (conceptos, modelos) y de procedimientos (instrumentos, métodos) que mantienen alguna recurrencia, interdependencia o «cierre categorial» entre sí. La actitud científica tiene un aspecto psicológico y moral, pero no por ello estos aspectos son ajenos a la ciencia, ni tampoco meramente subjetivos. Dejando de lado el engaño y la pose cientificista, la actitud honesta que parte de hacer en conciencia lo más científico que uno sabe y puede no garantiza que la actitud científica sea realmente científica, porque también uno se puede estar engañando a sí mismo inconscientemente o con «mala fe» (en el sentido sartriano). Esto ocurre cuando el científico tira para delante sin más miramientos, se atiene acríticamente a la literatura estándar, se expone únicamente a datos y puntos de vista confirmatorios, le parece que todo converge con lo suyo o se deja llevar como
si hubiese un único camino posible, según una suerte de visión de túnel, sin plantear nada que realmente trastoque sus preconcepciones. Las únicas discusiones que se permite no son otras que los típicos tics de que el tema es complejo y hay que seguir investigando. Los conceptos y modelos establecidos, típicamente un diagnóstico psiquiátrico, pueden funcionar como categorías a priori del conocimiento (en el sentido kantiano), preconcepciones y al final prejuicios, de modo que el investigador y el clínico terminan por observar lo que suponen y encontrar lo que buscan. Todo ello realizado de buena fe, es decir, con toda honestidad y conciencia de hacer lo correcto, conforme a las buenas prácticas. Sin embargo, la buena fe no excluye «mala fe» sartriana (mauvaise foi) cuando uno se adhiere a las prácticas establecidas como si no tuviera otra opción, sin una auténtica actitud científica, como sería revisar los propios supuestos y abrirse a concepciones distintas de las asumidas. Una actitud abierta y crítica es tanto más esperable y exigible en disciplinas como la psicología y la psiquiatría, que trabajan con entidades interactivas susceptibles de ser influidas al hilo de su estudio y descripción. Y ya no digamos si se trata de categorías diagnósticas controvertidas. Un ejemplo de prácticas científicas de buena fe que, sin embargo, pueden ser engañosas (confirmándose a sí mismas debido a las preconcepciones en las que se basan) y, lo que es peor, impiden ver el problema de otra manera se encuentra en el controvertido diagnóstico TDAH (ya conocido por sus siglas de trastorno de déficit de atención e hiperactividad), como he tratado de mostrar en otro sitio (Pérez-Álvarez, 2018c). Puesto que entiendo, de acuerdo con todo un planteamiento alternativo existente, que el TDAH es insostenible en los términos clínicos al uso, y, sin embargo, es defendido de buena fe por muchos clínicos e investigadores (amén de usuarios), se hace necesario poner
de relieve este fenómeno, para el caso: cómo la actitud científica puede ser autoengañosa, no garantía de buena ciencia. Cómo la buena ciencia (estándar) puede ser en realidad «mala ciencia» es un fenómeno que retomo más adelante en el capítulo 8. Si la ciencia es lo que hacemos para evitar mentirnos a nosotros mismos, según Feynman, no basta con estar en la corriente principal, sin más. Con todo, la actitud científica no se queda en un plano individual. Es un ethos que forma parte de la ciencia como actividad colectiva e institución académica. Los propios científicos enjuician mutuamente sus teorías y hallazgos sobre la base de criterios públicos. De hecho —dice McIntyre—, esta puede ser la verdadera distinción entre la ciencia y la pseudociencia. No se trata de que los pseudocientíficos tengan más sesgos cognitivos que los científicos. Ni siquiera se trata de que los científicos sean más racionales (aunque espero que así sea). Ocurre en lugar de eso que la ciencia ha hecho un gran esfuerzo comunitario por crear un conjunto de estándares basados en la evidencia que puede ser usado para controlar nuestros peores instintos y realizar correcciones durante el proceso, de tal manera que las teorías científicas están fundamentadas como objeto de creencia más allá de los científicos individuales que las descubren. […] Es la actitud científica —no el método científico— lo que importa (McIntyre, 2020, p. 172).
En resumen Como anunciaba el título del capítulo, se ha confirmado la difícil demarcación entre ciencia y pseudociencia, de ser posible en todos los casos. Resulta más fácil mostrar ciencias y pseudociencias que decir qué son. Después de ver la insuficiencia existente para diferenciarlas con base en un único criterio, he pasado a examinar listas de criterios. En particular, he revisado una lista de especial interés en psicología clínica, mostrando cómo las supuestas
características de la pseudociencia se dan también en la mejor ciencia sin solución de continuidad y por consiguiente sin demarcación precisa. En vista de las limitaciones de las listas de criterios, he pasado a abordar la reciente propuesta de la actitud científica como alternativa a la difícil demarcación. Se puede perder la esperanza de resolver el problema de la demarcación, pero no la fe en la ciencia. La actitud científica, más que el método científico, sería lo especial de la ciencia, y su falta, el mayor distintivo de pseudociencia. La actitud científica supone el compromiso con la evidencia empírica más que con las propias preconcepciones. Implica honestidad intelectual y apertura de miras, sin dejarse engañar por lo que le encaja y conviene a uno. La actitud científica constituye todo un ethos de la ciencia como empresa colectiva, más allá de las disposiciones individuales. A partir de aquí, ¿qué? Comoquiera que el problema de la demarcación está en los límites, no en los extremos, voy a poner la lupa en la EMDR como ejemplo de terapia que se debate entre la ciencia y la pseudociencia. El interés aquí no es tanto establecer un juicio sobre esta terapia como poner a prueba el alcance y los límites de la propia demarcación entre ciencia y pseudociencia.
CAPÍTULO 5
LA DESENSIBILIZACIÓN Y EL REPROCESAMIENTO POR MOVIMIENTOS OCULARES (EMDR), A EXAMEN Hago una exposición sucinta de la desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares (EMDR, por sus siglas en inglés), empezando por reconocer que es una terapia en toda regla, con miras a un examen de su calidad científica. No se trata por tanto de una exposición escolar con la finalidad de explicar esta terapia a quienes no la conocen, ni de decir nada que no sepan quienes la conocen. El objetivo es examinar la EMDR en lo que a su dimensión como ciencia y pseudociencia se refiere. Sin dejar de lado el carácter multicomponente de esta terapia como integradora de componentes de otras terapias, el examen se centra en las hipótesis explicativas, señalando su deriva en una fábrica de modelos neuronales. El examen de la EMDR continúa en el capítulo siguiente, donde examino la naturaleza del trastorno de estrés postraumático sobre el que se erige la EMDR y del que deriva su éxito, pero acaso también su desenmascaramiento. La EMDR, una terapia en toda regla Origen La EMDR fue descubierta por la psicóloga californiana Francine Shapiro (1948-2019). Todo empezó un día de 1987, caminando por un parque de Los Gatos, un pueblo
del condado de Santa Clara en California. Como relata ella misma, «de pronto me di cuenta de que algunos pensamientos perturbadores que estaba teniendo habían desaparecido». Sorprendida, prestó atención a lo que le pasaba. Me di cuenta de que cuando este tipo de pensamientos aparecían en mi mente, mis ojos empezaban a moverse muy rápidamente de un lado a otro en diagonal, de una manera determinada. Al hacer esto, el pensamiento cambiaba en mi conciencia. Al traerlo otra vez, había perdido su fuerza. Que esto ocurriera me pareció fascinante, así que empecé a hacerlo a propósito. Traje a mi mente algo que me molestaba y empecé a hacer movimientos de los ojos. Sucedió lo mismo. Mis sentimientos cambian (Shapiro, 2013, p. 46).
Se trata, dice, de un descubrimiento fortuito, pero también, como añade, «de muchos años de preparación». «Por suerte, yo había estado usando mi mente y mi cuerpo como “laboratorios” durante los últimos diez años, después de luchar contra un cáncer» (Shapiro, 2013, p. 47). A partir de esta experiencia fortuita, Shapiro se puso a estudiar el efecto de los movimientos oculares en el estrés postraumático (su tesis doctoral) y publicó los resultados en 1989 en revistas especializadas. Esto supuso el lanzamiento de una nueva terapia, que terminó por ser la EMDR. La nueva terapia pronto recibiría críticas metodológicas acerca de su eficacia entonces y sobre todo referidas al papel y el estatus de los movimientos oculares que le dan nombre y son su marca distintiva (Davidson y Parker, 2001; Devilly et al., 1998; Herbert et al., 2000; McNally, 1999). En particular, Richard McNally muestra una serie de paralelismos entre el surgimiento de la EMDR y el mesmerismo. Entre los diecisiete que muestra, figuran los tres siguientes. Uno es que tanto Mesmer como Shapiro tuvieron sus epifanías terapéuticas en el campo, de donde
retornan con la «buena nueva». Otro consiste en la proclamación de su significado histórico. Así, Shapiro presenta su descubrimiento como «asombroso», «extraordinario», «milagroso», «una alternativa radical de las ideas psiquiátricas de cómo funciona la mente y sana la psique», «el mayor cambio de paradigma en psicología desde Freud» (McNally, 1999, pp. 230-231). El tercer paralelismo se refiere a que tanto el mesmerismo como la EMDR reciben criticas aduciendo que su funcionamiento se debe en realidad al poder de la sugestión. McNally lamenta la diferencia entre la valoración del mesmerismo que en 1784 hizo la comisión presidida por Benjamin Franklin (con Antoine Lavoisier y Joseph Guillotin), que, sin negar sus efectos, los atribuyó a la imaginación (no al fluido magnético), y la valoración que hace la Sociedad Americana de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) de la EMDR sobre la base de criterios estadísticos (no sustantivos), validándola como «probablemente eficaz». Si Franklin y sus colaboradores hubiesen aplicado los mismos criterios que la APA, dice McNally, habrían concluido que el mesmerismo era «probablemente eficaz» (McNally, 1999, p. 235). Las críticas a la EMDR nunca cesaron, y la comunidad científica está dividida entre entusiastas y escépticos (Coubard, 2016), por lo que sigue siendo hoy en día una terapia cuando menos controvertida, si es que no un ejemplo señalado de pseudociencia (Fasce, 2017; Follette, 2018; Lord et al., 2015). También es cierto que la EMDR nunca dejó de crecer y de multiplicarse a medida que miles de clínicos de todo el mundo la aplicaban a todo tipo de trastornos, y no solo al estrés postraumático, de donde viene. Treinta años después, es una terapia en toda regla que, sin embargo, no se sabe cómo ni por qué funciona (Coubard, 2016; Haour et al., 2019; Landin-Romero et al., 2018; Marín et al., 2016; Novo Navarro et al., 2018). La cuestión de cómo y por qué funciona es común en
psicoterapia. Sin embargo, resulta particularmente acuciante y, aun más, decisiva en la EMDR. Esto es así debido a que la EMDR postula un procedimiento muy específico: los movimientos oculares, que son su razón de ser y al mismo tiempo los que le dan nombre de marca, sin los cuales no existiría, ni se la echaría de menos. Digo que es una terapia en toda regla por reconocer de entrada que sigue el método estándar de la investigación en clínica, tiene eficacia probada, consiste en un procedimiento sistemático, implica varios componentes y ofrece hipótesis explicativas acerca de su funcionamiento, todo como la mayoría de las psicoterapias. Método estándar La EMDR utiliza el método estándar de la investigación en clínica, como es el ensayo aleatorizado controlado, el citado RCT (por las siglas en inglés de Randomized Controlled Trial), además del caso individual. En el RCT, sujetos definidos por una misma condición, por ejemplo, el diagnóstico de estrés postraumático, son asignados al azar a dos o más grupos de modo que se pueda comparar la aplicación de la EMDR a uno de ellos con otras terapias ya establecidas (como la citada CBT) u otras condiciones que sirvan de control, aplicadas a otros grupos. Cuando existen numerosos RCT, se analizan en conjunto mediante un procedimiento estadístico denominado metaanálisis, que muestra el «tamaño del efecto» del tratamiento en estudio comparado con el efecto de las demás condiciones. Los RCT, junto con el metaanálisis, constituyen el «método de oro» de la investigación en clínica, sobre el que se establece su evidencia o apoyo empírico. Aunque el método de oro no deja de tener sus sesgos y limitaciones (que retomaré en el capítulo del placebo), vale decir ahora que
la EMDR utiliza este método, sobre el que tiene el estatus de terapia eficaz. Eficacia probada La EMDR tiene una eficacia probada comparable a la de terapias de referencia como la CBT para el trastorno de estrés postraumático, y probablemente para otros, según se ha ido extendiendo su aplicación. Concretamente, dentro de su eficacia reconocida comparable a la de otras terapias, las revisiones señalan que «no se muestra de forma consistente que sea superior a otros tratamientos validados o que el tamaño del efecto sea destacable» (Marín et al., 2016, p. 109), o que «tiene al menos la misma eficacia terapéutica que la TCC [CBT] centrada en el trauma» (Novo Navarro et al., 2018, p. 112). Estas matizaciones no están para quitar mérito. Si acaso, para poner en su sitio lo «asombrosa» que se presenta. Después de todo, efectivamente, los resultados no son impresionantes. Donde parece contar con más apoyo empírico sigue siendo en el trastorno de estrés postraumático (TEPT), sobre el que alcanzó la notoriedad que tiene. Aunque no faltan estudios en los que la EMDR se muestra más eficaz que otras terapias para el TEPT, estos resultados no son convincentes por varias razones, entre ellas los sesgos de los estudios como el reporte de resultados selectivos y el compromiso de los investigadores con la terapia (Cuijpers et al., 2020a, p. 175). Por otra parte, el TEPT es un trastorno «agradecido» para las terapias, por lo que no en vano existen varias eficaces, como se verá en el capítulo siguiente. Los autores también examinan la EMDR en una variedad de otros problemas, como depresión, trastorno alimentario, alcoholismo, dolor, esquizofrenia, TOC, trastorno bipolar y trastorno de conducta. Como dicen, «no hubo suficientes
estudios disponibles para agrupar en ninguna de estas categorías. Aunque algunos de estos estudios indicaron efectos significativos, el riesgo de sesgo fue considerable (solo un estudio tuvo bajo riesgo de sesgo). En general, concluimos que no hay evidencia suficiente para el uso de EMDR en problemas de salud mental que no sean TEPT». Asimismo, mismo, añaden: «No pudimos confirmar los resultados de un metanálisis anterior que comparó EMDR con el mismo procedimiento, pero sin los movimientos oculares, debido a la falta de estudios» (Cuijpers et al., 2020a, pp. 175-176). Con todo, la evidencia no está en cuestión, ni es la cuestión, en mi argumento. Procedimiento sistemático La EMDR consiste en un protocolo de ocho fases: 1) Historia del paciente y planificación de los objetivos. 2) Preparación del paciente, explicando en qué consiste el método, respondiendo a dudas y mostrando si al final es idóneo para esta terapia. 3) Evaluación, centrada en identificar recuerdos traumáticos «no-procesados» que se deben procesar; se introducen aquí formas de valoración de las experiencias. 4) Desensibilización. 5) Reprocesamiento. 6) Revisión de tensiones corporales residuales. En estas fases 4, 5 y 6 es donde se aplica el procesamiento adaptativo. Básicamente consiste en la evocación de los recuerdos traumáticos a la vez que el clínico guía los movimientos oculares o lleva a cabo la estimulación bilateral de otra manera: auditiva, mediante sonidos alternos en cada oído, o táctil, mediante golpecitos también alternos en las manos o los hombros del paciente. Se entiende que la estimulación bilateral (visual, auditiva o táctil) facilita la conexión interhemisférica y el reprocesamiento de manera que disminuiría la carga emocional del recuerdo traumático o de la experiencia que
sea. 7) Terminación, cuando se busca el equilibrio aun cuando no se haya completado el reprocesamiento y el paciente aprende a relajarse y contener las emociones. 8) Reevaluación, momento en que se revisa todo lo hecho y conseguido. Varios componentes La EMDR implica varios componentes: conductuales, cognitivos, emocionales y físicos. Cada componente desempeña probablemente un papel en el resultado, por lo que los críticos y escépticos de la EMDR ven en ellos el efecto de la terapia (Coubard, 2016). Voy a hacer un repaso de sus componentes al hilo de los «aspectos del procedimiento» que describe el citado Olivier Coubard (Coubard, 2016, pp. 2-3), no sin algún comentario añadido. Como ya dije, no se trata aquí de hacer ninguna exposición tutorial ingenua, sino de analizar su calidad científica. La EMDR cuenta con componentes conductuales que otras terapias pueden reconocer como propios. No me refiero a ningún uso ilegítimo ni subrepticio, sino a cómo el resultado puede deberse tanto o más a estos componentes que a los movimientos oculares y la estimulación bilateral que la definen. Los terapeutas de conducta suelen atribuir los efectos de la EMDR a la exposición que implica. No en vano esta terapia incluye en su nombre el término «desensibilización», proveniente de la desensibilización sistemática, una técnica clásica de la terapia de conducta. De hecho, uno de los primeros trabajos de Shapiro fue publicado en una revista de terapia de conducta. Sin embargo, difícilmente se puede reducir la EMDR a la exposición, ya que esta ni es sistemática ni tampoco prolongada, como serían propiamente las técnicas de exposición. Por otra parte, la exposición de la EMDR se alterna con preguntas y metacognición, observando los
pensamientos y sentimientos y hablando de ellos. Un terapeuta metacognitivo también se reconocería en este procedimiento. La identificación de sensaciones físicas asociadas a las emociones y la evaluación de su perturbación en una escala subjetiva, como se sabe de la focalización sensorial y de la psicoterapia experiencial, ayudan a tomar contacto con los propios estados emocionales y a adquirir dominio sobre ellos. Por su lado, el reprocesamiento en la EMDR consiste en la práctica de verbalizar cogniciones negativas, lo que puede ayudar a comprobar su aspecto irracional y a reemplazarlas por pensamientos positivos más adaptativos, prácticas nada extrañas a la CBT y a la psicología positiva. La integración de aspectos de la memoria traumática disociados y fragmentados («no-procesados») en la que insiste la EMDR se podría entender como un proceso narrativo. Toda psicoterapia, incluyendo la EMDR, implica una rationale que explica de forma verosímil lo que pasa y habría que hacer, lo que por sí mismo puede cambiar la relación con las propias experiencias perturbadoras y resituar a uno de cara a la vida más allá del trauma. Dentro del protocolo EMDR, el paciente transita desde un recuerdo hasta otro que pueden estar separados por años, y sin embargo tener algún nodo disfuncional en común, como también supone el psicoanálisis. La diferencia entre el psicoanálisis y la EMDR es que el primero toma su tiempo y la integración sería lenta, y la segunda lo haría expeditivamente, por lo que parece en horas. La EMDR estaría también en línea con la meditación mindfulness y la aceptación y compromiso, toda vez que estas terapias promueven, según Coubard, un flujo armonioso de cognición, emoción y sensaciones físicas. La técnica distintiva de la EMDR es la estimulación bilateral. Inicialmente producida mediante movimientos oculares siguiendo el movimiento del dedo índice del terapeuta de un lado a otro del campo visual o por medio
de algún dispositivo a propósito. La estimulación bilateral también puede ser vertical, oblicua o elipsoide, de cualquier manera en que haya movimientos oculares. Pero tampoco tiene por qué ser visomotora. Puede ser auditiva o táctil. En definitiva, la estimulación bilateral, como quiera que sea producida, sería más relevante para los efectos de la EMDR que los propios movimientos oculares (Coubard, 2016, p. 3). Un componente no suficientemente destacado entre los anteriores es la propia noción de trauma como disociación o represión de experiencias («recuerdo no-procesado»), de origen psicoanalítico, asumida por la EMDR. De acuerdo con un estudio de Sanne Houben y colaboradores, entre el 70 y el 90% de los facultativos que aplican la EMDR creen en la existencia de la represión (Houben et al., 2019). El problema de creer en el concepto de represión es que podría alimentar la idea de que tener síntomas vagos o sospechas de abuso sexual podría ser un signo de un recuerdo reprimido, algo que es muy controvertido en la literatura sobre la memoria. Los terapeutas podrían buscar sugestivamente la existencia de recuerdos reprimidos, aumentando así la probabilidad de inducir recuerdos o creencias falsas durante una sesión de terapia. En la práctica, si un profesional de EMDR decide optar por este método cuando el paciente tiene una memoria vaga, el paciente podría formar nuevas imágenes debido a sugerencias sutiles del terapeuta y concluir que el supuesto evento ha sucedido (Houben et al., 2019). Así pues, el componente distintivo de la EMDR, la estimulación bilateral, está integrado en toda una estructura o protocolo junto con componentes de una diversidad de terapias psicológicas (terapia de conducta, metacognitiva, focalización sensorial, experiencial, cognitiva, positiva, narrativa, psicoanalítica, mindfulness, aceptación y compromiso y psicoanálisis), por lo que no en vano se considera a sí misma una psicoterapia integrativa.
Hipótesis explicativas Aparte de los efectos potenciales inherentes a los distintos componentes del procedimiento, se han propuesto varias hipótesis para dar cuenta de los mecanismos subyacentes de la EMDR, tales como la respuesta de orientación, la activación neuronal similar al sueño REM (movimientos oculares rápidos), la sincronización interhemisférica y la distracción por atención dual (Coubard, 2016). Se ha sugerido que la respuesta de orientación suscitada por la estimulación bilateral es capaz de modificar estados fisiológicos automáticos, generando un desequilibrio de los automatismos y abriendo así oportunidades para el reprocesamiento. Sin menoscabo de lo razonable que parece esta hipótesis, en vista de lo que supone que ocurre (desenganche de automatismos y reenganche a otros nuevos), no deja de recordar a la resintonización de los televisores antiguos mediante el típico golpe que a menudo los arreglaba. El sueño REM, supuestas sus funciones en la integración de la memoria, también podría ser un modelo para entender el efecto de los movimientos oculares de la EMDR, que se supone que asimismo integra recuerdos traumáticos «no-procesados» en el sistema de memoria. Sin embargo, no estaría claro cómo las estimulaciones bilaterales no-visomotoras (las auditivas y táctiles) remedarían el sueño REM. Porque, al final, los movimientos oculares similares al sueño REM no parecen tan importantes como la estimulación bilateral sin tales movimientos. La sincronización interhemisférica se supone que es otra forma de restauración del desequilibrio debido a memorias traumáticas «no-procesadas». En condiciones normales, los eventos positivos y negativos estarían integrados gracias a un sistema de procesamiento adaptativo de información (PAI) postulado por la EMDR. El desequilibrio ocurre cuando el PAI no puede integrar eventos negativos, ya sea
debido a su baja capacidad o a la alta intensidad de los eventos, generando entonces el trauma. La EMDR puede estimular el PAI activando ambos hemisferios simultáneamente, como un marcapasos que facilita la regulación del sistema límbico y la integración de la información disfuncional en las funciones corticales (Coubard, 2016, p. 3). De acuerdo con el modelo PAI, las experiencias no-procesadas estarían en la base del trauma. Lo que haría la EMDR es acceder a la información almacenada disfuncional, activar el sistema de procesamiento mediante la estimulación bilateral y facilitar enlaces dinámicos adaptativos en las redes de memoria, permitiendo así una resolución adaptativa. Como dicen Roger Solomon y Francine Shapiro: «Después de un tratamiento exitoso, se postula que el recuerdo ya no se encuentra aislado, porque parece estar integrado de manera apropiada dentro de la red de memoria más amplia. Por lo tanto, se entiende que el procesamiento implica la creación de nuevas asociaciones y conexiones que permiten el aprendizaje con la memoria que luego se almacena en una nueva forma adaptativa» (Solomon y Shapiro, 2008, p. 316). Se trata de una explicación perfecta, redonda, si no fuera porque es tautológica, de manera que se perfecciona y redondea a sí misma. Todo parte de una asunción dada como obvia, según la cual un trauma es por definición un evento «no-procesado», cuya solución es ella misma la prueba de que se ha reprocesado adaptativamente. Si, por un lado, el carácter perturbador de un evento (traumático) es prueba de un recuerdo «no-procesado» (trauma) y la prueba de ser «no-procesado» es su carácter perturbador, por otro lado, la mejoría de la perturbación sería prueba de que se ha procesado y la prueba de que se ha procesado sería la mejoría observada. Tanto la literatura científica (por ejemplo, Solomon y Shapiro, 2008) como la divulgativa (Shapiro, 2013) están plagadas de razonamientos de este
tipo. Por no hablar del susodicho PAI, que no tiene más entidad que su misma postulación narrativa tautológica, ad hoc, por mor de la teoría. La distracción por atención dual es otra hipótesis según la cual la estimulación bilateral (visomotora, acústica, táctil) nos estaría distrayendo de la activación del recuerdo traumático, que a la vez estaríamos evocando de acuerdo con el procedimiento. Por un lado, evocamos los recuerdos traumáticos y, por otro, los desatendemos al estar distraídos por la estimulación bilateral (atención dual), de modo que, según se supone, esta exposición atenuada facilitaría el procesamiento. Esta lógica y esta explicación recuerdan la citada desensibilización sistemática, que su creador, Josep Wolpe (1915-1997), un fundador de la terapia de conducta, entendió en términos de inhibición recíproca. «Psicoterapia por inhibición recíproca» era el nombre de esta terapia. No por casualidad la EMDR se denominó, de primeras, desensibilización por movimientos oculares (EMD). Aun cuando no sería necesario, si uno entendió la lógica anterior, la EMDR gusta de explicar la distracción en términos de memoria-de-trabajo. La estimulación bilateral ocuparía parte de los recursos atencionales de la memoriade-trabajo, de modo que la atención a los recuerdos traumáticos se vería disminuida, permitiendo así el procesamiento adaptativo. Sin menoscabo de la lógica de la hipótesis, nótese que la propia exposición discursiva de esta hipótesis conlleva una narrativa que tal vez impresiona como más o muy científica a quienes toman la memoria-detrabajo como si fuera el descubrimiento de un mecanismo localizado en la mente o el cerebro. La objeción que pongo a la memoria-de-trabajo, tal y como se usa, parte de su concepción mecanicista y dualista. Al menos, la explicación de Wolpe sería solamente mecanicista. Frente a la explicación mecanicista dualista de la memoria-de-trabajo como algo ahí-dado, sería más apropiado hablar del
individuo como un todo, siquiera fuera en los términos personales usados del tipo «por un lado evocamos los recuerdos traumáticos y por otro los desatendemos». Al fin y al cabo, somos nosotros los que evocamos y nos distraemos, no un dispositivo subpersonal dentro de cada uno, un fantasma en la máquina u homúnculo que estuviera operando por nosotros. En realidad, la explicación en términos de memoria-de-trabajo es una narrativa, no la descripción de algo que estuviera ocurriendo ahí dentro. Este reparo es oportuno en lo que se refiere a su calidad científica. La EMDR, una fábrica de modelos neuronales Tanto la naturaleza de las hipótesis como su variedad llevan a la propuesta de modelos neuronales integrativos (Landin-Romero et al., 2018), entre ellos el modelo integrativo de Coubard, probablemente el más elaborado (Coubard, 2016). No es sorprendente el deslizamiento de las explicaciones de la EMDR hacia modelos neuronales a partir de su concepción mecanicista (procesamiento, reprocesamiento), y habida cuenta del signo neurocéntrico de los tiempos. Los modelos neuronales tratan de dar cuenta de los mecanismos según los cuales funcionaría la EMDR: cómo los movimientos oculares y la estimulación bilateral darían lugar al acceso a la memoria «noprocesada» y al consiguiente reprocesamiento, y, de esta manera, a la curación del trauma. Así, los modelos integran hipótesis sobre la EMDR, hallazgos neurofisiológicos relacionados con movimientos oculares, neuroimágenes de estrés postraumático y posterapia, correlatos neuronales de control atencional, redes de procesos inhibitorios y de excitación, lugares de almacenamiento de memoria, activación de memorias almacenadas, reprocesamiento, etc. Se puede entender que los modelos impliquen toda la
estructura funcional del cerebro según complejas redes de conexiones de activación, inhibición y reprocesamiento. De la parábola del elefante a la parábola del guiño Estos modelos, como se reconoce, son especulativos (Novo Navarro et al., 2018, p. 112) y «la comprensión actual de los mecanismos subyacentes a la EMDR, según se dice, es similar a la parábola de los ciegos y el elefante en que no hay una definición acordada de cuáles son los mecanismos candidatos (es decir, movimientos oculares, estimulación bilateral, atención dual) ni en cómo se pueden medir o demostrar estos mecanismos» (Landin-Romero et al., 2018, p. 18). Sin embargo, por especulativos que sean y a tientas que anden, y quizá precisamente por eso, el caso es que estos modelos están llevando a la EMDR a otro nivel. No me refiero, ni mucho menos, a un nivel más científico, sino a un nivel o terreno en el que ya se pierden de vista el trauma y el protocolo de la terapia. Se crea un nicho de investigación y así, previsiblemente, una fábrica de modelos neuronales. El futuro dirá si el nicho será un ecosistema donde investigadores y especuladores de modelos tengan un floreciente campo de recursos y publicaciones, como parece ser, o si terminará por ser más adelante una tumba. Por lo pronto, los modelos son, por así decir, deberes para la investigación futura. Como concluyen LandinRomero y colaboradores, las investigaciones futuras deben utilizar medidas objetivas establecidas mediante investigaciones previas y evaluar varios mecanismos en el contexto del protocolo EMDR completo, antes, durante y después del tratamiento. Los fundamentos neurobiológicos de la unión temporal, la regulación límbica, la activación del lóbulo frontal y la supresión recíproca de la corteza cingulada anterior están suficientemente
interrelacionados para evitar la exclusión mutua y deben investigarse en estudios bien diseñados, utilizando índices neurobiológicos multidimensionales fiables (Landin-Romero et al., 2018, p. 18).
Nada de esto es mentira, ni tampoco objetable, conforme responde a los estándares de la investigación científica. Amén de legítimos, los modelos neuronales son sin duda razonables. Como construcciones científicas, tienen su método constructivo. Ahora bien, un método, en este caso, todo hay que decirlo, tan lógico como tautológico. El método consiste en hacer compatible lo que se supone que ocurre en el cerebro con lo que se supone que ocurre fuera, de donde se parte. Si se supone que una mejoría observada tras la EMDR se debe a reprocesamiento de un recuerdo «no-procesado» (como supone la terapia), entonces en algún sitio debe estar «atrapado» ese recuerdo al que se habría de acceder, reactivar, desactivar y reintegrar, según propone el modelo. Si se supone que tiene lugar una desensibilización o inhibición recíproca, como supone la terapia, entonces los procesos de activación e inhibición entre partes del cerebro debidamente conectadas deben ocurrir como propone el modelo. El método constructivo presenta un funcionamiento ad hoc del cerebro. El cerebro no puede sino refrendar lo que ocurre, salvar los fenómenos. No hay duda de que es interesante saber qué ocurre en el cerebro de forma concomitante al cambio derivado de la aplicación de una terapia. El problema estaría en la confusión de niveles. Confusión sería tomar ahora el modelo neuronal como explicación, causa y fundamento del procedimiento terapéutico cuando, en el mejor de los casos, las cosas serían al revés suponiendo que la EMDR funcionara como asumen. Mientras que los eventos vitales (experiencias traumáticas) y los procedimientos terapéuticos (sea por caso la EMDR) pueden servir para
estudiar lo que pasa en el cerebro, del estudio del cerebro no se deducen los eventos ni los procedimientos. Si tienen algún sentido los modelos propuestos, es al hilo de lo que sabemos de la terapia aplicada y sus efectos, no al revés. De acuerdo con este método de construcción de modelos, se puede incurrir fácilmente en un juego de espejos, de manera que el cerebro devuelve lo que se proyecta en él en un juego sin fin donde nunca faltarán neuroimágenes, conexiones, correlaciones, correlatos y nuevos modelos integrativos. Ante un modelo como el de Coubard (2016), sin duda de la mayor calidad neurocientífica que seguramente cabe esperar, alguien se podría preguntar qué tiene que ver en realidad con el funcionamiento de la EMDR. Se proponen modelos neuronales de una terapia que está todavía por aclarar, como para explicarla en términos de su funcionamiento cerebral. Sería como no tener una idea y sin embargo explicarla, tal y como el famoso periodista vienés Karl Kraus (1894-1936) definía a los periodistas. Al menos, tres controversias concernientes a la memoria del trauma relevantes para la EMDR están abiertas (Engelhard et al., 2019). Por un lado, la noción de que las experiencias traumáticas se codifiquen sin poder recordarlas hasta años después es una afirmación desprovista de apoyo empírico convincente. Por otro lado, tampoco se sostiene que las memorias traumáticas estén necesariamente fragmentadas, ya que los recuerdos de las personas con trastorno de estrés postraumático no son menos coherentes que los de aquellas expuestas a traumas sin el trastorno. La fragmentación parece reflejar más el estilo de la persona a la hora de dar cuenta de sus memorias autobiográficas que ser algo específico del trauma. Finalmente, los movimientos oculares no parecen ser lo decisivo en la EMDR, más que como distracción, la que se podría conseguir de cualquier otra manera, por ejemplo, jugando al Tetris. «En
conclusión, el hilo que recorre estas controversias enfatiza el carácter dinámico de la memoria autobiográfica. En realidad, es su inherente plasticidad lo que proporciona la base para la modificación terapéutica de memorias que de otra manera persiguen a las víctimas durante años» (Engelhard et al., 2019, p. 94). No deja de ser asombroso cómo se proponen modelos del funcionamiento del cerebro que parecen perfectos para una terapia cuyo pretendido funcionamiento está, sin embargo, aún por demostrar. Puede que, a fin de cuentas, no haya elefante. Yo no voy a discutir si los modelos adolecen de esto, les sobra aquello, les falta tal conexión, se desajustan por aquí o cómo se juntan los puntos. Planteo si hay elefante, o dónde está. Para ello me valgo de la humilde parábola del parpadeo: cómo saber si es un tic o un guiño. Se trata del famoso ejemplo de Gilbert Ryle (1900-1976), el filósofo que desmitifica la mente como algo interior (fantasma en la máquina). Este ejemplo lo retoma el antropólogo Clifford Geertz (1926-2006) a propósito de la descripción densa frente a la superficial (Geertz, 1989), o la contextual frente a la mecanicista, como yo la utilizaré. Hay que echar mano de la filosofía y la antropología para ver más allá de la farola donde se buscan las llaves acaso perdidas en otro lugar. Una descripción superficial del parpadeo como movimiento de un ojo no nos dirá si se trata de un tic involuntario o de un guiño. Podríamos contar también con una descripción minuciosa de la inervación funcional del párpado, pero no por ello lograríamos saber más. Necesitaríamos una descripción densa, una en la que se consideraran el contexto y el posible sentido: la dirección y el significado del parpadeo, si es el caso que los tuviera. Saber que va dirigido a alguien con alguna intención y mensaje es lo que no nos permite identificarlo como guiño, mientras que sin el contexto no podremos saber qué es, por
más que contemos con la mejor descripción conductual y neurofisiológica. Incluso, una vez reconocido como un guiño, según el contexto podría considerarse un coqueteo, una complicidad, una burla o una señal de conspiración a un amigo (según el supuesto de Ryle), entre otros sentidos. Si en este punto dispusiéramos de la mejor descripción que permitiera la tecnología de los mecanismos neuronales implicados en el guiño —que probablemente abarquen numerosas regiones y conexiones del cerebro—, tampoco sabríamos de qué clase de guiño se trata. De nuevo, el contexto sería necesario y suficiente, y más que necesario, imprescindible para comprender el guiño. La descripción neuronal sería prescindible, por más que interesante, para entender un guiño. La descripción neuronal del guiño, sin duda compleja, seguiría siendo superficial en orden a captar su sentido. Lo profundo, como opuesto a lo superficial, no está hacia dentro, en las profundidades de la mente o algo así. Lo profundo está hacia fuera, en la situación, donde el guiño tiene sentido: su intención dirigida a alguien con un propósito. Una descripción densa se basa en las conexiones interpersonales dadas las circunstancias, por más que también impliquen conexiones neuronales. El guiño no necesita ser validado con neuroimágenes. Comprender el guiño es, por así decir, prender conjuntamente a quien lo hace y a quien va dirigido de acuerdo con la situación y la historia entre ambos. Como tal parábola, el guiño no tiene una correspondencia literal con el trastorno de estrés postraumático y la EMDR, pero puede arrojar luz que nos permita mirar y ver más allá de la farola. Una mirada más allá del foco que se centra en los mecanismos neuronales requiere revisar la concepción al uso del trastorno de estrés postraumático (TEPT) donde echa raíces la EMDR. Así, se hace preciso revisar en mi argumentación la noción de TEPT como piedra de toque sobre la que se erige la
EMDR. Como avance de la indagación, puedo adelantar que el TEPT vino a ser un banco de pruebas ilusorio sobre el que se erigieron las propias ilusiones terapéuticas de la EMDR. En resumen Después de reconocer en la EMDR una terapia en toda regla —basada en el método de investigación estándar, eficaz como otras terapias establecidas, con un procedimiento sistemático, multicomponente como también otras y con hipótesis acerca de su funcionamiento—, he hecho una crítica reconstructiva. La crítica se ha centrado en los modelos neuronales como última vanguardia de la terapia. He tratado de mostrar que los modelos neuronales son en realidad construcciones ad hoc de un procedimiento terapéutico (movimientos oculares y estimulación bilateral) que está por ver si es relevante. Sería asombroso que se dispusiera de modelos neuronales de un espejismo, como puede que realmente sea el caso en este procedimiento. Sin embargo, nada impediría una productiva investigación en esta línea, acaso un programa de investigación «degenerativo» en el sentido de Lakatos, consistente en hipótesis protectoras tendentes a salvaguardar el modelo inicial. Por su parte, la parábola del parpadeo muestra la distinción entre una descripción superficial (mecanicista, descontextualizada) y una descripción densa (significativa, contextual). La idea es que las pretendidas explicaciones neuronales, aun cuando describieran procesos neuronales reales (no especulativos), seguirían siendo descripciones superficiales (mecanicistas, desprovistas de significado) en comparación con las descripciones densas centradas en las experiencias e historias vividas, atendidas y entendidas en un contexto social, empezando por el propio contexto interpersonal de la terapia (por ejemplo, la EMDR). El
capítulo siguiente mostrará cómo esto puede ser así, incluso en la EMDR, más allá de su autoconcepción científica o acaso cientificista.
CAPÍTULO 6
EL TRASTORNO DE ESTRÉS POSTRAUMÁTICO, MÁS ILUSORIO QUE PROBATORIO La concepción del trastorno de estrés postraumático (TEPT) viene dada por el diagnóstico que establece el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM, por sus siglas en inglés) de la Sociedad Americana de Psiquiatría a partir de 1980 en sus sucesivas ediciones (DSM-III, IV y 5). El diagnóstico se define básicamente por la exposición a eventos traumáticos y la presencia de síntomas asociados. Concretamente, se refiere a una exposición o amenaza de muerte, lesiones graves o violación sexual en una o más de las siguientes maneras: 1) experimentar directamente los eventos traumáticos, 2) presenciar los eventos que les ocurrieron a otros, 3) saber que los eventos traumáticos le ocurrieron a un familiar o amigo cercano. Por su lado, se refiere a la presencia de uno o más de los siguientes síntomas: 1) recuerdos angustiantes recurrentes, involuntarios e intrusivos de los eventos traumáticos, 2) sueños angustiantes recurrentes en los que el contenido de la pesadilla se relaciona con los eventos traumáticos, 3) reacciones disociativas (por ejemplo, flashbacks) en las que el individuo siente o actúa como si los eventos traumáticos fueran recurrentes. La invención del trastorno de estrés postraumático El trastorno de estrés postraumático (TEPT) es el único diagnóstico del DSM que implica una etiología psicológica,
como es la experiencia de un evento vital. La cuestión es que el diagnóstico DSM termina por condensar en su propia descripción toda una variedad de reacciones, experiencias y significados, reducidos a un manojo de síntomas que parecen estar mecánicamente asociados a los eventos que los disparan. Sin embargo, el diagnóstico no es una descripción objetiva de la realidad. En cierto sentido, la propia descripción es la que objetiva la realidad, y lo hace de una manera realmente práctica, en la medida en que satisface una diversidad de necesidades mediante la cobertura clínica de los problemas de los individuos y la canalización de ayudas institucionales. El problema de un diagnóstico tipo-DSM, por lo que interesa destacar aquí, es que supone un recorte de un flujo de acontecimientos y circunstancias que luego es ofrecido como si fuera el modo natural de reaccionar a través de una serie de mecanismos neuronales. Así, el TEPT termina por concebirse como una entidad natural definida por síntomas conectados mecánicamente a eventos lejanos en el tiempo. La «huella» de estos eventos quedaría «codificada» en el cerebro, dando así lugar a los síntomas. La EMDR epitomiza este esquema naturalista mecanicista asumiendo el TEPT como producto de recuerdos «noprocesados» que la terapia conseguiría reprocesar para, en consecuencia, arreglar el trastorno. De acuerdo con esta concepción como entidad natural, el TEPT tendría un carácter universal y atemporal, por lo que llegaría a ser un idioma global para entender experiencias traumáticas de todo tipo y en todo lugar (Hinton y Good, 2016a), «un nuevo significado para la experiencia de nuestra época» (Fassin y Rechtman, 2009, p. 275). Sin embargo, el TEPT tiene su historia. No se trata del descubrimiento de algo que estuviera ahí dado del modo que describe el DSM: es un ejemplo claro de invención (Fassin y Rechtman, 2009; González-Pardo y Pérez-Álvarez, 2007; McNally, 2016). Su historia es bien conocida, como
demostró el antropólogo de la medicina Alan Young tras su trabajo etnográfico de dos años de duración en una unidad de psiquiatría de veteranos de la guerra de Vietnam. Como dice: «El trastorno no es atemporal, ni posee una unidad intrínseca. Más bien, está unido por las prácticas, tecnologías y narrativas con las que se diagnostica, estudia, trata y representa, y por los diversos intereses, instituciones y argumentos morales que movilizaron estos esfuerzos y recursos» (Young, 1995, p. 5). Por su parte, la memoria traumática es también un objeto hecho por el hombre. «Se origina en los discursos científicos y clínicos del siglo XIX; antes de ese momento, hay infelicidad, desesperación y recuerdos inquietantes, pero no hay memoria traumática, en el sentido en que la conocemos hoy» (Young, 1995, p. 141). La idea de la invención se opone aquí a lo natural, no a lo real. Las invenciones constituyen realidades. Ahí están las invenciones de la agricultura, la escritura, la ciudad, la ciencia, el DSM, internet o el teléfono móvil, que han reorganizado la vida y hasta el funcionamiento del cerebro. Y las farolas, con las que te puedes chocar, o a las que puedes tomar como metáfora del conocimiento corto-demiras. Las invenciones constituyen realidades ontológicas que pueden ser objetivas y supraindividuales (abstractas y culturales), de acuerdo con lo expuesto en el primer capítulo, y tienen una ontología histórica que incluye eventos, prácticas sociales, discursos, instituciones, intereses, consensos, etc., según un complejo entramado. Como dice Young: «Mi trabajo como etnógrafo del trastorno de estrés postraumático no es negar su realidad, sino explicar cómo se ha hecho realidad, junto con su memoria traumática, describir los mecanismos a través de los cuales estos fenómenos penetran en el mundo de la vida de las personas, adquieren realidad y dan forma al autoconocimiento de pacientes, médicos e investigadores» (Young, 1995, pp. 5-6).
Si el TEPT parece universal, es porque se ha convertido en el idioma del estrés, con poder institucional para implantarse como diagnóstico. De acuerdo con los citados antropólogos de la medicina Devon Hinton y Byron Good: la industria global del trauma altera los procesos de recuperación local a través de la publicidad, ensayos clínicos, afirmaciones de eficacia y los efectos reales de los medicamentos y otros tratamientos que ofrece. Las agencias gubernamentales financian ciertos tipos de investigación, lo que resulta en la producción de ciertos tipos de conocimiento sobre el trauma, y las compañías farmacológicas realizarán estudios e intentarán crear mercados para sus productos. Los resultados de los ensayos de terapia pueden llegar a las revistas y a la formación médica y, en última instancia, a la práctica diaria (Hinton y Good, 2016a, p. 87).
El diagnóstico TEPT no solo tiene funciones clínicas, sino también éticas, políticas y administrativas relativas al reconocimiento, el resarcimiento y las prestaciones (Fassin y Rechtman, 2009; Hinton y Good, 2016a; Young, 1995). El TEPT vino para quedarse. Sin embargo, su carta de naturaleza sigue siendo histórico-cultural. De acuerdo con la distinción debida al filósofo de la ciencia Ian Hacking, no se trataría de una entidad natural (fija, ahí-dada), sino de una entidad interactiva (Hacking, 1995, 2001). A diferencia de las entidades naturales, como por ejemplo una piedra, el agua o el metabolismo de la glucosa en la diabetes, que son indiferentes a nuestras clasificaciones, las entidades interactivas son susceptibles de ser influidas por las clasificaciones, conocimientos e interpretaciones que se tengan de ellas; típicamente, es el caso de los seres humanos, y para lo que aquí nos ocupa del TEPT. El estudio de las entidades interactivas se caracteriza por un «efecto bucle» (looping effect; Hacking, 1995) según el cual la propia clasificación de las personas modifica la forma en que se piensan a sí mismas. Este efecto está en la base de
la particular interacción entre las ciencias humanas y el público. A la vez que se produce conocimiento, se transforma a las personas, lo que requiere nuevo conocimiento. Por eso, las ciencias humanas, empezando por la psicología y la psiquiatría, deben tener siempre conciencia autocrítica de sus propios conocimientos. Prueba de la interactividad del TEPT es la existencia de numerosas terapias psicológicas eficaces, además de la EMDR, que hacen cosas distintas entre sí, ninguna de las cuales consiste por cierto en movimientos oculares y estimulación bilateral de ninguna manera. Si fuera una entidad natural como la diabetes, difícilmente tendría diferentes tratamientos con eficacias similares. La propia extensión global del TEPT, más que su carácter natural universal, sugiere en realidad su carácter interactivo, capaz de moldear y amoldar a su imagen y semejanza el estrés, malestares y afligimientos de todo tipo y lugar. El problema del diagnóstico TEPT está en que su extensión global es a costa de dejar fuera dimensiones constitutivas de las experiencias traumáticas, reducidas ahora a unos cuantos síntomas que ni siquiera son universales (McNally, 2016), por no hablar de su reducción a recuerdos «noprocesados» según la EMDR. Curiosamente (aunque quizá no tanto), el éxito de una descripción superficial como el TEPT tiene éxito sin necesidad de corresponderse con la compleja realidad del fenómeno. Las reacciones a condiciones traumáticas y su trayectoria («síntomas») están mediadas por circunstancias personales, situaciones familiares, contextos locales, recursos de la comunidad, interpretaciones culturales, concepciones éticas, espacios jurídico-políticos, religión, etc., como muestran los estudios etnográficos a lo largo y ancho del mundo (Hinton y Good, 2016b). En realidad, el TEPT es la forma occidental —estadounidense— de concebir el trauma. No está de más recordar que el TEPT fue «inventado» para reconocer y resarcir los traumas
vividos por los veteranos de Vietnam, cuyas secuelas y padecimientos no se podían «acreditar» como traumas físicos (heridas, amputaciones), según muestra el estudio etnográfico de Young (1995). La forma de acreditarlo es el diagnóstico recibido. La invención del TEPT como categoría diagnóstica no solo vino a dar «salida» al problema de los veteranos, sino también al problema del abuso sexual, cuyo reconocimiento venía reclamando el movimiento feminista estadounidense. De acuerdo con los citados Didier Fassin y Richard Rechtman: «Dos contextos —política sexual de un lado y reclamaciones militares de otro— fueron claves en el desarrollo del TEPT. Los protagonistas fueron, respectivamente, las feministas estadounidenses y los veteranos de Vietnam. Ambos llevaron a cabo campañas para hacer valer sus derechos sobre la base de un reconocimiento del trauma. Sin embargo, el foco de sus luchas y las alianzas con los profesionales de la salud mental fueron bien diferentes» (Fassin y Rechtman, 2009, p. 78). Además, estaba el trauma histórico de los nativos americanos, expoliados de sus tierras. Toda una psicotraumatología surgiría en paralelo a la traumatología médica. El tsunami psicotraumatológico El flamante TEPT, por estadounidense que sea, ni siquiera representa el trauma histórico de los nativos americanos. Si bien el diagnóstico TEPT se puede aplicar en las poblaciones o comunidades nativas americanas, su aplicación permanece ciega a sus historias de pérdidas profundas. De acuerdo con Tom Ball y Theresa O’Nell, la «base de conocimientos sobre el TEPT no equipa al clínico con las herramientas adecuadas para la compleja tarea de curación en cuestión. Además, un diagnóstico estrecho de
TEPT ignora los recursos, las ideas y las propuestas que los pueblos nativos pueden proporcionar en la solución del problema» (Ball y O’Nell, 2016, p. 335). Como continúan estos autores, en oposición a las pautas actuales de la APA [Asociación Americana de Psicología], los terapeutas que trabajan con poblaciones nativas deben comenzar con las formas indígenas de comprensión, en lugar de simplemente introducir “tratamientos basados en la evidencia” euroamericanos establecidos y luego realizar modificaciones menores. El título de nuestro capítulo nos da una conclusión similar: que usar la nosología euroamericana, es decir, el TEPT, con los nativos americanos, […] es como tratar de meter clavijas cuadradas en agujeros redondos (Ball y O’Nell, 2016, p. 336).
Esta inadecuación del TEPT, junto con la creencia ingenua en su validez científica universal, se puso de manifiesto con ocasión del tsunami de 2004 en el océano Índico. De acuerdo con su concepción occidental, psicólogos y psiquiatras esperaban una oleada de trastornos de estrés postraumático, para lo que disponían de todo un arsenal de intervenciones, como terapia EMDR, averiguación de incidentes de estrés críticos, apoyo emocional, terapia de exposición y varias terapias cognitivo-conductuales (Christopher et al., 2014). Un psiquiatra patrocinado por la compañía farmacéutica Pfizer —la cual se apresuró a organizar un simposio en Bangkok sobre las consecuencias del tsunami— presentó un trabajo oportunamente titulado «Tratamiento farmacológico del estrés agudo y crónico tras el trauma» en el que vaticinaba tasas de patología del 50 al 90 % (Watters, 2010, p. 80). Inmediatamente después del tsunami, la principal prioridad de los pueblos de Sri Lanka parecía ser ayudar a quienes los rodeaban, en lugar de buscar tratamiento ellos mismos, comportamientos que muchos de los terapeutas contemplaban como signos de «negación» y «shock» y que
se consideraban una advertencia: indicios de trastorno de estrés postraumático. A pesar de la persistencia de los habitantes de Sri Lanka en continuar ayudando a quienes les rodeaban, los terapeutas siguieron alentándolos a detenerse y a «cuidarse a sí mismos primero». En muchas culturas, la práctica es ayudar a otros antes de ayudarse a sí mismo. Al final, los supervivientes no tuvieron los trastornos de estrés postraumático imaginados por los clínicos occidentales. Tampoco la ayuda que los supervivientes necesitaban pasaba por terapias psicológicas o medicación. Los recursos personales debidos a la cultura indígena local, resumidos en la fórmula de raíces budistas «Sufrir es sobrevivir; resistir con gracia y dignidad es vivir», junto con los apoyos comunitarios y los servicios de atención social, fueron lo que finalmente funcionó (Christopher et al., 2014). No deja de ser significativo que la avalancha de psicólogos de emergencias y demás cooperantes fuera vista por la gente local como «el segundo tsunami» (Wessells, 2009, p. 849). Merece ser citada la conclusión que John Chambers Christopher y colaboradores dirigen a sus colegas psicólogos estadounidenses: A medida que los psicólogos y psicólogas estadounidenses cruzan las fronteras internacionales, es imperativo que ya no se imaginen a sí mismos libres de valores o capaces de elevarse por encima de la cultura. La ciencia, ya sea en forma de controles metodológicos o pautas de práctica basadas en la evidencia, no puede producir formas «puras» de conocimiento que no se vean afectadas por el lugar de los conocedores en el tiempo histórico y el espacio geográfico. […] Los psicólogos estadounidenses necesitan informarse sobre las visiones morales y las psicologías populares que están integradas en sus propios supuestos, métodos y prácticas. El pensamiento hermenéutico, junto con los métodos de investigación que ha inspirado, proporciona herramientas para examinar las formas en que la cultura moldea la experiencia humana y las formas en que la cultura, a través de
psicologías populares y visiones morales, moldea toda psicología (Christopher et al., 2014).
Nada impide que el TEPT sea aplicable en todos los sitios y tenga utilidad, empezando por la legitimidad que otorga un diagnóstico de cara a recibir reconocimientos y ayudas, no solamente clínicas. Como también es aplicable la EMDR en emergencias y catástrofes por todo el mundo (Marín et al., 2016). Tampoco es de extrañar que la EMDR funcione en cualquier sitio según se van implantando sus procedimientos y adaptando a los lugares (Nickerson, 2016). Lo que tengo que decir a este respecto es que el fenómeno de la eficacia de la EMDR es solidario de la propia estructura (procedimientos y discurso) de la terapia de la que forman parte los movimientos oculares y la estimulación bilateral. Ahora bien, del mismo modo podrían no formar parte de ella, con tal de que hubiera un ritual o algo que diera sentido a su nombre y razón de ser, que, por definición, es el que es: los movimientos oculares y la estimulación bilateral. Con esto quiero decir que el efecto de los movimientos oculares y la estimulación bilateral se debe probablemente más al ritual que implican como aglutinante de una ceremonia —sin duda creída por sus participantes, el terapeuta-EMDR y el paciente— que al presunto reprocesamiento de un recuerdo «no-procesado», que después de todo no dejaría de ser una hipótesis y probablemente una explicación tautológica. Así, la EMDR puede funcionar en cualquier sitio del mundo en la medida en que implanta sus reales en un sentido similar al señalado a propósito del constructivismo material de los hallazgos de laboratorio (en el capítulo de las cosmovisiones científicas), según el cual los fenómenos no serían independientes de los instrumentos y procedimientos, sino que estarían constituidos por ellos mismos (Latour y Woolgar, 1995). Se trata del efecto bucle
antes apuntado (Hacking, 1995) por el que se codeterminan conocimientos, procedimientos y resultados. La curación de la mujer de Mozambique Cuando reconozco que la EMDR puede aplicarse en cualquier sitio, por alejado que esté de su origen euroamericano, no estoy apelando a su presunta validez científica universal debida al descubrimiento de la estimulación bilateral. En su lugar, estoy adoptando una perspectiva metacientífica que piensa la EMDR más allá de sí misma sobre la base del constructivismo material y del efecto de bucle. Esta perspectiva metacientífica (más que científica) se complementa con una perspectiva antropológica. A este respecto, voy a traer a colación una ceremonia de curación de un trauma ocasionado en la guerra de Mozambique que describe la antropóloga Carolyn Nordstrom: La ceremonia se realizó para una mujer físicamente enferma y emocionalmente traumatizada que había estado secuestrada. La ceremonia en realidad comenzó días antes, cuando miembros de la comunidad pasaron por su lugar de residencia para llevarle comida, medicinas, ánimo y amistad. Se sentaron con ella y le contaron historias de otras atrocidades: un recordatorio constante de que no estaba sola ni era responsable de su situación. El día de la ceremonia los vecinos prepararon comida, llamaron a músicos y dispusieron un espacio decorado con linternas y telas. La ceremonia duró toda la noche. Un punto culminante fue el baño ritual que la mujer recibió al anochecer. Numerosas mujeres le dieron un baño, que se decía limpiaba su alma y cuerpo. El baño se acompañaba de canciones e historias sobre curación, tratamiento del trauma, recuperación de una nueva vida y vuelta a la normalidad. La paciente se vistió con ropa nueva y le dieron de comer. Después, comenzó un nuevo ritmo de música y las mujeres se reunieron con ella para llevarla a la choza. La pusieron en el suelo y se reunieron con ella. Las mujeres cuidaban sus heridas, la acariciaban y le daban ánimos.
Después, la levantaron y le hablaban de renacer a una vida sana. La sacaron fuera, donde la comunidad le dio la bienvenida. Comenzó la música y todos bailaron con ella en una reafirmación de la vida. Poco a poco, la ceremonia dio paso a los patrones más naturales de interacción comunitaria (Nordstrom, 1998, p. 114).
Al hilo de esta ceremonia, voy a plantear cuatro cuestiones en orden a repensar la EMDR más allá de sí misma, antropológicamente. 1) Cada sociedad tiene sus recursos para afrontar el sufrimiento. Lo que sugiere, por un lado, que no están a la espera de que venga la ciencia con sus descubrimientos y procedimientos basados en la evidencia. Y, por otro, que, dado el caso, no es fácil trasladar los hallazgos y procedimientos científicos a cualquier lugar. Como decían los autores citados, podría ser como meter clavijas redondas en agujeros cuadrados, con el riesgo además de desplazar los recursos del lugar. 2) Hay una gran diferencia, quizá abismal, entre el abordaje que implica a toda una comunidad y el psiquiátrico-psicológico, que se centra en mecanismos dentro del individuo. Mientras que en un sitio se mira por el individuo dentro de la comunidad, en otro se mira dentro del individuo al margen de la comunidad. En un sitio se prepara una ceremonia y en otro la ceremonia está diluida al servicio de la «extracción» del trauma, como el que va al dentista. 3) ¿Qué papel podría desempeñar el reprocesamiento del recuerdo «no-procesado» en la ceremonia de la mujer de Mozambique? Sin negar que el reprocesamiento neuronal tenga lugar, cabe afirmar que no desempeña ningún papel relevante, por tres razones. En primer lugar, porque ese papel, en caso de darse, estaría subsumido en el curso de las operaciones de la
ceremonia, como tantos otros procesos fisiológicos subpersonales (musculares, oculares, cardiacos) que también están teniendo lugar. Se trata de una ceremonia que incluye metáforas performativas (bañolimpieza, salir-renacer, etc.) cuyo sentido se materializa según se realiza, haciendo honor a su etimología, donde meta significa ‘más allá ’, y forein, ‘pasar’, ‘llevar’. En segundo lugar, porque el posible papel del reprocesamiento que las neuroimágenes de turno nos estarían mostrando tendría que ser explicado por la propia ceremonia. En tercer lugar, porque el papel del procesamiento en el resultado solamente se podría operar a través de la ceremonia, con lo que estaríamos en la misma situación. 4) ¿Qué papel podría desempeñar la ceremonia en la EMDR? Me refiero a la ceremonia de la propia EMDR, consistente en toda una estructura de ocho pasos sin dejar de lado el antes (buscar ayuda, pedir cita) y el después (seguimiento, alta, declaración de curado o mejorado). Probablemente, la ceremonia desempeña el papel más relevante, lo que no excluye el papel de los movimientos oculares y la estimulación bilateral que implica, pero acaso le concede otro que el asignado. Las psicoterapias no gustan de describirse en términos de ceremonia, ni tampoco lo necesitan en el día a día. En su lugar, se reconocen como procedimientos o protocolos. Sin embargo, en cuanto procedimientos más o menos protocolizados, las psicoterapias son justamente ceremonias. Esto no es ninguna deshonra, desmerecimiento, crítica ni nada parecido. Ceremonia, rito, metáfora
La noción antropológica de ceremonia puede ser útil para ver qué ocurre en la psicoterapia, sin incurrir en hipóstasis, cosificación de «estaciones intermedias» u homúnculos, como hacen a menudo las psicoterapias, y especialmente la EMDR. De acuerdo con Gustavo Bueno, una ceremonia es una figura práctica teleológica orientada a un fin, constituida por secuencias de operaciones concatenadas y delimitada por una apertura o comienzo y clausura o terminación (Bueno, 1984). De entre la variedad de psicoterapias, la EMDR es de las que mejor responde a la noción de ceremonia con sus ocho pasos en orden a un fin (superar el trauma) que está presente desde el principio y en cada paso (teleológicamente). La EMDR prefigura el final desde el principio, dentro de una atmósfera orientada, por así decir, a un final feliz, similar a la psicoterapia positiva, cuyo contexto positivo enmarcado por emociones positivas aboca a valoraciones positivas, todo positivamente, valga la redundancia (Pérez-Álvarez et al., 2018, p. 71). El papel fundamental que atribuyo a la ceremonia en su conjunto, más que al ritual de los movimientos oculares y la estimulación bilateral per se (en adelante, emdr, con minúsculas, para diferenciarlo de la terapia completa, EMDR), está relacionado con la naturaleza del trastorno sobre el que se ha erigido: el trauma. De acuerdo con John Norcross y Bruce Wampold: «Quizá no haya otro trastorno mental en el que sean tan inseparables la relación y el método como en el trauma. El mundo llega a ser inseguro; un humano traiciona la confianza básica; el sueño sosegado se transforma en pesadilla; las relaciones cercanas se vuelven inseguras; el día a día supone una amenaza continua». La pregunta que se hacen los autores es si son las técnicas las que curan los efectos del trauma o si son las relaciones las que sanan a la gente traumatizada, para destacar el papel fundamental de la relación en la terapia
del trauma conocida la diversidad de terapias eficaces (Norcross y Wampold, 2019, p. 394). En el contexto de las diversas psicoterapias eficaces para el TEPT, dado que todas cuidan la relación terapéutica y ninguna hace movimientos oculares (a excepción de la EMDR), es razonable pensar que la ayuda que proporcionan tenga que ver más con la estructura de la terapia (ceremonia) que con el supuesto reprocesamiento. ¿Qué papel le queda a los movimientos oculares y la estimulación bilateral en el conjunto de la ceremonia o, si se prefiere, en la estructura de la terapia? No diré que ninguno, pero a estas alturas tampoco cabría pensar que estuvieran operando el reprocesamiento neuronal que supone la terapia. Cumplen un papel sin duda complejo, que empieza por dar nombre y entidad a la terapia (nombre y renombre, podríamos decir). Cumplen, desde luego, un papel fundamental en el curso de la ceremonia, estructurando su sentido, en función del cual están los pasos previos y finales. Este papel fundamental dentro de la ceremonia tiene un aspecto ritual consistente en determinadas acciones extraordinarias por parte del terapeuta (inducción de movimientos oculares, dar golpecitos en ciertas partes del cuerpo o estimular con sonidos a los lados) que suponen un momento decisivo, casi mágico, milagroso. En particular, la inducción de movimientos oculares se presta a la sugerencia de un acceso al cerebro, en la medida en que los ojos parecen su conexión más directa. El papel ritual del EMDR puede ser más relevante que el literal referido a los supuestos mecanismos neuronales que implicaría, por lo demás desconocidos. Un aspecto de este papel ritual se encuentra en el sentido metafórico de «desatascar», «descongelar» o «reactivar» recuerdos «noprocesados» y, así, de llevar a la persona traumatizada más allá de donde está «atrapada» en el pasado. No se trata de metáforas tan claramente performativas como en la
ceremonia de la mujer de Mozambique, pero no dejan de implicar emotividad y así movimiento emocional promovido y acompañado, donde se parte del reconocimiento del padecimiento (el recuerdo más perturbador) y se termina en «modo positivo». El ritual EMDR tiene un semblante de rito de paso, de dejar de estar atrapado en el pasado para pasar a tomar el control de tu vida (Shapiro, 2013), una nueva vida a la que el terapeuta da la bienvenida. Todos estos aspectos (acto específico, serie de pasos, transformación metafórica, sentido de comunidad) caracterizan los rituales que se encuentran en intervenciones basadas-en-la-evidencia para el duelo prolongado incluyendo estrés postraumático (Wojtkowiak et al., 2021). La terapia en su conjunto, y, de hecho, toda terapia, se puede entender como un rito de paso de estar mal a estar bien (Pérez-Álvarez, 2013), como desarrollaré en el capítulo 13. En realidad, toda la explicación de la EMDR en términos del cerebro puede ser más que nada una metáfora no reconocida. El hecho de que los clínicos e investigadores, así como los pacientes, no la vean como una metáfora asegura que todo se realiza con seriedad y convencimiento, performativamente. Al fin y al cabo, quienes llevaban a cabo la ceremonia de la mujer de Mozambique y ella misma no estaban realizando ninguna metáfora o ritual. Estaban haciendo lo que tenían que hacer. La metáfora se realizaba en la práctica al hilo de la ceremonia. Somos nosotros, en la medida en que adoptamos una perspectiva antropológica (etic, en tercera persona) y metacientífica, los que podemos entender el fenómeno de forma más objetiva que los nativos y, para el caso, que los propios clínicos y clientes de la EMDR. Armonía de ilusiones
De acuerdo con esta línea argumental, el TEPT puede ser en realidad un banco de pruebas iluso para las ilusiones científicas de la EMDR de haber descubierto algo asombroso. Como banco de pruebas, el TEPT puede ser tan probatorio como engañoso. Puede ser probatorio de cualquier psicoterapia que se precie. Al fin y al cabo, para el TEPT existen otras terapias eficaces sin movimientos oculares ni supuestos reprocesamientos, con exposición (Brown et al., 2019), sin exposición (Bleiberg y Markowitz, 2019), psicodinámicas (Dauphin, 2020) o centradas en el presente (Frost et al., 2014), entre muchas otras (Norcross y Wampold, 2019; Schnyder et al., 2015; Wampold, 2019). Como dice Wampold: No es intrínsecamente inapropiado que quienes desarrollan y defienden tratamientos particulares para el TEPT sean entusiastas de su tratamiento: ¡es incluso deseable! Sin embargo, la humildad acerca de la efectividad y la falta de evidencia para los mecanismos de cambio sería refrescante, pero más importante sería abrirse al examen de factores de cambio implicados en el tratamiento efectivo, incluyendo factores de relación, otros factores comunes y los terapeutas. El reconocimiento de estos factores llevaría a una mejor provisión de tratamientos (Wampold, 2019, p. 69).
Por otro lado, puede ser engañoso en la medida en que investigadores y clínicos creen confirmadas sus suposiciones por la eficacia, cuando esta puede deberse a la estructura misma de la terapia. El propio ritual emdr pudiera ser un factor de expectativas del tipo de las que se suelen vincular al placebo, tanto para el paciente como para el clínico (placebo à deux, si se permite). Siendo así, se estarían manteniendo las ilusiones científicas de la EMDR, concebida como única e irreductible a otras. Aun cuando los mecanismos EMDR que supuestamente harían única esta terapia parecen cada
vez más oscuros, los investigadores se protegen usando varias hipótesis como cinturones de seguridad. Me refiero a los «cinturones de seguridad» tal y como funcionan, de acuerdo con Imre Lakatos, los programas de investigación cuando, en vez de progresar, empiezan a degenerar. Como dice este autor, «en un programa de investigación progresivo, la teoría conduce a descubrir hechos nuevos hasta entonces desconocidos. Sin embargo, en los programas regresivos las teorías son fabricadas solo para acomodar los hechos ya conocidos» (Lakatos, 1982, p. 15). De esta manera, los programas de investigación siguen adelante aun cuando sus hipótesis se oscurecen cada vez más; pero para entonces ya se ha creado un nicho-deinvestigación. Este parece ser el caso de la investigación en EMDR, con su generación de hipótesis ad hoc y su creación de modelos neuronales. Más que la actitud científica, tiende a prevalecer una actitud cientificista. Entre la armonía de ilusiones a la que sirve el TEPT de acuerdo con Young (1995), como atender las reclamaciones de los veteranos, institucionalizar el reconocimiento moral, canalizar ayudas, etc., se habría de incluir el lanzamiento de la EMDR. La extensión de la EMDR a otros diagnósticos no hace sino responder al mismo carácter interactivo de los problemas psicológicos y psiquiátricos (efecto bucle), sensibles a las relaciones del tipo de las que se cuidan y cultivan en toda psicoterapia que se precie. No obstante, el éxito expansivo de la EMDR para tratar cualquier trastorno no deja de poner en entredicho por este lado también el mecanismo EMDR que se suponía propio del TEPT. En realidad, la extensión de la EMDR a partir del TEPT responde a la misma ley por la que la CBT se ha extendido a partir de la depresión. El TEPT y la depresión son los diagnósticos más agradecidos para la prueba y el lanzamiento de nuevas terapias psicológicas. Para «lanzar» una nueva psicoterapia, nada mejor que empezar por el
TEDP y la depresión. En el capítulo siguiente comparo la EMDR con la CBT. En resumen Sin negar que la experiencia traumática sea un hecho real, he mostrado cómo se ha hecho real. Ni que decir tendría que el TEPT no por ser una invención deja de ser real. Ahora bien, su realidad se presta a una variedad de abordajes y reconstrucciones, entre ellas la que ofrece la EMDR. Desde esta perspectiva, la EMDR podría no ser más que un espejismo. Esta consideración estaría en consonancia con la idea del TEPT como un trastorno, por así decir, «agradecido» para probar terapias, pues otras muchas, al igual que la EMDR, han demostrado ser eficaces. Asimismo, cada sociedad dispone de ayudas para el trauma consistentes en ceremonias y rituales comunitarios. Todo ello hace suponer que la eficacia de la EMDR se deba a aspectos que comparte con otras terapias, así como a las ayudas de las que disponen las distintas comunidades, entre ellas la relación y la ceremonia, todas las cuales implican de alguna manera, más que técnicas específicas, para el caso, los movimientos oculares y la estimulación bilateral. Se da la circunstancia de que, entre las terapias psicológicas, la EMDR es la que probablemente mejor responde a una estructura ceremonial, con su protocolo de ocho pasos, el ritual de movimientos oculares (o la estimulación bilateral por otras vías) y las metáforas que se realizan en el propio procedimiento. El reprocesamiento adaptativo de información puede verse como una metáfora que se realiza en la práctica conforme el paciente revalora el recuerdo traumático y se sitúa en un modo positivo, asistido y acompañado por el clínico como en toda ceremonia que se precie. El hecho de que los participantes
—clínico y paciente— no vean lo que hacen como ceremonia, ritual y metáfora no invalida esta consideración, sino que en realidad la autentifica. Al fin y al cabo, los «nativos» participantes en ceremonias y rituales curativos de otras sociedades tampoco se ven haciendo una ceremonia o ritual, sino haciendo lo que tienen que hacer.
CAPÍTULO 7
COMPARACIÓN DE LA DESENSIBILIZACIÓN Y EL REPROCESAMIENTO POR MOVIMIENTOS OCULARES (EMDR) CON LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL (CBT) La comparación de la EMDR con la CBT es la piedra de toque sobre la que calibrar ya no solo la calidad científica de la EMDR, sino también la propia contraposición entre ciencia y pseudociencia. Esta comparación es probablemente la más desafiante, habida cuenta de que la EMDR se pone a menudo como ejemplo de pseudociencia (Fasce, 2017; Herbert et al., 2000; Lohr et al., 2015), mientras que la CBT sería un referente de terapia científica. Las dos juegan en la misma liga de la ciencia positivista y ambas disputan su posición en la autopista o corriente principal de la psicoterapia, con la CBT ocupando los carriles centrales y la EMDR entre el arcén y los carriles rápidos. La terapia cognitivo-conductual, a examen ¿Qué pasaría si se aplicaran a la CBT los mismos criterios de pseudociencia que se aplican a la EMDR? Si se aplicara la lista de nueve criterios expuesta en el capítulo 4 (Lilienfeld et al., 2015), la CBT no estaría a cero. Si se aplicara el desmantelamiento de componentes por el que el componente definitorio de la EMDR (movimientos oculares y estimulación bilateral) parece superfluo (Engelhard et al., 2919; Fasce, 2017; Follette, 2018; Herbert et al., 2000), la CBT también pasaría del campo de la ciencia al de la
pseudociencia. El desmantelamiento de componentes es un procedimiento experimental consistente en comparar la terapia completa con alguno de sus componentes. La CBT es una terapia multicomponente (como también la EMDR), compuesta en su caso de técnicas conductuales, técnicas cognitivas y reestructuración cognitiva (Beck et al., 1979). No está de más recordar también que el componente conductual fue retomado por el fundador de la CBT, Aaron Beck, a partir de una terapia conductual previa. En todo caso, el desmantelamiento permite ver el posible diferente peso de los componentes en la eficacia total y aislar procesos particularmente implicados en el cambio. Estudios de desmantelamiento de componentes han mostrado que el componente de técnicas conductuales por sí mismo es tanto o más eficaz que la CBT completa con todos sus componentes de técnicas conductuales, técnicas cognitivas y de reestructuración cognitiva (Dimidjian et al., 2006; Jacobson et al., 1996; Vázquez et al., 2020; véase Pérez-Álvarez, 2007, para sus implicaciones). Aunque estos resultados fueron una sorpresa para los terapeutas cognitivos, no son sorprendentes si se tiene en cuenta que el componente conductual como recordé ya era antes una terapia. En vista de estos resultados, el componente de técnicas conductuales ha sido reelaborado como terapia por sí misma dando lugar a toda una terapia conocida como activación conductual. Se discute si la activación conductual es superior a la CBT en trastornos más severos (Lorenzo-Luaces y Dobson, 2019), pero la cuestión aquí es que no es inferior y acaso la eficacia de una y otra se deba al componente conductual que comparten ambas. Dentro de su eficacia similar —probablemente debida al componente conductual—, lo que no se discute ni siquiera por los defensores de la CBT (Lorenzo-Luaces y Dobson, 2019) es que la activación conductual es más fácil de implementar, es decir, más eficiente (Richards et al., 2016).
Su mayor eficiencia apoya el argumento que pone en entredicho el papel de las cogniciones en la propia terapia CBT. Porque la cuestión es el papel causal de las cogniciones como la razón de ser de la CBT, similar a los movimientos oculares y el reprocesamiento en la EMDR. Un estudio anterior a los citados del desmantelamiento de componentes ya había mostrado que los cambios en depresión y ansiedad resultantes de la CBT no tienen como mediación causal las cogniciones disfuncionales, sino que dependen de otra «causa común» desconocida. Como dicen los autores, los hallazgos fueron sólidos y sugieren que las formulaciones actuales sobre las relaciones entre las actitudes disfuncionales, la depresión y la ansiedad pueden estar equivocadas. Aunque las actitudes disfuncionales estaban relacionadas con la depresión y la ansiedad, no parecen tener ningún efecto causal sobre la depresión o la ansiedad ni mediar los efectos de la CTB. En cambio, una causa común desconocida parecía activar las cogniciones y las emociones simultáneamente (Burns y Spangler, 2001, p. 365; véase también Longmore y Worrell, 2007).
A tenor de los estudios de desmantelamiento, bien se podría suponer que esta causa desconocida sea la activación conductual implicada por la terapia, aunque esta explicación no entra fácilmente en los presupuestos de los citados autores, dicho sea de paso, ellos mismos por así decir creyentes y practicantes de la terapia cognitiva. Por otra parte, la CBT también tiene su propia elucubración de hipótesis, ahora invocando una oscura teoría evolucionista de «conservación de energía» (Beck y Bredemeier, 2016; Follette, 2018). En todo caso, la dirección de la causalidad entre el cambio cognitivo y el cambio de los síntomas no ha sido establecida en la literatura (Lorenzo-Luaces et al., 2015). En realidad, los estudios al respecto no descartan la causalidad inversa, es decir, que la mejoría de la depresión
conlleve los propios cambios cognitivos. Tampoco descartan la posibilidad de que las variables cognitivas sean características inherentes de los episodios depresivos en lugar de promover la mejoría (Crits-Christoph et al., 2017). Conocida la presentación enfática de su eficacia, no deja de sorprender la falta de evidencia acerca de los factores cognitivos que están en la base y razón de ser de la CBT (Longmore y Worrell, 2007). Siendo así, la CBT funcionaría por cosas distintas a los componentes («mecanismos») cognitivos que le dan nombre y renombre. Lo mismo se puede decir de la EMDR, ya que funciona, pero todo parece indicar que funciona por cosas (desconocidas) distintas de los movimientos oculares y del supuesto reprocesamiento que le dan nombre de marca, de acuerdo con lo dicho anteriormente. Tanto la CBT como la EMDR cuentan con apoyo empírico. Sin embargo, no se sabe cómo ni por qué funcionan. Ambas han llegado al mismo punto desde trayectorias distintas (Follette, 2018). La EMDR partía de un procedimiento, como poco, oscuro, pero ha ido acumulando evidencia de su eficacia hasta erigirse en terapia empíricamente apoyada, aun cuando su explicación permanece en la oscuridad. Por su lado, la CBT partía de un procedimiento teórico claro y eficaz, cuya eficacia sin embargo ha revelado con el tiempo ser debida a razones distintas de las que se pensaba, siendo ahora oscuro su funcionamiento. ¿Cuál puede ser entonces la diferencia entre la EMDR y la CBT como para que una sea sospechosa de pseudociencia y la otra referencia de ciencia? La respuesta puede ser que la EMDR se mueve de lo oscuro a lo más oscuro, mientras que la CBT se mueve dentro de la corriente principal de la psicología y no, por cierto, sin que le falten zonas oscuras.
La terapia cognitivo-conductual, por la autopista La CBT se mantiene en el terreno de la corriente principal de la psicología, donde sus explicaciones pueden ser discutibles si, por ejemplo, la cognición tiene prioridad respecto de la conducta y la emoción. Pero la terapia se mueve dentro de un marco conocido, en vez de estar apostada a un mecanismo, según parece implausible, como hace la EMDR. Aun cuando se replantea la CBT más allá de su concepción inicial centrada en el papel determinante de las cogniciones (pensamientos y creencias), no deja de mantenerse en su terreno. Al fin y al cabo, es una terapia cognitivo-conductual que forma parte de una tradición más larga, como es la terapia de conducta con varias generaciones, a diferencia del EMDR, que es una terapia apostada a un único mecanismo que parece además surgido de la nada. La CBT dispone por así decir de un campo de maniobras más amplio para replantear su lógica y mantenerse en la corriente principal. Por otra parte, la CBT tiene una actitud científica, como muestran sus replanteamientos. Los replanteamientos de la CBT pueden tomar varias direcciones sin salirse de la corriente principal. Una dirección consistiría en hacerse más conductual en la línea de la activación conductual como terapia emergente del componente conductual de la CBT. Aun pareciendo obvia a tenor de lo dicho, esta dirección es improbable debido a los distintos nichos de investigación, sistemas de formación e intereses creados tanto por la CBT ya establecida como por la activación conductual en vías de establecerse. Otra dirección de la CBT sería su incorporación en un protocolo unificado que incluye también las técnicas clásicas de terapia de conducta y las llamadas terapias de tercera generación o contextuales (Barlow et al., 2019). Sin embrago, el protocolo unificado constituye él mismo ya un nicho, por lo que no es de esperar que la CBT se conforme
(amolde y acepte) como componente de un protocolo. Otra dirección es aquella que se centra en procesos más que en paquetes terapéuticos. Se incluirían aquí el movimiento transdiagnóstico centrado en procesos comunes a distintas topografías diagnósticas (por ejemplo, rumia, preocupación) y la «CBT centrada-en-procesos» (Hayes y Hofmann, 2018; Hofmann y Hayes, 2019). Está por ver si la terapia basada en procesos es la última palabra en psicoterapia (Pérez-Álvarez, 2021). Finalmente, otra dirección es el «modelo unificado de la depresión» propuesto por el propio Beck y colaboradores (Beck y Bredemeier, 2016). Esta dirección parece la que está más en línea recta respecto de la CBT clásica como terapia cognitiva de la depresión. El «modelo unificado de la depresión» presenta ahora la depresión como «una adaptación a la pérdida percibida de la inversión de recursos vitales que excede las capacidades y competencias (habilidad, solución-de-problemas, apoyo) para mitigar el impacto percibido» (Beck y Bredemeier, 2016, p. 597). Los componentes cognitivos siguen vigentes, pero ahora como mecanismos intermedios entre, por un lado, las predisposiciones genéticas y experiencias tempranas y, por otro, los estresores y creencias depresógenas que reactivan el «programa de depresión». La depresión se concibe como programa evolutivo de «conservación de energía» que, según lo postulan, ya no sería adaptativo en los tiempos actuales. La conservación de energía habría sido adaptativa en su día, pero en la sociedad de hoy sería ya una programación desadaptativa en forma de depresión disparada por «percepciones distorsionadas» de la realidad y «sesgos cognitivos» (Beck y Bredemeier, 2016, p. 604). El nuevo modelo integra genética, neuroanatomía, neuroquímica, evolución y clínica. Según el modelo, los «aspectos clínicos de la depresión resultarían de desactivaciones extremas de esquemas positivos y
activaciones de los negativos. Cuando estas (des)activaciones alcanzan un cierto nivel (a menudo debido a distorsiones cognitivas), la demanda para conservar energía resulta en malestar clínicamente significativo» (Beck y Bredemeier, 2016, p. 608). De todos modos, el programa de depresión se puede revertir. Cualquier intervención que se dirija a factores predisponentes o precipitantes y a la resiliencia puede reducir el riesgo o aliviar los síntomas. Por lo que aquí importa destacar, el «modelo unificado de la depresión» ya apenas estaría hablando de la CBT, sino de cualquier intervención que contribuya de alguna manera a prevenir y en su caso aliviar los síntomas. Dejando de lado su énfasis evolucionista (la depresión como programa evolutivo) en detrimento de los factores psicosociales actuales, llama la atención la noción de «conservación de energía». No por ser esta noción usual en la perspectiva evolucionista deja de ser oscura, amén de tautológica. La supuesta conservación de energía se define por la propia depresión que trata de explicar. De acuerdo con William Follette, la conservación de energía invita a las «terapias energéticas» a justificar la intervención a pesar de la clásica consideración por muchos de estas terapias como ejemplo de pesudociencia (Follette, 2018, p. 27). En relación con la EMDR, que se mantiene apostada jugándoselo todo, por así decir, a oscuros mecanismos (menos claros cuanto más se investiga), la CBT se mueve más allá de sí misma aun sin salirse de la autopista. Se han referido a título de ejemplo cinco movimientos: activación conductual, transdiagnóstico, CBT-centrada-en-procesos, protocolo unificado y modelo unificado de la depresión. Mientras que la CBT se mueve sin salirse de la corriente principal de la psicología, la cual en cierta manera ella misma define, la EMDR se sostiene a sí misma aferrándose a su operación y explicación terapéutica por antonomasia
(movimientos oculares, estimulación bilateral, reprocesamiento). La EMDR también evoluciona. Si por un lado evoluciona hacia modelos neuronales como ya discutí, por otro evoluciona hacia un enfoque de integración, como también vimos, en términos de la estructura multicomponente o ceremonia que implica. A estas alturas de su desarrollo, cabe suponer que se mantendrá en el mapa de las terapias eficaces aun cuando la operación terapéutica que le da nombre siga oscura o incluso se aclare que no está ligada a ningún proceso real de los que postula. Permítase suponer por mor del argumento que se mostrara la inoperancia de los movimientos oculares. Estudios experimentales de triple-ciego como los realizados en el neurofeedback (Schönenberg et al., 2017) podrían aclarar definitivamente el papel de los movimientos oculares y de la supuesta desensibilización y reprocesamiento. La mayor dificultad estaría en inducir movimientos oculares falsos (espurios respecto de los que se supone son eficaces, por ejemplo, hacia arriba y abajo) comparados con los verdaderos (bilaterales, de un lado a otro) sin que el clínico que lleva la aplicación sepa cuáles son los que está siguiendo el participante. Se podrían inducir mediante el correspondiente seguimiento de un punto o una mano moviéndose en una pantalla sin que el clínico sepa cuál está recibiendo el participante. Importante es también que no falte el resto de «parafernalia» de la terapia, incluyendo la fe del clínico en el procedimiento, que suponemos se mantendría al no saber cuál se está aplicando. Sin embargo, como la EMDR ya tiene integrados como válidos todos los movimientos oculares posibles, este supuesto no serviría. O acaso el hecho de que valga cualquier movimiento serviría por sí mismo para hacernos considerar su posible efecto placebo.
La desensibilización y el reprocesamiento por movimientos oculares, ¿un placebo? Si se encontrara que funciona igual (de bien) tanto la versión verdadera de los movimientos oculares como la falsa o espuria, se tendría entonces que la EMDR funciona, pero no por la EMDR; como ocurre con el neurofeedback, que funciona, pero no por el neurofeedback (Schönenberg et al., 2017). Ahora bien, sin el neurofeedback no ocurriría todo lo demás. El ritual-emdr es lo que da sentido al conjunto de la terapia EMDR, mientras se supone que es verdadero, no falso. Si los clínicos y usuarios supieran ahora que el procedimiento-EMDR es espurio, no algo activo que tuviera el efecto que se le suponía, probablemente ya nada sería igual. Estaríamos en presencia de un placebo. El efecto placebo en el que consistiría la terapia-EMDR no estaría afectando solamente al paciente, sino también al propio clínico conforme a una especie de placebo à deux. El placebo que la EMDR supondría para el clínico estaría en la confianza, credibilidad, fe y entusiasmo que pone en su aplicación, lo que puede influir en el paciente, cuyo efecto beneficioso complacerá a su vez al propio clínico. Si fuese así, se abrirían dos posibilidades, razonando a partir de situaciones similares, descartada la desaparición de la EMDR. Una posibilidad sería que la EMDR quedara como nombre de una terapia independientemente del sentido original de sus siglas, como nombre de marca. Un ejemplo fuera del mundo de la terapia podría ser la conocida empresa de autocares ALSA, cuyo nombre deriva —como pocos saben fuera de Asturias— de Automóviles Luarca Sociedad Anónima, sin que ahora tenga que ver con la villa costera asturiana de Luarca. Aun cuando la EMDR se revelara básicamente como terapia-placebo, en todo caso eficaz, podría seguir con su nombre y estructura sobre el
protocolo de componentes que integra, por lo que ya se considera una terapia de integración. Al fin y al cabo, terapias originalmente concebidas como placebo (no es el caso de la EMDR) se establecieron como terapias con nombre propio, como parece ser el caso de la terapia interpersonal, terapia centrada-en-el-presente y befriending. La terapia interpersonal, según refiere Martin Seligman, se incluyó inicialmente en el famoso estudio de la depresión de 1989 patrocinado por el Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos para que sirviese como tratamiento placebo (Seligman, 1995, p. 160). En relación con la flamante CBT incluida en este estudio, así como en relación con la psicoterapia psicoanalítica, hasta entonces la terapia psicológica de referencia, la terapia interpersonal era una psicoterapia «superficial» que no se centraba en las condiciones subyacentes de la depresión (estructuras cognitivas y conflictos psicodinámicos), por lo que se prestaba a su consideración como placebo hablando de cosas actuales de la vida del paciente (relaciones sociales, disputas interpersonales, transición de rol, pérdidas). Sin embargo, la psicoterapia interpersonal resultó tanto o más efectiva que la CBT y la medicación, y se consolidó como una terapia de probada eficacia (PérezÁlvarez y García-Montes, 2003). La terapia centrada-en-el-presente (present-centered therapy) fue desarrollada originalmente como un tratamiento de comparación basado en los componentes efectivos de la «buena psicoterapia», para evaluar si la CBT centrada en el trauma tenía eficacia más allá del beneficio psicoterapéutico inespecífico. Estos componentes incluyen el establecimiento de una buena relación terapéutica, la normalización de los síntomas, la validación de experiencias, la provisión de apoyo emocional y el aumento de un sentido de dominio y autoconfianza en el abordaje de problemas. La terapia dejaba fuera componentes de
tratamientos efectivos como la exposición, la reestructuración cognitiva y la focalización en el trauma. Al final se mostró tan eficaz como las terapias ya establecidas y terminó convirtiéndose en una de ellas (Norcross y Wampold, 2019, p. 393; Wampold e Imel, 2015, pp. 145146). Befriending hace referencia al apoyo y acompañamiento consistente en ofrecer amistad que empezó como voluntariado para personas con depresión, ansiedad y soledad. Luego se utilizó en la esquizofrenia como placebo en comparación con la CBT (Turkington et al., 2017). Como dicen estos autores, considerábamos que sería una intervención puramente placebo con efectos mínimos sobre los síntomas y la angustia de los pacientes. La intervención se centraba en temas neutrales, como el clima, los eventos locales, las vacaciones, los pasatiempos y los intereses generales. Si la persona estaba delirante, el amigo no rechazaría lo que dijera, pero cambiaría de tema. Al final, befriending mostró ser tanto y hasta más beneficiosa que la propia CBT. El fenómeno más sorprendente fue la revelación no solicitada de episodios traumáticos previos (Turkington et al., 2017). Si la terapia interpersonal, la terapia centrada-en-elpresente y befriending surgieron como placebo y terminaron como terapias con nombre propio, la EMDR empezó como terapia con nombre propio y acaso podría terminar como terapia-placebo si se demuestra que funciona por razones distintas a las especificadas por su nombre. Como dije, la EMDR sería eficaz, pero no por el EMDR. Si fuera así, un problema de la EMDR para mantener su nombre sería que este pasaría a considerarse un nombre de marca, algo que se cuestiona en el mundo de las psicoterapias. La filantropía de la que hace alarde el movimiento EMDR (Shapiro, 2014) se podría pensar que contribuye tanto a la expansión del negocio como a la
ayuda de gente necesitada. Una solución de este posible problema llevaría a la segunda posibilidad anunciada. La otra posibilidad consistiría en el uso de la EMDR como placebo abierto (open-label placebo), como se propone en relación con el neurofeedback (Thibault et al., 2017; Thibault et al., 2018) y en otros contextos médicos (Colloca, 2019). El placebo abierto consiste en decir que es un placebo y ofrecer una explicación o rationale de por qué se da. Siendo honestos, habría que decir dos cosas: que es inerte y que aun así puede ser beneficioso. A título indicativo, la rationale para un placebo abierto podría consistir en decir algo como «la píldora que le ofrezco o el procedimiento que le propongo carece de propiedades activas, pero a pesar de ello ha sido beneficioso para otras personas. Aunque no se sabe por qué, creo que le podría venir bien». La rationale es fundamental también para el placebo, como lo es para los tratamientos verdaderos, como se supone son todos. Pero llegados aquí, ya no se podría sostener sin más la distinción entre falso y verdadero, toda vez que el placebo no es falso (engañoso) ni falto de efecto. En esta línea, se superaría la oposición placebo/tratamiento, ya que el placebo sería un tratamiento (Vallejo-Pareja y Vallejo-Slocker, 2020). Se requiere a este respecto reconocer el placebo más allá de su concepción al uso. Para empezar, el término «efecto placebo» puede ser confuso en la medida en que sugiere que el placebo mismo (píldora, procedimiento) induce un particular efecto pese a que el placebo se define precisamente por su falta de efecto. Frente a esta consideración, habría que tener en cuenta que seguramente la gente no responde al placebo como algo aislado, sino a la situación dentro de la que el placebo tiene sentido. Así, se ha propuesto denominar el efecto placebo «respuesta de significado», asumiendo que esta denominación capta más apropiadamente la manera en que la gente responde a los significados de las situaciones, no a
los placebos mismos, como mostraré cumplidamente en un capítulo 11. Además de la apertura, la honestidad y su habilitación como tratamiento, el placebo podría contribuir a desmitificar las rationales que cosifican causas neurocéntricas de fenómenos que tienen su realidad en un plano contextual-experiencial: organísmico más que orgánico, biográfico más que biológico y comportamental más que mental. ¿Qué es entonces la EMDR, ciencia o pseudociencia? Conclusiones en catorce puntos De la confrontación de la EMDR, considerada a menudo una terapia pseudocientífica, con la CBT, considerada una terapia de referencia, se pueden sacar las siguientes conclusiones: 1) Ciertamente, no es fácil establecer en términos de ciencia y pseudociencia la diferencia entre EMDR y CBT. Esto no quiere decir que la diferencia cienciapseudociencia no sea más fácil de fijar en relación con otras pretendidas terapias carentes de actitud científica consistentes en teorías exotéricas, cuando no vulgares, y con resultados anecdóticos. 2) La posible diferencia no está en el método científico, porque ambas utilizan de hecho el método considerado «estándar de oro» de la investigación en clínica (típicamente, RCT y metaanálisis). Además, el supuesto método científico no garantiza por sí mismo que algo sea una ciencia, porque es teóricamente ciego, de modo que pueden darse resultados exitosos sin que se sepa por qué. 3) La diferencia tampoco está en la eficacia, comparable con sus más y sus menos dependiendo a menudo de lo
partidarios y partidistas de una u otra que sean los investigadores de turno. 4) La diferencia está más que nada en la teoría explicativa o rationale. Mientras que la EMDR está apostada a un mecanismo, jugándose a dicho mecanismo su razón de ser, la CBT se mueve en el campo más amplio de la corriente principal de la psicología. A más investigación, más implausible parece el mecanismo emdr y más propende la propia investigación a tener que ser considerada un programa degenerativo (en el sentido señalado de Lakatos). Sin embargo, la EMDR como paquete y protocolo de terapia es ya una psicoterapia de integración que se nutre de otras terapias que vende bajo su marca, de modo que subsiste independientemente del mecanismo de marras. Por su parte, la teoría de la CBT no deja de andar a «bandazos» con sus mecanismos, aunque sin salirse de la gran autopista, que ya parece hecha a su medida. 5) De acuerdo con la metáfora de la autopista, la CBT sería una gran autopista con numerosos carriles, por lo que es considerada la corriente principal de la psicoterapia, y de hecho la psicoterapia mainstream. En esta metáfora, el EMDR sería un nuevo carril que se quiere incorporar a la autopista después de ser un arcén, disputando ahora posiciones centrales. 6) A tenor de su aferramiento a una explicación implausible y de su marchamo científico, la EMDR podría ser razonablemente situada en el terreno de la pseudociencia más que en el de la ciencia. Pero lo mismo se podría decir de la CBT en la medida en que tampoco está claro que las cogniciones sean el mecanismo de cambio que postula la terapia. La EMDR puede ser considerada una pseudociencia con
arreglo a los mismos criterios por los que también lo sería la CBT, si somos justos. 7) Ambas, tanto la EMDR como la CBT, son en realidad «víctimas» del enfoque científico mecanicista que ambas profesan. Se trata del mismo enfoque que las deja a expensas de los supuestos mecanismos de procesamiento en los que se basarían su funcionamiento y su razón de ser. 8) El problema de base que comparten está precisamente en la noción de procesamiento, un concepto comodín, tan socorrido como oscuro, como si fuera ya un viejo conocido. En realidad, no es más que una metáfora, y, para el caso, una mala metáfora. Es una metáfora mecanicista del funcionamiento humano, que opera como una suerte de deus ex machina al explicar todo según convenga. Si se tienen síntomasde-trauma, entonces se tiene un trauma no-procesado, y si se ha mejorado, entonces se ha reprocesado. Si se tienen síntomas-de-depresión, es que el procesamiento es depresógeno, y si se ha mejorado, es que se ha reestructurado el sistema de procesamiento. La metáfora del procesamiento ha secuestrado y esterilizado conceptos «tradicionales» como pensar, razonar, entender, comprender, conceptualizar, tener ideas, etc., cuya etimología (de estos conceptos) tiene que ver con operaciones comportamentales. Aun cuando metafóricos también, estos conceptos transparentan (no oscurecen) su raíz en un hacer como actividad comportamental. 9) Desde el punto de vista de la ciencia positivista natural y del método científico que estas terapias profesan, ambas serían pseudocientíficas con sus más y sus menos. Quizá más pseudocientífica la EMDR, por su apuesta por un mecanismo implausible, que la CBT, sustentada al fin y al cabo en el binomio cognitivoconductual. Sin embargo, las concepciones científicas
en psicología no se reducen a una concepción mecanicista, de acuerdo con las varias cosmovisiones existentes, como expuse en un capítulo dedicado a tal propósito (capítulo 1). 10) En lo tocante a la actitud científica, con su «cinturón de hipótesis» protectoras, la EMDR parece más cientificista que propiamente científica, diferente de la actitud científica más abierta de la CBT, dispuesta a replantearse. 11) Desde el punto de vista práctico, ¿qué importa todo esto, si funcionan? Para analizar esta cuestión, se hace necesaria la distinción entre representación y ejercicio. Mientras que la representación concierne a cómo se conciben y presentan, el ejercicio concierne a cómo funcionan en la práctica. En cuanto representación, ambas serían pseudocientíficas con arreglo a su propia idea de ciencia a expensas de los mecanismos que postulan en términos de procesamiento, con un estatus más oscuro y precario la EMDR debido a su apuesta más «precisa». En cuanto ejercicio, ambas son eficaces, y quizá más eficiente la EMDR, sin la complejidad y el desgaste histórico de la CBT. Pero aquí reaparece la impostura de la EMDR con su amalgama de componentes tomados de otras terapias, entre ellas de la propia CBT, «vendidos» bajo el marchamo y franquicia de un mecanismo ignoto. 12) El propio debate ciencia-pseudociencia que se entabla desde la corriente principal, a la sazón presidida por la CBT, contra la advenediza EMDR puede tener aspectos de «guerra de las psicoterapias» en la medida en que compiten por el mismo hábitat o autopista. La preocupación por la pseudociencia no está necesariamente exenta de intereses, dicho esto estando por mi parte —cómo no— del lado de la ciencia, no de la pseudociencia.
13) Con todo, la ciencia, aun cuando implica discernir y calificar, no autoriza a descalificar en el sentido de prohibir unas u otras prácticas más o menos científicas. En su lugar, lo científico estaría en tratar de explicar cómo es que existen prácticas que siendo supuestamente pseudocientíficas funcionan tan bien como las que se suponen científicas, sin despacharlas como absurdas ni suponer que sus practicantes y usuarios son estúpidos o únicamente responden a intereses creados. A este respecto, he invocado el efecto placebo como fenómeno real que se podría utilizar de forma abierta y honesta. Si el razonamiento y la investigación revelaran al fin que la EMDR es más que nada placebo, como me parece, tal vez se rebelarían sus creyentes y practicantes. Sin embargo, calificarlo como placebo no sería ninguna desconsideración. 14) La invocación del placebo en la EMDR no se ha de ver como una devaluación, sino como un esfuerzo por entender su sentido positivo. Afortunadamente, existe un creciente interés en revalorizar el placebo como fenómeno por derecho propio. En la perspectiva del placebo, el estatus de la EMDR quizá resulte más modesto, pero también más honesto. Sin dejar de reconocer, por otro lado, que no hay práctica médica y, para el caso, psicoterapias que no estén tocadas por el placebo. Pero, como se verá en el capítulo 11, el placebo no es lo que se pensaba. En resumen Tras sacar las conclusiones de la comparación entre la EMDR como supuesta terapia pseudocientífica y la CBT como referente de terapia científica, quizá más relevante que dirimir entre estas terapias es ver lo que da de sí la
propia distinción entre ciencia y pseudociencia. La distinción entre ciencia y pseudociencia no deja de estar prisionera de determinada concepción de ciencia, y en concreto de la ciencia natural positivista. Esta concepción es la que se arroga los criterios sobre los que calificar qué es ciencia y, en su caso, descalificar como pseudociencia. Esta concepción está en la base de la corriente principal de la psicología y la psiquiatría, por lo que no se aplica a sí misma. La guerra de las pseudociencias siempre es contra prácticas fuera de la corriente principal que suponen alguna amenaza. La crítica de la pseudociencia, por razonable y necesaria que sea, no está exenta de aspectos extracientíficos, entre ellos la competitividad profesional y la «cuota de mercado». No diré que faltan razones para esta guerra, pero lo que quiero destacar ahora es que resulta más fácil calificar una práctica como pseudociencia que analizar cómo es que funciona si no es científica. Tan o más científico que calificar y descalificar es analizar cómo y por qué funcionan las prácticas pseudocientíficas. Después de todo, no estoy tratando de salvar la EMDR de la etiqueta de pseudociencia. Lo que pretendo es razonar más allá de los lugares comunes. Las ciencias humanas son demasiado complejas como para reducirlas a criterios positivistas. No sé si la EMDR se «salvará» de su consideración como pseudociencia. Puedo adelantar, en todo caso, que la pseudociencia no es la única categoría para considerar los usos y abusos de la ciencia. Aun cuando la EMDR quedara «liberada» del sambenito de la pseudociencia, el cartero siempre llama dos veces. No solo debemos pensar en pseudociencia a la hora de ver los usos y abusos de la ciencia. La difícil distinción en el límite entre ciencia y pseudociencia, además de ser un ejercicio de higiene epistemológica, no deja de encubrir otros abusos de la ciencia más sutiles y acaso más perniciosos, como los abordados en el próximo capítulo.
CAPÍTULO 8
MALA CIENCIA, CIENTIFICISMO, INTEGRACIONISMO Y FRAUDE La pseudociencia no es el único deslinde en relación con la ciencia. De hecho, la demarcación entre ciencia y pseudociencia, más que difícil, parece imposible, tanto que la filosofía de la ciencia parece haber renunciado a ella en favor de la «actitud científica» (McIntyre, 2020). Muchas prácticas científicas cuestionables requerirían de otras calificaciones distintas de la pseudociencia, no necesariamente más condescendientes. El término «pseudociencia» es el más socorrido, pero no el único a la hora de calificar los usos y abusos de la ciencia. Así, hemos visto en los capítulos anteriores cómo la pseudociencia es el leitmotiv a la hora de establecer deslindes en psicología clínica. Pero incluso la psicología mainstream representada por la terapia cognitivo-conductual no está exenta de aspectos pseudocientíficos de acuerdo con su propia idea de ciencia. Tampoco sería la primera vez que la terapia cognitivo-conductual entra bajo el radar de la pseudociencia (Wessler, 1996). Se da la paradoja de que terapias psicológicas de corte positivista mecanicista como las centradas en mecanismos de procesamiento son ellas mismas «víctimas» de su propia concepción científica, al postular mecanismos que no pueden demostrar. La psiquiatría biológica, a la sazón la corriente principal de la psiquiatría, también se ha merecido la calificación de pseudociencia. Se la otorgan, por ejemplo, los psiquiatras estadounidenses Colin Ross y Alvin Pam en su libro enfáticamente titulado Pseudoscience in biological psychiatry (Ross y Pam, 1995), así como el también
psiquiatra norteamericano René Muller en un epígrafe titulado «The pseudoscience of biological psychiatry» de su libro The Four Domains of Mental Illness: An Alternative to the DSM-5 (Muller, 2018). La historia de la psiquiatría como búsqueda de la biología de los trastornos mentales es la historia de promesas una y otra vez fracasadas (Harrington, 2019), lo que vendría a corroborar su «imputación» como pseudociencia. Sin embargo, la noción de pseudociencia no parece la más apropiada para la psiquiatría biológica, ni tampoco para la terapia cognitivoconductual, por cuanto «rezuman» ciencia por todos los lados apropiándose de los estándares de oro de la investigación científica y haciendo gala de la arrogante práctica basada en la evidencia. Acaso su problema con la ciencia sea otro, por ejemplo, mala ciencia, cientificismo, integracionismo o algo así. Importa, pues, abrir más opciones que la categoría de pseudociencia. La mala ciencia de la buena ciencia, ¿cómo puede ser? La expresión «mala ciencia» no alude a una noción unívoca con un sentido preciso, sino que incluye una variedad de sentidos, como creencias infundadas, errores, sesgos, engaños, malas prácticas y, en fin, los siete pecados capitales de la investigación científica (Chambers, 2013). La mala ciencia en estos varios sentidos estaría practicada por charlatanes de todo tipo, periodistas científicos escasamente informados, divulgadores de la ciencia con afán de llegar y epatar al público y científicos en busca de atajos para publicar a toda costa. La mala ciencia se presta a la vulgar divulgación, a la cultura de suplementos dominicales, a ojeadas rápidas en la red, así como a intereses corporativos y profesionales, estados de opinión y trending topics.
Como dice el médico, académico y escritor científico británico Ben Goldacre, líder de la crítica contra la mala ciencia: «Ahora que la ciencia es el marco explicativo dominante con el que damos cuenta del mundo natural y moral, de lo correcto y lo incorrecto, es normal que insertemos una espuria justificación pseudocientífica en nuestra redención» (Goldacre, 2011, p. 28). En este libro y otros, entre ellos Mala farma, Goldacre muestra y desenmascara mucha mala ciencia en la medicina. Por su parte, el médico e investigador danés Peter Gøtzsche es también una figura destacada contra la mala ciencia con títulos como «Medicinas que matan y crimen organizado: cómo las grandes farmacéuticas han corrompido el sistema de salud», «Psicofármacos que matan y denegación organizada» y «Cómo sobrevivir en un mundo sobremedicado». En todos ellos, Gøtzsche muestra tanto la falta de conocimientos que se supone existen como la corrupción a la que la industria farmacéutica habría dado lugar. Este mal uso de la ciencia que denuncian Goldacre y Gøtzsche incluye el fenómeno conocido como «venta de enfermedades» (disease mongering; Conrad, 2007; Moynihan et al., 2002), consistente en inventar y promover diagnósticos como estrategia para vender fármacos y en particular psicofármacos (González-Pardo y Pérez-Álvarez, 2007). Se han inventado y promovido diagnósticos psiquiátricos como el ya comentado estrés postraumático, la ansiedad social, el trastorno de pánico y el trastorno bipolar por señalar los que han hecho época, y se ha convertido la depresión en epidemia como estrategia de marketing farmacéutico. Todas estas invenciones y promociones se valen de la retórica de la ciencia y de la connivencia de numerosos científicos. Ciertamente, ninguno de estos nuevos trastornos viene de la nada, sino que suponen la recalificación de terrenos ya más o menos colonizados o edificables por y para la
industria. Así, la ansiedad social viene de la timidez (antes un modo de ser, estilo de personalidad o incluso estrategia personal), promocionada ahora como algo patológico solucionable curiosamente con un medicamento (Paxil o Seroxat). El trastorno de pánico viene de la recalificación y acotamiento de los síntomas más somáticos de la ansiedad curiosamente tratable con un medicamento (Xanax). El trastorno bipolar viene de la recalificación y «democratización» de la psicosis maníaco-depresiva como algo que ahora encontramos en la mayoría de las depresiones y cambios de humor más o menos notables, también, curiosamente tratado con «estabilizadores del humor». Este eslogan se ha convertido en toda una explicación sin tener entidad psicofarmacológica precisa, que abarca una diversidad de viejos fármacos como litio, anticonvulsivantes y antipsicóticos que ahora encuentran nuevas indicaciones (nichos). La epidemia de la depresión viene de las reacciones depresivas recalificadas ahora como debidas a «desequilibrios de la serotonina», que curiosamente se tratan con recaptadores de la serotonina (Prozac). Asimismo, trastornos ya consolidados en una edad se extienden a otra, como el trastorno bipolar adulto a la infancia y el TDAH infantil a la vida adulta (García de Vinuesa et al., 2013; Pérez-Álvarez, 2018c). Ninguno de estos diagnósticos deja de referir experiencias y comportamientos reales. No dejan de ser hechos reales que padece la gente. Pero la cuestión es cómo se han hecho reales: a través de campañas de sensibilización entre la población a fin de promover diagnósticos como paso para vender medicamentos. Problemas reales de la vida han sido recalificados como trastornos mentales, no por un mejor diagnóstico, ni tampoco por hallazgos neuroquímicos o algo así, sino para comercializar preparados que requerían a su vez preparar el diagnóstico correspondiente. Esto es posible porque los problemas que dan pie a estos diagnósticos constituyen
realidades interactivas (no realidades naturales fijas ahí dadas como las enfermedades propiamente médicas), susceptibles de ser convertidas en las supuestas enfermedades que parecen ser cuando todo está organizado e institucionalizado de esa manera (diagnósticos, idiomas culturales, prestación de ayudas, narrativas personales, modos de pensar de las instituciones). Se trata de un uso de la ciencia que ofrece soluciones a medida para los problemas que la propia investigación científica ha recalificado como trastornos mentales de naturaleza neuroquímica que se superarían con lo que el patrocinador de turno quiere vender. Se trata, sin duda, de un uso sofisticado de la ciencia, sofisticado no solo por engañoso, sino por complejo, sutil e incluso de buena fe. El historiador de la psiquiatría Edward Shorter se refiere a este fenómeno de transformación de dificultades humanas en supuestas enfermedades curables con un «fármaco milagroso» como cientismo, pero también se puede traer aquí como un caso de «mala ciencia». Se está refiriendo Shorter a la época de la fluoxetina, cuando la psiquiatría entró en el cientismo, o para el caso «mala ciencia». Verdadera ciencia, dice Shorter, estaba en el descubrimiento de la fluoxetina como un nuevo antidepresivo, pero terminó en «mala ciencia» (cientismo) cuando la psiquiatría se dedicó a la transformación de dificultades en enfermedades casualmente curables con el nuevo fármaco de turno. Esta transformación —dice Shorter— era posible solo porque la psiquiatría clínica se había enredado ella misma con fuerza en la cultura corporativa de la industria del fármaco. El resultado fue que una disciplina científica como la psiquiatría alimentó una cultura popular de hedonismo farmacológico, ya que millones de personas que, por otro lado, no tenían un trastorno psiquiátrico ansiaban el nuevo compuesto porque este les aligeraba el peso
de la autoconciencia, mientras les mantenía a la vez delgados (Shorter, 1999, p. 324).
Por lo que aquí respecta, hablaremos de mala ciencia en este sentido complejo y sutil, de cómo se puede hacer mala ciencia con buena ciencia y la mejor conciencia. Por supuesto, existe mala ciencia reprochable en un sentido moral y ético, hecha de mala fe, como estrategia sin escrúpulos, pagada y corrupta, como muestran Ben Goldacre y Peter Gøtzsche, entre otros muchos. Pero aquí me referiré ahora a la mala ciencia en la que consistiría la buena ciencia definida por sus estándares metodológicos, por así decir, la mejor ciencia que se hace. ¿Cómo puede ser que la mejor ciencia sea mala ciencia? Puede ser en la medida en que la mejor ciencia según sus propios estándares no se corresponda con el fenómeno o realidad que estudia, o se corresponda malamente a costa de reducirla, seleccionarla o ajustarla a sus métodos. Esta es la cuestión: que la propia ciencia que se aplica en clínica está prácticamente reducida al método científico empleado, que no es otro que el método positivista natural. Como ya dije quizá más de una vez, no hay ciencia sin método, pero tampoco existe el método científico como algo en sí mismo, cuya aplicación confiriera el estatus científico. Puede entenderse este metodologismo en psiquiatría y psicología debido a su afán de parangonarse con las ciencias naturales por el prestigio que suponen. No en balde la psiquiatría y la psicología se codean con las ciencias biomédicas y ahora con la neurociencia como patrón en sus cuatro sentidos: modelo de ciencia, santo de veneración, dueño de la casa a quien servir y patrono que da empleo a quien estudie circuitos neuronales. Un cierto complejo de ciencia —temor por no serlo y pretensión de serlo— acecha a la psiquiatría y la psicología. Siendo ellas mismas expertas en «complejos psicológicos», no deberían pasar por alto sus propios complejos. Sería hora de pasar
del complejo científico natural a la complejidad humana de la psiquiatría y la psicología. Además de las razones particulares de la psiquiatría y la psicología para este metodologismo (complejo incluido), está el «giro epistemológico» de la filosofía y la ciencia del siglo XX cuando el cómo del conocimiento (epistemología) se antepone al qué de las cosas (ontología). Sin embargo, conocidas las limitaciones del giro epistemológico (relativismo, escepticismo y demás), estaríamos ahora asistiendo al «giro ontológico» que empieza por plantear la naturaleza de las cosas como paso a su estudio de la forma metódica que corresponda, como se ha señalado en la parte I, «No hay escape de la filosofía». El método científico estándar en psiquiatría y psicología no se caracteriza precisamente por ser relativista y escéptico, sino, al contrario, por arrogarse la verdad objetiva (basada en-laevidencia), cuyo problema, más que el relativismo y el escepticismo, sería, en este caso, la ontología implícita que asume y genera, como si la realidad se redujera a los datos que capta su método, siendo que, como le dijo Hamlet a Horacio, hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que han sido soñadas por la metodología estándar. Tres serían los aspectos distintivos de mala ciencia en este sentido: – Cuando la ciencia no se corresponde con el fenómeno que estudia o lo hace «malamente». – Cuando las preconcepciones y procedimientos se confirman a sí mismos. – Cuando la ciencia al uso impide ver los problemas de otra manera. Cuando la ciencia no se corresponde con el fenómeno que estudia
La idea básica aquí es que la ciencia natural encarnada por el supuesto método científico (positivista natural) no se aviene plenamente con las realidades psíquicas objeto de la psicología y la psiquiatría, en la medida en que no es posible reducirlas a datos objetivos cuantitativos en aras del método. El «método de oro» de la investigación clínica adoptado en psiquiatría y psicología de la medicina basadaen-la-evidencia es hoy por hoy el ya citado ensayo aleatorizado controlado (RCT por sus siglas en inglés de Randomized Controlled Trial). El RCT proviene a su vez de la agricultura, ni siquiera es autóctono de la clínica. El diseño RCT más simple consiste, como se recordará, en asignar aleatoriamente a personas definidas por una misma condición, por ejemplo, diagnóstico de depresión, a al menos dos grupos: un grupo experimental que recibirá el tratamiento que se quiere probar y un grupo de control que sirva de comparación (de ahí el nombre de «aleatorizado controlado»). Típicamente, el grupo de control recibe un placebo consistente en un tratamiento falso con todas las apariencias de un tratamiento verdadero. Las personas participantes en el estudio desconocen a qué grupo están asignadas, aun cuando estén informadas de esta eventualidad para la que habrían dado su consentimiento. También puede ser que el tratamiento-placebo sea abierto (open-label placebo), de modo que se les dice abiertamente que lo que van a recibir es un placebo, no sin la debida explicación (rationale) de que, a pesar de ello, ha sido útil a otros. El RCT ideal sería uno en el que los clínicos o investigadores desconozcan también si están aplicando un placebo o el tratamiento (lo que es posible en el caso de la medicación y prácticamente imposible en el caso de la psicoterapia). Asimismo, quien evalúa los resultados debería también desconocer a qué grupo pertenecen los participantes. Se entiende que estas precauciones son necesarias a fin de evitar sesgos e influencias. Si el diseño
cuenta con más grupos de control y de tratamiento, tanto mejor. Aunque el concepto «basado-en-la-evidencia» es más amplio, se ha convertido prácticamente en sinónimo de RCT más metaanálisis, que es el análisis de numerosos RCT. Sin olvidar el megametaanálisis: análisis aplicado a numerosos metaanálisis que ya se encuentran sobre un mismo tema, a menudo divergentes en sus estimaciones. Dejando de lado que el RCT tiene sus propios sesgos, que van desde la selección de los participantes (Krauss, 2018) hasta la selección de los datos (Ioannidis, 2019), el problema aquí estaría en que los datos supuestamente objetivos no dejarían de ser subjetivos y los llamados datos subjetivos descartados puede que sean de lo más objetivo. Los datos objetivos no dejan de ser subjetivos, pues la subjetividad del investigador es previa a los propios datos, en la medida en que se decidió estudiar un fenómeno determinado, por ejemplo, la depresión, con tales y cuales cuestionarios, escalas o escáneres. Los datos pueden ser objetivos y cuantificables estadísticamente, pero, por así decir, lo subjetivo ya está dentro, no eliminado. Por su parte, los datos subjetivos pueden ser objetivos amén de reales como datos de la experiencia dados a uno, cuya particularidad no es que sean inobservables, sino observables solamente para un sujeto. Baste recordar el dolor, nada más subjetivo y a la vez real. El arte y la ciencia clínica estarían en objetivar y hacerse cargo de esa parte del mundo que únicamente se da para uno: el paciente que está ahí. Porque, y esta es otra cuestión importante, los datos del modelo científico típicamente derivados de RCT y metaanálisis se refieren a un sujeto que no existe: el promedio. Esta lógica científica contrasta con la lógica clínica centrada en el caso. Para hacerse cargo del caso, se confiaba, antes del método RCT, en el método clínico (y es de esperar que se siga confiando). El método clínico se centra en el caso con toda
su casuística, variables y variabilidad, sin dejar de tener presente posibles patrones (núcleos, Gestalt o prototipos) derivados de la investigación y la práctica clínica. No en vano se ha propuesto la evidencia basada-en-la-práctica como alternativa a la práctica basada-en-la-evidencia, ya que esta termina por ofrecer conocimientos abstractos de sujetos-promedio descontextualizados. No por casualidad el método clínico es él mismo un método científico, aplicable más allá de la propia clínica, como, por ejemplo, en el estudio del desarrollo psicológico realizado por Jean Piaget (1896-1980). Hoy en día el método clínico como método científico se encuentra en el paradigma hermenéutico como contrapuesto al paradigma tecnológico en psiquiatría y en general en el enfoque contextual frente al biomédico, según se ha presentado en el segundo capítulo a propósito de las cosmovisiones científicas. Dicho esto, nada quita que el método clínico pueda compatibilizarse con el método estadístico (Meehl, 2013) y se valga de tecnología como la evaluación situacional en tiempo real (Fonseca-Pedrero, 2018). Asimismo, los RCT se pueden aplicar, cómo no, a estudios cualitativos (De Smet et al., 2020). La cuestión y objeción radican en el hecho de tomar el RCT y el metaanálisis como el «patrón oro» de la investigación clínica. El pluralismo metodológico que sostengo aquí no excluye, por supuesto, el método de oro (RCT + metaanálisis), pero tampoco lo toma como el becerro de oro que tenga que ser venerado como el método científico. De hecho, lo que acabo de apuntar, sobre la base de lo expuesto en el segundo capítulo, sugiere que la «buena ciencia» en psicología y psiquiatría sería una ciencia humana con un método clínico (empezando por la entrevista semiestructurada), en contraposición a la «mala ciencia», que sería la ciencia natural aplicada abstractamente a fenómenos humanos, muy humanos.
Cuando las preconcepciones y procedimientos se confirman a sí mismos La idea básica aquí es que la investigación clínica fácilmente puede incurrir en el espejismo de confirmarse a sí misma debido a artefactos de su propia lógica. Se refiere, para empezar, al abuso de hipótesis ad hoc, ya señalado entre los criterios para definir la pseudociencia, y cómo esta se solapa con la ciencia en una zona gris entre ambas. Así, se han citado dos estrategias en el capítulo 4 ya casi normalizadas en la investigación científica que contribuyen a su confirmación: p-hacking y HARKing: – P-hacking consiste básicamente en hackear los propios datos de la investigación a fin de alcanzar los niveles p de significación estadística mediante la selección de los datos que más contribuyen a su alcance (de los muchos obtenidos) o la recolección de los necesarios hasta alcanzarla (por ejemplo, ampliando la muestra). Esta práctica también se conoce como selección-decerezas (cherry picking) y minería de datos (data mining). Las mejores-cerezas y los datos más vendibles serán objeto del artículo a publicar, tanto más en las revistas más competitivas (Ioannidis, 2019). – HARKing (por sus siglas en inglés de hypothesizing after the results are known) consiste en (re)formular las hipótesis después de conocer los resultados (Kerr, 1998). Se han descrito tres formas de HARKing: (a) utilización de los resultados actuales para construir hipótesis post hoc que luego se presentan como si fueran hipótesis a priori; (b) recuperación de hipótesis de una búsqueda bibliográfica post hoc y que se presenta como hipótesis a priori, y (c) omisión de hipótesis a priori no respaldadas por los resultados actuales (Rubin, 2017).
Tanto p-hacking como HARKing son prácticas reconocidas como «pecados mortales» en la investigación en psicología y en otras disciplinas (Chambers, 2017). Ambas prácticas contribuyen a la verificación de las hipótesis que se quieren probar (y en su caso reprobar), ya sea mediante la selección de los datos «convergentes» (phacking) o bien haciendo que se reajusten ex post facto (HARKing). En la base de estas prácticas está la citada cantidad de decisiones previas de los científicos, entre ellas los valores p de significación estadística (0,05, 0,01). El rango de valores p, a partir de los cuales se fija la prueba de significación de la hipótesis nula, «es el método de inferencia estadística más ampliamente (mal)usado» (Ioannidis, 2019, p. 20). El problema de los valores p no es únicamente que conviertan los resultados en nulos o significativos (0/1, negro/blanco), sino que, a menudo, derivan de las citadas prácticas conocidas como selecciónde-cerezas y minería de datos. Como concluye Ioannidis: Los sesgos de selección fuertes pueden hacer que casi todo (parezca) estadísticamente significativo y es muy probable que estos sesgos operen en muchos, probablemente en la mayoría, de los campos científicos que usan valores de p, especialmente con umbrales indulgentes p < 0,05 para reclamar el éxito. […] Los datos empíricos combinados con argumentos plausibles muestran que los efectos de selección ocurren en múltiples pasos en el proceso de análisis de datos y presentación de resultados, y que estos sesgan fuertemente la selección de los valores de p en la dirección de mayor significación (Ioannidis, 2019, p. 24).
La buena noticia es que no sería necesario fijar a priori un determinado nivel de significación, típicamente entr 0,05 y 0,01. De acuerdo con José Muñiz y colaboradores, «no hay razón para dicotomizar una escala que va de 0 a 100 y perder abundante información por el camino. […] Nótese la arbitrariedad de decir que un valor de p = 0,04
es estadísticamente significativo a nivel de confianza del 95 por 100, y sin embargo otro de p = 0,06 no lo es. Mejor decir que en el primer caso los resultados son estadísticamente significativos con una p = 0,04, y en el segundo con una p = 0,06». Quienes estén interesados juzgarán si esos valores les parecen significativos y relevantes (Fonseca-Pedrero, Muñiz Fernández et al., 2021, p. 43). El abuso de hipótesis ad hoc no es el único criterio compartido por la ciencia y la pseudociencia que contribuye a la confirmación de hipótesis. Se podrían también señalar la falta de autocorrección, que supondría a menudo replantear una línea de investigación (reducida a una discusión ad hoc, a las típicas «limitaciones del presente estudio» y a la letanía de que es necesario seguir investigando); la revisión por pares, que tiende a bendecir lo que se aviene con el consenso y, en fin, el énfasis en la confirmación más que en la refutación. Curiosamente, a los científicos no les gusta estar equivocados. Todavía antes de llegar a los valores p y demás parafernalia científica están las preconcepciones acerca de la naturaleza de las cosas. Se trata de preconcepciones o maneras de pensar impensadas —pensamiento por defecto —, que constituyen obstáculos epistemológicos para el propio conocimiento científico. Dos de los obstáculos epistemológicos descritos por el filósofo e historiador de la ciencia francés Gastón Bachelard (1884-1962) habitan en la psiquiatría y la psicología, o mejor dicho constituyen el hábitat que respiran investigadores, docentes, clínicos y usuarios: el obstáculo verbal y el obstáculo sustancialista (Bachelard, 1987). El obstáculo verbal se refiere a cómo ciertos hábitos del lenguaje, a veces, una sola palabra, constituyen toda una explicación. Bachelard ilustra este obstáculo con la noción de esponja, en tiempos una imagen familiar que se ha utilizado como principio explicativo de numerosos
fenómenos, desde el fluido de la electricidad hasta la esponjosidad del aire. Hoy en día la metáfora que seduce a la razón es el procesamiento de la información, una imagen familiar con la que se explica el funcionamiento de la mente y el cerebro, como si con ello estuviéramos explicando algo. Otro hábito verbal común es el término «síntoma». La noción de síntoma conlleva una preconcepción biomédica por cuanto supone que tal comportamiento o problema es síntoma-de-una-enfermedad o trastorno subyacente. En realidad, uno no usa este término, sino que es usado por él, sin pensar, porque cuando no se piensa, el modelo biomédico piensa por uno. No es que «síntoma» sea un término ilegítimo o impropio, lo que ocurre es que se usa (nos usa) antes de que esté comprobado como síntoma de alguna condición médica y acaso lleve a buscar-y-encontrar tal supuesta condición según los diagnósticos psiquiátricos se establecen por «síntomas» así preconcebidos. El obstáculo verbal (procesamiento, síntoma) culmina con el obstáculo sustancialista, consistente en la «explicación de las propiedades por la sustancia», típicamente algo interior (Bachelard, 1987, pp. 24, 117). Lo que serían actividades, acciones y reacciones, ni que decir tendría, ligadas a contextos y circunstancias, terminan por cosificarse como sustancias interiores, cuyo mayor referente son los diagnósticos psiquiátricos. Preconcepciones como estas están en la base impensada de procedimientos de investigación que fácilmente incurren en el espejismo de autoconfirmarse. Esta lógica autoconfirmatoria se ve en el TDAH, según creo haber mostrado, en el que investigadores y clínicos se confirman a sí mismos, sin duda de buena fe, pero sin estar por ello haciendo la mejor ciencia posible, sino «mala ciencia» en el sentido dicho (Pérez-Álvarez, 2018c). Todo empieza con «ver» síntomas en los comportamientos y problemas de los niños y recibir el diagnóstico de TDAH, de acuerdo con las
preconcepciones y procedimientos al uso. A partir de aquí viene una serie de dicotomías: TDAH
Afectado
Desarrollo atípico
Trastorno del neurodesarrollo
Trastorno mental
NoTDAH
Noafectado
Desarrollo típico
Normal
Normal
Una vez establecida la dicotomía, ya nada será igual. En la vida cotidiana, el niño será visto como «un TDAH» reducido a sus «síntomas». El propio niño se verá como «TDAH». En la investigación científica se buscarán con todo tipo de aparatos tecnológicos y estadísticos diferencias entre diagnosticados de TDAH y normales sin TDAH. Se generarán millones de datos según hoy se pueden hacer un barrido del genoma completo y un escaneo de todo el cerebro; es ahí donde entran a funcionar la «selección de cerezas», la «minería de datos», las hipótesis ad hoc y los valores p. Sin que ningún estudio sea concluyente, todos se presentarán como convergentes (Pérez-Álvarez, 2018c). En realidad, lo que se encuentran son correlaciones estadísticas y correlatos neuronales. El caso es que, aun cuando todo investigador sabe, empezando por los que estudian el TDAH, que las correlaciones y los correlatos no implican relaciones causales, la asunción implícita a veces servida por el lenguaje al uso cuando se habla de «bases» neurobiológicas, pero también explícita cuando se habla de «condiciones» o incluso de «modelos causales» (ecuaciones estructurales), es que los correlatos neuronales son la causa o condición del TDAH. Esta metafísica implícita conlleva la reificación o hipóstasis del TDAH como algo-ahí: una enfermedad neurobiológica (Pérez-Álvarez, 2018c, p. 79).
Con todo, lo peor de la ciencia estándar, por lo que al final la buena ciencia termina por ser «mala ciencia»,
estaría en que impide concebir los problemas de otra manera. De acuerdo con la filósofa de la ciencia Susan Hawthorne: La ciencia se construye sobre conocimiento previo; pero también es cierto que la ciencia previa constriñe la ciencia actual en alguna medida, imponiendo una estructura de formulaciones a priori, categorizaciones y contextos, así como de herramientas, técnicas y modelos experimentales, de interés (Hawthorne, 2014, p. 66).
La propia concepción de la ciencia establecida del TDAH es ya un «obstáculo epistemológico» que no solo se autoconfirma artificiosamente, sino que impide ver las cosas de otra manera (Pérez-Álvarez, 2018c). El caso analizado de la EMDR sería otro ejemplo de esto mismo. Cuando la ciencia al uso impide concebir los problemas de otra manera La idea básica aquí es que la ciencia estándar, se podría decir, estandariza también el modo de pensar, haciendo difícil plantearse los problemas de otra manera, aun cuando otra manera sea igualmente científica. La ciencia estándar, a la sazón la ciencia positivista que se arroga el método científico y se presenta como fuente de la evidencia —la misma que por sus preconcepciones y procedimientos tiende a autoconfirmarse—, no es, por lo pronto, la única manera de concebir la ciencia, ni probablemente la que mejor se corresponde con las realidades clínicas psiquiátricas y psicológicas. A este respecto, sobre la base de la distinción entre ciencia natural y ciencia humana y, para el caso, modelo biomédico y modelo contextual, propongo aquí la ciencia humana y el modelo contextual como marco general de la psicología y la psiquiatría, mejor que la ciencia natural y el modelo biomédico.
Ni que decir tiene que la ciencia humana dentro de un modelo clínico contextual es un conocimiento científico con método, cuyo referente sería el método clínico con base en metodologías cualitativas (empezando por la entrevista), sin dejar de lado para nada la metodología cuantitativa, incluyendo RCT y metaanálisis, pero tampoco sin tomar esta como el criterio de ciencia. Reivindico, pues, el método clínico como él mismo un método científico contando con desarrollos conceptuales (fenomenológicos, contextuales), técnicos (entrevista semiestructurada, análisis cualitativo) y tecnológicos (redes-de-síntomas, evaluaciones telemáticas). A título indicativo de la viabilidad y fertilidad de un replanteamiento así, no dejaría de citar de nuevo el «TDAH» según se puede reformular en términos de estilo de personalidad y formas de vitalidad y, en su caso, para el problema que suponga, ofrecer ayudas sin necesidad de diagnóstico centradas en el problema mismo (PérezÁlvarez, 2018c). La esquizofrenia también se puede replantear en términos de la persona y sus circunstancias en vez de enfermedad del cerebro (Pérez-Álvarez et al., 2016), incluyendo su evaluación y enfoque en una perspectiva fenomenológica contextual (Pérez-Álvarez y García-Montes, 2018, 2019). El cientificismo, la nueva ortodoxia El cientificismo es la consideración de la ciencia como el mejor (si es que no el único) conocimiento sobre el que orientar los distintos aspectos de la vida y de la sociedad. Otras fuentes y formas de conocimiento como las ciencias sociales, las humanidades, la filosofía, las artes o la religión y, ni que decir tiene, la tradición y el sentido común quedan a expensas de lo que diga la ciencia. Y la ciencia por antonomasia es la ciencia natural. La sociobiología, la psicología evolucionista y la neurociencia son ejemplos
notables de la extensión de la perspectiva cientificista a prácticamente todos los asuntos humanos estudiados por las ciencias sociales y las humanidades. Aunque el cientificismo tiene un sentido peyorativo referido al uso honorífico de la ciencia y su aplicación abusiva a ámbitos que exceden el método científico, recibe también elogio por parte de autores que lo reivindican y se declaran cientificistas en su defensa de la ciencia por encima de todo (Bunge et al., 2017). El concepto de cientificismo como término crítico de los usos excedidos de la ciencia para nada implica ninguna desconsideración de la ciencia. Antes bien, la propia ciencia implica o debería implicar una autoconciencia crítica de sus propias posibilidades y límites, siquiera fuera porque antes de que existiera la ciencia a partir del siglo XVII el mundo humano ya había llegado lejos y desde entonces no parece que esté entrando en una suerte de «mundo feliz» que la ciencia estuviera construyendo. De hecho, la propia ciencia plantea problemas que no son ellos mismos científicos, sino, por ejemplo, políticos si, por ejemplo, debemos invertir todos los recursos en la ciencia y en base a qué hallazgo científico que lo justificara, amén de cuestiones éticas y filosóficas. El cientificismo según lo entiendo, de acuerdo con el psicólogo Richard Williams y el filósofo Daniel Robinson, tendría cuatro aspectos descritos en términos de los siguientes principios (Williams y Robinson, 2016, pp. 6-7): – Solamente el conocimiento científico cuenta como conocimiento real. Todo lo demás es mera opinión o sinsentido. El conocimiento científico se define en términos del método por el que se obtiene. Así, el cientificismo sostiene también que hay un método certificable y especificable que cuenta como científico. En la base de esta afirmación del «método científico»
está la asunción de que el mundo es de una naturaleza que se aviene a tal método y no a otro. – El método científico es por antonomasia el método de las ciencias naturales. Las ciencias naturales son apropiadas para todas las ciencias y, prominentemente, para las ciencias sociales o ciencias humanas. – El cientificismo supone y promueve la confianza en la ciencia para producir conocimiento y resolver los problemas que afronta la humanidad. Tal confianza sería razonable si el mundo, en cada aspecto de la realidad, fuera de una naturaleza que lleva por sí misma a su estudio por la ciencia concebida y construida como lo está la actual ciencia natural. – El cientificismo hace afirmaciones metafísicas. Este cuarto principio resume las asunciones implícitas de los otros tres. El cientificismo no es solo una actitud sobre la ciencia y su poder. Supone una metafísica naturalista, fisicalista y mecanicista de los asuntos humanos. Tal metafísica viene a ser el aspecto central del cientificismo. El cientificismo ha llegado a ser la «nueva ortodoxia» para entender y resolver las cuestiones humanas. El cientificismo viene a ser un fundamentalismo con principios metafísicos y derivaciones concernientes a normas y valores sobre los que regir los asuntos humanos. Estaríamos hablando de un «fundamentalismo científico» en analogía con el fundamentalismo religioso. Se suele considerar el fundamentalismo religioso como primera analogía o referente. Sin embargo, de acuerdo con Gustavo Bueno, la idea de fundamentalismo científico es anterior al fundamentalismo religioso. El prototipo de fundamentalismo científico está en la geometría euclidiana, con sus axiomas y deducciones, cuya estructura adopta la teología dogmática, en tiempos modelo de ciencia con sus
conclusiones teológicas y «mixtas» de fe y razón (Bueno, 2015, pp. 19-21). No por casualidad se ha presentado (tendenciosamente) la ciencia como la nueva religión que estaría ocupando hoy el espacio (poder valorativo y normativo) que esta ocupó en su día. El hecho de que el secularismo no esté exento de religión y espiritualidad revela que esta «ocupación» científica del espacio otrora religioso no es una mera sustitución, como si dijéramos, de la fe por la razón. Se trata más bien de una reutilización (lo que Bueno llama «inversión teológica»), de modo que donde estaba Dios está ahora la Ciencia. La ciencia de los «ateos científicos» pareciera ella misma una «teología dogmática» con sus principios metafísicos a menudo implícitos, sin hacerse cargo del fenómeno religioso. Hacerse cargo de la religión como fenómeno humano llevaría a su estudio y comprensión antropológica y filosófica, como haría un ateo capaz de contemplar la religión sin despacharla como mera superchería. Es el caso del ateo Gustavo Bueno, quien elaboró toda una concepción materialista de la religión en términos de la relación de los humanos con seres numinosos que no podrían ser otros que los animales en su obra El animal divino. También hay una utilización de la ciencia por parte de la religión, por ejemplo, cuando se justifica el mindfulness («religión secular»; Wilson J., 2014) en base a los cambios neuronales resultantes de la meditación. Sin olvidar al dalái lama como adalid reconocido de la neurociencia. En este contexto, el elogio del cientificismo a la manera de Bunge y colaboradores revela más que nada el fundamentalismo científico —cuasirreligioso— de sus proponentes, convictos, confesos y posesos como parecen estar de la ciencia, plagada sin embargo de asunciones metafísicas, entre ellas tomarse a sí misma como conocimiento fundamental sin fundarse en la propia ciencia, y en este caso en cuál de ellas. Porque, en rigor, no existe la ciencia, sino las ciencias (física, etc.).
Dentro del fundamentalismo científico, se destacan aquí el fundamentalismo tecnológico y el fundamentalismo psicológico (Bueno, 2015). El fundamentalismo tecnológico es una derivación del fundamentalismo científico consistente en la traslación de la ciencia a la solución de problemas. Todo tipo de problemas, incluyendo la muerte, ahora se ve como un problema técnico. Si no fuera porque la pandemia de la COVID-19 parece poner las cosas en su sitio. Resulta que tenemos un cuerpo vulnerable y se han de tomar medidas de toda la vida sin esperar a la evidencia científica. El fundamentalismo tecnológico es primo hermano del solucionismo, la optimización y las «mejores prácticas», tendencias convertidas ya en una normativa incuestionada. La noción de «mejores prácticas» implica un circuito de retroalimentación entre investigadores y profesionales, así como entre instituciones científicas, agencias nacionales, empresas, fábricas, escuelas y familias, cuyas supuestas mejores prácticas solo se pueden disputar en términos de prácticas aún mejores, no mediante la objeción de lo que promulgan. Así opera la práctica basada-en-la-evidencia como «método de oro» de la investigación clínica, la «nueva ortodoxia», que se confirma a sí misma tan de buena-fe como con fe-ciega en lo que hace. En este sentido, el cientificismo se junta con la mala ciencia. El fundamentalismo psicológico tiene una primera caracterización debida a la creciente importancia de la «perspectiva psicológica» en el curso de la historia occidental al hilo de los cambios sociales y políticos que supusieron la transformación del «modo de producción feudal» en el «moderno modo de producción capitalista» (Bueno, 2015, p. 36). El fundamentalismo psicológico se vería hoy en el uso (abusivo) de la psicología para explicar y tratar de solucionar problemas sociales (si se prefiere psicológicos) como si fueran autóctonos de los individuos, resultantes de presuntas averías mentales, cosa de
computación neurocognitiva o algo así. Ni que decir tiene que la psiquiatría y la neurociencia serían «cómplices» inestimables de este proceso de individualización y naturalización de problemas que, por más que psiquiátricos o psicológicos, no dejan de tener raíces y dimensiones sociales, interpersonales, comunitarias y culturales, ligadas a situaciones y formas de vida. Este fundamentalismo psi es solidario de la autoconcepción de la psiquiatría y la psicología como ciencias naturales basadas en el método científico (cientificismo). Una fuente de cientificismo en psiquiatría está en la asunción de que los trastornos mentales son entidades naturales, lo que implica el diagnóstico, la patogénesis y la intervención (Stein e Illes, 2015). Es así, de acuerdo con estos psiquiatras, cuando se supone que el diagnóstico se basa en categorías esencialistas o tipos naturales, la patogénesis se especifica en términos de leyes causales y la intervención se dirige a una diana. La cuestión, frente al cientificismo, sería no caer en escepticismo consistente, según estos autores, en considerar los trastornos mentales como meras construcciones sociales, y la causalidad, cosa de poder político. En su lugar, proponen un enfoque integrativo (Stein e Illes, 2015). No dejaría de observar, por mi parte, que esta integración resulta tan armoniosa como oscura, porque ¿cómo se pueden integrar posiciones contrarias? Sirva esta apreciación como anticipo de la dificultad del integracionismo por más que pareciera lo más razonable. Otro aspecto del fundamentalismo psi, además de la individuación y naturalización de los problemas y su solución tecnológica, es el uso (también ideológico) de la psicología y la psiquiatría para «estar mejor que bien». Ya no se trata solamente de la mejoría a partir del estar-mal, sino de la mejora del bienestar. Se refiere, por ejemplo, por parte de la psicología a la psicología positiva como pretendida ciencia de la felicidad, y por parte de la
psiquiatría, a la psiquiatría cosmética, también con sus «píldoras de la felicidad» y demás. La proclamación de la Organización Mundial de la Salud en 1948 de la salud como «un estado de completo bienestar físico, mental y social» contribuye probablemente a generar expectativas maximalistas de pleno bienestar como si fuera un asunto científico-técnico que atañe a las profesiones sanitarias. El aspecto cientificista aquí estaría en arrogarse fines, como el completo bienestar, que seguramente están más allá de soluciones técnicas, médicas, psiquiátricas y psicológicas. Una calibración más precisa del cientificismo consiste en describir ciertas características o signos, como los llama la filósofa de la ciencia Susan Haack en un artículo ya célebre (Haack, 2010). No se trata, por supuesto, de ningún test o algo así, sino de una serie de criterios que pueden servir para reconocer aspectos de cientificismo. Cada criterio es revelador de un aspecto cientificista, y la suma de ellos, tanto más reveladora de cientificismo. Así, por ejemplo, hemos aplicado estos criterios uno por uno a la psicología positiva tomando como material publicaciones señeras. La conclusión es que la supuesta ciencia de la felicidad que se arroga la psicología positiva sería más que nada cientificismo (Pérez-Álvarez et al., 2018, pp. 77-83). Se enuncian a continuación estos signos o criterios de Haack haciendo especial hincapié en algunos aspectos de particular interés en psiquiatría y psicología clínica: 1) Usar las palabras «ciencia», «científico», «científicamente», etc., de manera honorífica, como términos genéricos de encomio epistémico. El uso de estos términos es moneda corriente como marchamo de hallazgos, conocimientos y procedimientos, sin menoscabo, naturalmente, de su legitimidad y pertinencia cuando sea el caso. Un tic de este tipo es el aferramiento a los datos, como diciendo que todo lo demás no es científico.
2) Adoptar las maneras, los símbolos, la terminología técnica, etc., de las ciencias, sin tener en cuenta su utilidad real. La estadística, empezando por las pruebas de significación, las neuroimágenes y eslóganes de supuesta base científica, es una de estas maneras. Entre los eslóganes figuran los famosos «desequilibrios neuroquímicos» y «estabilizadores del humor», que volveremos a encontrar en el capítulo 10. 3) Una preocupación por la demarcación, por ejemplo, por trazar una clara línea entre la ciencia genuina y la que no lo es. La referencia a la práctica basada-en-la-evidencia o en pruebas genera automáticamente una demarcación expulsando lo que no derive de RCT y no haya sido sometido a metaanálisis fuera del recinto científico. La «guerra de la pseudociencia» no deja de puntuar en este aspecto en la medida en que se apliquen criterios dogmáticos típicamente a cuenta del famoso método científico. Ya hemos visto la dificultad, si es que no imposibilidad, de definir la demarcación entre ciencia y pseudociencia. 4) Una preocupación correspondiente por identificar el «método científico», que se presume explica cómo han sido tan exitosas las ciencias. La referencia al método científico es el mantra del cientificismo. 5) Buscar en las ciencias las respuestas para preguntas que están más allá de su alcance. La felicidad y el completo bienestar son ejemplos notorios. 6) Negar o denigrar la legitimidad o el valor de otras clases de investigación aparte de la científica, o el valor de ciertas actividades humanas distintas a la investigación, como la poesía o el arte.
Aunque a veces se encuentran desprecios explícitos hacia la filosofía, las humanidades y la literatura como saberes sin base empírica o algo así, la denigración es más a menudo implícita a cuenta del aferramiento a los datos. Ocurre cuando uno asegura que se basa en datos, dando a entender que todo lo demás serían opiniones y creencias. No obstante, quien se aferra a los datos es como aquel que se agarra a una farola para sostenerse sin utilizarla para ver lo que hay. Afortunadamente, tanto para bien como para mal, en este caso para bien, la psicología y la psiquiatría albergan una pluralidad científica y metodológica que va más allá de su cientificismo naturalista y metodologista. Como dijo Friedrich Hölderlin (1770-1843), «allí donde crece el peligro, crece también la salvación». El integracionismo, a menudo sin escrúpulos El integracionismo alude a la tendencia a incorporar las diferentes cosas (perspectivas teóricas, niveles de análisis, datos, procedimientos) que se muestran relevantes en relación con un tema o problema, para el caso, un trastorno psicológico o psiquiátrico. Esta tendencia pone de relieve tanto la complejidad de aspectos y factores implicados como la pluralidad de enfoques existentes. No se ha de suponer, sin más, que la pluralidad de enfoques se debe a la propia complejidad del fenómeno. La complejidad del fenómeno también puede deberse en alguna medida a la propia pluralidad de enfoques existentes. Cada enfoque pone un trazo en el cuadro y reclama su parte. Podría darse el caso de que el hecho de contar ahora con conocimientos de las sinapsis y procedimientos de escaneo del cerebro y de todo el genoma lleve a ponerlos en juego en todo tipo de problema, cuando quizá fuera suficiente
estudiar el problema en términos comportamentales, funcionales y contextuales. Recuérdese la parábola del guiño, cómo ni aun la mejor descripción de la inervación implicada en el parpadeo serviría para distinguir un simple tic de un guiño. El TDAH podría ser también un ejemplo de este tipo (Pérez-Álvarez, 2018c). La ansiedad y la depresión como condiciones existenciales relacionadas con circunstancias de la vida (amenaza, incertidumbre, pérdida) podrían entenderse y atenderse cabalmente como tales reacciones humanas, muy humanas, a las vicisitudes de la vida, sin necesidad de apelar a la amígdala, que sin duda estará implicada, al igual que tantos otros procesos fisiológicos si se pusiera la lupa sobre ellos. La cantidad de aspectos subpersonales —celulares, moleculares, circuitos neuronales, etc.— que sin duda están implicados entran en escena, acaso debido más a la «cientificitis» que he llamado «mala ciencia» y cientificismo que a la naturaleza del problema. Todo lo que hoy en día se puede relacionar y estudiar puede también enmarañar la propia complejidad del fenómeno. Y lo que sería peor, llevar a buscar las claves en el sitio equivocado, como aquel que busca las llaves debajo de la farola por ser donde hay luz mientras permanece en la oscuridad lo que realmente importa. Pareciera que hoy la luz viniera de las neuroimágenes. El carácter interactivo —más que natural-fijo— de las realidades psiquiátricas y psicológicas se presta a un archipiélago de nichos de investigación y de enfoques, difícilmente dable en medicina. La pluralidad no está meramente entre un enfoque psiquiátrico y psicológico, sino y sobre todo dentro de cada uno de ellos. Ambas disciplinas (psiquiatría y psicología) se solapan en buena medida y también difieren y a la vez están entrecruzadas por otras disciplinas con sus enfoques de investigación de la psique humana. Cualquier psiquiatra y psicólogo se encuentra con una variedad de explicaciones: cognitivas,
psicodinámicas, sistémicas, existenciales, sociológicas, culturales, neurocognitivas, neurológicas, genéticas, epigenéticas, por nombrar las más socorridas. No es fácil orientarse en semejante jardín borgiano de senderos que se bifurcan. Puestos en el laberinto psiquiátrico y psicológico, caben varias salidas, no tanto del laberinto mismo, si acaso de la perplejidad, confusión y también desazón que produce. Así, uno podría quedarse en un rincón y aferrarse a su farola, llámese farola basada-en-la-evidencia, biomédica, psicodinámica, cognitivo-conductual o sistémica (muchas farolas). Podría también explorar distintos rincones, más o menos distantes de la farola del lugar. No muy distantes unas de otras pueden encontrarse distintas farolas, ya sea en el mismo centro de salud, universidad, revista científica o texto clínico. En fin, uno podría igualmente deambular por aquí y por allí, según brillen o deslumbren las farolas de turno, sin que falte la sensación de volver a pasar por el mismo sitio una y otra vez. Después de todo, no hay tanto nuevo bajo el sol. Más allá de cualquier «arreglo» personal, la cuestión de fondo es de nuevo la tensión entre la unidad y desunidad de la ciencia y, para el caso, las posibilidades y límites de la integración (Gijsbers, 2016). Por poder, se puede integrar todo. Otra cosa es lo que resulte. Bastaría con juntar todo lo que se quiere integrar. Pero integrar no consiste meramente en juntar. Hoy pareciera obligatorio incluir genética, epigenética, neuroquímica, circuitos neuronales, vulnerabilidad, resiliencia, experiencias, traumas, interacciones sociales y factores culturales, a veces, por este mismo orden y a menudo con flechas en (casi) todas las direcciones. Sin embargo, son cosas de distinto orden. Podríamos llamarlo «integracionismo sin escrúpulos». La integración también se puede referir a la terapia. La terapia de integración consiste básicamente en incorporar conceptos y procedimientos de distintas terapias en una
perspectiva transteórica. Sin embargo, para que no salga una terapia tipo Frankenstein debería tener una cierta base, que probablemente habría de ser alguna de las terapias existentes, con lo que terminaría por ser una determinada terapia que integra aspectos de otras. Lo cierto es que existen tantas terapias de integración como proponentes de esta perspectiva. Tampoco sería la primera vez que tratando de diseñar un caballo sale un camello. Naturalmente, el camello también corre, olvidándose acaso que iba para caballo. Difícilmente se puede concebir una integración sin alguna base teórica y habría que ver qué base. Una integración ateórica consistente en «herramientas» de aquí y allí sería ciega, en el sentido en que son ciegas las técnicas sin teorías, podría decir Kant, así como las teorías serían cojas sin técnicas. La EMDR sería un ejemplo de integracionismo tanto de distintos niveles de análisis como de terapias. La deriva hacia modelos neuronales evidencia este integracionismo consistente en estudiar mecanismos que involucran diferentes áreas del cerebro, incluyendo sistema límbico, lóbulo frontal, corteza cingulada, etc., en relación con el protocolo completo (Landin-Romero et al., 2018, p. 18), que ya es él mismo una terapia de integración que a su vez incluye, entre otros elementos, escucha empática, psicoeducación, pruebas psicométricas, reestructuración cognitiva, asociación de recuerdos, modificación de esquemas tempranos inapropiados, uso del interrogatorio y metáforas socráticas, exposición en imaginación, desensibilización, relajación, trabajo teniendo en cuenta las sensaciones, el comportamiento y el contexto sistémico o la atención plena (Haour et al., 2019, p. 6). Este largo párrafo refleja de alguna manera la mezcolanza de un integracionismo sin escrúpulos. Por su parte, la CBT también parece entrar en el integracionismo de todo con todo, como se ve en el «modelo unificado de la depresión». El modelo integra genética, neuroanatomía, personalidad,
neuroquímica, evolución y clínica, reuniendo elementos que van desde la conservación de energía hasta las distorsiones cognitivas (Beck y Bredemeier, 2016, pp. 607-608). Integracionismo sin escrúpulos. Otro ejemplo notable de integracionismo sin escrúpulos se puede ver en los criterios de dominio de investigación, los conocidos RDoC (por sus siglas en inglés de Research Domain of Criteria). El proyecto RDoC integra ocho niveles de análisis: genes, moléculas, células, circuitos, fisiología, conducta, autoinforme y paradigmas, sin esclarecer qué es un trastorno y cómo se diferencia de la normalidad, asumiendo que «los trastornos mentales son enfermedades del cerebro» (Insel, 2010), como si el estudio del cerebro excusara cualquier otra aclaración (Wakefield, 2014). El modelo RDoC se presenta conforme a una matriz de columnas con los distintos niveles de análisis (genes, moléculas, etc.) y filas con los dominios o constructos que estudia: sistemas de valencia negativa (miedo, ansiedad…), sistemas de valencia positiva (motivación, hábitos…), etc. En el cruce de columnas y filas hay una casilla para los hallazgos de la investigación. Cada casilla va albergando cantidad de hallazgos que, por supuesto, no dejan de tener sus relaciones con otros niveles y dominios. De este modo, es de suponer que el proyecto tiene el éxito prácticamente asegurado, porque datos que «encasillar» no faltarán, habida cuenta además de que el proyecto dispone de gran financiación, puesto que está promovido por el Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos. El futuro dirá si el éxito será también su exitus. Porque aquí también el cartero llama dos veces. Si el proyecto queda en un montón de datos sin orden ni concierto por la falta de clarificación de la que ya parte, como supongo, asistiríamos a su final o para el caso exitus, aun cuando no vaya a haber una fecha de cese. Si por el contrario el proyecto funcionara como supone la psiquiatría-RDoC y se encontraran los circuitos averiados en la base de los
trastornos psiquiátricos, moriría de éxito, porque entonces la psiquiatría pasaría a ser neurología o, como prefieren llamarla, neurociencia clínica. La psiquiatría habría llegado a su fin. Curiosamente, podría ser la ambigüedad entre buscar bases neurobiológicas y no encontrarlas lo que mantiene a la psiquiatría biológica. Mientras las busca y se autoconfirma con correlatos y correlaciones, se mantiene como ciencia biomédica, pero si tuviera éxito en la búsqueda y encontrara las causas genéticas y neurobiológicas, entonces dejaría de ser psiquiatría, entendida esta como disciplina de los trastornos psíquicos o mentales. El integracionismo sin escrúpulos sirve también a esta ambigüedad. Las posibilidades de integración son ciertamente totales si de lo que se trata es de juntarlo todo sin ningún criterio. Sin embargo, no todo es juntable y ajustable, pues hay cosas que pertenecen a órdenes y niveles de análisis distintos (molecular, experiencial, formas de vida, estructuras sociales), así como conceptos y «herramientas» de diferentes marcos (psicodinámico, existencial, cognitivoconductual). Aun cuando sobre el papel se puede integrar todo en un modelo lleno de flechas con la correspondiente narrativa, la integración de todo es inviable en la práctica clínica y en la investigación. De la retórica integracionista no se escapan los artículos científicos, cuando en la discusión final establecen conexiones con otros enfoques y niveles de análisis que las «líneas futuras» podrían establecer, lo que a menudo no es más que pura retórica. El integracionismo es la ortodoxia de la literatura científica y de la práctica clínica. La integración de todo parece de lo más científico, amén de razonable, pero también pone de relieve una cierta pereza de pensamiento. Tampoco es obligatorio integrar todo con todo y, al contrario, es también importante discernir. La propia ciencia no se caracteriza precisamente por mezclar, sino más bien por analizar y ver qué está
relacionado y qué no lo está. Y, antes que nada, está la madre del cordero: qué ciencia sería más adecuada según el fenómeno en estudio: si, por ejemplo, una ciencia natural o una ciencia humana. De acuerdo con el planteamiento que sigo, entiendo que sería más apropiado abordar los trastornos psicológicos o psiquiátricos desde una psicología y una psiquiatría concebidas como ciencias humanas, en vez de como pretendidas ciencias naturales centradas en supuestos mecanismos neurocognitivos averiados. El fraude, con su ciencia El fraude es una figura diferente de las anteriores (mala ciencia, cientificismo e integracionismo), en las que para nada hay ánimo de engaño, sino, bien al contrario, esfuerzo y buena voluntad de hacer lo mejor, por más que pudieran defraudar o resultar engañosas en algunos aspectos. Además, esas figuras anteriores son específicas de la ciencia. El fraude, el engaño o la mentira son prácticas comunes a muchas actividades y anteriores a la existencia de la ciencia. Aunque comunes y anteriores, el fraude, el engaño o la mentira han llegado a la ciencia, no sin su particularidad. El fraude científico tiene su ciencia. No se enseña, pero se aprende. El historiador de la ciencia Federico di Trocchio habla de «engañología» en su obra Las mentiras de la ciencia. Como dice, el engaño siempre ha sido un arte, pero desde algún tiempo se ha convertido en una ciencia (Di Trocchio, 1995). El fraude de la ciencia empieza por el engaño de unos científicos a otros, lo cual, es de suponer, no debe de ser fácil, porque los científicos están al tanto de lo que se sabe. Además, expertos en cada campo evalúan los proyectos de investigación —si son o no merecedores de financiación—, así como los trabajos antes de su publicación —si están bien hechos y sus resultados son sostenibles—. No es
sencillo cometer un fraude científico, de modo que quien lo hace, además de interés en ello, debe tener arte y ciencia para conseguirlo. Luego viene el engaño de los científicos a los periodistas y de estos a la gente, de modo que el engaño puede terminar en estafa. Lo cierto es que hay una fina línea gris entre la ciencia y el fraude, como muestra el ya citado Chris Chambers en Los siete pecados mortales de la psicología (Chambers, 2017). Prácticas en la fina zona gris entre la ciencia y el fraude son las ya señaladas de elegir las mejores cerezas (cherry picking), la minería de datos, el hackeo de los propios datos en orden a alcanzar los grados de significación deseables (p-hacking) y el reajuste y selección post hoc de las hipótesis (HARKing). Todas estas prácticas tienden a confirmar las teorías, modelos y líneas de investigación que uno sigue, pudiendo resultar al final engañosas y fraudulentas. El fraude científico no es exclusivo de ninguna ciencia, ni tampoco cosa de científicos menores. Di Trocchio muestra fraudes en todos los campos científicos e incluye figuras señeras de la ciencia. La psicología estaría, por así decir, representada por el caso de «El hombre de los lobos» de Freud y por el asunto de Cyril Burt. Por lo que respecta al caso de Freud, el fraude estaría en que el paciente en realidad no se habría curado, por más que se presenta como un caso paradigmático de la terapia freudiana. El paciente, ahora identificado por su nombre, Sergej Pankejeff —S. P. en el relato de Freud—, vivió en Viena hasta su muerte en 1978, al parecer «subvencionado» por la Fundación Sigmund Freud, a fin de evitar que abandonara la ciudad y consultara con otros psicoanalistas que desvelaran el fracaso de Freud. Por lo que respecta al asunto Burt, se trata de la invención de datos y colaboradores en relación con sus estudios sobre la herencia de la inteligencia.
Por lo que respecta al propio Di Trocchio, no deja de ser tendencioso en lo tocante a Freud por cuanto parece sugerir falseamiento de este y otros casos, sin captar el sentido del método freudiano, cuyos problemas científicos son otros, pero no justamente el fraude, engaño o falsedad, sin menoscabo de la «subvención» a Pankejeff y su persistente falta de mejoría. Respecto a Burt, Di Trocchio no deja de ser en este caso ambiguo señalando por un lado que «el tribunal de la ciencia no puede seguir considerándolo culpable» (después de que se publicaran libros en su favor) y por otro que es un ejemplo de estafa (Di Trocchio, 1995, p. 298). Fraudes más documentados y reveladores en psicología, algunos convictos y confesos, son los expuestos por Chambers en el capítulo sobre el «pecado de corruptibilidad» (Chambers, 2017). Lo interesante del estudio de Chambers, él mismo un psicólogo investigador en neurociencia cognitiva, es que sitúa el fraude en esa fina zona gris en la que se mueve la práctica científica y el ser o no ser como científico, resumido en la conocida disyuntiva «publicar o morir». Al final, el que defrauda defrauda, pero importa ver cómo y por qué, dejando de lado la socorrida explicación de la «manzana podrida». Chambers describe la anatomía del fraude a partir del caso bien conocido del psicólogo holandés Diederik Stapel (nacido en 1966), destapado en 2011 y que llevó a la retirada de 58 artículos publicados en revistas punteras. El propio Stapel ha reconocido las acusaciones y ha relatado sus falsificaciones (Stapel, 2014). Como tantos investigadores, Stapel quería resultados positivos y se esforzaba por conseguirlos en una cultura donde 1) las pruebas estadísticas dejan a menudo los resultados en la incertidumbre; 2) las revistas tienden a rechazar los resultados negativos; 3) las inconsistencias y replicaciones fallidas se achacan a diferencias metodológicas y a la cantidad de cosas de las que depende
todo en psicología, y 4) los hallazgos publicados se suelen ver (falsamente) como los auténticamente positivos. En el marco de esta cultura, se entienden las presiones y tentaciones de los investigadores. Supónganse esos datos que no acaban de alcanzar el grado de significación p deseado y que acaso lo podrían alcanzar con una muestra más amplia o eliminando algunas puntuaciones «atípicas». Empieza así el p-hacking, que luego puede completarse con el reajuste de las hipótesis, el citado HARKing. Incluso todo pudo empezar antes con una previa minería de datos y selección de cerezas. Supónganse esos experimentos en los que unos obtienen resultados positivos de acuerdo con las hipótesis mientras que otros los obtienen poco concluyentes o incluso contrarios a la misma. ¿No sobran algunos que quizá parecen atípicos? ¿No sería mejor hacer otros experimentos más? Más en concreto, ¿dónde estaría el fraude en los siguientes supuestos que plantea Chambers (2017, p. 105)? 1) Un científico tiene 100 observaciones y descarta 80 que van contra las hipótesis. 2) Un científico realiza 10 experimentos y publica dos cuyos resultados van a favor de las hipótesis. 3) Una revista revisa 10 manuscritos sobre un tema y publica los dos que refieren resultados estadísticamente significativos. «Las cosas se vuelven complicadas», dice Chambers. En un respiro, pasamos de la deshonestidad individual al problema «cultural» de los sesgos de publicación. Podemos ahora asumir una menor responsabilidad individual olvidando que la estructura de incentivos en el escenario 3 («Publicamos solo resultados positivos») conduce al escenario 2 («Escribiré solamente los resultados que puedo publicar»), que, a su vez, estimula el escenario 1 («Necesito que el estudio muestre resultados positivos»). A menos que definamos estrechamente el
fraude como (únicamente) el tipo extremo de fabricación preparada por Stapel, es difícil, si no imposible, distinguir actos fraudulentos más flagrantes del continuum de prácticas deshonestas en el nivel individual y de grupo (Chambers, 2017, p. 106).
Podría parecer que el sistema de publicación y la carrera como investigador estuvieran diseñadas para incentivar y moldear prácticas científicas potencialmente fraudulentas, empezando por esas que están en la zona gris, pero en cualquier caso ya no en la zona blanca de la honestidad que se les supone a los científicos. El caso de Stapel es el más conocido, pero distintos grados de fraude no son raros. Un estudio de Daniel Fanelli encontró que, en promedio, alrededor del 2 % de los científicos de diferentes campos admitieron haber fabricado, falsificado o modificado datos o resultados al menos una vez, y hasta un tercio admitió una variedad de otras prácticas cuestionables, incluyendo la eliminación de datos y el cambio del diseño, metodología o resultados de un estudio en respuesta a las presiones de una fuente de financiación (Fanelli, 2009, p. 8). En una encuesta a 2.000 psicólogos, en torno al 60-70 % reconocen no haber referido todos los datos encontrados o recabar más en vista de que no alcanzaban el nivel de significación; entre el 30 y el 50 % reconocen no haber revelado todas las condiciones del estudio, dejar de recopilar datos una vez logrado el resultado deseado, redondear los niveles de significación, publicar solo los estudios que «funcionaron», excluir datos después de ver el efecto que tenía hacerlo o afirmar haber predicho un resultado que en realidad había sido inesperado (John et al., 2012). El fraude no es una categoría todo/nada, sino una dimensión desde esa fina zona gris entre la fabricación descarada y la producción científica. Aun cuando científicos en particular sean poco cuidadosos y de hecho produzcan
publicaciones y hagan carreras brillantes sin la debida escrupulosidad científica y ética, lo cierto es que por lo general el fraude científico termina por ser detectado y desenmascarado, gracias a que la ciencia es una empresa colectiva. No solo ocurre que otros científicos van a estudiar los hallazgos de uno y ponerlos a prueba, sino que también existen «cazadores de fraudes». Incluso puede ser que la avaricia de unos investigadores por hacerse un nombre con atajos se encuentre con la envidia de otros, y que eso derive en su desenmascaramiento. También la envidia puede cebarse con difamación. Con todo, la dificultad para detectar y desmontar el fraude puede ser mayor en las ciencias humanas que en las ciencias naturales. En las ciencias humanas, empezando por la psicología y la psiquiatría, los hallazgos difícilmente van a chocar con alguna teoría que los haga sospechosos (como pasaría si un físico dijera haber encontrado algo más rápido que la luz). En psicología, cualquier resultado difícilmente contraviene una gran teoría. Por el contrario, es fácil que haya alguna teoría que los acoja (Muthukrishna y Henrich, 2019). Así, datos falsos pueden encajar en alguna teoría o marco de explicación. Paradójicamente, es el hecho de que parezcan perfectos lo que puede hacer que resulten sospechosos, demasiado buenos para ser verdaderos. Es más, resultados falsos pueden ser confirmados por otros, como le pasó al propio Stapel. Como dice él mismo: «A menudo descubría, unos meses o años más tarde, que otro equipo de investigadores, en otra ciudad u otro país, había realizado más o menos el mismo experimento y había encontrado los mismos efectos. Mi investigación de fantasía había sido replicada. Lo que parecía lógico era cierto, una vez que lo había falseado» (Stapel, 2014, p. 128). Esto significa al menos dos cosas. Por un lado, las falsificaciones no son burdas, sino lógicas de acuerdo con la literatura (el engaño tiene su ciencia). Por otro, los
científicos que buscan en la literatura ven y se fijan en lo que les interesa para su propia investigación e hipótesis. Uno se podría preguntar cuántas teorías hay en psicología y psiquiatría que ni son verdaderas ni falsas, porque nada las refuta ni tampoco las acaba de confirmar, y que se mantienen ahí más allá de su utilidad o novedad inicial, de vez en cuando retomadas y realimentadas, lo que unos autores llaman «teoría de los muertos vivientes» (undead theory; Ferguson y Heene, 2012). Una teoría no-muerta es una teoría que continúa en uso, que resistió los intentos de falsación, ignoró los datos no confirmatorios, pasó por alto las réplicas fallidas mediante el uso dudoso de metaanálisis o simplemente se mantuvo en un estado fluido con suposiciones implícitas cambiantes de tal manera que su falsación no es posible (Ferguson y Heene, 2012, p. 559). Esto pasa más fácilmente en psicología y psiquiatría, donde se confirman el 91,5 % de las hipótesis —en comparación con el 72 % en las ciencias llamadas «duras»— (Fanelli, 2010). Si de confirmación de hipótesis se tratara, la psicología y la psiquiatría estarían en el top de las ciencias. Puede que los psicólogos y psiquiatras sean más clarividentes que otros científicos. Pero también puede ser que las ciencias en las que se mueven hagan más fácil parecer que están en lo cierto, llegando ellos incluso a creérselo de buena fe (aunque no sin la mala-fe, en el sentido sartriano, de dejarse autoengañar). Todo esto no hace sino advertir acerca de la necesidad de un uso riguroso de los métodos de investigación, así como de la vigilancia epistemológica de cómo se alcanza el conocimiento. En resumen Tras el tropiezo en los capítulos anteriores con la dificultad, si es que no imposibilidad, de diferenciar entre ciencia y
pseudociencia, se han puesto de relieve otras situaciones de abusos de la ciencia tanto más perniciosos que la propia pseudociencia. La obsesión con la pseudociencia parece estar impidiendo el examen de la ciencia misma. Así, examiné la mala ciencia, el cientificismo, el integracionismo y el fraude. La «mala ciencia» a la que me refiero aquí sería el uso protocolario de la ciencia estándar, por así decir, la buena ciencia, sin mirar si es la estrategia científica más adecuada para abordar los temas y problemas de estudio. Este sería el caso de la corriente principal de la psicología y la psiquiatría según están «rendidas» al método científico natural (como si existiere el método científico en sí mismo), en detrimento por ejemplo del método clínico, él mismo un método científico centrado en el estudio sistemático de casos o sujetos. El cientificismo —también llamado «fundamentalismo científico»— es la nueva ortodoxia, según la cual la ciencia natural sería el referente de conocimiento científico para entender los asuntos humanos. El integracionismo es un mantra de la investigación científica que opera como si se pudieran juntar todos los niveles de análisis y enfoques y como si tratar de hacerlo ya fuera bueno por sí mismo; cuando quizá, más que nada, es integracionismo sin escrúpulos. He planteado la cuestión de en qué medida la integración se debe más a la disponibilidad para escanear el cerebro y el genoma que a la naturaleza del tema y el problema. El fraude, más allá del engaño, plantea cuestiones acerca de cómo la cultura de la investigación científica moldea prácticas que rondan el fraude y lleva a algunos a cometerlo. De todos modos, la propia ciencia como institución colectiva se cuida contra el fraude. La idea del capítulo era que además de la pseudociencia existen otros abusos de la ciencia tanto o más perniciosos por formar parte de sus estándares.
CAPÍTULO 9
BULLSHIT, BURBUJAS EPISTÉMICAS, PSICOPALABRERÍA Y NEUROPALABRERÍA Tras la consideración en el capítulo anterior de usos científicos abusivos practicados desde dentro de la ciencia por los científicos, tales como la «mala ciencia» (referida aquí a la aplicación de la ciencia estándar sin mayor miramiento), el cientificismo, el integracionismo y el fraude, abordaré ahora otras figuras de uso más general, en las que la ciencia llega a servir a la charlatanería. Se trata de fenómenos característicos de nuestra época como el bullshit (o charlatanería), las burbujas epistémicas que se crean con los nuevos sistemas de búsqueda de información (una especie de epistemología de la ignorancia) y la psicopalabrería a la que tanto se prestan los conocimientos psi y la neuropalabrería al hilo del auge de la neurociencia. La psicopalabrería y neuropalabrería consisten básicamente en el uso semitécnico y semiculto de la jerga de la psicología, la psiquiatría y la neurociencia. Bullshit, charlatanería con toda sinceridad Bullshit es una palabra del inglés que se puede traducir como ‘charlatanería’ o ‘palabrería’. El término ha alcanzado notoriedad a partir del ensayo del filósofo estadounidense Harry G. Frankfurt On bullshit, de 2005, aunque la edición original es de 1985 (Frankfurt, 2018). Si ya entonces Frankfurt decía que la charlatanería era uno de los rasgos más destacados de nuestra cultura, esto se ha vuelto aún más cierto en los tiempos actuales de la
posverdad (post-truth), término del año 2016 elegido por el diccionario inglés de Oxford. Bullshit o charlatanería es una figura distinta del fraude y la mentira, y es aún peor que estas. Mientras que el fraude y la mentira guardan distancias con la verdad, que reconocen y tratan de suplantar u ocultar, la charlatanería no trata de decir la verdad ni tampoco de engañar o mentir. Si algo de lo que dice el bullshitter o charlatán puede ser verdad o estar entre los conocimientos sostenibles, es porque le viene bien. Su intención no es atenerse a la verdad ni tampoco mentir. El charlatán, dice Frankfurt: no está del lado de la verdad ni del lado de lo falso. Su ojo no se fija para nada en los hechos, como sí lo hacen, en cambio, los ojos del hombre sincero y del mentiroso, salvo en la medida en que pueda responder a su interés de hacer pasar lo que dice. No le importa si las cosas que dice describen correctamente la realidad. Simplemente las extrae de aquí y de allá o las manipula para que se adapten a sus fines (Frankfurt, 2018, p. 46).
Quienes cometen fraude o mienten y quienes se atienen a la verdad juegan en distintos bandos del mismo juego. Tanto unos como otros responden a los hechos tal como los entendemos. El charlatán no está preocupado por la verdad, ni se opone a ella. Por ello, dice Frankfurt, «la charlatanería es peor enemiga de la verdad que la mentira» (Frankfurt, 2018, p. 49). Podríamos preguntarnos por qué abunda tanto la charlatanería hoy en día. De acuerdo con Frankfurt, se debe a tres razones. En primer lugar, la charlatanería es inevitable siempre que las circunstancias exigen de alguien que hable sin saber de qué está hablando, cuando el tema excede su conocimiento de los hechos que son pertinentes al asunto. Esto ocurre a menudo, dado que la democracia autoriza a que cualquiera opine sobre cualquier cosa. La charlatanería contemporánea tiene también, dice Frankfurt,
raíces más profundas en las diversas formas de escepticismo que niegan que podamos tener acceso seguro alguno a una realidad objetiva y que rechazan, por consiguiente, la posibilidad de saber cómo son realmente las cosas. Esas doctrinas “antirrealistas” socavan la confianza en el valor de los esfuerzos desinteresados por determinar qué es verdad y qué es falso e incluso en la inteligibilidad de la noción de indagación objetiva.
Finalmente, la proliferación de la charlatanería tiene que ver con una peculiar relación con la sinceridad, referida a la fidelidad a sí mismo más que a la realidad. Como dice Frankfurt: En lugar de tratar primordialmente de lograr representaciones precisas de un mundo común a todos, el individuo se dedica a tratar de obtener representaciones sinceras de sí mismo. Convencido de que la realidad no posee naturaleza alguna inherente que uno pudiera confiar en determinar como la verdad fiel de las cosas, se consagra a ser fiel a su propia naturaleza individual. Es como si decidiera que no tiene sentido intentar ser fiel a los hechos, por lo que, en vez de eso, ha de intentar ser fiel a sí mismo (Frankfurt, 2018, p. 52).
La peculiar relación de la sinceridad con la charlatanería merece dos comentarios en el contexto del presente libro. Por un lado, la elevación de la sinceridad a criterio de la verdad sigue prisionera del escepticismo epistemológico posmoderno (antirrealista, ahora con su flamante posverdad basada en el sentimentalismo, lo que tú sientes), frente al cual se alza el giro ontológico hacia el nuevo realismo introducido en el capítulo 1. En la trayectoria seguida, no puedo estar más de acuerdo con Frankfurt cuando afirma que «la sinceridad misma es charlatanería» (Frankfurt, 2018, p. 53). La sinceridad, buena fe o conciencia tranquila no garantizan por sí mismas la verdad y la objetividad. En clínica, un argumento de este tipo se encuentra en el típico «a mí me funciona» que se invoca a menudo como la última palabra, a falta de más argumento.
Sin negar la sinceridad del testimonio, no evidencia la eficacia del tratamiento recibido o si el efecto puede deberse a diferentes factores, entre ellos el efecto placebo. Por otro lado, la sinceridad como fidelidad a uno mismo fácilmente puede ser una forma de autoengaño o «mala-fe» sartriana. De hecho, una figura de la mauvaise-foi que analiza Sartre (en El ser y la nada) es «el sincero». Se suele ver la sinceridad como honestidad, pero también puede ser una forma de ignorancia voluntaria cuando uno se sumerge en un papel desviando la atención de ciertas verdades que desdicen de lo que hace, como pudiera ser el caso de un científico o un clínico que se atienen a la ciencia, al protocolo o las mejores prácticas sin más consideraciones. Como se recordará, reconozco buena fe y para el caso sinceridad a los investigadores y clínicos que sostienen enfoques (como mínimo controvertidos) que, en un planteamiento desprejuiciado más abierto, serían insostenibles. Este es el caso del dichoso TDAH: insostenible como entidad clínica y sin embargo sostenido de buena fe, según entiendo tras examinarlo a fondo mostrando cómo las propias prácticas científicas y clínicas se confirman a sí mismas y reafirman a quienes las practican sin más miramiento (Pérez-Álvarez, 2018c). En este sentido, la buena fe y la honestidad con las que se hacen las cosas no dejarían de ser formas de evasión y autoprotección («mala fe» sartriana) y acaso de «charlatanería» por cuanto se realimenta con toda una retórica científica al uso sin más contemplaciones. La charlatanería puede llegar a tener sus propios ecosistemas, más allá del bullshitter de turno. Epistemología de la ignorancia, burbujas epistémicas y cámaras de eco
Nociones como epistemología de la ignorancia, cámaras de eco y burbujas epistémicas (Bhatt y MacKenzie, 2019; Nguyen, 2018) describen fenómenos de nuestro tiempo que pueden dar vida a la charlatanería. La epistemología de la ignorancia, referida en principio a cómo los estudiantes universitarios buscan información y hacen sus trabajos, pone de relieve el fenómeno más general de la alfabetización digital, consistente en buscar en Google para obtener información selectiva servida por algoritmos (Bhatt y MacKenzie, 2019). La ignorancia no es meramente por falta de conocimiento, sino también por conocimientos selectivos con los que uno se realimenta y que termina por recibir a medida. Uno construye su propia ignorancia al quedar entrampado en burbujas epistémicas y cámaras de eco de propia fabricación (Nguyen, 2018). Una burbuja epistémica alude a una situación en la que la información que se transmite y repite forma un sistema amplificado de ideas y creencias en el que visiones diferentes quedan excluidas por omisión. Las burbujas epistémicas pueden formarse sin malas intenciones, a través de procesos ordinarios de selección social y formación comunitaria. Buscamos mantenernos en contacto con nuestros amigos, quienes también suelen tener puntos de vista similares. Pero cuando también usamos esas mismas redes sociales como fuentes de noticias, nos imponemos un filtro epistémico que se refuerza a sí mismo, lo que deja de lado las opiniones contrarias e infla nuestra confianza epistémica. Una cámara de eco, por otro lado, es una situación en la que otras voces relevantes han sido activamente desacreditadas. En las cámaras de eco la censura no se produce tanto por omisión y exposición selectiva como por exclusión y adoctrinamiento (Nguyen, 2018, p. 142). Aunque «burbuja epistémica» y «cámara de eco» son conceptos relativamente distintos de la charlatanería o bullshit, comparten con este el desentendimiento de los hechos y de las verdades de los
asuntos en favor de la autocomplaciente autoafirmación y en definitiva ignorancia voluntaria. La charlatanería ya no es hoy, como en tiempos de P. T. Barnum (1810-1891), una actividad unidireccional en la que un vendedor, predicador o charlatán de feria busca alguien que «pique», diría Barnum. La gente busca, encuentra y construye su propia ignorancia explorando en Google y participando en las redes sociales (para el caso cámaras de eco). Pero la información que obtiene y tiene no es necesariamente conocimiento entendido como un saber sistemático fundado, ni sabiduría alguna en forma de principios generales o siquiera sentido común. La información arrasa el sentido común (como si todo acabara de empezar, en un contexto en que lo último sustituye a lo anterior o se mezcla con él) y convierte el conocimiento en un embrollo de datos y opiniones. La «ignorancia» así fabricada ya no es una ignorancia solitaria de la que uno tenga conciencia o vergüenza y así interés en saber, sino compartida en burbujas y de esta manera reforzada. Las burbujas epistémicas no son cosa de legos, sino que pueden darse también entre científicos. En principio, la epistemología de la ignorancia como conocimiento selectivo del tema y problema que se investiga es un buen modo de abrirse paso en un campo de estudio, pensando por ejemplo en estudiantes universitarios, entre los que se empezó a estudiar el fenómeno. Pero el conocimiento selectivo también puede constreñir el nuevo conocimiento y reducir la apertura de miras. Aquí entraría el integracionismo como mantra de la literatura científica. Pero no es oro todo lo que reluce. El integracionismo no es por sí mismo un valor y característica de la ciencia, sino que puede ser más que nada pereza intelectual por no confrontar los temas, ni pensar que supone sopesar, comparar, discernir y diferenciar, no precisamente integrar. La retórica del integracionismo puede contribuir en
realidad a la charlatanería, ya que parece autorizar a conectar todo con todo. Burbujas epistémicas pueden encontrarse más fácilmente en campos científicos donde existen diferentes enfoques, como ocurre dentro de la psicología, así como dentro de la psiquiatría, de modo que los psicólogos entre sí parecen habitar burbujas distintas, al igual que también los psiquiatras entre ellos. De todos modos, más que al interior de la psicología o la psiquiatría, quiero apuntar ahora a la cultura psi que estas disciplinas contribuyen a crear en sus usos sociales. Si por un lado la psicología y la psiquiatría tienen un compromiso con la sociedad para aplicar sus conocimientos, por otro estos conocimientos contribuyen a crear los problemas que ellas mismas tratan. Este fenómeno no es otro que la conocida ambivalencia del conocimiento de las ciencias sociales, consistente en influir en la realidad que estudian. Por eso, la vigilancia epistemológica y la conciencia crítica de sus saberes son fundamentales en psicología y psiquiatría, sin creerse exentas, como si hablaran desde ninguna parte. En particular, los conocimientos y términos de la psicología y la psiquiatría se prestan a un uso a medio camino entre el lenguaje técnico y el vulgar, semiculto, dando lugar a todo un fenómeno que se conoce como psychobabble (de psicología y parloteo), psicopalabrería. Psicopalabrería: autoayuda, coaching, inteligencia emocional, mindfulness Psychobabble es un término acuñado por el escritor Richard D. Rosen en 1975 y que mereció una canción del grupo Allan Parsons Project (incluida en su álbum de 1982 Eye in the Sky) para referirse a la jerga psicológica que empezaba a hacer época y que se presta a ser calderilla de psicología barata. En general, alude al uso de términos y
explicaciones psicológicas sin mayor rigor para dar cuenta de cualquier asunto humano, donde predominan referencias a fuerzas y poderes interiores situando dentro de uno el lugar de los problemas y las soluciones. Términos y expresiones como autoestima, conciencia plena, inteligencia emocional, mindfulness, pensar positivo, ser tú mismo, resiliencia, junto con la jerga diagnóstica (ansiedad, bipolar, depresión, TDAH, trauma), son moneda corriente. Nada de esto carece de sentido, pero su uso ya parece independiente del sentido técnico psicológico, siempre más preciso y matizado. Buena parte de la palabrería psicológica (psychobabble) actual viene de la mano de la literatura de autoayuda, la psicología positiva, el coaching, la inteligencia emocional y el mindfulness, todos ellos «síntomas» del psicologismo de la época. La literatura de autoayuda ¿qué ayuda? La literatura de autoayuda es un género de la psicología popular que tiene vida propia, como lo demuestra el hecho de que cuente con una sección en cada librería y, según parece, un prolífico sistema reproductivo. Los libros de autoayuda se reproducen como los conejos, pero todos son muy parecidos. En general, consisten en cambios en tu vida con tal de que realices una transformación personal. Todo depende de ti. Tienes talento natural, pero necesitas creer más en ti mismo. Puedes conseguir lo que quieras —tienes derecho, además—, pero debes entrar en contacto con quien eres realmente en tu interior. Si quieres que te vayan bien las cosas, saca el ganador que llevas dentro. Podrías ser grande si dejas atrás los demonios emocionales del pasado. Todo lo que tienes que hacer es quererte a ti mismo y perseguir tus sueños. A continuación, enumero algunos de los mitos de la autoayuda que el psicólogo Stephen Briers analiza con
detenimiento mostrando matización (Briers, 2012):
su
falta
de
fundamento
y
– La raíz de todos tus problemas es tu baja autoestima. Se supone que aumentando la autoestima (autobombeándose con frases halagadoras) se resuelven los problemas, cuando acaso sería al revés, sin olvidar los problemas debidos a tener la autoestima subida (narcisismo, agresión). – Deja salir tus sentimientos. Se dice que debemos ser fieles a nuestros sentimientos, dado que surgen espontáneamente de dentro de nosotros. Sin embargo, los sentimientos están modulados por las situaciones, como se vio en la efusión pública de tristeza tras la muerte de la princesa Diana de Gales en 1997, un hito del sentimentalismo actual. – La inteligencia emocional es lo que realmente cuenta. Este mito lo comentaré aparte. – Deja que tus metas te impulsen hacia el éxito. Dejando aparte que las metas pueden hipotecar tu vida, en ocasiones lo más conveniente puede ser despojarte de tus deseos, no darles pábulo. – Nadie puede hacerte sentir nada. Como si uno viviera fuera del mundo. – Piensa positivo y serás un ganador. Las cosas pueden ir bien por muchas razones, pero no por el hecho de ser positivo, lo que puede contribuir a que te vuelvas confiado y descuidado de lo que debes hacer. – Cualquiera que sea tu problema, cambiar el pensamiento es la solución. Aquí el error está en la asunción de que los pensamientos son siempre la causa de nuestros problemas y que cambiarlos es cosa de proponérselo, típicamente pensar en positivo. – Los hombres y las mujeres son de planetas diferentes. Pocas chorradas han tenido tanto éxito.
– Puedes aprender lo que te propongas. Desafortunadamente, no es así. – Mejor pon todo en orden. Vale para unos y no para otros. ¿Cómo sería tu vida si te comportaras como un «obsesivo-compulsivo» del orden? Amén de privar de excitantes descubrimientos buscando en el desorden cotidiano, difícilmente llegarás a ser un «maestro del universo» como se supone que eres a tenor del desorden que caracteriza a genios ya comprobados, premios Nobel y demás. – Eres el maestro del universo. Con tu pensamiento puedes cambiar el mundo y hacer que te ocurran cosas buenas. Ya podía ser verdad, aunque las cosas buenas para uno podrían ser los males de otros. – Debemos esforzarnos por ser felices. Comprobado, quienes más se empeñan en ser felices menos lo logran, y se entiende, porque estando pendientes de cómo se sienten no están en lo que están. La literatura de autoayuda difícilmente puede ayudar. De una parte, porque no tiene una base consistente, sino que se fundamenta en frases traídas de aquí y de allí, y, de otra, porque contribuye más que nada a una reflexividad que puede ser ella misma patógena, basada en dedicarse a cultivar la autoestima como algo en sí, a ver lo feliz que eres y si podrías ser más, si te quieres lo suficiente, si piensas en positivo y así. El examen de los pecados se convierte con la psicología positiva en el examen de pensamientos negativos para, en su lugar, poner pensamientos positivos. Desafortunadamente, los grandes retos, como la transformación de la vida o reinventarse, no dependen de cosas sencillas como esas, según se dice, que están dentro de ti, y poniéndote en modo positivo todo se arregla. Un problema añadido es que el fracaso en los cambios prometidos es responsabilidad tuya, pues acaso no hiciste lo suficiente, aunque quizá ya te dijeron que el
fracaso no existe, solo oportunidades. Puestos a una solución rápida del problema de la autoestima, propongo la fórmula de William James en Principios de psicología de 1890 (James, 1990, p. 248), según la cual:
Si uno quiere subir la autoestima, lo tiene fácil, bastaría con rebajar las pretensiones o subir el éxito poniendo el empeño necesario en conseguir lo propuesto. Con todo, nada quita que pueda haber buena literatura de autoayuda más allá de las baratijas al uso, así como que pueda ser útil cuando forma parte de una psicoterapia formal. Por mi parte, no dejaría de valorar libros del tipo Cómo ser un existencialista, Cómo ser un estoico, Cómo ser un epicúreo o Cómo vivir. Una vida con Montaigne, por insinuar otras fuentes del saber vital más allá de la retahíla de psicología barata del género de autoayuda. Y en particular recomendaría el libro de antiautoayuda del psicólogo danés Svend Brinkmann Sé tú mismo: la locura de la superación personal para plantarse de una vez contra los mantras de la autoayuda. La psicología positiva, no tan positiva La psicología positiva se ha presentado con todo el marchamo científico como un nuevo enfoque de la psicología centrada en el lado positivo de la vida (optimismo, bienestar, felicidad), en vez de en el negativo de los problemas y malestares, como hace la psicología tradicional. Más aún, la psicología positiva se ha presentado como la ciencia de la felicidad y del bienestar. A
pesar de que los problemas de la vida siguen ahí y ninguna ciencia de la felicidad ha florecido, la palabrería positiva ha hecho época. El que no sea optimista y feliz se puede considerar un fracasado y tóxico para los demás. Sea por presión para no parecer tóxico o por superstición —no vaya a existir una magia simpática según la cual lo semejante trae lo semejante—, lo cierto es que el lenguaje de la psicología positiva se ha establecido en la psicología popular. No son tanto palabras como discursos positivos lo que ha impregnado la psicología popular, así como la literatura de autoayuda y el coaching. No se puede decir que el discurso positivo venga determinado por los hallazgos científicos de la psicología positiva, por más que esta se ha vendido como ciencia de la felicidad. La psicología positiva no es ninguna ciencia de la felicidad, sino en realidad cientificismo, como ya señalé en el capítulo anterior y hemos mostrado en otro sitio (Pérez-Álvarez et al., 2018). Ni de hecho puede haber una ciencia de la felicidad, porque es un término sincategoremático, sin sentido propio, vacío de contenido, que en cada caso significa una cosa, siempre a expensas del momento y la situación (Pérez-Álvarez, 2016; Pérez-Álvarez et al., 2018). Lo que es un impedimento para constituir un campo científico es una bendición para el uso común. El éxito del discurso de la felicidad se debe básicamente a que el término «felicidad» es un comodín que puede significar lo que sea en cada momento y es también muy cómodo y oportuno para la ideología neoliberal, que no quiere ni oír hablar de problemas y malestares, solo de oportunidades. Los problemas y malestares que después de todo existen se tramitan dentro de la ideología neoliberal y con la connivencia de la psiquiatría como fenómenos naturales debidos a la genética y la neuroquímica oportunamente convertidos en diagnósticos clínicos. Al final, la psicología positiva es una servidora de la ideología neoliberal, como también lo es el coaching.
Coaching on the coach (el coaching en el diván) El coaching ha popularizado a través de la gestión empresarial, seminarios motivacionales y el desarrollo personal toda una terminología tan prometedora como vacía, y acaso por ello exitosa, referida a conceptos y eslóganes como crecimiento personal, desarrollo de potencialidades, optimización, la solución está en ti, sacar lo mejor de uno, salir de la zona de confort, ver oportunidades en contratiempos, etc. Se trata de un lenguaje posibilista, motivacional y halagador que nos asegura que el mayor enemigo de nuestro éxito está en uno mismo, en nuestra falta de confianza en nosotros, en la baja autoestima, en los pensamientos negativos, en el bloqueo del propio potencial, en el miedo al cambio y en el apalancamiento en la zona de confort. Pero la buena noticia es que la solución también está en nosotros. Y aquí está el coach para ayudarnos a activar nuestras potencialidades. Mantras del coaching son comunes a la literatura de autoayuda y viceversa. Lo cierto es que nada es tan fácil, rápido y directo como dicen. Ni la solución está dentro de uno, entre otras cosas porque es uno el que está dentro del mundo, con sus facilidades y constricciones, ni el coaching tiene en realidad gran cosa que ofrecer, como no sea ese mismo discurso motivacional. Se trata por lo común de un discurso que se nutre de la psicología humanista y la psicología positiva. La psicología humanista y la psicología positiva (cuyo nombre deriva de la primera) reflejan la psicología «típicamente americana» que, de acuerdo con la tradición del liberalismo clásico y del pensamiento positivo, sirven ahora al individualismo neoliberal, donde los individuos se gestionan como empresas. Términos al uso como emprendimiento, optimización, gestión emocional, desarrollo personal, sacar lo mejor de ti mismo, perfil y marca personal son reveladores de cómo el modelo de
gestión económica ha impregnado con toda naturalidad la gestión personal, incluidas las emociones y las relaciones. El éxito del coaching se enmarca en este contexto del neoliberalismo con su privatización de los malestares y de las soluciones. Tras el salto del coaching deportivo al empresarial, en buena medida para gestionar despidos (las pérdidas del trabajo como oportunidades), vino el coaching personal trasplantando el modelo empresarial a la gestión individual. El resultado es que ahora los propios individuos son considerados y se consideran a sí mismos como empresas, autoexplotándose (optimización, gestión de las emociones). Cómo no, en el coaching no faltan versiones que vinculan su doctrina al funcionamiento del cerebro, como el llamado coaching wingwave. Wingwave (de wing, ‘ala’, y wave, ‘onda’) hace referencia al aleteo mediante movimientos oculares de ondas cerebrales que, según dicen, lleva al éxito en los negocios, el deporte, la creación artística, el aprendizaje escolar, amén de la salud, el bienestar emocional y el desarrollo personal. El coaching explota la neuropalabrería valiéndose de toda una amalgama de programación neurolingüística y desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares. La inteligencia emocional, un inteligente pelotazo editorial La inteligencia emocional (IE) se hizo popular a partir de 1995 con el libro homónimo del psicólogo y periodista del New York Times Daniel Goleman. El mensaje del libro era este: la IE y no el cociente intelectual puede ser la verdadera medida de la inteligencia humana. Como decía el autor, «la inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la clase de cualidades que más nos ayudan a convertirnos en auténticos seres humanos» (Goleman, 1996, p. 84). Aunque la idea de IE no era nueva, sino que
ya se la conocía anteriormente como inteligencia social e inteligencia personal, y de hecho el propio nombre existía desde 1990, su despegue definitivo llegó con la obra de Goleman. Lo que en realidad hizo este autor fue empaquetar como IE una amalgama de competencias — conocimiento de las propias emociones, capacidad de controlar las emociones, capacidad de motivarse a sí mismo, reconocimiento de las emociones ajenas, control de las relaciones (Goleman, 1996, pp. 80-81)— y venderlas. Luego vendría la ciencia de los cuestionarios y de las correlaciones y la remodelación de componentes, creando un nuevo nicho de investigación y una nueva burbuja epistémica. De pronto, como pasara con la autoestima en la década de 1980, la IE pasó a ser causa y solución de todos los problemas de la gente, empezando por los laborales y escolares. La IE, como también la autoestima, se concibe con toda clase de virtudes. Sin embargo, a la hora de la verdad, la IE no parece haber arreglado el mundo, ni siquiera el mundo laboral y el escolar. Referente al mundo laboral, un metaanálisis de cientos de estudios que incluyen a miles de trabajadores de 191 empleos muestra que la IE no está consistentemente relacionada con un mejor rendimiento (Joseph y Newman, 2010). Mientras que en trabajos donde la atención a las emociones es importante, como los que realizan vendedores, agentes inmobiliarios y consejeros, la IE juega a favor, en otros con menos demanda emocional, como los que realizan mecánicos, científicos o informáticos, va en detrimento. Se entiende que sea así porque en estos trabajos atender a las emociones distrae de la tarea. Las competencias emocionales parecen estar relacionadas con el rendimiento cuando este implica de suyo habilidades emocionales. La IE quizá esté midiendo más que nada habilidades ligadas a ciertas actividades profesionales, no algo subsistente en sí mismo que se tiene en mayor o menor medida.
Referente al mundo escolar, un metaanálisis con más de cien estudios de veintisiete países muestra a lo sumo una relación de pequeña a moderada entre IE y rendimiento académico (MacCann et al., 2020). Aun cuando el título del metaanálisis consiste en la afirmación según la cual la «inteligencia predice el rendimiento académico», en realidad se trata de una asociación que para nada garantiza que la IE sea la cusa del rendimiento, como reconocen los autores. De hecho, los propios autores no descartan que en realidad sea un mayor rendimiento lo que es causa de una mayor IE. Como dicen: Un mayor rendimiento académico podría resultar en una mayor autoestima, mayores oportunidades para el desarrollo social y emocional y mayores expectativas para las habilidades sociales y la regulación de las emociones. El alto rendimiento académico puede actuar como una puerta de entrada a programas para dotados y talentosos, transmitiéndose a actividades de enriquecimiento y una cultura de altas expectativas de maestros, padres y comunidades que impregnan comportamientos sociales y emocionales, así como académicos, a través del efecto halo. Por el contrario, añaden los autores, el bajo rendimiento académico puede actuar como una barrera para las oportunidades de desarrollar habilidades sociales y emocionales a través de la pérdida de privilegios por fallos académicos (por ejemplo, perder el recreo o la socialización nocturna para completar el trabajo o negar la participación en actividades extracurriculares debido al fracaso del curso), del desarrollo de fuertes emociones negativas que rodean la escuela y el trabajo escolar y de las correspondientes bajas expectativas de conductas sociales y emocionales. Parece probable que la realidad sea compleja, con efectos bidireccionales del desarrollo académico y emocional, particularmente en los primeros años de la escuela (MacCann et al., 2020, p. 174).
Al final, la IE parece no haber cumplido nada de lo que prometía. La personalidad y la inteligencia de siempre siguen siendo de los mayores predictores (Furnham y Monsen, 2009; Van Rooy y Viswesvaran, 2004). Las
competencias que conforman la IE vienen a ser aspectos incluidos en las teorías de la personalidad, como se apreciaría examinando su contenido y de hecho muestran las correlaciones entre ellas (Van Rooy y Viswesvaran, 2004). Como dicen estos últimos autores, la proclamación de Goleman de que la IE puede ser un predictor más importante que las habilidades cognitivas es claramente más retórica que un hecho (Van Rooy y Viswesvaran, 2004, p. 87). Parece claro que se ha sobrevalorado la IE y se ha pasado por alto su «lado oscuro», como por ejemplo la manipulación que puede derivarse de la comprensión de las emociones de los demás y la autorregulación de las propias (por ejemplo, su ocultamiento y uso estratégico). ¿Alguien podría pensar que Hitler no tenía IE? El éxito de Bill Gates y Steve Jobs no parece radicar en la IE, ya que su estilo de gestión era brusco y de confrontación, como ellos mismos reconocen, nada que ver con las características que Goleman atribuye a los mejores líderes empresariales (Briers, 2012, p. 19). La tendencia a ayudar a los además no depende de la IE, sino de las motivaciones y valores que uno tenga. La IE se aprende, pero no se enseña. Se aprende en el trato social y en la práctica de la vida como una habilidad aprehendida, pero no se enseña como una asignatura que lo que haría, más que nada, sería enseñar a hablar y reflexionar sobre las emociones. Tomar las emociones como objeto de enseñanza supone dar una vuelta de tuerca a la psicología ya implicada en la práctica cotidiana y así psicologizar los problemas y acaso crear uno nuevo al incrementar la reflexividad, pues es sabido que la reflexividad intensificada puede ser patógena. Después de todo, la autoestima también trajo más consecuencias perniciosas que beneficiosas, tales como bajo rendimiento escolar, agresión y egos inflados propensos a la frustración al primer contratiempo (Baumeister et al., 2003; Twenge et
al., 2008). Pero ahí está la autoestima en el arsenal psychobabble. Entretanto, se ve que la IE no era para tanto; ya ha quedado como un discurso y lugar común para plantear en términos emocionales problemas sociales. No por nada la IE es un capítulo de Psychobabble, como también lo es la autoestima (Briers, 2012). Sin derivar de hallazgos científicos ni suponer un gran refinamiento de conocimientos anteriores, la IE ha sintonizado con el sentimentalismo de la época, una de cuyas características es la expresión pública de los sentimientos (Dalrymple, 2016), así como con el capitalismo emocional, en el que las emociones se tornan mercancía (Illouz, 2019). La IE parece crear personas que encajen dócilmente en la cultura corporativa en lugar de cuestionarla. Necesitamos preguntarnos, dice Briers, si esta versión de la IE tiene más que ver con la socialización que con el empoderamiento (Briers, 2012, p. 23). Dado el espíritu de los tiempos, se puede entender que un «pelotazo» editorial haya hecho época. Aunque sin la plataforma de The New York Times y la portada de la revista Time probablemente sería más difícil. Mind mindfulness (cuidado con el mindfulness) Mindfulness es un término que, en poco tiempo, a partir de comienzos de este siglo, ha impregnado todos los ámbitos de la vida contemporánea. Como ningún otro, ha alcanzado gran popularidad en psicología, psiquiatría, neurociencia y medicina, de donde viene su prestigio como programa contra el estrés, siendo ahora un término compartido por científicos, académicos, clínicos, usuarios y público en general. Puede entenderse que tenga relativamente distintos sentidos sin que esté claro qué es en realidad. De acuerdo con Nicholas Van Dam y Nicholas Haslam, de la
Universidad de Melbourne, las definiciones de mindfulness son desconcertantemente variadas. Los psicólogos miden el concepto de acuerdo con diversas combinaciones de aceptación, atención, conciencia, focalización en el cuerpo, curiosidad, actitud libre de juicios, concentración en el presente, etcétera. La definición es igualmente poco precisa cuando lo consideramos como un conjunto de prácticas. Mindfulness puede ser desde un breve ejercicio de introspección a partir de una aplicación para el teléfono móvil realizado durante el viaje de casa al trabajo hasta un retiro de meditación de varios meses. Mindfulness puede hacer referencia tanto a la práctica de los monjes budistas como a lo que hace nuestro profesor de yoga durante cinco minutos al principio o al final de la clase (Van Dam y Haslam, 2018). Sin embargo, es posible que sea precisamente por su imprecisión, y no a pesar de ella, por lo que ha conseguido parte de su éxito. Lo que es un problema para su estudio científico puede ser una bendición para el uso popular, como pasa con la felicidad. El sentido más frecuente de mindfulness es el de atención plena, referida a la capacidad mental de estar conscientemente atento y en contacto con las situaciones presentes, sin juzgar, únicamente dispuesto a experimentar lo que ocurre. La práctica formal del mindfulness tiene como imagen icónica a una persona en la posición de loto atendiendo a la respiración u otro objeto de focalización, pero también se puede practicar en cualquier situación, incluso mientras friegas los cacharros. Aunque mindfulness hace referencia a una filosofía y una práctica milenarias derivadas del budismo y ya introducidas en la cultura estadounidense desde el siglo XIX, no alcanza la notoriedad que tiene hoy en día hasta finales del siglo XX, con el programa para la reducción del estrés basado-en-mindfulness conocido como MBSR (Mindfulness-Based Stress Reduction) y desarrollado por Jon Kabat-Zinn en el Hospital General de Massachusetts.
Hasta entonces, mindfulness sonaba a cosa de hippies y a contracultura. Por otra parte, ya estaba pasando la hora de los programas para la reducción del estrés basados en la relajación, como el desarrollado en la década anterior y en el mismo hospital por Herbert Benson. Empezaba la era mindfulness con ese toque MB (Master of Business) que presagiaba su éxito. La asimilación de mindfulness por la cultura estadounidense supuso una doble operación: por un lado, hubo que despojarlo de su imagen contracultural y de su sentido ético-religioso budista; por otro, se le dio un empaquetamiento como tratamiento contra el estrés (Purser, 2019; Wilson, 2014). Así ganó crédito como procedimiento terapéutico en el contexto de una «nación bajo estrés», o mejor dicho bajo «estresismo»: la creencia de que las tensiones de la vida contemporánea son principalmente problemas de estilo de vida individual que se resuelven mediante el control del estrés, en vez de verse en relación con las formas de vida que deriven en cambios y mejoras sociales y políticas (Becker, 2013). Forma parte también del estresismo esa sobredimensión del estrés como «enemigo silencioso» de nuestra salud (Becker, 2013; Purser, 2019). Aquí entra el movimiento mindfulness promoviéndose a sí mismo como un remedio científico para el estrés de la vida actual. Mindfulness no solo nos protege contra el estrés, sino que nos hace más felices y productivos. Además, se nos dice que la práctica de mindfulness puede procurarnos un modo de ser más armonioso y llevar a cabo una revolución desde dentro de cada uno. Pocos movimientos han crecido tanto en tan poco tiempo. Mindfulness ha llegado a ser una práctica en las escuelas, en casa, en el deporte, en las empresas y en la salud. Como psicoterapia, mindfulness emergió de forma fulgurante en la década de 2010, mostrando el crecimiento más destacado de todas las psicoterapias en cincuenta años,
con un aumento en esta década de 542 veces el número de publicaciones que recibiera en la anterior (Soares et al., 2020, p. 6). Después de todo, mindfulness goza más de la imagen de eficacia que de evidencia de eficacia. De acuerdo con la revisión de Nicholas Van Dam y colaboradores, no en vano titulada «Cuidado con el bombo» (Mind the hype), hay una percepción errónea común en los dominios públicos y gubernamentales de que existe evidencia clínica convincente de la amplia y sólida eficacia de mindfulness como intervención terapéutica. Con base en resultados seleccionados, publicados en revistas de alto perfil, mindfulness ha llegado a contar con el respaldo de la Asociación Americana de Psiquiatría y del Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica del Reino Unido. Sin embargo, revisiones recientes muestran en el mejor de los casos resultados mixtos, en los que mindfulness unas veces es superior a otras intervenciones; otras, comparable, y otras, inferior. También hay evidencia mixta que compara mindfulness con relajación. Las comparaciones directas de mindfulness con tratamientos empíricamente establecidos ciertamente son escasas (Van Dam et al., 2018, p. 46). Más allá de la utilidad de mindfulness, cabe preguntarse cómo ha llegado a impregnar la vida actual, siendo ya una palabra ubicua de toda psychobabble que se precie (si esto fuera un mérito). Al fin y al cabo, tampoco parece que mindfulness nos esté llevando a un renacimiento global, promoviendo una revolución desde dentro ni sacando al mundo de los problemas de siempre. A partir del despojamiento contracultural y ético-religioso y su nueva presentación científico-técnica en alianza con la neurociencia, mindfulness se extiende como «religión secular» (Wilson J., 2014) y «nueva espiritualidad capitalista» (Purser, 2019). Como dice Jeff Wilson, no importa cuánto esfuerzo se haya hecho para despojarle de su aspecto religioso, mindfulness continúa operando de una
manera religiosa. Podríamos llamarlo «religión secular», desprovista de lo sobrenatural y de la vida más allá pero todavía operando de manera religiosa como un pozo profundo de valores, orientación de vida y visión utópica (Wilson, 2014, p. 185). La religión-mindfulness se acomoda bien a la cantidad creciente de gente decepcionada con las religiones tradicionales y a la vez «buscadora de algo más» (Bayer, 2008), porque mindfulness no le pide nada más que estar atenta a sí misma, aquí y ahora, sin juzgar ni ser juzgada. Al fin y al cabo, convertirse al budismo implicaría adoptar una ética que cuestiona nuestra vida tiranizada por el deseo y el consumismo. Sin cuestionar la forma de vida y sin pedirnos nada más que «vivir el presente», es como mindfulness viene a ser la «nueva espiritualidad del capitalismo», una religión del yo (Purser, 2019). Puede entenderse que mindfulness esté en el circuito de la palabrería. Para empezar, es suficientemente impreciso como para que se pueda utilizar en diversos sentidos, contextos y niveles de prácticas sin que tengan mucho que ver unos con otros. Cualquiera lo puede aplicar con tal de que «sepa» a raíz de un cursillo y hacerlo en casa. Debidamente «macdonalizado» para consumo rápido y desprovisto de implicaciones éticas y de cuestionamiento de nada, mindfulness conserva una vaga espiritualidad de armonía con el mundo y paz interior. El presentismo, con su insistente atención al ahora, concentración en la respiración y modo contemplativo, parece convertir a uno en centro del cosmos, algo valioso por sí mismo al margen del mundo y de los demás, ahí sentado de esa manera. Todo esto, sin juzgar nada. Después de dejar atrás su aspecto contracultural, mindfulness no deja de tener un aspecto contraoccidental (acaso esnob), dado el contexto de admiración de lo oriental en detrimento de lo occidental (capitalista, colonialista), sin renunciar en realidad a su forma de vida (ambiciones y consumismo incluidos). De
hecho, ya se trata de un mindfulness macdonalizado y de una espiritualidad capitalista. Además de esta avenencia espiritualidad-capitalismo, mindfulness también casa con otro valor occidental: la ciencia encarnada por la neurociencia. Espiritualidad y neurociencia van de la mano. La confirmación de la práctica de mindfulness con neuroimágenes viene a materializar la espiritualidad. No en vano se habla del cerebro de Buda sugiriendo que todos llevamos un buda dentro. Su santidad el dalái lama es un conocido defensor de la neurociencia. Mindfulness se vale de la neurociencia para venderse, pero la neurociencia no debería contribuir a exageraciones mediáticas. Como dicen autores ya citados: en lugar de contribuir a una mayor exageración mediática, los investigadores en neurociencia contemplativa deben esforzarse por comunicarse con mayor precisión con otros científicos, periodistas y el público, no solo sobre los beneficios potenciales de las prácticas de atención plena, sino también sobre las limitaciones de la neuroimagen, así como de los métodos y datos recopilados a través de ellos (Van Dam et al., 2018, p. 51). Neuropalabrería: seducción neurocientífica, función ejecutiva y neuronas espejo Neurobabble alude a un uso a la ligera de términos de la neurociencia para explicar todo tipo de actividades humanas. Empieza a surgir con el auge de la neurociencia a partir de la década de 1990 —declarada la década del cerebro—, lo que trajo a su vez el declive de las ciencias sociales y las humanidades como conocimientos subsistentes por sí mismos. De pronto, el prefijo «neuro» se antepuso a cualquier disciplina que quisiera ser algo: neuroeconomía, neuroeducación, neuroestética, neuroética, neurofilosofía, neuro-marketing, neuropolítica,
neuropsicoanálisis, neuroteología, por nombrar algunas. Por su parte, la neuropsicología ya existía con una entidad y marco bien definidos como estudio y rehabilitación de los efectos cognitivos, emocionales y comportamentales de lesiones, daños o deterioro del funcionamiento del sistema nervioso. La neurobiología como estudio de las células del sistema nervioso y su organización funcional en circuitos y redes en relación con las actividades del organismo tiene también una entidad y marco bien definidos y para el caso más sobrios que la neurociencia. La neurociencia, y en particular la neurociencia cognitiva, con su enfoque específico en las conexiones involucradas en los procesos mentales y comportamentales, suelen ser las mayores proveedoras de neuropalabrería. La neurociencia cognitiva se presta (más que la neuropsicología y la neurobiología) a promiscuidades explicativas que exceden su alcance científico y su sentido técnico. Esa tendencia a explicar todo sobre la base del cerebro más allá de lo que da de sí la neurociencia también se conoce como neuromanía, neuromitología y cerebrocentrismo. Las razones por las que una ciencia tan compleja como la neurociencia haya sido proveedora de neuropalabrería son en sí mismas complejas. No depende únicamente del auge autopromovido de la ciencia del cerebro y del género divulgativo al que dio lugar, sino también del espíritu de los tiempos en los que las explicaciones reduccionistas de los asuntos humanos tienen más aceptación que en épocas anteriores, cuando las explicaciones sociales eran prevalentes. No se puede decir que los hallazgos de la neurociencia nos obliguen a pensar de otra manera. Sin duda, se sabe más del cerebro que nunca. Sin embargo, no por ello se sabe más de por qué nos comportamos como nos comportamos, ni de los trastornos mentales, ni de la conciencia, ni tampoco de las ciencias que se apresuraron a poner el prefijo «neuro» más allá de la palabrería generada. Acaso se sepa menos por
cuanto el auge de la neurociencia fue en detrimento de las ciencias sociales, así como de las humanidades, no solo por acaparamiento de la financiación científica, sino también por el sesgo neurocéntrico de los temas y problemas humanos. Incluso cabría decir que el propio cerebrocentrismo dificulta el conocimiento del cerebro por cuanto lo hipostasia sin verlo como un elemento que forma parte de la historia y de los andamiajes culturales e institucionales dentro de los cuales tiene el funcionamiento que tiene. Muchos problemas que desafían el conocimiento del cerebro no son ellos mismos neurocientíficos, sino conceptuales y filosóficos, a expensas de otras disciplinas que ciertamente no emanan del cerebro, ni son reductibles a la neurociencia como supuesta ciencia más básica. Que el espíritu de los tiempos tiene que ver con el hecho de que hoy en día se acepten mejor las explicaciones neurocientíficas que las psicológicas y sociales no se deduce del cerebro, ni tampoco de la psicología misma, sino de la comprensión de las épocas con su historia y condiciones económicas, educativas y políticas, entre ellas la política de financiación de la ciencia. El auge de la neurociencia, empezando por la década del cerebro, no es ajeno al auge del individualismo neoliberal (sin reducirse a él), una de cuyas características es la naturalización de los problemas de los individuos y en general de los asuntos humanos. A este respecto, el cerebro, así como la genética, son la última frontera donde buscar causas y soluciones de los problemas de los individuos, en vez de por ejemplo en las condiciones sociales y en las formas de vida. La pregunta del millón, ¿cómo el cerebro crea la autoconciencia?, es en realidad una pregunta mal planteada, amén de presuntuosa, porque ella misma presupone que es cosa del cerebro y sería ahí entonces donde habría que mirar. Lo cierto es que el cerebro forma parte del cuerpo y el cuerpo está situado en el mundo. Esta
obviedad es obviada por la neurobabble (de hecho, es uno de sus distintivos) cuando parece hablar de un cerebro sin cuerpo fuera del mundo, como si fuera un ente y agente por sí mismo («el cerebro piensa», «el cerebro decide», etc., son ejemplos típicos del lenguaje de la neuropalabrería). Es la persona, el individuo como un todo con su cerebro, quien piensa, no su cerebro (Mudrik y Maoz, 2015; Pérez-Álvarez, 2011a). El cerebro humano tiene probablemente la misma estructura y volumen (dichoso volumen) desde los últimos 40.000 años. Sin embargo, las cosas que puede «hacer» el cerebro son distintas. Ya he citado en el capítulo 1 cómo las formas de ver, lejos de ser tan naturales como parece, se aprenden, como se ha puesto de relieve cuando se habló de aprender a ver a través del microscopio y del telescopio, así como de ciegos que recuperan la vista (Snyder, 2017). Aprender a ver no tiene solo una historia individual, sino que es un proceso colectivo debido a las prácticas sociales, entre ellas las artísticas. Como muestra Irving Panofsky (1892-1968), la perspectiva consistente en representar tres dimensiones usando dos fue un descubrimiento de gente del Renacimiento cuyos cerebros no eran seguramente diferentes de los cerebros de los egipcios de tiempos de las pirámides, quienes desconocían la perspectiva tridimensional. Alberto Durero (1471-1528) no habría tenido la misma perspectiva entre los egipcios ni estos pintarían en dos dimensiones en el Núremberg de principios del siglo XVI. Las ilusiones ópticas, como por ejemplo la de Müller-Lyer, que parecen fenómenos cerebrales naturales, no son universales, sino que están ligadas a prácticas sociales y experiencias con las cosas que estructuran la forma «natural» de ver (Heinrich et al., 2010; Pérez-Álvarez, 2017). La escritura, una invención de hace unos 6.000 años, y la alfabética, con menos de 3.000, no estaban previstas en la estructura del cerebro, ni en los genes, ni siquiera como
algo inherente al lenguaje. Sin embargo, desde que existe, la escritura reestructura el funcionamiento del cerebro y del propio lenguaje. Existe ahora como institución educativa y práctica cotidiana que con toda naturalidad reorganiza el cerebro, como también lo hace la nueva alfabetización digital. Estas invenciones, como también la de la perspectiva, y tantas otras, constituyen ahora andamiajes del cerebro, cuyo acople y sinergia cerebro-mundo es tal que lleva a suponer (en tiempos cerebrocéntricos) que todo depende del cerebro, cuando en realidad es el cerebro el que depende de esos desarrollos histórico-culturales y andamiajes ya institucionalizados. En un experimento imaginario según el cual niños recién nacidos sobrevivieran solos en una isla del archipiélago Galápagos, no cabe imaginar que sus cerebros desarrollaran las funciones que, con toda naturalidad, es decir, con todos los andamiajes dispuestos, desarrollarían en cualquier ambiente familiar y escolar. Cabe preguntar cuántos miles de años transcurrirían hasta que lograran descubrir una escritura siquiera parecida a la alfabética, la misma que aprenden ahora en unas dos mil horas. El genio del cerebro no está en inventar, construir o crear funciones, sino en mediar las posibilidades funcionales que ofrecen las disponibilidades y constricciones ambientales (Fuchs, 2018; Pérez-Álvarez, 2011a). La autoconciencia, que al surgir con toda naturalidad en el desarrollo ontogenético parece ahora un producto del cerebro, tiene también su historia y condiciones de posibilidad en las prácticas e instituciones sociales que se han ido creando a lo largo del tiempo, entre ellas la escritura. La escritura supone un cambio radical desde las sociedades orales hasta las alfabetizadas, donde la literatura, la lectura y para el caso la reflexividad son prácticas comunes. Se ha dado todo un desarrollo históricocultural de la autoconciencia —desde un grado cero de
reflexividad, podríamos decir, hasta la hiperreflexividad moderna, con esa conciencia intensificada de sí mismo (Pérez-Álvarez, 2015)—, dentro del cual ahora los individuos están situados y al que sus cerebros se adaptan. Pero no sería el cerebro el que origina, causa o crea la autoconciencia (consintiendo estas expresiones) si no estuviera situado en una sociedad que cuenta con condiciones y prácticas al respecto, empezando por la escritura, entre otras. Sobre este trasfondo de ideas que en mi opinión no hacen sino enfatizar lo obvio: que el cerebro forma parte de un cuerpo que a su vez está situado en el mundo que por su parte está repleto de disponibilidades (andamios y affordances, según lo dicho en el capítulo 1), destaco ahora tres fuentes de neuropalabrería: la seducción de las explicaciones neurocientíficas aun cuando sean irrelevantes, la función ejecutiva como homúnculo redivivo y las neuronas espejo como espejismo. La seducción de las explicaciones neurocientíficas aun cuando sean irrelevantes La seducción de las explicaciones neurocientíficas aun cuando sean irrelevantes para entender un fenómeno se ha constatado repetidamente en estudios experimentales (Fernandez-Duque et al., 2015; Weisberg et al., 2008, 2015, 2018). Irrelevante se puede considerar para un fenómeno psicológico que se explica en sus propios términos la mención de las áreas cerebrales que pueden estar implicadas. La conclusión general de estos estudios es que la gente tiende a creer que las explicaciones de los fenómenos psicológicos son mejores cuando esas explicaciones contienen información neurocientífica. Esto ocurre incluso cuando esa información es irrelevante o superflua para la
explicación. A pesar de que la gente suele distinguir las buenas explicaciones de las malas cuando estas son por ejemplo circulares (como decir que las estimaciones erróneas ocurren porque se cometen más errores), si las explicaciones contienen información neurocientífica (por más que esta sea irrelevante), ambas, tanto las explicaciones buenas como las malas, se consideran satisfactorias (Fernández-Duque et al., 2015; Weisberg et al., 2008, 2018). Es más, una explicación psicológica mala con información neurocientífica irrelevante tiende a ser preferible a la explicación buena sin información neurocientífica (Weisberg et al., 2015, p. 439). La jerga neurocientífica (adrenalina, amígdala, circuitos neuronales, córtex prefrontal, dopamina, función ejecutiva, lóbulos frontales, memoria de trabajo, neuroimágenes, neurotransmisores, resonancia magnética funcional, serotonina, sinapsis, etcétera) ya forma parte del lenguaje semiculto como si estuviéramos hablando de viejos conocidos. Como dijo un participante en un estudio: «Hablar en la jerga de los lóbulos frontales sin explicar qué es lo que está ocurriendo realmente es bullshit» (Weisberg et al., 2015, p. 435). La función ejecutiva como homúnculo redivivo La función ejecutiva es un concepto de uso corriente entre neurocientíficos, psicólogos, profesionales y usuarios, quienes ya parecen no asombrarse de que haya un «ejecutivo central» dentro de uno que planifica y guía nuestra conducta. Por más que establecida, la función ejecutiva no dejaría de verse como un homúnculo (como un hombrecito dentro de uno). Si un profesor de bachiller o de la universidad, por ejemplo, de psicología, necesitara explicar la noción de homúnculo, no encontraría un ejemplo más a mano que la función ejecutiva. La función ejecutiva
abarca una variedad de procesos cognitivos que incluyen la memoria de trabajo, el control inhibitorio, la flexibilidad cognitiva, la planificación, el razonamiento, la resolución de problemas, entre otros. Se entiende que estas funciones están reguladas principalmente por el córtex prefrontal, aunque también están implicadas otras áreas posteriores y subcorticales (Cristofori et al., 2019). Como ocurre en pocas funciones neuropsicológicas, en la función ejecutiva hay un amplio consenso de que el córtex prefrontal es el «ejecutivo central» (Hazy et al., 2007). ¿Dónde está el problema si la función ejecutiva tiene además su sede localizada? Lejos de cesar el misterio de la función ejecutiva con su «localización» en áreas cerebrales nada misteriosas como el córtex cerebral y los ganglios basales (Hazy et al., 2007, p. 1601), el misterio persiste tanto más al tratar de explicar cómo la función ejecutiva guía desde allí la conducta del individuo. Dejando de lado por el momento qué pinta el individuo en todo esto, la cuestión es que la función ejecutiva revive el homúnculo o fantasma en la máquina, según la célebre expresión debida al filósofo británico Gilbert Ryle (1900-1976) en su obra de 1949 El concepto de lo mental. Así, los citados neurocientíficos Thomas Hazy y colaboradores, tratando de des-homuncular la función ejecutiva, en realidad crean más homúnculos. Ya empiezan por un planteamiento presuntuoso en el sentido apuntado cuando se proponen «caracterizar los mecanismos computacionales y neuronales por los que el córtex prefrontal guía la cognición y la conducta» (Hazy et al., 2007, p. 1601, cursiva añadida). La personificación en el cerebro de funciones como guiar, seleccionar, ponerse al día y aprender supone todavía más homúnculos al involucrar los ganglios basales en su relación con el córtex prefrontal. Como dicen: «De todos los aspectos de nuestro modelo que pretenden deconstruir el homúnculo, aprender cuándo pasar [en una tarea Go/no-
Go] es claramente el más crítico. Para cualquier modelo, el diseñador del modelo debe programar el conocimiento explícito de cuándo actualizar la memoria de trabajo o un modelo debe aprenderlo de algún modo por sí solo. […] Es decir, sin tal mecanismo de aprendizaje, nuestro modelo tendría que recurrir a algún tipo de homúnculo inteligente para controlar la puerta» (Hazy et al., 2007, p. 1605, cursiva añadida). Sin poner para nada en tela de juicio las conexiones de los ganglios basales y el córtex prefrontal que describen los autores, la cuestión aquí es que el homúnculo reaparece al suponer y requerir por la lógica del modelo la personificación de las funciones ejecutivas como funciones de «aprender», «actualizar», «guiar», que en realidad realizan los individuos, no los ganglios ni el córtex como tejido neuronal. El entrenamiento de las funciones ejecutivas —porque en realidad es un manojo de varias habilidades— mejora las habilidades entrenadas, pero no la supuesta «ejecución central» localizada en algún sitio (Diamond y Ling, 2016). Esto sugiere que no hay tal unidad ni agencia central, sino un manojo de habilidades que se atan como función ejecutiva. Algo similar ocurre con el entrenamiento de la memoria-de-trabajo (Liu et al., 2017), otro homúnculo consistente en suponer operaciones de retención y manipulación de información realizadas en un sitio neuronal. La llamada memoria-de-trabajo se refiere en realidad a aspectos de la conducta que siempre implican una acción en el tiempo y que la psicología cognitiva ha hipostasiado. Por mi parte, me remito a una discusión más amplia recogida en otro lugar (Pérez-Álvarez, 2018c, pp.165-173). El problema radica en tratar de situar dentro (homúnculo) lo que propiamente hace el individuo como un todo, por ejemplo, el niño en el aula, jugando o efectuando una tarea, o cualquiera que realiza actividades como las que describen la función ejecutiva, por lo que resulta un
manojo o concepto paraguas que acoge una variedad de actividades. En realidad, es el individuo el que ejecuta como sabe y puede las actividades que este concepto personifica dentro del cerebro. Cabe preguntar si hablar de la función ejecutiva como algo obvio es solo una manera perezosa de hablar o implica también miseria intelectual, perduración de la doctrina oficial de la mente (fantasma en la máquina), y acaso tiene además funciones ideológicas. Se puede pensar en funciones ideológicas toda vez que la función ejecutiva se invoca como explicación de problemas y trastornos (como por ejemplo el TDAH), sirviendo entonces como «responsable impersonal» que encubre el papel del propio individuo e instituciones implicadas en el problema de turno. Hablar de la función ejecutiva como algo en sí mismo localizado en algún sitio dentro de uno es como mínimo una forma oblicua, amén de pedante, de hablar de ciertas habilidades o repertorios conductuales de los individuos, cuya mejora cuando fuera el caso mejor se haría en función de los problemas y contextos, no como funciones de un presunto «ejecutivo central» que ya ni siquiera es central, pues la última investigación de turno la vincula a varias áreas del cerebro. Las neuronas espejo como espejismo Las neuronas espejo suponen uno de los hallazgos más sonados de la neurociencia desde su descripción en la década de 1990, dando lugar a un doble espejismo: como tendencia explicativa y como ilusión final, cuando en realidad el descubrimiento no es para tanto. Las neuronas espejo intrigan tanto a especialistas como al público y fueron celebradas como una revolución en el entendimiento social y de la fuerza impulsora del gran salto evolutivo (Heyes, 2010a). Por no hablar de otras denominaciones que
en algún momento han recibido, como «neuronas de la empatía» y «neuronas inteligentes». Las neuronas espejo son neuronas motoras que se activan cuando realizamos algo o vemos a otros realizándolo. Las neuronas espejo parecen establecer un puente entre las personas, de modo que un mismo encendido neuronal representa tanto las acciones de los demás como las propias. La acción del otro es representada en mí. Yo albergo las acciones de los demás, como ellos las mías. Como se dice, gracias a las neuronas espejo puedo entender a los otros, leer sus mentes, comunicarme con ellos y viceversa. Así, con mistificaciones como estas, se han mitificado las neuronas espejo con su magnetismo pseudoexplicativo (Heyes, 2010a; Pérez-Álvarez, 2011b). ¿De dónde vienen las neuronas espejo? Una posibilidad que se ha asumido es que las neuronas espejo sean un tipo especial de neuronas ya dotadas con sus funciones derivadas del proceso evolutivo. Siendo así, la capacidad para emparejar acciones observadas y realizadas sería heredada genéticamente. Otra posibilidad, más sostenible, de acuerdo con la ya citada psicóloga británica Cecilia Heyes, es que las neuronas espejo resulten del aprendizaje asociativo, cuya función estaría forjada por la experiencia sensomotora como experiencia derivada de observar-yrealizar la misma acción (Heyes, 2010b). El aprendizaje crea el emparejamiento de las funciones de las neuronas espejo en el curso del desarrollo individual que puede darse ya tempranamente. Tanto las neuronas motoras que llegan a ser neuronas espejo como los mecanismos asociativos que median en el aprendizaje asociativo serían productos de la evolución, pero las neuronas espejo no serían producto de la evolución sino del aprendizaje (Heyes, 2010b, p. 576). El neurocientífico Gregory Hickok muestra, tras examinar los informes de la investigación original, cómo los monos con los que trabajaban los descubridores de las neuronas espejo estaban entrenados
en las tareas requeridas para la producción del fenómeno sin que esto les pareciera relevante a los investigadores según quedaron impresionados por el afortunado hallazgo (Hickok, 2014, p. 57 y capítulo 8). Cecilia Heyes aduce evidencia de que el aprendizaje asociativo resulta más convincente que la preexistencia heredada de las neuronas espejo. Para empezar, no está establecido que las neuronas espejo estén presentes desde el nacimiento. De hecho, la imitación no parece ser innata, sino aprendida (Oostenbroek et al., 2016). Asimismo, la empatía tampoco parece ser innata, sino aprendida, y de forma tan ágil como frágil (Heyes, 2018). Puesto que la principal evidencia de que las neuronas espejo son innatas proviene de los estudios de imitación neonatal, ahora en entredicho (Oostenbroek et al., 2016), el origen aprendido de las neuronas espejo cobra mayor consistencia. En la medida en que las neuronas espejo están vinculadas a la empatía, la teoría que sostiene el origen aprendido (no innato) de la empatía supone a su vez un apoyo para el origen aprendido de las neuronas espejo (Heyes, 2018). Por otra parte, los efectos de la experiencia en las neuronas espejo son claros. Así, por ejemplo, hay más activación de neuronas espejo en pianistas que en no pianistas cuando unos y otros observan tocar el piano y en bailarines de ballet clásico que en bailarines de capoeira cuando todos ellos observan movimientos de ballet (Heyes et al., 2010b, p. 579). Asimismo, se ha mostrado que la activación de las neuronas espejo se puede aumentar y revertir (p. 580). Quiere decir que las neuronas espejo están ligadas a la práctica, a contextos de aprendizaje y marcos relacionales dentro de los que están involucrados los individuos y donde nunca faltan otros individuos. Según parece, las neuronas espejo presuponen ya un mundo social que incluye la imitación y la empatía, en vez de ser su causa, origen o condición, a pesar de lo cual se han mistificado y prestan un servicio inestimable a la neuropalabrería.
Sin dejar de desempeñar un papel en la imitación y la empatía y de suponer un gran descubrimiento, al final, las neuronas espejo encerraban también su propio espejismo. Después de ver en las neuronas espejo la entrada al alma y la fuente de la empatía, como dice el neurocientífico y primatólogo Robert Sapolsky, «lo que mejor resume las celebradas neuronas espejo es el título del libro de Hickok de 2014: El mito de las neuronas espejo». Como continúa Sapolsky, la ciencia de las neuronas espejo llevó a una suerte de salvaje oeste, un «lugar en el que encontramos las especulaciones que afirman que las neuronas espejo son esenciales para el lenguaje, la estética y la conciencia». Ya «a los dos segundos de haber escuchado hablar por primera vez de las neuronas espejo empiezan a escribir reseñas en las que el último párrafo diría cosas como “¡Vaya! ¡Neuronas espejo! ¿No es genial? Esto nos abre un mundo de aspectos interesantes. Puede que incluso expliquen la… ¡EMPATÍA!”» (Sapolsky, 2018, p. 759). Así se fraguó el espejismo, empezando por neurocientíficos de renombre (Iacoboni, Ramachandran). Las neuronas espejo y la función ejecutiva comparten una popularidad, en buena medida inducida por los propios científicos, que va más allá de la sobriedad de la ciencia. Los diagramas del Cuadro 8 tratan de situar las burbujas epistémicas, cámaras de eco, psicopalabrería y neuropalabrería en la órbita de la charlatanería o bullshit sin reducirse a esta figura. Sin reducirse a bullshit, estas figuras comparten con la charlatanería su interés en hacerse valer sin demasiada preocupación por la verdad de nada de acuerdo con lo que el conocimiento científico permite y a la vez sin pretender mentir habida cuenta de que sus practicantes están ellos mismos convencidos. La noción de bullshit tiene aquí el sentido de un instrumento crítico para el examen de casos concretos sin establecer veredictos a priori, pero también sin ser a priori ingenuos.
CUADRO 8. Figuras de usos semicultos de conocimientos científicos en la órbita del bullshit o charlatanería
En resumen Este capítulo ha repasado fenómenos de nuestra época relacionados con el uso popular del conocimiento científico que ya constituyen figuras reconocibles, como la charlatanería, las burbujas epistémicas, la psicopalabrería y la neuropalabrería. La charlatanería o bullshit es una figura distinta de la mentira, ya que el charlatán no está interesado en mentir, pero tampoco le interesa la verdad, sino que reutiliza lo que sea de aquí y de allí siempre y cuando venga bien para influir o para vender, ya sea desde la política o, en este caso, desde la terapia. Las burbujas epistémicas son sistemas más o menos cerrados que redundan en la información, ideas y creencias que uno
tiene de manera que visiones distintas quedan fuera por omisión. Cuando las visiones distintas quedan fuera por exclusión, estaríamos en presencia de cámaras de eco, donde el adoctrinamiento prevalece sobre la mera autoexposición selectiva (como en las burbujas epistémicas). En ambos casos se puede hablar de epistemología de la ignorancia, una ignorancia voluntaria no tanto por falta de conocimiento como por conocimiento autoconfirmatorio, sea por mera omisión de otros puntos de vista, sea por exclusión sistemática. La epistemología de la ignorancia no es únicamente cosa de legos, sino que también incurren en ella los científicos en sus nichos de investigación. La psicopalabrería (psychobabble) y la neuropalabrería (neurobabble) hacen referencia al uso a la ligera de la jerga de la psicología, la psiquiatría y la neurociencia. Estas disciplinas se prestan a su uso común porque tratan de asuntos que interesan a la gente, pero también por el interés que tienen ellas en hacerse valer. Sin menoscabo del uso interesado, lo cierto es también que los conocimientos psi, por su propia naturaleza interactiva, no dejan de influir en los individuos y en la sociedad que estudian, al contrario de lo que sucede con los objetos de las ciencias naturales, indiferentes a los conocimientos que se tiene sobre ellos. Dado este carácter anfibio del conocimiento psi entre técnico-científico y de interés popular, se presta a un uso semitécnico y semiculto, rondando fácilmente la charlatanería (bullshit), que, sin pretender mentir, tampoco pretende decir la verdad sobre nada. La charlatanería solo tiene el interés de influir y vender lo que el influencer de turno venda o simplemente lo que vende. Como ejemplos límite he citado de parte de la psicopalabrería la literatura de autoayuda, la psicología positiva, el coaching, la inteligencia emocional y el mindfulness. De parte de la neuropalabrería cité la seducción que producen las explicaciones neurocientíficas,
aun cuando son irrelevantes, la función ejecutiva y las neuronas espejo.
PARTE III
LA PSICOTERAPIA: MÁS ALLÁ DE LA ANALOGÍA MÉDICA La segunda parte ha puesto de relieve dos cosas acerca de la pseudociencia. La primera es que la demarcación entre ciencia y pseudociencia, además de no servir de mucho en los casos más controvertidos, no parece dar más de sí. La segunda y más importante es que el problema de la pseudociencia está en realidad enmascarando otros abusos de la ciencia, entre ellos que la ciencia estándar de la corriente principal (ciencia natural positivista) puede ser en realidad «mala ciencia», en el sentido de no ser la más adecuada para estudiar los trastornos psi ni para servir de base a la psicoterapia. Siendo así, queda el terreno desbrozado para abordar la psicoterapia sin caer en las preconcepciones científicas y cientificistas al uso y utilizando las ciencias humanas sin complejos. Este abordaje empieza con el estudio de la medicación con la que se tiene que medir la psicoterapia. Al fin y al cabo, la medicación es el tratamiento más empleado para los trastornos mentales. A continuación, será el turno para el efecto placebo como proto-psicoterapia asociada a la medicina y fenómeno inherente a toda práctica sanadora. El efecto placebo salió a colación a la hora de entender el funcionamiento de la EMDR; en concreto, estudiando si la propia EMDR funciona ella misma por efecto placebo. Aunque esta consideración de la EMDR como efecto placebo sería probablemente difícil de aceptar por sus creyentes y practicantes, no supondría en realidad una
deshonra. En vista de que el efecto placebo es más importante que su relación con la EMDR, terminé por ubicarlo aquí como entrada al estudio de la psicoterapia por razones que se verán más adelante, entre ellas que sirve para captar aspectos de la propia psicoterapia que de otra manera podrían subestimarse. El siguiente capítulo plantea la cuestión fundamental acerca de qué son los trastornos psi, sin dar por buena la concepción nosológica de la corriente principal. Visto lo que da de sí la medicación, reconocido lo último del efecto placebo y removidas las concepciones de los trastornos, se llega a la psicoterapia. La psicoterapia será vista desde dentro de su estructura y funcionamiento y desde fuera como institución social y figura antropológica, más allá de la analogía médica.
CAPÍTULO 10
¿Y SI LA MEDICACIÓN PSIQUIÁTRICA NO FUERA EN REALIDAD UN TRATAMIENTO? La psicoterapia se tiene que medir con la medicación. Al fin y al cabo, la medicación es el tratamiento más usado para los llamados trastornos mentales. No me refiero tanto a medir en el sentido de ver quién corre más, como en una carrera de caballos, como a tomar posición en lo que la psicoterapia tiene de esencialmente diferente de la medicación. La medición que compara a la psicoterapia y la medicación se ha hecho muchas veces, y se ha encontrado que la psicoterapia es tanto o más eficaz que la medicación para la mayoría de los trastornos, con ventajas en la duración postratamiento y el ahorro de efectos tóxicos, sin que haya trastornos que no tengan tratamientos psicológicos eficaces y eficientes (Fonseca-Pedrero, 2021; Pérez-Álvarez et al., 2003). La contraposición medicaciónpsicoterapia no contrapone psiquiatría y psicología, sino que se da también dentro de la propia psiquiatría. Muchas psicoterapias fueron desarrolladas por psiquiatras, y la psiquiatría se plantea el dilema de tratar la mente o el cerebro o cómo integrar psicoterapia y psicofármacos (Sanjuán, 2016). Aun siendo inexcusable la comparación, la psicoterapia queda desvirtuada en estas comparaciones en la medida en que tiene que adaptarse a protocolos de investigación y valoración de eficacia pensados para la medicación (como escalas de síntomas), sin estar en la plenitud de sus posibilidades. Como decía, la psicoterapia y la medicación son tratamientos radicalmente distintos, inconmensurables en aspectos esenciales. La esencia de la
psicoterapia, su estructura y funcionamiento (PérezÁlvarez, 2021) se verán en el capítulo 13. Ahora corresponde abordar la esencia de la medicación: lo que es en relación con lo que trata. Si trata por ejemplo enfermedades o síntomas. Para empezar, encontramos una paradoja. El triunfo de la medicación como tratamiento prevalente no impide, sino que acaso origina, la crisis intelectual que atraviesa la psiquiatría, además de la propia crisis de la industria farmacéutica, ya sin ideas, en retirada de la psiquiatría hacia otros campos de la medicina (Harrington, 2019). Esta indagación de la medicación se llevará a cabo en tres apartados. En primer lugar, constato la crisis convicta y confesa de la psiquiatría, mostrando cómo el triunfo de la medicación ha metido a psiquiatras y usuarios en un callejón sin salida, como no sea más medicación cada vez. En segundo lugar, comoquiera que la medicación ayuda en la mejoría de los síntomas, planteo cómo lo hace de acuerdo con modelos dados en la propia psiquiatría. En tercer lugar, sin renunciar a la utilidad de la medicación, entro en el campo de batalla de la medicación a largo plazo, incluyendo los antipsicóticos. Quien entre en este terreno se encontrará con el caballo de batalla de la psiquiatría en defensa de su vaca sagrada la psicosis. Crisis intelectual de la psiquiatría La psiquiatría, como la psicología, siempre está en crisis (si es que es posible estar permanentemente en crisis), por varias razones. De un lado, por ser un campo intersticial entre la biología y la cultura, con oscilaciones de énfasis en una u otra según las épocas, y por tener una mirada bifronte y también pendular hacia la ciencia natural y hacia la ciencia humana. No en vano se habla de las «dos mentes» de la psiquiatría (como también de las «dos culturas» de la psicología), de paradigma tecnológico y
paradigma hermenéutico y de psiquiatría biomédica y psiquiatría crítica, como se ha señalado en el capítulo 3. La historia de la psiquiatría muestra esta polaridad con sus tensiones y nuevas ortodoxias sucediéndose unas a otras (Harrington, 2019; Shorter, 1999). De otro lado, por tratar con asuntos humanos (problemas, malestares, trastornos) no siempre fáciles de definir, moviéndose en esa franja indefinida entre la normalidad y la anormalidad a expensas de criterios normativos, sin que la psiquiatría esté exenta de intereses y usos espurios. Así, se le reprocha su «entrega» a la industria farmacéutica. También ha sido percibida como una instancia de control social al servicio del poder, más que al servicio de los individuos. Comoquiera que este reproche y esta percepción no son aplicables a la totalidad de la psiquiatría, generan tensiones internas que dan lugar a corrientes como la psiquiatría crítica. Por otra parte, la actividad psiquiátrica se presta a una ambivalencia entre la ayuda y la estigmatización, suscitando respeto por si se necesita y a la vez temor de necesitarla. Esto obliga a la psiquiatría a cuidar su imagen social y al mismo tiempo a cuidarse de ella. Por lo que a mí respecta, entiendo que la crisis de la psiquiatría no se debe a una supuesta inmadurez científica ni a nada por el estilo, sino que sería inherente a su campo intersticial y a su carácter bifronte, como también ocurre en psicología. No entiendo que la psiquiatría sea un oscuro poder foucaultiano, sin menoscabo de usos merecedores de mejores causas. Tocante a la crisis señalada, me atengo a la conversación que mantienen los psiquiatras Awais Aftab y Giovanni Fava en Psychiatric Times, en la que el primero pregunta acerca de la difícil situación actual de la psiquiatría. Pregunta Awais Aftab: Percibo que los psiquiatras están en una situación muy difícil. Por la manera en que son educados y
formados, desconocen las formas sistemáticas en las que los estudios de investigación y las guías están fuertemente sesgadas y tergiversadas. Tienen que aprender a evaluar críticamente la literatura de investigación para obtener orientación, lo cual es algo difícil de hacer para los médicos sin formación en investigación, especialmente porque a menudo significa desafiar la sabiduría de sus colegas, las conclusiones de los mejores investigadores y los «líderes de opinión», así como las guías establecidas en el campo. Para empeorar las cosas, hay muy poca investigación imparcial y generalizable. Esto significa que los psiquiatras, cuando trabajan con pacientes individuales, deben confiar en su experiencia clínica, que a su vez está sujeta a sus propios sesgos y distorsiones. A pesar de las montañas de datos de investigación, parece que estamos en un estado de conocimiento empobrecido. ¿Estoy siendo demasiado nihilista o también compartes algunas de estas frustraciones? Responde Giovanni Fava: Estoy de acuerdo; la psiquiatría atraviesa una crisis intelectual. Esta crisis es compartida por otras áreas de la medicina clínica y proviene de un concepto estrecho de ciencia que descuida la práctica clínica como fuente de preguntas fundamentales de investigación. Cada vez menos psiquiatras académicos evalúan y tratan a los pacientes. La mayor parte de la investigación publicada no tiene relevancia para la práctica. El progreso de las neurociencias en las dos últimas décadas a menudo ha llevado a la creencia de que los problemas clínicos en psiquiatría probablemente se resolverían con este enfoque. Tales esperanzas son comprensibles en términos de la propaganda masiva lanzada por corporaciones biotecnológicas y farmacéuticas. Sin embargo, un número cada vez mayor de psiquiatras se pregunta por qué las curas y los conocimientos clínicos prometidos por las neurociencias no se han materializado. El reduccionismo biológico ha dado lugar a un enfoque idealista, que está bastante lejos del pluralismo explicativo que requiere la práctica clínica. Las neurociencias han exportado su marco conceptual a la psiquiatría mucho más de lo que han servido como herramienta de investigación (Fava, 2020).
Entiendo asimismo que la psiquiatría es sobradamente conocedora de sus propios achaques y cuenta con remedios sacados de su misma tradición merced a su pluralidad. Se da la circunstancia de que la psiquiatría más reprochable hoy en día, en mi opinión, sería curiosamente (o no tanto) la psiquiatría mainstream (biomédica, neurocientífica, tecnológica, basada-en-la-evidencia), aquejada de «cientificitis» («mala ciencia» y cientificismo) según lo dicho en los capítulos 2 y 8. Sin embargo, la alternativa no es la no-ciencia, sino una ciencia más acorde con la naturaleza de los asuntos que trata. El diagnóstico de su crisis actual, su punto álgido, es una crisis intelectual (Fava, 2020), no empírica. Sobran datos, no los datos. Nunca hubo tantos datos derivados de la investigación. Si de ellos dependiera, es decir, si aportaran algo acumulativo más allá del currículo de los autores, probablemente no habría tal crisis ni cada vez más pacientes cada vez más cronificados (Whitaker, 2016). ¿Crisis? ¿Qué crisis? ¿Qué hay entonces de la boyante investigación y la triunfante medicación? La crisis de la psiquiatría contrasta con dos aspectos suyos: una boyante producción científica de primer nivel y el triunfo de la medicación como tratamiento de referencia. Seguramente, a muchos psiquiatras estrella bien pagados por la industria, y acaso pagados de sí mismos, la referencia a la crisis les debe resultar extraña. Pero tal crisis es vista desde dentro de la psiquiatría, por psiquiatras tan dignos como los acríticamente autocomplacidos. La psiquiatría cuenta a escala mundial, incluyendo España, con una producción científica de primer nivel. Se trata de investigación financiada por organismos públicos (no solo por la industria farmacéutica), desde el Instituto
Nacional de Salud Mental de Estados Unidos (NIMH) hasta los nacionales de cada país (Instituto de Salud Carlos III, Ministerio de Ciencia e Innovación entre otros organismos en España), llevada por consorcios de equipos nacionales e internacionales altamente competitivos, entre ellos el Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental (CIBERSAM), y publicada en revistas de primer nivel. De acuerdo con los estándares, no hay duda de que se trata de psiquiatría supercientífica. Si traigo a colación esta referencia a la investigación top, no es por dar cuenta de lo obvio de su impresionante producción, sino por señalar en realidad la impresión producida de que se trata en buena medida de una investigación que parece correr en un mundo paralelo al de la asistencia clínica, por muy trasnacional que se diga. Alguien se podría preguntar en qué contribuye tanta investigación (en proporción a su inversión y esfuerzo) a la práctica clínica real. El problema de los datos de la producción científica en el contexto de la crisis intelectual de la psiquiatría es que pueden más que nada emborrachar y llevar a ninguna parte. La psiquiatría mainstream puede estar en la posición de quien se aferra a los datos como aquel que se agarra a una farola para sostenerse sin aprovechar la luz para ver lo que hay. Una posición similar a la de quienes se embarcaran en un barco pertrechado de tecnología punta y aparatos estadísticos de megametaanálisis en busca del polo oeste sin preguntarse qué es un polo terrestre. Otro tanto se puede decir de la psicología mainstream, para el caso, en el mismo barco de la psiquiatría. Afortunadamente, la psiquiatría, así como la psicología, cuenta con más de un barco que no navega desnortado, sino centrado en los problemas de las personas-ahí en la consulta, al fin y al cabo su razón de ser. La medicación psiquiátrica es el tratamiento que más se aplica a los trastornos psicológicos o psiquiátricos. Sin embargo, esta realidad choca con varias evidencias. Para
empezar, las causas o bases neurobiológicas de las condiciones clínicas (enfermedades, diagnósticos) para las que se prescriben los fármacos no están establecidas, ni se espera que lo estén. La industria farmacéutica, que en buena medida promueve la investigación clínica, está estancada, y los hallazgos que se esperaban han sido de nuevo remitidos al futuro (Hyman, 2012). De hecho, la industria farmacéutica, ya sin ideas, está abandonando el campo de la psiquiatría en favor de otros campos de la medicina, no sin sacar rédito a los productos ya elaborados buscándoles nuevas aplicaciones (Harrington, 2019, p. 266). Algunos de los últimos coletazos de la industria farmacéutica tienen que ver con la esketamina (Sketamina), reelaborada a partir de anestésicos (usados también en veterinaria), que se emplea para el tratamiento de la depresión resistente y para la prevención del suicidio. Quién lo iba a decir, una pastilla antisuicidio, como si además todo suicidio tuviera que ver con la depresión. Otro coletazo se puede ver en la brexanolona, que se prescribe para la depresión posparto, pasando por alto las razones por las que una mujer se puede deprimir en dicha situación. También se están probando drogas psicodélicas como la psilocibina y el éxtasis en tratamientos contra la depresión, el cáncer y el estrés postraumático (Harrington, 2020), obviando que la depresión tiene a menudo sus causas a la vista y que existen además psicoterapias de probada eficacia (Cuijpers et al., 2020b). Lo cierto es que los principales psicofármacos que se utilizan —antidepresivos, antipsicóticos y ansiolíticos— fueron descubiertos por casualidad (lo que de por sí no desmerece). Fue después cuando se mostró que los antagonistas de los receptores D2 estaban implicados en la acción de los antipsicóticos, los inhibidores de la recaptación de monoaminas en los antidepresivos y el GABA (ácido gamma-aminobutírico) en los ansiolíticos. Por
ejemplo, ¿qué datos genéticos o preclínicos existen que apunten a los receptores de la dopamina como una posible diana para la actividad antipsicótica? (Fibiger, 2012). De acuerdo con Christian Fibiger: «Esto plantea una pregunta preocupante: si en retrospectiva las tres clases principales de medicamentos psiquiátricos recetados en la actualidad probablemente nunca se hubieran descubierto usando las estrategias actuales de descubrimiento de medicamentos, ¿por qué deberíamos creer que es probable que tales estrategias den frutos ahora o en el futuro? (Fibiger, 2012, p. 649). Los psicofármacos al uso, con su historia azarosa y derivada de unas aplicaciones a otras, terminaron por redefinir los trastornos psi conforme a un razonamiento hacia atrás conocido como ex juvantibus, consistente en definir un trastorno por aquello que ayuda a aliviarlo (Pérez-Álvarez, 2018c, pp. 24-25). Es como si el dolor de cabeza suprimido con una aspirina se explicara ahora por la falta-de-aspirina en el cerebro y la investigación se centrara entonces en la acción del ácido acetilsalicílico como modelo de las cefaleas, o como si el alcohol que ayuda a alguien en el trato social llevara a explicar la timidez como falta-de-dos-copas y a elaborar un modelo de la ansiedad social basado en la acción-del-alcohol. El problema de un razonamiento ex juvantibus en psiquiatría es que, además de ser falaz, impide hacer psicopatología, por lo que de hecho parece estar desterrada. Ahí tienes ahora generaciones de psiquiatras mirando lo que ocurre en las sinapsis (neurotransmisores, receptores) sin ver lo que le ocurre al consultante (consultante antes que paciente), acaso sabiendo mucho sobre los neurotransmisores de turno y poco sobre la ansiedad, la depresión o la esquizofrenia como condiciones humanas. El punto de partida debería ser la psicopatología; primero hay que saber qué es algo para poder luego estudiar cómo ocurre: partir del fenómeno para «regresar»
a sus «causas» y de estas «progresar» de nuevo al fenómeno en un proceso de regressus-progressus de explicación científica reconstructiva. En psiquiatría hay dos caminos de regressus a las causas (orígenes, etiologías), de acuerdo con las «dos mentes» o paradigmas señalados: el camino de la biología y el camino de la biografía. Por lo que ahora importa, estamos en el camino de la neurobiología a propósito de la medicación. Eslóganes más que hallazgos En realidad, durante los últimos cuarenta años los mayores hallazgos de la investigación psicofarmacológica parecen haber consistido en eslóganes comerciales audaces, tales como los «desequilibrios neuroquímicos» —típicamente de la serotonina en relación con la depresión y de la dopamina en relación con la esquizofrenia— y los «estabilizadores del humor» —en relación con el trastorno bipolar—. Estas expresiones, sin duda bien pensadas, concuerdan con los usos de la medicación que se han establecido en la cultura clínica de los usuarios, así como de los clínicos, más allá de los supuestos hallazgos científicos que sugieren. Los famosos desequilibrios neuroquímicos no responden a evidencia surgida de una investigación capaz de mostrar que están en la base de los correspondientes trastornos. Tampoco responden a pruebas clínicas, ya que no se hace un análisis de los niveles de serotonina o dopamina a partir de los cuales prescribir el correspondiente preparado, como por ejemplo cuando en la diabetes se miden los niveles de glucosa en sangre a resultas de los cuales se administra la correspondiente insulina. De hecho, la teoría de los desequilibrios químicos no es sostenible ni está sostenida hoy en día en psiquiatría (Deacon, 2013; Folk y Folk, 2020; Kendler y Schaffner, 2011; Moncrieff, 2009; Pies, 2019) más que por clínicos que se hayan creído ellos
mismos la propaganda de la industria farmacéutica. Aunque la teoría del desequilibrio químico data de 1965, esta no alcanzaría la prestancia y las prestaciones que llegaría a tener hasta el lanzamiento de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), encabezados por el Prozac. Las compañías farmacéuticas fueron las que promovieron el eslogan «desequilibrio químico» en su publicidad directa al consumidor, contando con la complicidad de los clínicos que se lo creían o a quienes les venía bien en las explicaciones a los pacientes, en todo caso engañosas. Así, los ISRS alcanzaron un estatus de estrella de rock como antidepresivos efectivos que no se merecían (Pies, 2019, p. 9). Por su parte, los oportunos estabilizadores del humor aluden a una especie de concepto paraguas que acoge una variedad de fármacos como el litio, los anticonvulsivantes y los antipsicóticos ahora usados en el flamante trastorno bipolar. Presentados como estabilizadores del humor, sugieren estar arreglando un mecanismo averiado del humor que no existe, sin tener la precisión psicofarmacológica que dan a entender. Puede entenderse que, de semejante diversidad de preparados, los llamados estabilizadores del humor no tienen otra cosa en común que su uso en el trastorno bipolar, convertido en la última manía diagnóstica (Healy, 2006b). Sin ser ilegítimo su nombre como eslogan, tampoco deja de ser engañoso como presunta explicación y remedio del trastorno bipolar. Los propios términos «antidepresivo» y «antipsicótico» son igualmente engañosos en la medida en que dan a entender más especificidad de la que realmente tienen, siendo así que ni corrigen los supuestos mecanismos de las condiciones que nombran ni se aplican únicamente a estas, sino a una variedad de diferentes diagnósticos. Las denominaciones originales de los antipsicóticos como «neurolépticos», que sugiere contención de los nervios, o como «tranquilizantes mayores» serían más acordes con lo
que hacen, y por ello menos engañosas. Los antidepresivos no tienen un nombre genérico equivalente a «neuroléptico» respecto de «antipsicótico». Términos como «sedantes», «activadores» o «estimulantes», según lo que hacen unos u otros preparados, podrían definir sus efectos mejor que «antidepresivo», aunque quizá ya este nombre esté contribuyendo al efecto placebo, habida cuenta de que los antidepresivos apenas tienen más efecto (si es que alguno) que una pastilla-placebo tomada como «antidepresivo» (De Celis Sierra, 2018; Kirsch, 2014). El amplio uso de la medicación choca también con la evidente insatisfacción con los sistemas diagnósticos. Aun siendo insatisfactorios y reconocidas sus limitaciones, los sistemas diagnósticos se siguen utilizando como guías clínicas, para estadísticas y para la definición de los participantes en la investigación. Lo que pudo parecer un avance en 1980, cuando con el DSM-III se adopta el actual sistema categorial, cuya última edición es el DSM-5, se puede ver ahora como una pérdida y un perjuicio. La pérdida puede estar en el abandono de la noción de reacción, bajo la cual se entendían los problemas en los DSM anteriores, en favor de la noción categorial de trastorno (disorder). La noción de reacción vincula los trastornos (reacciones) con las adversidades y circunstancias de la vida, y es por tanto diferente de las categorías que los descontextualizan y cosifican. Para una vez que el DSM se «moja» en causas, como en el trastorno de estrés postraumático, estas consisten en eventos y experiencias de la vida. El socorrido trastorno adaptativo del DSM-5, así como del CIE-11, revela la pérdida que representan las categorías con su agnosticismo, así como la necesidad clínica de entender lo que le pasa a la gente en función de lo que le sucede en la vida. De hecho, la noción de reacción se está retomando hoy en día en psiquiatría (Muller, 2018) y en psicología (Johnstone et al., 2018),
aunque no para volver al DSM-I, sino para ir más allá del DSM-5, como se verá en el capítulo 12. El perjuicio de los sistemas diagnósticos, con el DSM a la cabeza, está en que han formateado el modo de pensar de generaciones de psiquiatras, hasta el punto de que ya no es fácil salir de la caja, sea por lo prácticos que resultan, por pereza intelectual o por mímesis médica (quizá todo ello a la vez). De acuerdo con el psiquiatra Nassir Ghaemi en su respuesta a Awais Aftab en Psychiatric Times, el legado del DSM habría sido perjudicial. Pregunta Awais Aftab: Si Robert Spitzer no hubiera creado el DSM-III, ¿cree que el campo de la psiquiatría estaría en un lugar mejor o peor hoy? En otras palabras, ¿considera que el legado de DSM es en gran medida beneficioso o perjudicial? Nassir Ghaemi: No tengo ninguna duda de que la psiquiatría habría estado mejor sin el DSM-III y, lo que es más importante, sus sucesores DSM-IV y DSM-5. Conozco el mantra habitual: el DSM-III proporcionó un lenguaje común en una época de palabrería freudiana: permitió la fiabilidad. Esta pequeña ventaja se ve superada con creces por lo que sucedió con DSM-IV y DSM5: el diccionario de un idioma común se convirtió en una Biblia fundamentalista que todos tenemos que creer y comprar. La psiquiatría se ha congelado en 1980, por lo que la ausencia de avances desde entonces no es ninguna sorpresa. El legado de DSM ha sido en gran medida perjudicial (Ghaemi, 2019).
Invenciones psiquiátricas aberrantes y falsas amigas Las limitaciones de los sistemas diagnósticos y la insatisfacción de sus propios creyentes y practicantes han dado lugar a una variedad de invenciones psiquiátricas, aberrantes unas y otras no tan bondadosas como parecen. Entre las aberrantes figuran las nociones de comorbilidad, esquizofrenia resistente al tratamiento y síndrome de descontinuación de los antidepresivos.
La socorrida comorbilidad es por sí misma un síntoma del propio desbarajuste de los sistemas diagnósticos sin cualificación ni priorización de los síntomas que describen. La comorbilidad es también un síntoma en cierta manera de la carencia entre los clínicos de una concepción psicopatológica que les permita centrarse en el mundo vivido de las personas, al que se tendrían que «rebajar» para ordenar lo que les pasa, en vez de asignarles varios diagnósticos. El diagnóstico de esquizofrenia resistente al tratamiento (como en su caso la depresión resistente) revela su aberración, consistente en definir una categoría por el hecho de que los pacientes no responden a la medicación en lo que constituye una flagrante utilización de la propia medicación como instrumento diagnóstico negativo: si los pacientes no responden es que tienen una «enfermedad resistente». El síndrome de descontinuación de antidepresivos, referido a los efectos que causa la retirada de la medicación, es una idea audaz de la industria farmacéutica para negar el síndrome de retirada que la psiquiatría mainstream ha comprado. El problema es que muy a menudo los síntomas debidos a la retirada de la medicación se interpretan como una recaída de la enfermedad, por lo que se vuelve a la medicación, entrando en un círculo psiquiátrico vicioso del que es difícil salir, un caso de iatrogenia (Fava, 2020). Al final, el síndrome de discontinuación se confirma a sí mismo para desgracia de los pacientes. Entre las invenciones que no son tan bondadosas como parecen estaría el concepto de «trastorno del espectro» (autista, bipolar, de las adicciones, del estrés traumático, psicótico) y el «modelo biopsicosocial». El trastorno del espectro hace referencia a una variedad de condiciones relacionadas, incluyendo síntomas y rasgos dados en la población general en grados que no llegan a alcanzar «umbrales» clínicos. La idea de espectro no es nueva, sino que se remonta a la «esquizofrenia latente» de Bleuler, la
«personalidad esquizoide» de Kretschmer, la «esquizotipia» de Rado y la «esquizotaxia» de Meehl, pero se ha establecido ahora con la inclusión de la dimensionalidad en el DSM-5 (Kukreti et al., 2019). El concepto de espectro tiene su razón de ser en las limitaciones del concepto de categoría, pero al final termina por igualar fenómenos diferentes y patologizar la normalidad. Frente a una concepción categorial, el concepto de espectro fomenta el pensamiento dimensional —siempre menos esencialista—, reduce categorías y evita comorbilidad. Sin embargo, como no hay paraísos sin serpientes, el concepto de espectro iguala fenómenos distintos cuando se habla por ejemplo de la dimensión psicótica siendo que, más allá de aspectos comunes, la esquizofrenia, la melancolía y la manía, así como síntomas tipo-psicóticos de la población general, son cualitativamente diferentes (Luhrmann, 2017; Sass y Pienkos, 2013; Stanghellini et al., 2012). Asimismo, un umbral demasiado bajo tiene el peligro de patologizar lo que de otra manera serían experiencias y conductas normales. Por ejemplo, el consumo esporádico de alcohol o sustancias puede meter a uno en el espectro de los trastornos adictivos, tristezas en el espectro de la depresión, excentricidad en el espectro psicótico, «rarezas» en el autista y así. Por su parte, un umbral demasiado alto podría dejar a alguien sin la atención y ayuda necesarias. Comoquiera que la noción de espectro tiende a la baja y así a patologizar la normalidad, la serpiente de la farmacopea estará contenta. El modelo biopsicosocial, introducido en su día en medicina por el médico internista George Engel como alternativa al modelo biomédico reduccionista (Engel, 1977) y ampliamente reivindicado en salud mental, al final tampoco es tan bondadoso como parece. Como reconoció Steven Sharfstein en su discurso presidencial de la Asociación Americana de Psiquiatría, «[nosotros los
psiquiatras] hemos permitido que el modelo biopsicosocial se convierta en el modelo bio-bio-bio. En una época de restricciones económicas, una pastilla y una breve cita han dominado el tratamiento» (Sharfstein, 2006, p. 1713). Concebido como un modelo sistémico y contextual, terminó por ser un eclecticismo técnico que proporcionó la justificación para el tratamiento combinado psicoterapiamedicación y la inevitable postergación de aquella en favor de esta (Ghaemi, 2010, p. 75), que es lo que constata Sharfstein. Así, se han adoptado en salud mental modelos de enfermedad, ya mantras, como la teoría de la vulnerabilidad-estrés y su pariente la socorrida interacción genética-ambiente, donde el estrés y los eventos vitales pasan a tener el papel de disparadores de supuestas enfermedades ya preconcebidas (genética, vulnerabilidad) de acuerdo con la propia preconcepción de enfermedad (Read et al., 2009). Con todo, el modelo biopsicosocial no está en retirada. Aunque está prácticamente fuera de la psiquiatría mainstream, tiene los parabienes de muchos académicos y es un «clásico» de los programas de formación. Incluso sus partidarios seguramente reconozcan que necesita ser reformulado y refundado científica y filosóficamente (Bolton y Gillett, 2019). El problema del modelo biopsicosocial, la razón por la que ha terminado al servicio de lo bio, no está en que su nombre sugiera la primacía de lo biológico (que también). En el contexto a partir de 1980, cuando llega a la psiquiatría, nada habría cambiado de haberse llamado por ejemplo modelo sociopsicobiológico. Probablemente, también habría terminado siendo fagocitado por el espíritu post-DSM-III centrado en la enfermedad. No obstante, cabe recordar el modelo psicobiológico de Adolf Meyer, fundador de la psiquiatría norteamericana anterior a la era DSM, basado en la citada noción de reacción a los problemas de la vida reivindicada hoy ante la crisis del modelo de
enfermedad. Una crisis que abarca el sistema diagnóstico (Ghaemi, 2019) y la psicofarmacología (Fibiger, 2012; Harrington, 2019; Hyman, 2012), amén de la crisis intelectual de la psiquiatría (Fava, 2020). En este contexto, es de señalar el callejón sin salida en el que irónicamente el triunfo de la medicación ha metido a la psiquiatría y sus pacientes. Se puede sostener esto sin renunciar a la utilidad de la medicación, valorándola según lo que hace y puede hacer. Aun sin tener un modelo explícito, se supone que la medicación psiquiátrica trata las enfermedades para las que se prescribe (antidepresivos, antipsicóticos). En este sentido, el uso de la medicación responde a una lógica o modelo basado-en-la-enfermedad. Sin embargo, las «enfermedades mentales» carecen de la validez diagnóstica que los usuarios podrían suponer, carecen igualmente de procesos patofisiológicos identificados (como no sean los modelos ad hoc —ex juvantibus— debidos a la propia medicación) y desde luego no son enfermedades como otras cualesquiera de la medicina. Entonces ¿qué hace la medicación psiquiátrica si en rigor no trata enfermedades cuando, a pesar de todo, ayuda a los pacientes? Del modelo basado-en-la-enfermedad al modelo basado-en-el-fármaco Habría que reconcebir el funcionamiento de la medicación psiquiátrica de acuerdo con otro modelo: un modelo basado-en-el-fármaco. Este modelo o paradigma fue propuesto por los psiquiatras y neurocientíficos estadounidenses Steve Hyman (ya citado) y Eric Nestler en un artículo de 1996 publicado en American Journal of Psychiatry, titulado «Iniciación y adaptación: un paradigma para el entendimiento de los fármacos psicotrópicos» (Hyman y Nestler, 1996) y desarrollado ampliamente por la
psiquiatra británica Jonna Moncrieff junto con otros psiquiatras (Moncrieff, 2013, 2019; Moncrieff y Cohen, 2005; Yeomans et al., 2015). Al final, los desequilibrios químicos existen, pero debidos a la medicación La idea básica que nunca se debería perder de vista por parte de clínicos y pacientes es que los fármacos psiquiátricos son psicotrópicos, es decir, agentes químicos que actúan sobre el sistema nervioso central y producen cambios en la percepción, conciencia, funcionamiento cognitivo, estados de ánimo y comportamiento. Como dicen Hyman y Nestler, los antidepresivos, antipsicóticos y otros psicótropos «crean perturbaciones en las funciones neurotransmisoras». Ante la iniciación de estas perturbaciones, el cerebro responde con la consiguiente adaptación (Hyman y Nestler, 1996). Si el fármaco bloquea un neurotransmisor, las neuronas presinápticas se activan liberando más neurotransmisor y las neuronas postsinápticas incrementan los receptores para este mensajero químico. Si por el contrario el fármaco incrementa el nivel sináptico de un neurotransmisor, entonces las neuronas presinápticas ralentizan su actividad y las postsinápticas disminuyen también la densidad de receptores para ese neurotransmisor. En ambos casos el cerebro se está adaptando al efecto perturbador del fármaco. Se entiende que esta adaptación consiste en un mecanismo homeostático tendente a mantener el equilibrio frente a la alteración del ambiente y del medio interior. Después de una perturbación continuada, este equilibrio se puede romper y así producir alteraciones neuronales. Con el tiempo, el cerebro de la persona medicada funciona cualitativa y cuantitativamente diferente a un cerebro en estado normal, como ocurre en la adicción a las drogas de
abuso (Hyman y Nestler, 1996, p. 153). De hecho, «las drogas de abuso proporcionan buenos modelos para entender cómo la administración de fármacos psicotrópicos puede alterar los constituyentes moleculares de las neuronas, así como la actividad funcional de los circuitos neuronales en los que están las neuronas y finalmente la conducta del organismo servida por estos circuitos» (Hyman y Nestler, 1996, p. 158). El modelo basado-en-el-fármaco es coherente con las impresiones iniciales de los clínicos cuando definieron los efectos psiquiátricos de los primeros medicamentos como «tranquilizantes mayores», «neurolépticos», «tranquilizantes menores», «sedantes» o «estimulantes». El Cuadro 9, tomado de Yeomans et al. (2015), presenta algunos efectos psicoactivos o psicotrópicos de distintos tipos de psicofármacos, a falta de estudios más sistemáticos de las experiencias que inducen. CUADRO 9. Efectos psicoactivos de fármacos psicotrópicos Tipo de fármaco
Efectos psicoactivos
Antipsicóticos
Sedación, enlentecimiento cognitivo subjetivo y objetivo o deterioro, embotamiento emocional/indiferencia, reducción de la libido, desmotivación, disforia
Antidepresivos tricíclicos
Sedación, deterioro cognitivo, disforia
Inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) y antidepresivos relacionados
Somnolencia, letargo, embotamiento emocional, pérdida de la libido, «activación» (agitación, irritabilidad)
Litio
Sedación, deterioro cognitivo, letargo, embotamiento emocional, disforia
Benzodiacepinas
Sedación, deterioro cognitivo, físico y mental, relajación, euforia
Estimulantes
Mayor excitación, vigilancia y atención, euforia
Este modelo es también coherente con la inespecificidad de los psicofármacos, pues se aplican a una variedad de condiciones distintas de las inicialmente indicadas, así como con la similitud de efectos tanto en voluntarios sanos como en pacientes diagnosticados, fenómenos que contradicen el modelo basado-en-la-enfermedad (Moncrieff y Cohen, 2005). La coherencia entre el nombre inicial y el efecto psiquiátrico se perdió cuando la psiquiatría entró en el dominio de la industria farmacéutica y empezó a hablar de «balas mágicas» (magic bullets) para trastornos específicos (antidepresivos, antipsicóticos) y de tratamiento para supuestos desequilibrios químicos en el cerebro. Con todo, al final, los dichosos desequilibrios químicos existen, pero provocados por la medicación. La ironía es que el desequilibrio químico no sería anterior a la medicación (por lo que se prescribe esta), sino posterior a ella. La perturbación producida por los psicofármacos, otra ironía, parece ser lo beneficioso de la medicación psiquiátrica. Los medicamentos psicotrópicos crean estados anormales que casualmente pueden aliviar los síntomas (Moncrieff y Cohen, 2006). Por así decirlo, la toxicidad del medicamento estaría produciendo una mejoría de los síntomas, no un supuesto cambio en la condición de la enfermedad (equilibrio químico, estabilización del humor o algo así). Comparación entre el modelo basado-en-la-enfermedad y el basado-en-el-fármaco Como práctica establecida que no necesita pensarse, el modelo basado-en-la-enfermedad funciona como pensamiento por defecto. Sin embargo, no es la única manera, ni probablemente la más adecuada, de concebir los usos y beneficios de la medicación psiquiátrica tanto en términos científicos y clínicos como también en términos
éticos. Como alternativa al modelo basado-en-laenfermedad, se ha propuesto el citado modelo basado-enel-fármaco (Moncrieff y Cohen, 2005). Ambos modelos contrastan en una serie de aspectos. Así, el modelo basado-en-la-enfermedad distingue entre efectos terapéuticos y efectos secundarios, una distinción arbitraria que solo tendría sentido en el supuesto de que se conociera una acción específica del preparado sobre las condiciones patofisiológicas de la enfermedad (lo que no es el caso). Por el contrario, el modelo basado-en-el-fármaco entiende que los medicamentos psicotrópicos producen efectos globales, algunos de los cuales pueden sobreponerse a los síntomas y ser preferibles a estos. El modelo basado-en-la-enfermedad considera que las alteraciones psicotrópicas de los fármacos son incidentales e indeseables. Por su parte, el modelo basado-en-el-fármaco considera que las alteraciones psicotrópicas de los fármacos podrían ser potencialmente útiles. Mientras que el modelo basado-en-la-enfermedad asume que los psicofármacos son beneficiosos para corregir anomalías subyacentes, el modelo basado-en-el-fármaco asume que son dañinos y se deben evitar en lo posible. El uso de psicofármacos según el modelo basado-en-la-enfermedad parte de hipótesis sobre supuestos mecanismos subyacentes implicados en la enfermedad. Por su lado, el modelo basado-en-el-fármaco parte de las experiencias de los pacientes con los fármacos y en base a ellas valora su utilidad. Para el modelo basado-en-la-enfermedad, los medicamentos serían la principal herramienta para ayudar a los pacientes, mientras que para el modelo basado-en-elfármaco serían una más entre otras como la psicoterapia. Para el modelo basado-en-la-enfermedad la recaída es un fracaso del tratamiento que suele derivar en nueva medicación, mientras que para el modelo basado-en-elfármaco es una experiencia de la que aprender para acaso buscar otras ayudas.
De acuerdo con el modelo basado-en-la-enfermedad, el paciente se ve como un receptor de conocimiento experto sobre el tratamiento requerido para su enfermedad. De acuerdo con el modelo basado-en-el-fármaco el paciente se ve como un decisor activo junto con el clínico. En el modelo basado-en-la-enfermedad, el médico valora los resultados en relación con los síntomas y signos que definen la enfermedad. En el modelo basado-en-el-fármaco, el paciente valora los resultados en relación con sus objetivos personales. Dentro del modelo basado-en-la-enfermedad, la adherencia al tratamiento es una necesidad, mientras que en el modelo basado-en-el-fármaco es una opción. El Cuadro 10, tomado también de Yeomans et al. (2015), resume esta comparación entre ambos modelos. CUADRO 10. Comparación de la práctica centrada-en-la-enfermedad y la centrada en-el-fármaco Modelo basado-en-la-enfermedad
Modelo basado-en-el-fármaco
Distingue efecto terapéutico y «efecto secundario»
Se entiende que los psicofármacos producen efectos globales mediados por un rango de sistemas corporales
Alteraciones del funcionamiento mental normal y del comportamiento (como sedación o embotamiento) se consideran incidentales e indeseables
Alteraciones en el funcionamiento mental normal y del comportamiento producidas por los fármacos se reconocen como potencialmente útiles
Asume que los fármacos son beneficiosos para corregir anomalías subyacentes
Asume que los fármacos son dañinos y deben evitarse en lo posible
El uso se basa principalmente en hipótesis sobre un mecanismo subyacente del trastorno o síntoma
El uso se basa en la experiencia de los pacientes de los efectos inducidos por el fármaco y depende de la situación individual de cada paciente
Los medicamentos son la principal herramienta para rectificar los procesos de la enfermedad
El tratamiento farmacológico es una de las muchas herramientas terapéuticas
La recaída es un fracaso del tratamiento
La recaída es una experiencia de aprendizaje
El paciente se ve como receptor de asesoramiento de expertos sobre el tratamiento de la enfermedad subyacente
El paciente se ve como decisor activo junto con el clínico
El médico valora los resultados relacionados con los síntomas y signos
El paciente valora los resultados en relación con sus objetivos personales
Es necesario promover la adherencia al tratamiento
La adherencia al tratamiento es una opción
Implicaciones del modelo basado-en-el-fármaco para la investigación y la práctica clínica Tanto el modelo basado en-la-enfermedad como el basadoen-el-fármaco requieren de un profundo conocimiento en el manejo de la medicación. En relación con el modelo basado-en-el-fármaco, estas serían algunas de las implicaciones para la investigación (Moncrieff y Cohen, 2005): – Estudio en detalle de las experiencias inducidas por los distintos psicofármacos. Esto supone más estudios con voluntarios y pacientes, durante períodos que se aproximen al tratamiento clínico real, que se centren en la naturaleza de la experiencia subjetiva, así como en las medidas fisiológicas y conductuales de la «respuesta al fármaco». – Desarrollo de medidas de efectos que aborden comportamientos particulares en lugar de trastornos. Las medidas de resultados diseñadas para evaluar trastornos serían reemplazadas por medidas que aborden conductas particulares que los pacientes u otras personas desean modificar.
– Construcción de un nuevo vocabulario de efectos inducidos por psicofármacos. Dicho vocabulario podría proporcionar la base para agrupar fármacos según las similitudes en los efectos que producen. – Integración en una misma literatura de todos los efectos terapéuticos. De acuerdo con el modelo centrado en el fármaco, la distinción entre efectos terapéuticos y efectos adversos es arbitraria. La investigación con este modelo tendría como objetivo obtener un panorama completo de la acción del fármaco. – Investigación más detallada de los posibles beneficios de fármacos inespecíficos y mejor tolerados por los pacientes, como las benzodiacepinas, como tratamiento principal de los síndromes psiquiátricos. Esto incluiría comparaciones con la medicación estándar. – Evaluación de las preferencias comparativas de los pacientes por diferentes tipos de medicamentos en diversas situaciones. – Obtención de valoraciones de los pacientes sobre los efectos de los medicamentos después del tratamiento. La evaluación de un fármaco psicotrópico puede considerarse incompleta hasta que el usuario haya tenido la oportunidad de analizar la experiencia de tomar medicación desde un punto de vista libre de ella. Aun cuando puede que en el manejo de la medicación muchos psiquiatras adheridos al modelo basado-en-laenfermedad se acerquen al modelo basado-en-el-fármaco, más específicamente, este enfoque tiene las siguientes implicaciones (Moncrieff, 2019; Moncrieff y Cohen, 2005): – El modelo basado-en-el-fármaco es en la práctica un modelo centrado-en-la-persona, ya que se atiene a las
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experiencias de los individuos con la medicación y en función de ellas se valora su utilidad, incluyendo pros y contras. El modelo basado-en-el-fármaco (o la persona) supone y fomenta una forma colaborativa de automedicación, en la que el psiquiatra es una fuente de conocimiento sobre los efectos psicotrópicos y físicos de la medicación y su función es la de ayudar a explorar sus posibilidades y limitaciones y a considerar otras alternativas, incluyendo las no basadas en la medicación. El modelo ofrece una manera de explorar los beneficios potenciales de la medicación, sin inducir expectativas de que esta es una parte esencial de la solución y abriéndose a considerar en su lugar ayudas nofarmacológicas, en contraste con el modelo basado-enla-enfermedad, que inculca estas expectativas y puede abocar al paciente a un circuito de creciente medicación. Los pacientes pueden recibir un tratamiento farmacológico efectivo sin necesidad de un diagnóstico de enfermedad mental. La medicación puede centrarse en problemas concretos debidamente elegidos con la ayuda y asesoramiento del psiquiatra, sin tener que pasar por un diagnóstico formal. El modelo basado-en-el-fármaco permite una mejor racionalización del uso y gasto farmacéutico de los sistemas sanitarios farmacodependientes (es decir, de la gran mayoría), amén del ahorro de «efectos secundarios» iatrogénicos en los pacientes. ¿Qué hay de la combinación medicación y psicoterapia?
La combinación parece de lo más razonable y es de hecho una recomendación estándar. Se entiende su interés habida cuenta que ni la medicación ni la psicoterapia por sí mismas resuelven siempre todo el problema cuando funcionan, ni tampoco funcionan para todos los casos. Sin embargo, la combinación no es tan obvia como parece. De acuerdo con la perspectiva pluralista, no dogmática pero tampoco integracionista sin escrúpulos que vengo sosteniendo, la combinación debe tomarse cum grano salis. La medicación y la psicoterapia no suman ni combinan bien, y se entiende por qué. También se entiende el beneplácito del que goza más allá de la evidencia disponible. Además de la combinación, también se habla de integración planificada de psicoterapia y medicación (Sanjuán, 2016). Sin descartarla, mi planteamiento va más allá también de la integración como plan de entrada. En el contexto de la medicación que incluyera también psicoterapia, la psicoterapia estaría limitada por tres lados: paciente, clínico y psicoterapia. Un paciente que esté tomando medicación para lo mismo para lo que también se le aplica psicoterapia probablemente recibirá esta como algo complementario; supondría que su trastorno es biológico, ya que de lo contrario no tendría sentido que estuviera recibiendo medicación. La psicoterapia sería siempre secundaria, y ya no se diga si además tiene el cometido de fomentar la adherencia a la medicación. Otra cosa sería si la psicoterapia formara parte de un plan de retirada de la medicación, como se comentará más adelante. El clínico que prescriba medicación y a la vez ofrezca psicoterapia probablemente no confíe en ninguna de ellas por sí misma, y no sería descabellado pensar que terminará inclinándose por la medicación debido a que no exige la implicación que requiere la psicoterapia. Los clínicos anfibios —que combinan medicación y psicoterapia — quizá no se tomen en serio la psicoterapia, como tampoco los pacientes. Al fin y al cabo, la medicación es
más fácil de llevar. Por su lado, muchas psicoterapias requieren que el paciente entre en contacto con sus experiencias, que bajo medicación estarían alteradas privando de lo que la psicoterapia hace: focalización experiencial, confrontación, exposición, automanejo, autorregulación, aceptación, etc. Puede que el paciente sea inaccesible en el estado actual de agitación, de manera que la medicación podría ayudar en abrir paso a la psicoterapia, pero si es así, no sería tanto combinación como mera tranquilización. Por otra parte, no todas las psicoterapias tienen el objetivo primordial de cambiar los síntomas, como sí ocurre con la medicación. En su lugar, pueden tener el objetivo por ejemplo de cambiar la relación con los síntomas — experiencias incómodas, eventos privados, voces— y mejorar aspectos de la vida, todo lo cual puede provocar mejorías en los propios síntomas sin que fuera este el objetivo ni el criterio por el que medir la eficacia de la psicoterapia. Los conceptos de «síntomas residuales» y de «depresión resistente» sugieren más que nada un «ensañamiento» contra los síntomas que puede ser más iatrogénico que curativo, operando como si se pudiera y fuera necesario extirpar experiencias humanas, sean por caso tristeza, ansiedad o voces, cuando en realidad existen otras «soluciones», como las citadas anteriormente que contempla la psicoterapia. En los estudios de combinación medicación-psicoterapia, la psicoterapia juega por así decir «fuera de casa», con las reglas de la medicación, que consisten típicamente en reducir síntomas en escalas a propósito, sin que esto sea todo ni acaso lo principal que puede hacer la terapia psicológica. Aunque no deja de ser relevante, la reducción de síntomas no es todo lo que importa en las ayudas clínicas. En el contexto de la psicoterapia como primera línea de actuación, la posible inclusión de la medicación se habría de contemplar como un recurso para más adelante.
«Recurso» quiere decir que no sería el tratamiento por antonomasia, sino una ayuda. «Más adelante» se refiere a un tiempo del orden de unas diez sesiones de psicoterapia antes de pensar en la medicación, un margen que permitiera comprobar si la terapia está funcionando. Ejemplos de esta estrategia se encuentran en enfoques de la esquizofrenia como el diálogo abierto, el paradigma Soteria y el movimiento de escucha de voces (se retomarán después), los cuales no empiezan por la medicación, pero tampoco la descartan. Más allá de las evidencias que la justificaran, la combinación goza del beneplácito de unos y otros. Desde el lado de la medicación, con tal de que esta no falte, la defensa de su combinación con la psicoterapia puede ser tanto o más una estrategia de «mercado» que el mejor objetivo clínico. Desde al lado de la psicoterapia, dado que la medicación es el tratamiento más establecido, puede ser también una estrategia para no perder «cuota de mercado». De acuerdo con lo dicho anteriormente, el modelo biopsicosocial da cobertura a la combinación y reparto de papeles en salud mental (Ghaemi, 2010). La evidencia para la combinación, lejos de ser clara, es en realidad una maraña de resultados tanto en contra como a favor en la que estos últimos tampoco son demasiado impresionantes y donde abundan resultados mixtos que dependen de la cantidad de parámetros y medidas que se incluyen en los estudios. En cualquier caso, la combinación tiene un doble coste, por un lado de gasto sanitario y por otro de sobrecarga para el paciente con la toma y efectos secundarios de la medicación y el análisis psicológico y las tareas que implica la psicoterapia, de manera que puede terminar abrumado. Una variante de la combinación es la combinación secuencial, en la que se añade un tratamiento, ya sea medicación o psicoterapia, si el paciente no remite después de llevar un cierto tiempo con el otro. Son ejemplos de este
tipo el estudio PReDICT sobre la depresión (Predictors of Remission in Depression to Individual and Combined Treatments; Dunlop et al., 2019) y un estudio de aleatorización secuencial múltiple para el TDAH (Pelham et al., 2016). El estudio PReDICT muestra que tanto la adición de psicoterapia (CBT) cuando la medicación es insuficiente como al revés constituyen enfoques efectivos, sin que el orden secuencial parezca relevante, ni tampoco la preferencia de los pacientes (Dunlop et al., 2019, p. 281). No obstante, el hecho de que en este estudio la secuencia «medicación más psicoterapia» consiguiera un porcentaje más bajo de pacientes con remisión que la secuencia «psicoterapia más medicación» puede tener que ver con que la psicoterapia en el contexto de un comienzo con medicación se vea como algo secundario y una carga añadida, de acuerdo con otros estudios que muestran que este es el caso, como el que se citará sobre el TDAH. Por otra parte, el estudio PReDICT choca, como no dejan de advertir sus autores (Dunlop et al., 2019), con la conocida preferencia de los pacientes por las terapias psicológicas (McHugh et al., 2013) y el papel que tiene la preferencia en la satisfacción, terminación y resultado del tratamiento (Lindhiem et al., 2014). El estudio de aleatorización secuencial múltiple para el TDAH comparó diversas secuencias de medicación y terapia psicológica (modificación de conducta) comenzando con una u otra y añadiendo si no mostraban resultados satisfactorios bien más dosis de la misma inicial o bien su complementación con la otra, de manera que al final había seis grupos de comparación (Pelham et al., 2016). La mejor combinación resultó el comienzo con modificación de conducta y su continuación si era necesario con más modificación de conducta, y la peor fue el comienzo con medicación y su complementación con modificación de conducta. La complementación de medicación con más
medicación fue mejor que su complementación con modificación de conducta. Estos resultados contradicen la recomendación estándar del tratamiento combinado (medicación + terapia psicológica). Tienen que ver en parte o en buena medida con el hecho citado de que en el contexto de la medicación resulta difícil introducir la terapia psicológica, que además en este caso requería implicación por parte de los padres (más allá de dar la pastilla). Sin embargo, cuando el tratamiento inicial fue la modificación de conducta, los padres se implicaron plenamente tanto o más que en la medicación (Pelham et al., 2016; Pérez-Álvarez, 2018, pp. 207-215). Por otra parte, la adición de un tratamiento a otro no es la única posibilidad ni la más interesante. También existe la integración secuencial con miras a la discontinuidad de la medicación, no a sumar tratamientos. De acuerdo con una revisión de la literatura, el uso secuencial de la psicoterapia después de la descontinuación antidepresiva se mostró significativamente más efectivo en reducción de recaídas/recurrencia que el manejo clínico y la medicación antidepresiva (Guidi et al., 2016, p. 135). Esta posibilidad concierne particularmente a la medicación a largo palazo, incluyendo los antipsicóticos. Los antipsicóticos no son ajenos a la combinación de medicación y terapia psicológica de acuerdo con la viabilidad y eficacia de cada una de ellas (Morrison et al., 2018). Los antipsicóticos serán abordados en el siguiente apartado en relación con el reciente movimiento de la opción de no-medicación. ¿Hay vida más allá de la medicación? La medicación psiquiátrica es el tratamiento más empleado para la mayoría de los trastornos psiquiátricos/psicológicos, desde la depresión y la ansiedad hasta la esquizofrenia y otras psicosis. En la medida en que es útil, ¿por qué no
usarla? Desde siempre se han usado sustancias para aliviar el sufrimiento y aumentar el bienestar. Aun desde una perspectiva escéptica y crítica hacia los psicofármacos, en todo caso informada, no hay razón para renunciar a su uso. No se trata de ser un dogmático antipsicofármacos, como tampoco se debería ser compulsivo en su uso. De hecho, aquí he destacado un uso sensato de la medicación psiquiátrica a la luz del modelo basado-en-el-fármaco y, para el caso, basado en la persona. De acuerdo con ello, debería estar claro, no obstante, que los psicofármacos no son inocuos, sobre todo cuando se hace un uso prolongado, ni tampoco tratan las causas o condiciones que supuestamente estarían en la base de los trastornos para los que se prescriben. En su lugar, los psicofármacos producen ellos mismos efectos por los que no en vano se conocen como psicotrópicos o psicoactivos. Se da la circunstancia de que los efectos psicoactivos inherentes a los psicofármacos pueden aliviar síntomas, lo que no es poco, pero no es otra cosa. Estaría equivocado quien, por ejemplo, creyera que es un tratamiento que remedia o corrige las causas del trastorno. Los efectos de sedación, tranquilización, indiferencia, estimulación, euforia, vigilancia, etcétera, que los psicofármacos provocan en cualquier persona que los tomara pueden producir una mejoría apreciable de los síntomas de los pacientes debido a sus efectos psicoactivos de sedación, tranquilización, etc., no a la corrección de mecanismos averiados. Como vengo diciendo, esta mejoría no sería debida a que los psicofármacos estuvieran corrigiendo las causas o condiciones patofisiológicas del trastorno para el que se prescriben. En este sentido, se podría decir que la medicación psiquiátrica no es propiamente un tratamiento, si por tratamiento se entiende la corrección de las causas y condiciones de la «enfermedad», sean por caso los presuntos desequilibrios químicos y estabilizadores del
humor. En realidad, un antidepresivo no es un antidepresivo (Ghaemi, 2008; Moncrieff, 2018; Sanjuán, 2016, p. 285), como tampoco y por lo mismo un antipsicótico no es un antipsicótico. El hecho de que las presuntas causas neuroquímicas de los trastornos psiquiátricos o psicológicos sean desconocidas no quiere decir que no tengan causas que seguramente se habrían de buscar en otro lugar, cambiando el foco de la biología a la biografía (como haré en el capítulo 12). Con todo, aun sin ser la medicación psiquiátrica un tratamiento propiamente dicho y siendo los trastornos psiquiátricos o psicológicos de otra naturaleza que la química, nada quita que la medicación pueda ser útil en lo que hace, según cada caso. Este enfoque de la medicación centrado-en-el-fármaco y la persona implica replantear la educación (adoctrinamiento) que se inculca a los pacientes (enfermedad, adherencia al tratamiento), en el sentido de ofrecer una información real más allá de eslóganes o, para decirlo con el título del libro de Moncrieff a este propósito, hablando claro acerca de lo que hacen realmente los psicofármacos y de lo que cabe esperar de ellos en cada caso (Moncrieff, 2013). Una propuesta así, ni dogmática antimedicación ni tampoco compulsiva en pro de la medicación, tiene que afrontar al menos dos cuestiones: la medicación a largo plazo y la ortodoxia psiquiátrica. Se puede entender la utilidad y la preferencia de la medicación para los usuarios con estados agudos, por ejemplo, de depresión, ansiedad y crisis psicóticas, por el alivio rápido que suelen producir. No obstante, su utilidad inicial cuando sea el caso no está exenta de riesgos. La serpiente del símbolo de la farmacia parece un aviso. La cuestión de la medicación a largo plazo
Esta cuestión plantea si la medicación a largo plazo es necesaria por la condición crónica de la enfermedad o si ella misma contribuye a que la supuesta enfermedad se cronifique en cierta o incluso en gran medida. La medicación a largo plazo parece ser el sino de quienes entran en la carrera de la medicación, la cual se inicia ya en etapas tempranas, al poco de recibir el diagnóstico («lo más pronto posible» suele ser la recomendación al uso). Esto es así particularmente en relación con la depresión, donde se ha definido la depresión resistente-a-lamedicación (que a su vez induce a nueva medicación), y en la psicosis, para la cual resulta hoy impensable un tratamiento que no pase por la medicación. ¿Realmente la medicación a largo plazo mejora la condición de los pacientes? ¿Cómo se explicaría que en tiempos de la medicación los pacientes tengan peor pronóstico que antes? ¿No estará la medicación contribuyendo a la cronificación y a la expansión de la epidemia de enfermedades mentales? ¿Qué dicen los datos? Aun siendo escasos, se cuenta con importantes estudios sobre la depresión y la psicosis. En relación con la depresión, destaca el estudio STAR*D (Sequenced Treatment Alternatives to Relieve Depression) sobre el uso de antidepresivos, realizado en la década del 2000 durante siete años, financiando por el NIMH y considerado el mayor estudio que se haya hecho para el tratamiento de la depresión, tanto en atención primaria como especializada (Mármol Fábrega et al., 2018). Se caracteriza por ser un estudio naturalista conforme a la práctica clínica. Consiste en un procedimiento secuencial de hasta cuatro fases en las que se van combinando diferentes antidepresivos en orden a la remisión de la depresión. La remisión lograda en cualquier fase tiene un seguimiento de un año. El estudio no incluye un grupo placebo, y aunque contempla la terapia cognitivoconductual como una opción, pocos pacientes la eligieron,
probablemente debido al contexto del estudio centrado en la medicación. No obstante, esta opción también fue analizada. El contexto del estudio definía la depresión como una enfermedad debida a desequilibrios químicos y se ilustraba con neuroimágenes. El estudio empezó con 4.041 pacientes. Los resultados más señalados refieren un 67 % de remisión acumulada a lo largo de las diferentes fases. El estudio STAR*D se cita a menudo como la evidencia que sustenta la medicación de la depresión, incluyendo la depresión resistente. Lo malo es que este estudio está plagado de sesgos tendentes a favorecer los resultados de la medicación más allá de lo que permiten los propios resultados. Lo cierto es que la remisión lograda al finalizar el año de seguimiento era el 2,7 %, no el 67 %. En realidad, fueron 108 pacientes de 4.041 que empezaron tomando medicación los que reunían los criterios de remisión (Mármol Fábrega et al., 2018, p. 226). Como muestran estos autores sobre la base de numerosas revisiones, las distintas publicaciones del estudio (más de cien) han ido «maquillando» los resultados mediante la inclusión y exclusión de datos, incluso en contra de los criterios según los cuales fue diseñado. Al final, es un estudio fallido. Sin embargo, nada parece impedir su uso como referencia que sustenta la medicación de la depresión, incluyendo la llamada depresión resistente. Diez años después de la presentación de los resultados, y tras revisiones que muestran sus sesgos (con la petición de la retirada de las publicaciones más señaladas), el STAR*D mantiene su influencia a través de las guías, incluyendo las españolas. Como dicen Ana Mármol Fábrega y colaboradores: El STAR*D fue un ensayo fallido, pero demostró que «los principios teóricos y las creencias que guían en la actualidad el manejo de la depresión resistente al tratamiento» eran totalmente inválidos. El valor sumatorio de las fases 2-4 de combinación de tratamientos medicamento-medicamento para los pacientes «resistentes al tratamiento» de la fase 1 fue mínimo,
negativo para un número sustancial y en continuo aumento si incorporamos al análisis la probabilidad de efectos secundarios intolerables y/o los abandonos del tratamiento que acompañan cada cambio de medicación (Mármol Fábrega et al., 2018, p. 226).
Después de todo, el auténtico síndrome de resistencia parece estar en quienes sustentan la medicación de la depresión aduciendo evidencia que no existe sin siquiera disponer de predictores para ese 2,7 % que alcanza la remisión. ¿Qué fue de los pacientes (36) que aceptaron la terapia cognitivo-conductual después de que la medicación no resultara satisfactoria en la primera fase? El hallazgo más importante fue que el cambio en la segunda fase a la terapia cognitivo-conductual resultó tan efectivo como las diversas estrategias de medicación aplicadas en los grupos correspondientes (Thase et al., 2007, p. 746). En relación con las psicosis, hay al menos ocho estudios importantes que no encuentran mejores resultados para pacientes con esquizofrenia tratados a largo plazo con antipsicóticos. Estos resultados negativos de múltiples estudios a largo plazo y bien documentados suponen una clara advertencia (Bergström et al., 2020; Harrow y Jobe, 2018). Entre ellos destaca el estudio del propio Martin Harrow, iniciado a principios de la década de 1990 en Chicago y en el que 139 pacientes con trastornos psicóticos medicados con antipsicóticos y no medicados fueron evaluados en sucesivos seguimientos durante 20 años (Harrow et al., 2014). El 68 % de los pacientes que recibieron medicación de forma continuada presentaron síntomas psicóticos tras 20 años de seguimiento, frente al 8 % de los no medicados. Una disrupción de moderada a severa de estos síntomas en el funcionamiento social se dio en el 47 % de los medicados y en el 8 % de los no medicados (Harrow et al., 2014). En cuanto al
funcionamiento laboral, el 85 % de los pacientes no medicados y el 26 % de los medicados tenían un empleo al menos a tiempo parcial (Harrow et al., 2017). Estas diferencias entre síntomas psicóticos, grado de perturbación y desempeño laboral empiezan a ser notables a partir de los dos años del diagnóstico y en su caso medicación y en cada seguimiento, sin que las diferencias fueran significativas al principio (Harrow et al., 2014, 2017). La actividad psicótica sorprendentemente frecuente para la mayoría de los pacientes que toman antipsicóticos de forma continua contrasta con su significativa menor actividad sin medicación. La entrada en medicación continuada puede deberse, como señalan los autores, a diversos factores, entre ellos la vulnerabilidad a la psicosis. Pero también puede deberse a la hipersensibilidad debida a los propios antipsicóticos de acuerdo con el modelo basadoen-el-fármaco, según el cual se produciría una adaptación neuroquímica, al final, iatrogénica. Aun cuando no se pueden extraer explicaciones de causalidad, los resultados sugieren que, en sentido longitudinal, los antipsicóticos no son eficaces en la eliminación o reducción de la psicosis en muchas personas con esquizofrenia. Pasados los primeros dos años de tratamiento, los antipsicóticos no eliminan la frecuencia de los episodios psicóticos ni reducen la gravedad de la psicosis postaguda, por lo que se plantean serias dudas sobre los beneficios del mantenimiento de este tipo de tratamiento farmacológico, como norma general, más allá de ese período (Harrow et al., 2014, 2017; Harrow y Jobe, 2018). Otros estudios confirman que la exposición acumulativa a la medicación antipsicótica en los primeros cinco años desde el primer episodio psicótico tiene globalmente un impacto más negativo que beneficioso (Bergström et al., 2020). Como dicen estos autores,
las personas que tuvieron una mayor exposición a la medicación antipsicótica durante los primeros cinco años tenían más probabilidades de seguir recibiendo tratamiento de salud mental y una asignación por discapacidad mental casi dos décadas después del primer episodio psicótico. Después del ajuste de factores concurrentes, una mayor exposición antipsicótica acumulada durante los primeros cinco años desde el inicio también se asoció con un mayor riesgo de mortalidad prematura durante el seguimiento a largo plazo (Bergström et al., 2020, p. 6).
Un estudio naturalista como el de Harrow, «sin un plan único de tratamiento para todos los pacientes» (Harrow, 2014, p. 268), sería difícil hoy, privándonos de ver qué pasaría sin medicación. Con los protocolos actuales de medicación temprana, la única vida que espera a los pacientes que reciban un diagnóstico de trastorno psicótico es la medicación. De este modo, la necesidad de medicación termina por confirmarse a sí misma, necesitando medicación por la medicación misma. Obviamente, la cuestión no es medicación o nada. En lugar de la medicación, sin dejar de contar con ella cuando fuera el caso, estarían las ayudas psicológicas, psicoterapéuticas, sociales y comunitarias. «La profesión psiquiátrica parece identificar su legitimidad médica —dice Ghaemi— con la aclamada eficacia de sus medicamentos» (Ghaemi, 2019, p. 33), dejando de lado otras ayudas que la propia psiquiatría ha desarrollado. Hay vida más allá de los llamados antipsicóticos, aun sin renunciar a su utilidad. Baste recordar el diálogo abierto, el paradigma Soteria y el movimiento de escucha de voces. El diálogo abierto es una terapia original de Laponia (Finlandia) que se caracteriza por evitar el diagnóstico, la medicación y la hospitalización y, en su lugar, tratar de entender en un diálogo abierto entre la persona en crisis, familiares y clínicos qué es lo que está pasando y qué se puede hacer (sin descartar la medicación, pero tampoco
yendo detrás de uno con la jeringuilla). El diálogo abierto como sistema de atención sanitaria logra descartar la medicación en muchos casos, o consigue que se requieran dosis mínimas, así como evitar hospitalizaciones, donde los recursos para hacerlo son el propio personal clínico de psiquiatría, psicología y enfermería (Seikkula et al., 2006). El paradigma Soteria es un servicio comunitario que proporciona un espacio para personas que experimentan crisis psicóticas fundado por el psiquiatra estadounidense Loren Mosher (1933-2004), fundador también de Schizophrenia Bulletin. Tras su cierre en Estados Unidos, este modelo se ha extendido a otros países, sobre todo en Europa. Se basa en principios humanos —humanistas y existenciales— como «estar con» sobre la consideración de que las experiencias psicóticas tienen sentido y las personas que las padecen necesitan comprensión, respeto, apoyo y lugares seguros. El paradigma de Soteria es tan eficaz como el tratamiento hospitalario tradicional, y esto sin el uso de medicación antipsicótica como tratamiento primario; en su caso, la medicación mínima se correspondió con las prioridades de los pacientes (Calton et al., 2008; véase también Bola et al., 2009). El movimiento de escucha de voces, fundado en Holanda por los psiquiatras Marius Romme y Sandra Escher, aglutina a usuarios y supervivientes de servicios de salud mental en la perspectiva de que experiencias inusuales como voces y visiones tienen sentido en el contexto de la persona. El movimiento recupera una larga tradición de la psiquiatría (Pinel, Bleuler, Jaspers, Laing) perdida en tiempos antipsicóticos (que más bien parecieran contra los pacientes psicóticos). Así, la aceptación de las voces resulta de más ayuda que los intentos de supresión por cualquier medio (Corstens et al., 2014). La cuestión de la ortodoxia psiquiátrica
La cuestión de la ortodoxia psiquiátrica se refiere a un modo de concebir la medicación un tanto fundamentalista que incluye su defensa como si de un dogma se tratara. De acuerdo con la línea argumental que sigo, se trataría en buena medida de una cuestión contra dogmas y poderes fácticos, más que de una discusión únicamente científica sobre cuestiones teóricas y empíricas. En realidad, se trata de la misma cuestión que enfrenta las «dos mentes» de la psiquiatría —tecnológica versus humana— de la que ya hemos hablado. La cuestión que planteo no es cosa de outsiders, usuarios descontentos, antisistema, antipsiquiatría o algo así, sino una cuestión central, que está en el corazón mismo de la psiquiatría y es primordial para los usuarios, los sistemas de salud y la sociedad en general. La cuestión de la medicación es una causa justa si se entiende que el modelo basado-en-el-fármaco (o en la persona) da mejor cuenta de lo que hace la medicación que el modelo basado-en-la-enfermedad, habiendo llegado a la conclusión además de que la medicación no es tan buena ni necesaria como nos gustaría. Sin embargo, no se ve que nada de esto cambie la ortodoxia de la psiquiatría mainstream, cuyas reacciones suponen una defensa de la medicación a ultranza. Se ve que esto es así en su paternalismo y absolutismo cientificista (fundamentalismo), según el cual parecen hacer todo por el bien de los pacientes pero sin contar con los pacientes. Este paternalismo fundamentalista se constata en cuatro puntos: a) El desinterés por conocer el efecto real (experiencial y comportamental) de la medicación en las personas, a juzgar por el hincapié en estudiar únicamente el efecto clínico sobre la enfermedad, que ni siquiera existe tal y como la conciben. b) La exclusión de los pacientes de la toma de decisiones acerca del tratamiento (debidamente informados), ya
que está establecido un «adoctrinamiento» que inculca el modelo de enfermedad y la triple necesidad de la medicación temprana, de por vida y de su adherencia, so pena de recaída. c) La falta de ofrecimiento de alternativas a la medicación, tales como la psicoterapia, que la propia psiquiatría ha promovido. d) El uso del término «paciente» como modelo asistencial que, no obstante ser legítimo, no deja de presuponer e imponer el papel de enfermo pasivo y el complementario del paternalismo cientificista, en vez de por ejemplo «consultante», «usuario» o «persona». Defensas de la medicación sin gran miramiento se encuentran por ejemplo en relación con una iniciativa de «tratamiento libre de medicación» introducida en Noruega a partir de 2016 (Yeisen et al., 2019) y en una revisión del efecto a largo plazo de la medicación antipsicótica de American Journal of Psychiatry (Goff et al., 2017). La iniciativa del gobierno noruego consiste en establecer unidades de tratamiento libres-de-medicación en varias regiones del país para personas que experimentan síntomas psicóticos. La iniciativa partió de la reivindicación de usuarios de salud mental. El cambio más significativo radica en que la medicación es opcional, aunque no está excluida, poniendo a disposición de los usuarios otras opciones, como psicoterapia individual, grupos de apoyo y otras actividades, amén de un lugar seguro y gente con quien hablar (Oedegaard et al. 2020). No se trata de medicación o nada, sino de que exista la opción de nomedicación y ayudas psicológicas y sociales. Las reacciones en contra por parte de psiquiatras noruegos y de otros sitios no se hicieron esperar. Básicamente, los argumentos son de cuatro tipos: 1) la opción libre-de-medicación no es científica, 2) una minoría de usuarios descontentos decide por los demás, 3) se da la paradoja de tener libertad de
elección y carecer de «conciencia de enfermedad» y 4) la opción sin-medicación podría exacerbar la actitud negativa hacia la medicación y empeorar la ya difícil adhesión al tratamiento (Yeisen et al., 2019). Estas objeciones parecen ellas mismas dogmáticas, anticientíficas y paternalistas. Pasan por alto la evidencia de casos de mejoría sin medicación y el probable deterioro debido a la medicación prolongada, y también la existencia de usuarios descontentos, sin preguntarse por qué. Entienden que la «conciencia de enfermedad» de los pacientes debe coincidir con la propia doctrina de enfermedad que se les inculca, como si el diagnóstico ya desposeyera de razón y razonamiento. Dicho sea, sin menoscabo de «falta de insight», que naturalmente también puede ser el caso (Amador y David, 2004), pero no por el hecho de recibir un diagnóstico. Censuran la opción de no-medicación como si la medicación fuera una verdad revelada y los psiquiatras estuvieran en la certeza absoluta. ¿Qué dicen los pacientes o usuarios de la opción libre-demedicación? Un estudio cualitativo sobre diez participantes que estaban siguiendo esta opción muestra que, en el momento del estudio, cinco habían logrado dejar la medicación contando con el resto de las ayudas, cuatro habían retornado a la medicación contando igualmente con las demás ayudas y uno había rebajado la dosis (Oedegaard et al., 2020). Da la impresión de que los pacientes son menos rígidos que los psiquiatras. Si, como dijera Nietzsche, la certeza, no la duda, es el distintivo de la locura, qué decir de unos y otros. Pruebas de que la opción de tratamiento libre-demedicación no es una locura las encontramos en los citados diálogo abierto, paradigma Soteria y movimiento de escucha de voces. Ninguna de estas opciones excluye la medicación, pero tampoco la incluye como primera opción. Como dijo un paciente que da título al artículo citado: significa mucho tener una opción (Oedegaard et al., 2020).
La citada revisión del efecto a largo plazo de la medicación antipsicótica (Goff et al., 2017) da más la impresión de ser un manifiesto que una revisión exenta de intereses. Por lo pronto, el impresionante «panel de expertos internacionales en farmacología antipsicótica, neuroimagen y neuropatología», como se autopresentan sus autores, «para ayudar a clínicos, pacientes y familiares de cara a las difíciles decisiones concernientes al tratamiento antipsicótico» (Goff, 2017, p. 840), aun siendo de seis países, los ocho pertenecen al mismo país que los intereses de la industria farmacéutica, de modo que todos ellos están plagados de conflictos de interés declarados. Esto para nada pone en duda su reconocida condición de expertos. Pero tampoco nadie debe dudar de que la industria no sufragaría de forma continuada las investigaciones de autores que fueran contra sus intereses. Se podría reclutar a otros ocho autores no menos expertos —quizá algunos de los citados en este libro— que sacarían conclusiones distintas a la afirmación, por ejemplo, de que «no hay evidencia convincente de los efectos negativos de la aplicación de antipsicóticos a largo plazo« y que hay «fuerte evidencia que apoya su eficacia» (Goff, 2017, p. 846). Así, los citados estudios de Harrow y colaboradores son despachados en dos líneas aduciendo que «los pacientes no medicados tenían condiciones premórbidas más favorables» (Goff, 2017, p. 843), siendo que los estudios consideran estos aspectos (Harrow et al., 2014, 2017). Discutiendo la evidencia en animales de que los antipsicóticos reducen el volumen del cerebro, llagan a la sorprendente conclusión de que «es posible que los antipsicóticos puedan tener efectos perjudiciales sobre el cerebro normal pero protectores en presencia de neuropatología relacionada con la esquizofrenia» (Goff, 2017, p. 845). De acuerdo con semejante afirmación, los antipsicóticos dañarían el cerebro normal y protegerían el
anormal. Todo esto sin saber qué es un cerebro normal, pasando por alto además que muchos pacientes de esquizofrenia (con cerebro supuestamente anormal) mejoran sin antipsicóticos y que los antipsicóticos continuados alteran el cerebro (curioso efecto protector). Por lo demás, el artículo se vale de la típica retórica consistente en afirmar categóricamente lo que sostiene para reconocer a continuación que no hay evidencia firmemente establecida, añadir que es necesario seguir investigando y decir que todo es heterogéneo y complejo, lo que en realidad quiere decir que no se sabe. Por su parte, la concienzuda revisión de este artículo por parte de Robert Whitaker pone de relieve la omisión de la mayoría de los estudios que muestran que aproximadamente el 60 % de los pacientes con un primer episodio pueden recuperarse sin el uso de antipsicóticos o, en el caso de que cite algunos de estos estudios, los impugna por algún supuesto artefacto. Por lo demás, este autor enfatiza la defensa gremial de la medicación más allá de la evidencia científica y de los derechos de los usuarios (Whitaker, 2017). Podría haber vida más allá de la medicación La medicación antipsicótica (neuroléptica) reduce síntomas agudos y puede ayudar también a suprimirlos y a prevenir recaídas a largo plazo. Sin embargo, la medicación también produce efectos adversos y, como muestra la investigación, la vida de muchos pacientes podría ser mejor sin medicación, si logran evitarla desde el principio, dejarla poco a poco o reducirla a un mínimo suficiente. Como hoy por hoy no se puede predecir a quién le iría mejor o peor sin medicación, ofrecer la opción de evitarla, reducirla o dejarla sería legítimo tanto en términos científicos como de derechos humanos. A pesar de que muchos psiquiatras han
adoptado ya esta perspectiva, todavía quedan importantes barreras que impiden el establecimiento de la opción de nomedicación (Moncrieff et al., 2020). Entre ellas están la citada ortodoxia de la psiquiatría mainstream (neurobiológica) y en general el modo de pensar de las instituciones sanitarias y de los usuarios conforme al modelo de enfermedad. Estas barreras se sustentan en la eventual y temida recaída, que lleva a priorizar la estabilidad a corto plazo a expensas de las consecuencias a largo plazo. Aun siendo posible y temible la recaída, sabido lo que depara la continuación de la medicación a largo plazo, algún paciente, contando con el debido apoyo del equipo clínico, podría sopesar este riesgo con el fin de minimizar los efectos adversos de la medicación a largo plazo (Moncrieff y Steingard, 2019, p. 752). Con miras a superar estas barreras, sería hora de cambiar el discurso institucional de la enfermedad crónica por el de la recuperación, en el que la medicación fuera considerada un recurso más en vez de la apuesta única de tratamiento, que en realidad no es (más que una contención de síntomas). Se trataría de ofrecer la opción de no-medicación, contando obviamente con ayudas alternativas aplicadas bona fide, es decir, con intención de que funcionen, no para mostrar su insuficiencia o algo así. Se habría de contar con toda la tribu clínica y familiar. Esta opción incluiría un plan de retirada de la medicación, confiando en que llegue a haber guías de retirada de la medicación, como las hay para la propia medicación. Incluiría igualmente pautas de vuelta a la medicación, como también puede ser el caso, según se ha visto (Oedegaard et al., 2020). Particular relevancia tendría adoptar ya de entrada el tratamiento psicológico como primera línea de actuación en la infancia y adolescencia, pues se ha constatado que la intervención psicológica no supone un detrimento respecto de la eficacia conseguida
con la medicación antipsicótica (Morrison et al., 2020, p. 397). Estos cambios, que no son nada del otro mundo y serían además baratos, chocan con la gran barrera de fondo. La gran barrera es la cosmovisión sustentada en el modelo biomédico de la enfermedad (aun cuando él mismo no sea sostenible). Implicaría cambiar el modo de pensar, empezando por la formación y el entrenamiento de nuevas generaciones de clínicos. El problema no está en el coste. Esta forma de asistencia clínica sería barata de implementar, ya que los principales recursos son los propios clínicos, eso sí, debidamente reseteados y reformateados en un nuevo modo de pensar. El citado diálogo abierto sería un ejemplo de que no estamos hablando de nada utópico ni ucrónico. Ya podría haber medicación para cambiar cosmovisiones sostenidas por la propia inercia. Aun siendo pesimista respecto a la posibilidad de que se produzca un cambio, por lo pronto, quizá sea mejor plantear esto que no plantearlo. En resumen La medicación psiquiátrica ha dominado el campo de los trastornos mentales, postergando la psicoterapia, que también era practicada por la psiquiatría. El triunfo de la medicación ha puesto a la psiquiatría en una posición dominante y boyante, no sin marginar de paso otras importantes tradiciones psiquiátricas. Sin embargo, el triunfo de la medicación ha sumido a la psiquiatría en una crisis intelectual sin precedentes, por no hablar de la epidemia de trastornos mentales, para la cual la medicación ha llegado a ser parte del problema. Dentro de este contexto, el capítulo examina lo que hace realmente la medicación —si trata enfermedades o síntomas— y cómo lo hace —si corrige causas o ella misma produce efectos que
pudieran resultar beneficiosos—. El examen se ha expuesto en cuatro apartados, cada uno con sus respectivas conclusiones. En el primero, constato la crisis intelectual de la psiquiatría, a expensas de una medicación que no da más de sí, lanzada más por sagaces eslóganes que por hallazgos científicos. En el segundo apartado, confronto dos modelos del funcionamiento de la medicación psiquiátrica, uno basado-en-la-enfermedad, según el cual el medicamento trataría la enfermedad, y otro basado-en-el-fármaco o la persona, según el cual el medicamento —no en vano psicotrópico— tiene efectos psicoactivos que pueden interferir en los síntomas debido, por ejemplo, al embotamiento o indiferencia que producen (en particular los neurolépticos). Aun siendo así, no quita que tales efectos sean beneficiosos e incluso preferibles a los síntomas. En el tercero, examino el mantra del tratamiento combinado de medicación y psicoterapia, mostrando que no es tan obvio como parece. En el cuarto apartado planteo si hay vida más allá de la medicación, en referencia a la tendencia a la medicación temprana y de por vida que se da sobre todo en el ámbito de la psicosis. La respuesta es que sí hay vida más allá de la medicación, en la medida en que se adopte el modelo basado-en-en-el-fármaco o, para el caso, en la persona —en vez de en la enfermedad— y se institucionalice la opción libre-de-medicación con las debidas alternativas (no medicación o nada). Esto supone entender la medicación como un recurso, no como el tratamiento de referencia. Ni dogmatismo antimedicación ni fundamentalismo promedicación.
CAPÍTULO 11
EL SEMPITERNO EFECTO PLACEBO: DE LA MEDICINA A LA PSICOTERAPIA El placebo es un tema recurrente en la historia de la medicina, de creciente interés en nuestros días en la década de 2020. Un renovado interés viene del uso abierto del placebo (open-label placebo), no camuflado, de modo que funciona tanto mejor diciendo la verdad, amén de cumplir con cuestiones éticas (Kaptchuk, 2018). El interés por el efecto placebo deja de ser marginal, algo inevitable con lo que hay que contar y en lo posible descontar del verdadero tratamiento, para ser central en la práctica clínica. Deja pues de ser algo negativo, inespecífico, que hay que controlar, para ser algo positivo, específico, que conviene utilizar y promover. También deja de ser algo que supuestamente ocurre dentro de la mente o el cerebro de los pacientes para ser algo que habría que estudiar dentro de lo que ocurre en un contexto clínico que implica a una variedad de actores y factores. Si todo esto concierne a la medicina, qué decir de la psicoterapia. Mucho de lo inespecífico en medicina despachado como placebo es específico de la psicoterapia. Se llega a plantear incluso si toda psicoterapia o todo en ella es placebo (Enck y Zipfel, 2019; Kirsch, 2005; Kirsch et al., 2016). Si el placebo ya era hace más de treinta y cinco años un concepto en transición (Critelli y Neumann, 1984), la transición que se observa hoy parece tener más recorrido. Se ha propuesto, incluso, abandonar su nombre en favor de otras denominaciones, como se verá. El capítulo empieza por destacar dos caminos o hilos en la historia del placebo que derivan en la doble visión del placebo como algo malo
(espurio) que hay que controlar o como bueno (beneficioso) que conviene potenciar. La primera consiste en la visión biomédica del placebo, con una cierta «paranoia metodológica» por controlarlo, reconocidos su poder y ubicuidad. Por su lado, la segunda visión trata de replantearse lo que es el placebo más allá de esta concepción heredada en vista de su insuficiencia para dar cuenta de la amplitud del fenómeno. A este respecto, se propone una concepción holista-contextual. El capítulo termina por rescatar la noción antropológica de ritual, que después de todo sigue siendo relevante en clínica, desde la medicina hasta la psicoterapia. Para entonces, el placebo probablemente ya no sea lo que pensabas. Dos caminos en la historia del placebo: salmos y ensalmos Como es conocido, la palabra «placebo» significa ‘agradará’ y deriva de la forma futura del verbo latino placeo (‘agradar’, ‘complacer’). Antes de llegar a ser un término corriente en medicina y fundamental hoy en la investigación y en la práctica clínica médica, psiquiátrica y psicológica, la noción de placebo tiene una larga historia. Como en la novela de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, en la historia del placebo también hay dos caminos: por el lado de los salmos de la Biblia y por el lado de los ensalmos de los que habla Platón en el diálogo Cármides. Por el camino de los salmos Se cita el salmo 116, verso 9, cuando se tradujo erróneamente del hebreo al latín «Agradaré al Señor» (Placebo Domino) en vez de «Caminaré en presencia del Señor», que sería lo correcto, como origen de la palabra.
Debido a que este verso se usó en las vísperas de difuntos, la palabra «placebo» se convirtió en el siglo XIII en el nombre de ese servicio. Se decía que los dolientes pagados para «halagar» a los muertos cantaban «placebos» de alabanzas falsas. En el siglo XIV, en Los cuentos de Canterbury, en el cuento del párroco, Chaucer dice que los «aduladores son capellanes diabólicos que solo cantan el Placebo», y en el cuento del mercader hay un personaje llamado «Placebo» que representa al cortesano adulador que jamás contradice a nadie. El primer ensayo de control-placebo puede que fuera un juicio que se realizó a fin de desvelar falsos exorcismos. Quiere la coincidencia que ensayo y juicio se traduzcan con la misma palabra, trial, en inglés. El juicio más prominente y emblemático ocurrió en 1599 (Kaptchuk et al., 2009). Ante la sospecha de exorcismos falsos, una comisión de clérigos católicos llevó a cabo varios experimentos. En un primer experimento, a la mujer presuntamente poseída por el demonio le dieron agua bendita auténtica sin decirle que estaba bendita, sin ningún efecto. Después le dieron agua ordinaria en un envase usado para agua bendita y se retorció de dolor. En otro experimento, los investigadores le presentaron un hierro vulgar como reliquia de la verdadera cruz y cayó al suelo atormentada. Finalmente, le leyeron un texto de Virgilio como si fuera de la Biblia y se retorció de agonía. Aunque todo parecía aclarado, otras comisiones especiales creadas por el clero antihugonote aseguraban que, en contra del hallazgo de la comisión católica, ella podía distinguir las exposiciones falsas de las genuinas. Informes de diferentes «equipos de investigación» continuaron con sus disputas por toda Europa (Kaptchuk et al., 2009). Luego vendría la famosa comisión que en 1784 evaluaría el mesmerismo. Como se recordará, la comisión estaba formada por miembros de las Academias de Ciencias y Medicina, entre otros Benjamin Franklin (1706-1790), a la
sazón embajador de Estados Unidos en París; Antoine Lavoisier (1743-1794), fundador de la química, y JosephIgnace Guillotin (1738-1814), inventor de la guillotina con la que se ajusticiaría al propio Lavoisier. Como dijo un contemporáneo: «Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero Francia necesitará un siglo para que aparezca otra que se le pueda comparar». La comisión llevó a cabo experimentos en los que se vendaron los ojos a mujeres seleccionadas por «buenos sujetos». Sin ver dónde apuntaban los pases magnéticos, sus respuestas eran al azar. Únicamente cuando veían dónde se dirigían, respondían en coherencia con el pase magnético. En otra serie de experimentos, se les hizo creer que estaban siendo mesmerizadas desde otra habitación, lo que les producía sensaciones que no surgían cuando lo estaban siendo realmente sin saberlo. La conclusión de la comisión fue clara: «Este agente, este fluido, no existe», y cualquier efecto fue debido a la «imaginación» (Kaptchuk, 1998). Es decir, el mesmerismo funciona, pero no por la mesmerización, fluido o mecanismo postulado. Con todo, el mesmerismo y su derivado, el hipnotismo, continuarían a lo largo del siglo XIX. Las evaluaciones ciegas (sin saber uno si es magnetismo verdadero o falso lo que le aplican) continuaron como método de investigación y también como espectáculo público. Se siguieron encontrando resultados a favor y en contra del mesmerismo, siempre discutidos por sus oponentes en términos de defectos metodológicos (Kaptchuk, 1998). El primer estudio farmacológico ciego fue realizado por los homeópatas y sus críticos en 1835 en Núremberg con resultados no concluyentes, y el primer ensayo clínico ciego se llevó a cabo en 1948 sobre la estreptomicina en la tuberculosis. Es cuando el ensayo clínico entra en la metodología médica (Walach, 2011). Lo que sacamos de esta historia, dice Harold Walach, es que el intento de aislar el componente «verdadero» de la terapia es a costa
de romper un sistema terapéutico y dividir un todo en entidades supuestamente separables, donde los efectos psicológicos son «los malos» que necesitan ser controlados. El placebo está para hacer esto (Walach, 2011, p. 1872). Por el camino de los salmos transcurre una visión «negativa» del placebo, primero como adulación y después como efectos espurios que se deben controlar. Por este lado, el placebo entra en la metodología médica como control con el papel «negativo» de eliminar los efectos espurios (inespecíficos) de los efectos verdaderos (específicos) producidos por el medicamento u otra intervención. Por el camino de los ensalmos Por el lado de los ensalmos tenemos otra visión, empezando por la «curación por la palabra en la antigüedad clásica», bien conocida gracias el médico español e historiador de la medicina Pedro Laín Entralgo (1908-2001). Tendríamos la epodé como bellos discursos que producen sofrosine, un estado de equilibrio, moderación, templanza y prudencia que prepara y predispone para las acciones sanadoras de los ensalmos. Los ensalmos vienen a ser la persuasión o rationale de la medicación o cualquier acción médica. Platón ofrece la racionalización del ensalmo como preparación para el phármakon. «Técnicamente empleada —dice Laín Entralgo—, la palabra actúa por lo que ella es, por la virtud conjunta de su naturaleza y la naturaleza del paciente, no por obra de ninguna potencia mágica» (Laín Entralgo, 1987, p. 145). Están hablando los protagonistas del diálogo platónico Cármides acerca de un remedio para el dolor de cabeza que conoce Sócrates, a quien le van a preguntar. «Y yo [Sócrates] contesté que el remedio era una especie de hierba, a la que se añadía un cierto ensalmo que, si, en
verdad, alguien conjuraba cuando hacía uso de ella, le ponía completamente sano; pero que, sin este ensalmo, en nada aprovechaba la hierba» (Cármides, 155e). Tres parecen ser los requisitos para que funcione el ensalmo, de acuerdo con Laín Entralgo: 1) «El ensalmo y el medicamento vegetal deben ser usados conjuntamente: para que la planta sea remedio (phármakon) ha de serle añadido el ensalmo; es ahora un error muy extendido entre los hombres, dícese luego [en el Cármides], querer ser separadamente médico del alma y del cuerpo». 2) «La práctica del ensalmo debe ser anterior a la administración del medicamento: “sin el ensalmo, para nada sirve la planta”». 3) «El ensalmo, por tanto, no puede actuar si el enfermo no ha “presentado” u “ofrecido” su alma a quien con aquel haya de tratarla» (Laín Entralgo, 1987, pp. 135136). A partir de Platón puede entenderse que el compuesto ensalmo-más-hierba de algún tipo esté en la base de la cantidad de plantas medicinales que han existido y existen en todas las sociedades y cuyos beneficios probablemente sean más debidos al placebo que comporta el compuesto ensalmo-planta que a las presuntas propiedades naturales de aquellas, que también podrían existir en algunos casos. Palabras agradables oportunamente dichas por los llamados hombres-medicina y médicos de todos los tiempos puede que fueran lo más sanador que había antes de la medicina científica. Se ha dicho que la historia de la medicina es la historia del efecto placebo hasta el siglo XIX, cuando se empezó a disponer de conocimientos y remedios más fundados. Hasta entonces, el prestigio del que siempre gozaron los médicos podría deberse más que nada al agrado de su presencia y de sus palabras. Presencia y
palabras de los médicos que tranquilizarían y en general estarían asociadas a mejorías siquiera fuera porque es más probable mejorar que morir de la mayoría de las dolencias. Por otra parte, los médicos tendrían su propia experiencia en hacer pronósticos del curso de la dolencia, lo que les daría credibilidad. Por el camino del ensalmo, el placebo alcanzará un sentido positivo terapéutico en medicina como algo digno de utilizar por sus beneficios, no que haya que controlar. Se cita al médico británico William Cullen (1710-1790) como el primero que utilizó el placebo en sentido positivo, pues en 1772 lo recomendaba a fin de agradar y confortar al paciente cuando ya no se puede hacer más (Kerr et al., 2008). Como resumen estos investigadores, el uso del placebo que hacía Cullen se basaba en dos ideas: a) el tratamiento con placebo no tiene tanto una intención curativa como la de aliviar los síntomas cuando no se dispone de mejores remedios, y b) al prescribir placebo, los médicos deben elegir dosis bajas de compuestos activos que pudieran actuar contra la enfermedad en cuestión y en concierto con la constitución general del paciente (Kerr et al., 2008, p. 90). Cullen usaba lo que hoy se conoce como «placebo activo», no un placebo puro como la típica pastilla de sacarosa o algo inerte. Por este camino, el placebo adquiere un sentido positivo en el contexto médico y de la práctica clínica del siglo XIX en adelante. Ya en el siglo XX, encontraría en el dolor una de las aplicaciones y campos de investigación más fructíferos. Hoy en día se van conociendo cada vez mejor los sistemas de neurotransmisores implicados en el efecto placebo en relación con el dolor (Skyt et al., 2020), donde el placebo tiene acreditado su uso intencional. Como dice Luana Colloca, ya es hora de reintroducir acciones activas de placebo como parte del manejo del dolor y en la educación de futuros médicos (Colloca, 2019, p. 203).
Los dos caminos del placebo perfilados desembocan en el siglo XX, cuando se ensanchan y remarcan aún más. El Cuadro 11 resume los caminos perfilados poniendo de relieve su doble visión: negativa, bajo la cual se desarrollan los ensayos clínicos controlados, y positiva, en la que se reivindica su uso clínico intencionado. CUADRO 11. Los dos caminos del placebo Por el camino de la Biblia, los salmos «Agradaré al Señor» (Placebo Domino). Dolientes cantaban placebos (alabanzas falsas), siglo XIII. «Placebo»: adulador, sicofante (siglo XIV). Control-placebo: – Exorcismos (siglo XVI). – Mesmerismo (siglo XVIII). – Investigación médica (siglo XX). ↓ Sentido negativo, inespecífico, que debe ser controlado. Ensayos clínicos controlados.
Por el camino de Platón, los ensalmos
Curación por la palabra en la antigüedad clásica. Ensalmo + phármakon: Sócrates en Cármides (Platón). Palabras + plantas = plantas medicinales. Palabras que agradarán oportunamente dichas: lo que hace el hombre-medicina y el médico y lo que los hace a ellos. Placebo activo: William Cullen (1772).
↓
Sentido positivo, digno de utilizar y potenciar. Uso clínico intencionado.
Cuatro cosas son destacables en la historia del efecto placebo a lo largo de los siglos XX y XXI: 1) el reconocimiento de su poder y ubicuidad, 2) la doble visión del efecto placebo como algo negativo que hay que controlar o algo positivo que conviene potenciar, 3) la investigación de sus mecanismos psicobiológicos y 4) la
reconceptualización más allá de mecanismos buscados dentro de los sujetos. Estos cuatro puntos se desarrollarán en tres apartados. En primer lugar, tras destacar el poder y ubicuidad del efecto placebo, se señalan ciertos problemas que se producen en las investigaciones al concebir el placebo como algo que hay que controlar, lo cual ocurre incluso en los mejores diseños experimentales. Este examen se lleva a cabo bajo un título que alude a una cierta «paranoia metodológica» en relación con el placebo. En segundo lugar, tras revisar las explicaciones sobre el uso del efecto placebo señalando su concepción mecanicista, se propondrá una nueva concepción en una perspectiva holista-contextual. Este desarrollo se llevará a cabo bajo un título según el cual el efecto placebo no habitaría en la cabeza. En tercer lugar, como extensión de la explicación holista-contextual, se retoma el concepto antropológico de ritual a fin de poner de relieve su papel central en la práctica clínica, incluyendo la medicina tecnológica. La sensata «paranoia metodológica» en controlar el efecto placebo A lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, en plena medicina científica y tecnológica, el efecto placebo cobra creciente importancia y se reconocen su poder y ubicuidad. Poder y ubicuidad que parecen propiciar toda una «paranoia metodológica». Poderoso y ubicuo El placebo fue considerado poderoso por Henry Beecher (1904-1976), no por casualidad anestesiólogo, en un artículo clásico de 1955 en el Journal of American Medical Association, cuando señalaba que la eficacia de muchos
medicamentos apenas era superior a la del placebo (Beecher, 1955). El caso de los antidepresivos sería hoy un ejemplo perfecto de lo que dice Beecher (Kirsch, 2010, 2014). Con todo lo poderoso que puede llegar a ser, el placebo raramente cura en medicina (Kaptchuk y Miller, 2015). Aun cuando la investigación ha mostrado conexiones neurobiológicas y correlatos de respuestas placebo, no hay evidencia, ni se la espera, de que altere la patofisiología de enfermedades, sean por caso reducción de tumores o aumento del volumen respiratorio en el asma, más allá del alivio de síntomas y malestares derivados, lo que no es poco. Es interesante la distinción en inglés entre illness y healing, como términos referidos a los aspectos subjetivos y socioculturales de la experiencia de enfermedad, y disease y cure, que aluden a las condiciones patofisiológicas de la enfermedad. El ámbito del placebo estaría más en el ámbito illness/healing que en el disease/cure, bien entendido que ambas dimensiones de la enfermedad y sus remedios importan en la práctica clínica. El efecto placebo es modesto en comparación con la cirugía, que salva vidas, y poderoso por lo que respecta a mejorar las acciones clínicas. Al fin y al cabo, el efecto placebo «está en el centro de lo que hace de la medicina una profesión de salud» (Kaptchuk y Miller, 2015, p. 9). Más recorrido tiene en psiquiatría y psicología, aunque es en la psicoterapia donde campa a sus anchas. Pero es aquí donde el placebo es más que mero placebo. La ubicuidad del placebo se constata en la «paranoia metodológica» a fin de controlar su efecto diferenciándolo del efecto del verdadero tratamiento. Así, se han dispuesto diseños experimentales de doble y triple-ciego en los que ni los pacientes, ni los clínicos ni los evaluadores sean conocedores de lo que reciben los pacientes del ensayo clínico, si es placebo o tratamiento, con el objeto de evitar influencias que pueden venir de uno y otro lado.
Previamente, los pacientes que forman parte del estudio, definidos por alguna condición clínica (por ejemplo, depresión), se asignan al azar al grupo de control-placebo o al grupo experimental (tratamiento). La asignación al azar evita sesgos que pudieran darse si los investigadores decidieran a qué grupo van unos y otros. Aun así, la asignación al azar no deja de tener su propio sesgo puesto que depende de quienes acepten participar, de manera que nunca es del todo representativa de la población o del colectivo de referencia. El grupo de control-placebo sirve precisamente para controlar (comparar, contrastar y descontar) el efecto placebo asociado al tratamiento que recibe el grupo experimental. En un estudio debe haber al menos dos grupos (control y experimental), pero puede y sería tanto mejor que hubiera más de dos, por ejemplo otro más de control (quizá uno de espera para controlar en este caso el paso del tiempo o de contacto mínimo para controlar siquiera cierta atención recibida) y otro de tratamiento, sea del tratamiento al uso u otro ya establecido. No en vano un diseño de este tipo recibe el nombre de «ensayo contralado aleatorizado» (RCT, por sus siglas en inglés de Randomized Controlled Trial). Como ya hemos visto en un capítulo anterior, los diseños RCT se consideran el «método de oro» de la investigación en tratamientos médicos y psicológicos, y son la piedra angular de la práctica-basada en la evidencia. Los RTC y el metaanálisis conforman buena parte de lo que se entiende por la medicina basada-en-laevidencia y, para el caso, de la práctica basada-en-laevidencia en psiquiatría y psicología. El metaanálisis es el análisis estadístico conjunto de numerosos RCT, mientras que los megametaanálisis son aquellos en los que el análisis se hace sobre varios metaanálisis. Así de voluminosa es la investigación. La paranoia para controlar el efecto placebo supone el reconocimiento de su ubicuidad. Se entiende que los
tratamientos tienen efectos específicos debidos a sus propiedades para las condiciones a las que se aplican, mientras que el efecto placebo consistiría en efectos inespecíficos debidos a una variedad de factores inmanentes al tratamiento. Entre estos factores estarían la relación clínica, la confianza de los pacientes en el clínico y en el tratamiento y la confianza del propio clínico en el tratamiento que ofrece, la cual puede influir a su vez en el paciente, entre otros factores, como las características de los pacientes y su historia de enfermedades y tratamientos. Consiguientemente, el efecto placebo puede darse sin que se haya administrardo como tal ninguna clase de tratamiento placebo. Así pues, el poderoso y ubicuo efecto placebo tiene una doble consideración en medicina al hilo de los dos caminos que se han señalado: como algo apreciable con lo que contar y como algo despreciable que conviene descontar. Desde el punto de vista de la práctica clínica, importa todo lo que pueda contribuir a la mejoría y mejora del paciente, incluyendo el tratamiento y el efecto placebo que inmanentemente venga asociado. En la práctica clínica, por así decir, no solo importa el tratamiento aplicado al paciente, sino también el trato que se tenga con él. Sin embargo, desde el punto de vista de la investigación clínica, importa controlar y descontar el efecto placebo asociado al tratamiento. Lo que el investigador quiere descontar cuenta y mucho para el clínico. No todo tan evidente Sin embargo, no todo está tan claro como pareciera en la práctica basada-en-la-evidencia, con el método RCT a la cabeza. El RCT puede que sea el método de oro de la investigación clínica, pero no se debería idolatrar cual becerro de oro (Kaptchuk, 2001). Sin embargo, parece
dársele la última palabra en la práctica basada-en-laevidencia, como si se dijera: «Ante la evidencia, no se hable más». Pero hay más de lo que hablar. Por lo pronto, no es evidente que el RCT deba tener la última palabra en la investigación clínica, ni siquiera en medicina, de donde procede y que parece su hábitat natural (Deaton y Cartwright, 2018; Fava, 2017; Horwitz et al., 2017; Iaonnidis, 2016). Más allá de la medicina basada-en-laevidencia, estaría la evidencia basada-en-la-medicina centrada en el caso o la persona y atenida a la evidencia basada-en-la-práctica, es decir, a la experiencia del clínico (Bontemps‐Hommen et al., 2019; Horwitz et al., 2017; Miles, 2018). No se ha de confundir la medicina basada-enla-persona, interesada en la historia y particularidades de cada caso, con la medicina personalizada, interesada en los aspectos moleculares. Nada de esto implica dejar de reconocer la utilidad del RCT. Pero tampoco que se lo pueda considerar un becerro de oro y se idolatre el método por encima de todo. Por lo pronto, son de señalar dos problemas generales de los RCT antes de llegar a los problemas particulares concernientes a su uso del placebo. En primer lugar, los RCT no incluyen muchos tipos de tratamientos y pacientes que existen en la práctica clínica, y la eficacia que muestran se refiere al paciente «promedio aleatorizado», que en realidad no existe (Feinstein y Horwitz, 1997). En segundo lugar, pero quizá más importante, está el modelo que representa el RCT y el modo de pensar que inculca. Como dice el psiquiatra italiano Giovanni Fava, «el clínico que se adhiere a las guías está convencido de aplicar la mejor evidencia y no se da cuenta de que es sencillamente inducido a ver los problemas de cierta manera y a tratar al paciente-promedio en vez de al paciente individual, degradando la práctica clínica» (Fava, 2017, p. 6). Para muchos, ya no es fácil ver que la práctica basada-en-la-evidencia está secuestrada al servicio de
intereses creados, como dice en este caso el científico y médico estadounidense John Ioannidis. Se refiere Ioannidis a que los mayores RCT están hechos por y para beneficio de la industria, los metaanálisis y las guías están plagados de conflictos de interés y la financiación de la investigación es incapaz de abordar otras cuestiones que no sean las que caben en este método (Iaonnidis, 2016). Aunque están bien pensados, el uso que se está dando de los RCT y los correspondientes metaanálisis deja mucho que desear (Fava, 2017; Feinstein, 1995; Feinstein y Horwitz, 1997). El placebo está en la base de los RCT, y con respecto a él se establece la eficacia o no de un tratamiento. Un tratamiento se considera eficaz si supera el efecto placebo. No cuenta tanto su eficacia absoluta como su eficacia relativa en relación con el placebo. Dentro de este papel central, el placebo como base de los RCT presenta cuatro problemas: 1) La inadecuada descripción del placebo como se usa en los RCT, habida cuenta de que diferentes placebos tienen diferentes efectos, por ejemplo, sustancias y procedimientos simulados. Una simple píldora-placebo tiene efectos diferentes según el tamaño, el color, la dosis o la etiqueta (Webster et al., 2019). 2) El cajón de sastre en el que se ha convertido el placebo, como concepto en el cual entra todo lo incidental, lo no-específico, incluyendo el curso natural de la enfermedad, el paso del tiempo, la regresión a la media, la remisión espontánea y sesgos de todo tipo. Sin embargo, todos estos aspectos tienen poco que ver con la noción de placebo. 3) La no-aditividad del efecto placebo, que, según se supone, se sumaría al efecto del tratamiento. Si fuera así, tendría sentido estimar el efecto específico de un tratamiento descontando el efecto inespecífico del grupo de control-placebo, pero no es el caso (Boehm
et al., 2017; Fava et al., 2017; Kaptchuk, 1998; Van Die et al., 2009). El efecto de un tratamiento no es la suma de dos componentes: el efecto placebo y el efecto-del-tratamiento. El efecto del tratamiento es el resultado de una serie de variables que interactúan con él y entre sí, como las características de los pacientes, el automanejo y las interacciones con el clínico. Todas estas y otras variables pueden ser terapéuticas y contraterapéuticas, y lo más probable es que no sean siempre aditivas (Fava et al., 2017). 4) La inadecuación del modelo del placebo como base del RCT para probar y aprobar tratamientos. Ya no sería obvio que solamente fueran eficaces los tratamientos que superaran el efecto placebo, ni que el efecto placebo fuera el nivel-cero sobre el que cifrar la eficacia, particularmente en psiquiatría y psicología. Podría darse la paradoja de que un determinado tratamiento no fuera superior al placebo, por lo que se consideraría ineficaz, pero que ese mismo tratamiento fuera superior a otro tratamiento que a su vez hubiera superado al placebo de turno. Se tendría entonces que un tratamiento ineficaz sería mejor que un tratamiento eficaz (Walash, 2017). A lo que parece, por su historia y naturaleza, el efecto placebo es inmanente a toda intervención clínica con sus más y sus menos: menos en un quirófano y más en una consulta. Comoquiera que todavía es un cajón de sastre, requiere precisiones conceptuales. Algunas de ellas conciernen a su diferenciación de fenómenos como el curso natural de una enfermedad, la remisión espontánea o la regresión a la media, que se podrían controlar con grupos que sirvieran a su vez de control al grupo de controlplacebo, como se ha apuntado. Pero, sobre todo, se requiere replantear el placebo más allá del marco de la concepción al uso.
La concepción al uso concibe el placebo como una sustancia o procedimiento que carece de propiedades inherentes para producir un efecto que se busca o espera. El efecto placebo es un efecto psicológico o fisiológico real que se atribuye a las sustancias dadas o procedimientos realizados pero que no resulta de poderes inherentes a tal sustancia o procedimiento (Stewart-Williams y Podd, 2004, p. 326). Consiguientemente, el efecto placebo, que es un efecto real, no se debería al placebo, que no tiene propiedades para tal efecto. ¿Cómo se puede entender que algo por definición inerte tenga efectos reales? Las dos explicaciones más socorridas se basan en el condicionamiento y las expectativas. Más que condicionamiento y expectativas Según el condicionamiento, un placebo habría adquirido propiedades terapéuticas consistentes en respuestas condicionadas por su asociación con tratamientos eficaces. Las respuestas condicionadas (similares a las respuestas terapéuticas debidas al tratamiento) pueden ser ahora suscitadas por el placebo en ausencia del tratamiento original gracias a su asociación anterior con él. Existe evidencia y coherencia explicativa del efecto placebo como respuesta condicionada (Pérez-Álvarez, 1990). No obstante, se ha de entender que las respuestas condicionadas tienen sus requisitos para que el aprendizaje asociativo se establezca, empezando obviamente por su asociación previa con el tratamiento, por lo que no es algo que ocurra sin más. De hecho, no todos los efectos placebo se explican en términos de respuestas condicionadas. Otros factores modulan también el efecto placebo (Stewart-Williams y Podd, 2004, p. 336). Las expectativas constituyen otra explicación.
Según la explicación de las expectativas, el efecto placebo se debería a que quien lo recibe espera que ocurra algo beneficioso en relación con la condición tratada. El placebo (sustancia o procedimiento) suscita la expectativa de un efecto, y esta expectativa produciría tal efecto. Las expectativas no derivarían únicamente de la sustancia o procedimiento (placebo), sino que dependerían también de la relación terapéutica, de las propias expectativas del clínico y de factores socioculturales. Toda una serie de posibles influencias convergerían en las expectativas de quien recibe el placebo. Las expectativas pueden ser compatibles y complementarias con el condicionamiento, pero no se reduce una explicación a la otra. Las respuestas condicionadas pueden estar mediadas por la creación o ajuste de expectativas explícitas, pero también pueden darse sin la mediación de expectativas (Stewart-Williams y Podd, 2004, p. 333). Las expectativas tampoco explican todos los efectos placebo, ni lo explican del todo. Por lo pronto, el efecto placebo puede darse aun cuando se diga abiertamente que es placebo y por tanto algo de lo que no cabe esperar algún efecto (Kaptchuk, 2018). La noción de expectativa tiene el beneplácito de la concepción estándar del funcionamiento psicológico centralizado en procesos cognitivos que mediarían entre la entrada de información (input) y el efecto resultante (output). Sin embargo, esta concepción deja mucho por explicar. Para empezar, no es obvio cómo las expectativas, que se supone son procesos mentales, producen efectos reales como los que se constatan en el efecto placebo. Daría la impresión de que hubiera un tipo de «homúnculo o panel de control centralizado cartesiano que dirige el tráfico» de una variedad de fuentes de información (Kaptchuk, 2018, p. 318). La noción de expectativa, por más que asumida sin problema en la actual corriente mentalista y neurocognitiva de la psicología y la neurociencia, no deja de ser problemática. Tampoco quiere
esto decir que sea gratuita e insólita. De hecho, está entroncada con las nociones más tradicionales de confianza y esperanza. Lo que ocurre es que el paso de las nociones tradicionales de confianza y esperanza a la noción más «científica» de expectativa como dispositivo cognitivo implica a la vez el cambio de una cosmovisión holista organísmica a una cosmovisión mecanicista organicista. Así, la noción de expectativa aplicada al placebo termina por ser un proceso neurocognitivo sustentado por una cosmovisión dualista mecanicista representacional, según la cual todo parece ocurrir dentro del cerebro (Wager y Atlas, 2015). Se trata, al final, de una mirada dentro del sujeto, sin ver al sujeto dentro de la situación en la que está y de la que depende (y que a la postre explicaría) lo que pasa en su cerebro. Las expectativas no se reducen a neuroimágenes, ni de estas se deducen las expectativas. Son estas después de todo las que les dan sentido a aquellas. Pero las expectativas tampoco son autosubsistentes, explicables por sí mismas. Explicaciones que son aparentemente las más científicas porque incluyen, por ejemplo, neuroimágenes no por ello lo son en realidad si por «científica» estamos entendiendo algo así como «que trata de ofrecer una comprensión no-reductiva de los fenómenos comprendidos en su propio contexto». Al fin y al cabo, una explicación holista-contextual también sería científica. Aun cuando el condicionamiento y las expectativas sigan en pie para dar cuenta de algunos aspectos del efecto placebo, lo cierto es también que no parecen dar más de sí (Stewart-Williams y Podd, 2004; Thompson et al., 2009). De hecho, dentro de su verdad, contribuyen a una visión constreñida del fenómeno que limita su entendimiento de dos maneras. Por un lado, contribuyen a situar el efecto placebo dentro del organismo o sujeto, en detrimento de percibir su aspecto contextual e interpersonal (Miller et al.,
2009). Ciertamente, el efecto placebo como respuesta condicionada implica un estímulo condicionado del ambiente. Sin embargo, esta posibilidad resulta limitada para el rango más amplio del fenómeno. Respecto a las expectativas, siendo una explicación más amplia, es también la que más contribuye a situar el efecto placebo dentro de uno como cosa de la mente-y-el-cerebro (Wager y Atlas, 2015). Por otro lado, ambas explicaciones contribuyen a una concepción mecanicista lineal del efecto placebo, favorecida por los propios términos «placebo» y «efecto placebo». El placebo no podría ser por definición causa de nada. Sin embargo, se ha prestado al esquema lineal causaefecto, tanto del condicionamiento como de las expectativas, en términos respectivamente de estímulo condicionado/respuesta condicionada e input/output. Valga el siguiente esquema:
Placebo:
Condicionamiento
Expectativas
Estímulo condicionado
Input
Efecto placebo: Respuesta condicionada Output
No en vano se ha propuesto evitar el término «placebo» y sustituir «efecto placebo» por otros nombres como: – Respuesta de significado (meaning response; Jonas, 2019; Moerman, 2013; Moerman y Jonas, 2002). – Efecto mediado-por-el-contexto (context-mediated effect; Lucassen y Olesen, 2016; Olesen, 2015). – Sanación contextual o sanación interpersonal (contextual healing, interpersonal healing; Miller et al., 2009; Miller y Kaptchuk, 2008). La respuesta de significado, el efecto mediado-por-elcontexto y la sanación contextual o interpersonal como
nombres alternativos al usual de efecto placebo sugieren la necesidad de su reconceptualización. Por lo pronto, estos términos, independientemente de que se adopten, captan más apropiadamente la manera en que la gente responde a los significados asociados a los placebos, no a los placebos mismos (pastilla, procedimiento), como si estos se pudieran separar y aislar del contexto. Una pastilla-placebo es por definición inerte. Pero no el hecho de tomar-una-pastilla. Como se decía, una explicación holista-contextual es posible y de hecho existe (Frenkel, 2008; Ongaro y Ward, 2017). Por una explicación holista-contextual La explicación holista-contextual enfatiza la relación mutuamente constitutiva del organismo-con-el-mundo que se establece a lo largo del desarrollo desde etapas tempranas. Importa destacar en esta perspectiva que tanto el organismo como el medio van adquiriendo funciones y disposiciones mutuamente correlativas. Entramos en otro territorio distinto del cartesiano —mentalista, dualista y mecanicista—, que sigue siendo el esquema de pensamiento al uso. Ya no sería cosa de buscar en la cabeza. Por lo pronto, la cabeza es una parte del cuerpo, y el cuerpo está situado en el mundo (ser-en-el-mundo). Explicación holista-contextual Esta explicación no concibe la mente y el cerebro como órganos separados del cuerpo, sino como parte de un organismo, individuo o persona situado siempre en un medio, mundo o contexto. Esta obviedad no se puede pasar por alto en vista de que la concepción cartesiana sigue siendo el pensamiento por defecto. Cuando no se piensa, la concepción cartesiana piensa por uno.
Se refiere desde el organismo a respuestas y hábitos, no únicamente respuestas condicionadas (pavlovianas), sino conductas moldeadas por las contingencias, aprehendidas en la práctica directa con las cosas (Pérez-Álvarez, 1990). La noción skinneriana de conducta moldeada por contingencias (como contrapuesta a conducta gobernada por reglas; Skinner, 1980) se corresponde con nociones similares de diferentes procedencias. Se destacarían aquí las nociones de intencionalidad motriz, ya citada en el capítulo 1 (Merleau-Ponty), habitus (Aristóteles, Bourdieu), conocimiento implícito (Polanyi) o pensar rápido como contrapuesto a pensar lento (Kahneman), entre otras, cuya variedad sugiere su importancia fundamental. Estamos hablando de formas de sentir (experimentar, conocer, valorar) y, para el caso, de respuestas de significado corpóreas. Estamos hablando, por tanto, de un organismo situado, no separado, ni despiezado en órganos, ni tampoco pasivo, sino enactivo, constitutivamente articulado con el mundo (Merleau-Ponty, 1975; Thompson, 2007). Se refiere desde el medio a propiedades funcionales comportamentales del ambiente, capaces de suscitar y solicitar sensaciones, sentires y respuestas no necesariamente conscientes. Se trata de propiedades funcionales adquiridas y correlativas a las funciones y disposiciones del organismo. Nada que ver, por tanto, con el ambiente entendido como información que procesar convertido en representación mental. El mundo ya se nos ofrece organizado y significativo a resultas de la historia colectiva y personal de cada uno. La idea es enfatizar la relación mutuamente constitutiva del organismo como un todo con el medio en el que se desenvuelve su vida: ser-enel-mundo o yo-circunstancia. Téngase presente lo dicho en el capítulo 1 acerca de «Lo psicológico, ni dentro ni fuera». Esta relación radicalmente constitutiva (ontogenética, corpórea, interpersonal del ser humano con el mundo, condensada en las fórmulas citadas de ser-en-el-mundo y
yo-circunstancia), pasa desapercibida al darse por hecho, como el agua para el pez. Siempre y cuando no falle o se rompa de alguna manera. El ejemplo de la muerte vudú Un ejemplo extremo de ruptura radical de uno con el mundo lo tenemos en la muerte vudú descrita por los antropólogos. Cómo la muerte social consistente en un maleficio o condena que expulsa a alguien fuera de la comunidad puede propiciar la mismísima muerte, desencadenando los procesos fisiológicos que conducen a ella, según explica el fisiólogo estadounidense Walter Cannon (1871-1945). Naturalmente, Cannon explica este proceso de acuerdo con los conocimientos de la época (Cannon, 1942), hoy en día más precisos (Sternberg, 2002). Véase el proceso social de muerte vudú descrito por el propio Cannon: Hay dos movimientos en la muerte vudú. En el primer movimiento, la comunidad se retira; las personas con las que tiene alguna relación de parentesco dejan de prestarle apoyo. Esto significa que todos sus conocidos y allegados cambian por completo sus actitudes hacia él y lo colocan en una nueva categoría. Ahora lo ven como alguien que está más cerca del reino de lo sagrado y el tabú que en el mundo ordinario donde se encuentra la comunidad. Su vida social se ha derrumbado y ya no es miembro del grupo. Está solo y aislado. El hombre condenado se encuentra en una situación de la que el único escape es la muerte. Durante el proceso de muerte que sigue, el grupo actúa con todos sus medios en orden a sugerir positivamente la muerte a la víctima, que se encuentra en un estado altamente sugestionable. Además de la presión social, la propia víctima, por lo común, no solo no hace nada por vivir y permanecer como parte del grupo, sino que coopera en su propia salida. Se convierte en lo que los demás quieren que sea. Él mismo contribuye al suicidio.
Antes de que la muerte suceda, tiene lugar el segundo movimiento de la comunidad, que es celebrar ante la víctima el fatídico ritual del duelo. El propósito de la comunidad ahora, como una unidad social con su líder a la cabeza, que es una persona muy cercana a la víctima, es separarlo por completo del mundo ordinario y colocarlo en el mundo de los muertos. La víctima, por su parte, se aviene a este sentimiento (Cannon, 1942, p. 174).
Cannon también cuenta el caso de la recuperación de un aborigen australiano «seriamente enfermo y extremadamente debilitado» a resultas de un maleficio por el que creía estar condenado a morir. Gracias a un médico y a un misionero que convencieron al hechizador para que deshiciera el maleficio, este accedió a explicarle ahora al hechizado que el hechizo no había ocurrido en realidad y el hombre se recuperó (Cannon, 1942, p. 171). Así como el maleficio es un nocebo, las palabras tranquilizadoras de que no era tal parecen haber funcionado como un placebo. Un cierto aspecto de muerte vudú no dejaría de verse en el caso del científico soviético Valeri Legásov (1936-1998), encargado de la investigación del accidente de Chernóbil del 26 de abril de 1986. Tras testificar en contra del parecer de la comisión gubernamental acerca de los fallos que condujeron al accidente nuclear, fue despojado de su vida profesional y civil y declarado «inexistente» a todos los efectos, lo que desembocó en su suicidio dos años después, el 27 de abril de 1988, como se refleja en la miniserie Chernóbil, de Sky/HBO de 2019, en la que Jared Harris interpreta el papel de Legásov. No sería difícil ver que la muerte social llevó a Legásov al suicidio como salida del ostracismo al que estaba sometido en su propio domicilio en Moscú. La muerte vudú se ha relacionado con la «extraña enfermedad de los refugiados suecos» (Mediavilla, 2019). Se trata de un fenómeno que se ha definido como «síndrome de resignación». Afecta a niños y adolescentes
de familias refugiadas en Suecia que permanecen atrapadas en el «limbo» de un proceso migratorio. Se caracteriza por un retraimiento social que evoluciona hacia una especie de catatonia o estupor con pérdida incluso de respuesta al dolor y lleva a veces a requerir intubación gástrica y cuidados intensivos (Sallin et al., 2016). El hecho de que muchos, aunque no todos ni de pronto ni tampoco del todo, se recuperen tras la concesión del permiso de residencia plantea el dilema de cómo la solución puede estar contribuyendo al problema mismo (Sallin et al., 2016, p. 14). Comoquiera que sea, una situación liminal o de limbo supone quedar al descubierto (por así decir, a la intemperie o en tierra de nadie) en la trayectoria que daba sentido (dirección y significado) a la vida de uno, e implica y se expresa en la propia integridad del cuerpo. Somos cuerpo, no meramente tenemos cuerpo, según el doble aspecto destacado por la fenomenología (Merleau-Ponty, 1975). La ansiedad y la depresión como experiencias reveladoras de la inseguridad y la pérdida de sentido de la vida ponen de relieve precisamente los vínculos constitutivos básicos (existenciales, corpóreos) de la relación con el mundo. Situaciones límite como las señaladas (muerte social, limbo, inseguridad-básica, pérdida-de-sentido) revelan la relación mutuamente constitutiva de uno con el mundo (no con una representación mental del mundo) y piden una concepción holista-contextual, no mecanicista, mentalista y cerebrocéntrica, como es la corriente principal en psicología y psiquiatría. Sobre este trasfondo ontológico relacional —puesto de relieve si fuera necesario por situaciones límite como las citadas—, se sitúa la explicación holista-contextual del efecto placebo. Para una explicación tal, lo que se necesita es poner en relación los aspectos antes esbozados desde el organismo (respuestas, hábitos) y desde el medio (las
citadas propiedades comportamentales del ambiente) para situar el efecto placebo en medio de. El Cuadro 12 sitúa el efecto placebo entre el organismo y el medio, con las especificaciones que se exponen a continuación. Se trata de un desarrollo del efecto placebo concebido como un fenómeno interconductual consistente en los mismos procesos interactivos que se encuentran en otros comportamientos mejor conocidos (Pérez-Álvarez y Martínez-Camino, 1987, p. 92). CUADRO 12. El efecto placebo: entre el organismo y el medio
Organismo Acciones saludables Cambio de atención
Medio Affordances de sanación Buenas palabras Rituales Consentimiento informado
Efecto placebo Respuesta de significado Efecto mediado-por-el-contexto Sanación contextual/sanación interpersonal
Acciones saludables y affordances de sanación Las nociones señaladas (conducta moldeada, intencionalidad motriz, habitus, pensamiento rápido, enacción) hacen referencia a disposiciones comportamentales de los organismos al hilo de las situaciones que depara el mundo. Hábitos y acciones saludables disponibles en el repertorio comportamental del sujeto se ponen en juego dadas ciertas funciones del ambiente que los propician (Ongaro y Ward, 2017). Comoquiera que algunos de los «mecanismos» en los que consistiría el efecto placebo a los que se va a hacer
referencia tienen que ver con el cambio de estar centrado en aspectos de uno a atender aspectos del ambiente (Ongaro y Ward, 2017), importa hacer explícita siquiera mínimamente una cierta concepción de la enfermedad desde esta perspectiva (Frenkel, 2008). A partir de la concepción de la salud como una relación fluida organismo-ambiente en la que uno se ocupa de los asuntos de la vida que le interesan e importan, la enfermedad y en general el malestar supondrían la ruptura, interrupción o trastorno de esta relación que resulta en la dirección de la conciencia (atención, reflexión, preocupación) vuelta hacia aspectos de sí mismo (corporales, psicológicos) que normal y funcionalmente serían implícitos y pasarían desapercibidos. Esto que vale para la enfermedad propiamente médica en la medida en que valga el conocido aforismo según el cual «la salud es la vida en el silencio de los órganos» tiene particular sentido en relación con los trastornos psiquiátricos o problemas psicológicos en tanto implican una conciencia intensificada o hiperreflexividad que ya no es clarificadora sino contraproducente (Pérez-Álvarez, 2008, 2012). La noción de hiperreflexividad se retomará en el capítulo siguiente a propósito de la caracterización de qué son y de dónde vienen los trastornos psicológicos/psiquiátricos. Baste adelantar que la hiperreflexividad se refiere a una conciencia intensificada de aspectos de uno de manera que produce un malestar e interfiere en el curso de la vida. Aun cuando la práctica clínica institucionalizada, a la sazón dominada por un discurso biomédico, puede contribuir a la propia psicopatologización de los pacientes, el sitio clínico es un contexto de sanación. Dada una condición de enfermedad o malestar que, según lo dicho, implicaría alguna clase de hiperreflexividad, cambios de la atención centrada en uno redirigida ahora a aspectos del ambiente serían saludables. De acuerdo con los autores citados,
las intervenciones relevantes serán aquellas que manejen la dinámica organismo-ambiente de una manera que propicie cambios de atención del cuerpo (y de los modos que impiden interacciones adaptativas) al ambiente (y los modos que proporcionan interacciones adaptativas). Para los enactivistas [como se identifican estos autores], los placebos se pueden entender, entonces, como estructuras ambientales o procesos que proporcionan sanación [afford healing] mediante su capacidad para cambiar la atención de esa manera (Ongaro y Ward, 2017, p. 522).
El placebo (sustancia, procedimiento) ya no se entendería, en esta perspectiva, como algo-en-sí, inerte o inactivo, que pudiera ser aislado. El propio placebo dado o aplicado pone a quien lo recibe en un nuevo contexto que se entiende está proporcionando algo saludable. No en vano es un contexto clínico. Siendo así, la nueva situación podría dar ocasión para interacciones más fluidas con el ambiente. Como dicen los citados autores, «los vínculos dinámicos entre ambiente, atención y procesos corporales permiten entender que estos cambios ambientales puedan tener efectos corporales» (Ongaro y Ward, 2017, p. 523) y, ni que decir tiene, experienciales y comportamentales. Nuestras interacciones corpóreas con el ambiente y los patrones atencionales y afectivos que surgen no se dan en el vacío, sino que «siempre están moldeados y sostenidos por el andamiaje de los cuidadores y congéneres, dentro de un particular contexto cultural». Como dicen, citando a Evan Thompson (2007), «la subjetividad humana es desde el principio intersubjetividad, no una mente aislada» (Ongaro y Ward, 2017, p. 525). Bastaría recordar aquí conocimientos de la psicología bien establecidos derivados de la teoría del aprendizaje (condicionamiento, moldeamiento), de la teoría del apego (vínculos afectivos) y del desarrollo intersubjetivo (constelación maternal, sistema intersubjetivo, etc.).
La noción de affordance puede rescatar la noción de placebo de su sentido contradictorio (inerte y a la vez con efecto) y darle el alcance que, a pesar del nombre, parece tener. La noción de affordance ya fue introducida en el capítulo 1. Como se recordará, las affordances se refieren a las disponibilidades comportamentales del ambiente correlativas a las disponibilidades de los organismos en relación con ellas. Estaríamos hablando ahora de affordances de sanación (healing affordances; Frenkel, 2008; Ongaro y Ward, 2017). Se trata de situaciones capaces de suscitar efectos saludables, empezando por las palabras amables, comprensivas y prometedoras del clínico. Lo contrario también podría darse cuando uno se encuentre con palabras poco amables que «lo pinten todo negro». Estaríamos hablando entonces de efecto nocebo, contradistinto del efecto placebo. En general, se entiende que las sociedades ofrecen affordances de sanación, mientras que posibles efectos nocivos resultarían de un mal entendimiento o mala práctica, sin menoscabo de los maleficios y maldiciones que en otros tiempos y sociedades pudieran existir. Los placebos entendidos como affordances de sanación obtienen su sentido de nuestra historia intersubjetiva, corpórea y afectiva, mediada por el lenguaje, siempre en un contexto sociocultural: organismo o sujeto situado. Hablar en términos de affordances, dice Frenkel, tiene su ventaja respecto de los significados representacionales o expectativas. Nos abren una manera de comprender cómo los individuos responden a situaciones de un modo esencialmente corporal. En vez de la historia de una mente separada que representa el mundo, que hace juicios al respecto causando que el cuerpo responda a ellos, tenemos un cuerpo sintiente, capaz de responder al mundo sin tener que invocar ninguna actividad reflexiva. Cuando la intencionalidad reside en el cuerpo, como en el caso de las actividades motoras intencionales, podemos empezar y terminar nuestra historia en el cuerpo, evitando los
problemas de la conexión del cuerpo fisiológico representaciones mentales (Frenkel, 2008, p. 70).
con
las
Dentro de las innumerables affordances y aspectos del contexto clínico que pueden propiciar efectos sanativos (palabras prometedoras, buena relación, píldoras de la forma y color apropiados, etc.), importa destacar el ritual. El ritual no se circunscribe a una operación aislada, por más que esta sea la operación considerada específica de la intervención: pastilla, inyección, operación quirúrgica, aplicación de las agujas en acupuntura, remedios homeopáticos, movimientos oculares o estimulación bilateral en EMDR, reestructuración cognitiva en CBT, etc. De acuerdo con Lucassen y Olesen, el «efecto del contexto excede a menudo el efecto del tratamiento específico», y añaden estos autores que «tanto los efectos del contexto como los específicos deberían ser referidos en los futuros ensayos clínicos sobre el alivio de los síntomas» (Lucassen y Olesen, 2016, p. 429). Rituales de sanación que no lo parecen Podría parecer que los rituales de sanación fueran cosa de otro tiempo y desde luego que estuvieran superados con la medicina biomédica. Si acaso, serían cosa de la medicina tradicional y alternativa. Sin embargo, los rituales de sanación siguen vivos, aun cuando no sean vistosos, ni siquiera visibles. De hecho, pasan desapercibidos al formar parte de las prácticas protocolarias y de las concepciones establecidas. En realidad, las sociedades que estudian los antropólogos, así como la medicina tradicional y alternativa, tampoco perciben como «rituales» las cosas que hacen, sino que hacen lo que tienen que hacer en cada caso de acuerdo con su tradición y cosmovisión. La noción de ritual es un concepto antropológico que también se
puede aplicar a nuestra sociedad científica y técnica, que es lo que voy a hacer aquí. Al fin y al cabo, el ritual es un concepto de la ciencia social. La noción de ritual aquí es prácticamente equivalente a la noción de ceremonia introducida en el capítulo 6 a propósito de la terapia EMDR y el trastorno de estrés postraumático. Rituales de sanación Se refiere a un ritual participativo, enactivo y performativo, según términos al uso a este respecto (Apud y Romaní, 2020; Kaptchuk, 2002, 2011; Kirmayer, 2016; Ongaro y Ward, 2017; Thompson et al., 2009). El ritual es participativo en el sentido de que implica a varios actores, por lo pronto paciente-y-clínico, en un determinado sitio; no en cualquier sitio, ni de cualquier manera, sino con papeles definidos. Estamos hablando de la «fuerza de la relación en el encuentro entre el doctor y el paciente y el ambiente en el que tienen lugar las intervenciones específicas a los pacientes. Así, por contexto, entendemos la relación doctorpaciente, los diferentes rituales en torno al tratamiento y el ambiente que rodea el encuentro doctor-paciente» (Lucassen y Olesen, 2016, p. 429). El ritual es enactivo siquiera en el sentido dicho del cambio de atención hacia nuevos aspectos, por no hablar de las expectativas, creencias y actitudes que se movilizan con ocasión del encuentro clínico. Por más que el papel de paciente sugiere pasividad, no deja de ser activo en una variedad de aspectos que, por lo demás, no terminan con el encuentro clínico (Ongaro y Ward, 2017). El ritual continúa en casa de alguna manera: medicación, baja laboral, convalecencia que involucra a menudo a otros, llamadas del clínico y revisiones. El ritual es performativo en la medida en que su propia realización implica eficacia. El prototipo de eficacia
performativa sería una ceremonia en la que las palabras de un celebrante proferidas en el desempeño de su cargo, sea por caso juez, sacerdote o alcalde, obran efecto al declarar a alguien, por ejemplo, «marido y mujer» o «culpable». Las interacciones cotidianas son básicamente performativas, por cuanto lo que haces constituye la realidad social; así, por ejemplo, las palabras pueden herir o seducir según las dices. En el contexto clínico, eficacia performativa podría verse en el poder del diagnóstico y del pronóstico para afectar y activar miedos, expectativas, actitudes y apoyos sociales. El ejemplo más simple de efecto placebo performativo quizá sea, como nos lo recuerdan Thompson y colaboradores, «la efectividad del beso de la madre sobre la rodilla lastimada de un niño. Este acto tiene el poder de eliminar el dolor y detener el lloriqueo casi al instante — mejor que un abrazo y un “te quiero”—» (Thompson et al., 2009, p. 133). Los espectadores de fútbol siempre se maravillan del espray milagroso que remedia al instante el dolor y la cojera de los jugadores tras haber recibido un golpe. Los rituales son performativos también por constituir estados sociales específicos y, así, nuevas configuraciones de la persona, creando la realidad social que designan («enfermo», «de baja», «crónico», «en tratamiento», «convaleciente»). Prescribir un tratamiento o un placebo conlleva el mensaje de que «estás siendo tratado y podrías mejorar». Sin embargo, el efecto sanador del placebo no ocurre meramente porque el doctor diga «esto le ayudará», sino en la medida en que el paciente experimente cambios subjetivos en respuesta a claves ambientales (Kirmayer, 2016, p. 133). La eficacia performativa del ritual clínico se constata más claramente en la medicina tradicional y alternativa que en la medicina biomédica. El ritual o ceremonia curativa parece fuera de lugar en la medicina biomédica, y aparentemente queda reservado a la medicina tradicional y
si acaso a la medicina alternativa. Sin embargo, no es cierto que la medicina biomédica carezca de su ritual y ceremonial. Desde luego, no se trata de cánticos, danzas, rezos o algo así. El ritual de la medicina biomédica es invisible porque esta está normalizada y protocolizada de tal forma que, por ejemplo, el protocolo no es visto como ritual. En realidad, como se ha dicho, las prácticas sanadoras de la medicina tradicional y alternativa tampoco se conciben por sus practicantes como rituales, sino como lo que se sabe que hay que hacer. Se nos ofrecen como rituales y a menudo llamativos en la perspectiva de una sociedad que parece haber prescindido de ellos en virtud de la ciencia biomédica. Ahora bien, las prácticas sanadoras de la medicina tradicional que nos impresionan como rituales pueden servir para hacer visibles los rituales de la medicina biomédica. Recuérdese la ceremonia de curación del trauma de la mujer de Mozambique, puesta en relación con la terapia EMDR en el capítulo 6. Como dice Ted Kaptchuk, el ritual de la medicina tradicional sería equivalente al axón gigante del calamar en neurología, ejemplos ostensibles que hacen visibles fenómenos invisibles a simple vista (Kaptchuk, 2011, p. 1850). Así, Kaptchuk hace visible el ritual biomédico mediante su comparación con rituales de la medicina tradicional y alternativa, concretamente tomando el caso de los nativos americanos navajo y de la acupuntura. El Cuadro 13 presenta los aspectos más destacados de los rituales de estas medicinas. Aun reducidos a una serie de aspectos, se puede apreciar en ellos la dinámica ceremonial que implican de acuerdo con la respectiva cosmovisión. A pesar de su orientación científica y secular, el tratamiento biomédico y la tecnología conservan una cualidad misteriosa y numinosa. Al igual que los navajo y la acupuntura, el tratamiento biomédico fusiona fuerzas universales (descritas en términos científicos) con el sufrimiento de una persona (Kaptchuk, 2011, p. 1853).
El papel del ritual en medicina se constata en el estudio del efecto placebo, que explica cómo el ritual del tratamiento puede ser un componente significativo de su propio resultado. Así, estudios muestran que cuando los pacientes no están informados del analgésico que se les inyecta, este produce menos efecto que cuando están debidamente informados. «Tales experimentos, dice Kaptchuk, sugieren que el ritual es un componente activo del tratamiento biomédico, especialmente cuando se mide por los síntomas subjetivos centrados-en-el-sujeto» (Kaptchuk, 2011, p. 1855). El papel del ritual definido por la «dosis» y esmero del placebo se ha constatado en acupuntura. En un estudio con pacientes de síndrome de intestino irritable llevado a cabo durante seis semanas se compararon tres grupos. En el grupo 1 los pacientes únicamente tenían que responder a una batería de cuestionarios al principio, a la mitad y al final, como también hacían los demás grupos. El 28 % refirieron un alivio moderado. En el grupo 2, además de los cuestionarios, recibieron acupuntura falsa y una interacción «limitada». El 44 % refirieron un alivio moderado. En el grupo 3, además de los cuestionarios y la acupuntura falsa, recibieron una interacción «aumentada» consistente en hablar de aspectos médicos y psicológicos, muestras de compasión, apoyo, escucha activa, silencios significativos y expresión de confianza. El 62 % refirieron un alivio significativo. Estudios similares relativos a la osteoartritis de la rodilla muestran de nuevo que la intervención con más ritual produce mejores resultados (Kaptchuk, 2011, p. 1856). CUADRO 13. Comparación de rituales terapéuticos
Medicina tradicional: cánticos de los navajo Cuando los remedios ordinarios son insuficientes, los navajo acuden a cánticos debidamente elegidos. El cántico cuenta la historia de un héroe, de cómo una persona supera desdichas y peligros para finalmente ser redimida y transformada en una persona santa. El primer paso del ritual es invitar a personas santas como participantes. Figuras de arena en el suelo establecen conexión con el macrocosmos de su tradición. El ritual crea una «ósmosis» que une lo sobrenatural con el paciente y con todos los demás. En el momento álgido, el curandero toca puntos de las figuras de arena
Medicina alternativa: acupuntura
Medicina biomédica: consulta médica
El consultorio del acupunturista está lleno de cuadros de acupuntura y maniquís, arte asiático y hierbas chinas. Hay distintivos clínicos como bandejas, algodón y diplomas. Huele a incienso y artemisa quemada para calentar los puntos de acupuntura. El acupunturista pregunta por la estación del año favorita, sueños recurrentes, comidas preferidas, examina la lengua, toma el pulso. Al final de la primera sesión, uno es consciente de las energías vitales (qi), yin-yang, viento, humedad y fuego, de cómo regulan la salud y el cosmos. Si las articulaciones duelen en invierno, «el frío» y un «yang insuficiente» son el problema. El diagnóstico vincula al paciente con fuerzas meteorológicas. El acupunturista aplica las agujas, hasta 20 más o menos, con precisión de cirujano. Insertadas en puntos especiales, las agujas armonizan el microcosmos y el macrocosmos. El acupunturista se concentra y asiente con la
Nervioso en la sala de espera. Encuentro con el médico como mediador entre los poderes de salvación de la ciencia y la enfermedad. Interacciones ritualizadas. El médico viste bata blanca sacerdotal y estetoscopio. El paciente cambia su vestimenta por una bata que le deja expuesto. El cuerpo es palpado, oído e inspeccionado. Muestras del cuerpo son extraídas para analizar. «Las máquinas con nombres olímpicos atronadores (tomografía axial computarizada, imágenes de perfusión miocárdica, resonancia magnética, tomografía por emisión de positrones) comienzan su cacofonía de clics, zumbidos, ruidos, chirridos, golpes y rugidos.» Al final, el médico da un diagnóstico, explica el tratamiento y selecciona una prescripción de entre miles de preparados disponibles. Se supone que los medicamentos funcionan conforme a las mismas leyes universales que rigen todo lo que la ciencia ya ha iluminado y la tecnología ha construido.
Medicina tradicional: cánticos de los navajo y del paciente sentado sobre una piel de ante sagrada y se transforma. La presencia divina que habita la pintura de arena pasa al paciente. Después de la ceremonia, el paciente se considera sanado, como si fuera una persona santa. El ritual, no la historia, es lo que impulsa esta transformación. A lo largo de la ceremonia, sonidos de truenos, tambores y silbatos de hueso de águila recuerdan a todos las presencias divinas y numinosas.
cabeza, lanza suspiros de aprobación. Medicina alternativa: Cualquier sensación del acupuntura paciente se considera importante.
Medicina biomédica: consulta médica
Medicina tradicional: cánticos de los navajo
Medicina alternativa: acupuntura
Medicina biomédica: consulta médica
Proceso dramático por el que pasa la persona en el ritual: Un espacio, un tiempo y unas palabras fuera de la vida ordinaria Una actuación que guía y envuelve al paciente Una encarnación de fuerzas potentes Una oportunidad para evaluar un nuevo estado Proceso transformativo que ocurre en la persona: Una predisposición a ser sanada Una experiencia de empoderamiento Una percepción concreta de transformación
La noción de ritual hace más visible y expande la noción de placebo, relegado a procesos dentro del individuo (condicionamiento, expectativas) desde otras perspectivas que no conciben al individuo dentro de un proceso participativo, activo y transformador. Cada ritual descrito (navajos, acupuntura, biomedicina) implica a su manera toda una «parafernalia» de experiencias, significados y acciones en la que el «paciente» no está pasivamente puesto, sino que el ceremonial es un proceso que conlleva incertidumbre, esperanza, entendimiento y alivio. Mientras que la enfermedad supone preocupación, ansiedad, desesperanza, dolor y desmoralización, las acciones sanadoras suponen esperanza, alivio, remoralización y apertura a nuevas posibilidades. Procesos del ritual El proceso ritual, como destaca Kaptchuk en base a la literatura antropológica, puede ser descrito en términos del proceso dramático por el que pasa la persona a través del ritual y en términos del proceso transformativo de la propia persona (Kaptchuk, 2011, p. 1853). Ambas descripciones se
ocupan del mismo fenómeno, solo que una desde la perspectiva del antropólogo u observador (etic) y otra, desde la perspectiva del nativo o participante (emic), según la clásica distinción etic/emic. El proceso dramático enfatiza una serie de aspectos vistos desde fuera en la perspectiva etic de observador: – Un espacio, un tiempo y unas palabras fuera de la vida ordinaria. Aunque los problemas consistan en problemas dados en la vida cotidiana, y quizá precisamente por eso, abordarlos en otro espacio y tiempo exprofeso conlleva funciones y perspectivas que difícilmente se dan en su contexto ordinario. – Una actuación que guía y envuelve al paciente. Los rituales captan la atención de los participantes y proporcionan experiencias de estar bajo fuerzas universales (comunitarias, cósmicas, científicas). – Una encarnación de fuerzas potentes. Las influencias curativas se ingieren, inyectan e incorporan de alguna manera. El sanador se asegura de que estas fuerzas penetren y regulen el mundo personal del paciente. Para el paciente, el rito es tangible, inmediato y físicamente experimentado. – Una oportunidad para evaluar un nuevo estado. Cada uno de estos rituales da a los pacientes y sanadores la oportunidad de interpretar lo que sucede. Cualquier resultado, positivo, negativo, incierto o combinación de estos, se explica dentro de cada marco. Por su parte, el proceso transformativo del paciente enfatiza aspectos «vistos» desde dentro de la persona en la perspectiva emic del participante: – Una predisposición a ser sanado. La predisposición implica el comportamiento de búsqueda, la entrada en un dominio de curación y la llegada a un acuerdo
sobre lo que pasa y lo que se ha de hacer. Es el primer paso para crear receptividad y apertura a fuerzas universales curativas. – Una experiencia de empoderamiento. El empoderamiento ocurre cuando las fuerzas universales (deidades, yin-yang o ajustes químicosfísicos) imbuyen el mundo caótico del paciente. Una intervención actúa sobre la esperanza del paciente para producir experiencias curativas. El ritual proporciona una experiencia directa de ser «contactado» por influencias curativas culturalmente reconocidas. – Una percepción concreta de transformación. Las percepciones de alivio y recuperación provienen de experiencias corporales, ajustes emocionales, nuevas opciones de comportamiento, interpretaciones cognitivas y renovación moral. Para el participante, la sanación es un proceso transformativo consistente en cambios subjetivos. Debido a su estructura dramática, el ritual supone una experiencia participativa en la que cambian las percepciones, las emociones, el significado y la autoconciencia, de una manera que puede ser sanadora. Desde una perspectiva biomédica, cualquier componente de la ceremonia del pueblo navajo, como las hierbas, los baños de sudor o el ayuno, podría tener una causalidad específica, no-ritual. Sin embargo, desde la perspectiva de los navajo se consideraría que tienen un poder «numinoso». La ceremonia sería el mecanismo autodefinidor de la curación y su correcta ejecución sería el principal vehículo de curación. El ritual es explícitamente religioso y moral: las ceremonias de curación, la religión, la moral y el arte se fusionan en una unidad. Para la biomedicina, el ritual es problemático. Si bien el ritual de la relación médico-paciente se reconoce en los
pronunciamientos oficiales, su propósito es fomentar la cooperación y adhesión al tratamiento. Con todo, a pesar del espíritu científico, para los pacientes y quizás para los médicos la biomedicina no deja de ir más allá de la experiencia técnica y de conservar aspectos de un ritual de curación, con su propia mitología secular. Así, conserva dimensiones morales implícitas, como la legitimación social del papel de la enfermedad, el apoyo de determinados estilos de vida y la integridad ética requerida por el médico (Kaptchuk, 2011, p. 1854). La acupuntura habita un punto intermedio entre los navajo y la biomedicina. Las teorías del yin y el yang pueden ser solo seculares, pero también pueden tener un aspecto religioso y moral o un marco centrado en el significado. No menos que la biomedicina, los acupunturistas pueden apoyar estilos de vida saludables y fomentar el papel de la autoconciencia. Además, los primeros textos clásicos chinos describen la importancia de la ejecución ritual. En su intento de parecer científicos, los libros chinos contemporáneos minimizan este efecto «noespecífico» y restringen así la relación paciente-médico. Sin saberlo, la acupuntura en Occidente adoptó y tal vez rescató la relación íntima médico-paciente de estilo occidental, que ahora está desapareciendo, viéndola como si fuera una práctica «holística» oriental (Kaptchuk, 2011, p. 1854). El efecto placebo no es lo que se pensaba, sino más El capítulo ha empezado por presentar dos caminos milenarios en la historia del placebo. Uno viene de los salmos bíblicos de donde surge el término «placebo» (por un error de traducción) y deriva su concepto médico como algo inespecífico (espurio) que se debe controlar. En esta línea se ha establecido el RCT como método de oro de la
investigación clínica, donde el grupo de control-placebo es condición para determinar la eficacia de un tratamiento (en función de si se demuestra superior al placebo). El otro camino viene de los ensalmos que según Sócrates son necesarios para que un phármakon tenga efecto. Me estoy refiriendo al papel persuasivo y curativo de la palabra, conocido de antiguo. Por este camino, el placebo entra en la medicina con un sentido positivo que conviene potenciar y no que haya que controlar. Estos dos caminos conforman sendas visiones del placebo dentro de la medicina. El placebo es ante todo un concepto médico cuyo contenido es psicológico. El placebo como algo inespecífico en la investigación biomédica es específico o especificable en psicología. El placebo como palabra sanadora asociada a la práctica clínica (que se precie) es también un factor psicológico a menudo estudiado en términos de comunicación médico-paciente. Con todo, el sentido negativo del placebo ha sido el más influyente, lastrando el concepto por considerarse inespecífico, aunque no sin ambigüedad: entre poderoso y ubicuo por un lado y espurio o «psicológico» (en el sentido de algo así como irreal) por otro. Sin embargo, hoy en día se está reivindicando el uso intencionado del placebo en la práctica clínica médica, y es destacable su empleo en tratamientos del dolor (Klinger et al., 2018) e intercalado en regímenes de medicación (Collota y Howitz, 2018; Pérez-Álvarez y Martínez-Camino, 1987). También se está reivindicando un uso más cuidadoso en la investigación clínica, hasta ahora sin las debidas precisiones. Una de las mayores novedades es el uso abierto del placebo (open-label placebo), sin engaño, tanto en clínica como en investigación (Finniss et al., 2010; Kaptchuk, 2018; Sagy et al., 2019). El placebo abierto resuelve por un lado la cuestión ética de informar sin engañar y replantea por otro el propio concepto de placebo.
Desafío metodológico y conceptual Como fenómeno psicológico, el efecto placebo plantea un doble desafío a la psicología: metodológico y conceptual. El desafío metodológico concierne a la adecuación del RCT en psicoterapia. Aun cuando aplicable y útil, el RCT con base en el control-placebo es inadecuado para establecer la eficacia de los tratamientos psicológicos, por dos razones: a) La dificultad-imposibilidad de establecer un control de doble o triple-ciego. En psicoterapia sería imposible que un clínico aplicara una psicoterapia-placebo sin saberlo. Por su parte, no sería fácil diseñar una psicoterapia-placebo que el paciente creyera con toda naturalidad que es un tratamiento auténtico. En más de una ocasión, cuando se ha diseñado una psicoterapia-placebo de la manera más aparente y creíble posible, esta ha terminado convirtíendose en un tratamiento más, equiparable a los tratamientos establecidos para los que servía de control. Este ha sido el caso de la psicoterapia interpersonal, de la terapia centrada en el presente y del befriending, como se ha dicho en el capítulo 7 a propósito de la EMDR como posible placebo. b) El carácter coextensivo del efecto placebo con la psicoterapia. Tan cierto sería decir que el efecto placebo es psicoterapia como que la psicoterapia es placebo (Kirsch, 2005). De acuerdo con Irving Kirsch y colaboradores, «si adoptamos la definición implícita recibida de placebo como se ha usado en el contexto de la medicina, los efectos de la psicoterapia son ipso facto efectos placebo y la psicoterapia es ipso facto un placebo. El problema es que la definición de los placebos en el campo médico no da cuenta adecuadamente del dominio de la psicoterapia» (Kirsch et al., 2016, p. 124).
Los factores inespecíficos con los que se identifica el efecto placebo en medicina son factores propios de las terapias psicológicas, tales como las expectativas de cambio, la alianza terapéutica, la calidez del terapeuta, la mirada positiva, el entendimiento empático, la aceptación, la experiencia afectiva, la catarsis/ventilación emocional, la transferencia, la experiencia emocional correctora, el insight, la participación activa del paciente, la desensibilización, la restructuración cognitiva, la regulación conductual, la autoeficacia, el modelado del terapeuta, el mindfulness, la regulación emocional, la educación, la provisión de una explicación de los problemas y en fin las acciones terapéuticas coherentes con la explicación (Kirsch et al., 2016, p. 124). Ninguno de estos factores sería considerado placebo en psicoterapia. No existe algo así como psicoterapia inerte, como se supone que es el placebo. De hecho, el efecto placebo puede ocurrir sin placebo, «en tanto todo tratamiento se da en un contexto terapéutico que tiene el potencial de activar y modular mecanismos del placebo» (Finniss et al., 2010, p. 691). No obstante, diseños RCT siguen siendo muy útiles en psicoterapia para más de una necesidad, sin que haya que idolatrarlos. Entre ellas, para determinar la entidad de técnicas-mecanismos que se postularan en la base de todo un procedimiento cuando estos procedimientos se presten a doble o triple ciego, como el neurofeedback, la EMDR y cualesquiera otros. Los RCT son también útiles para el control de componentes específicos de un tratamiento — tales como, por ejemplo, la activación conductual dentro de la CBT, que terminaría por ser una terapia por sí misma—, así como para la comparación entre tratamientos. Los RCT no servirían para establecer la eficacia de una psicoterapia con referencia al placebo porque este sería probablemente una psicoterapia-a-medias en vez de una referencia de comparación de buena fe (bona fide), con intención de ser
eficaz. Si el placebo tuviera todos los visos de una psicoterapia en toda regla, probablemente resultaría en otra psicoterapia más. Por su lado, los RCT siguen siendo fundamentales en psicofarmacología. El desafío conceptual supone replantear el efecto placebo más allá del condicionamiento y las expectativas. No me refiero meramente a añadir factores y variables que se vieran implicados, sino a salirse del esquema mecanicista dualista en el que se mueven estas explicaciones, el placebo y el efecto placebo según el esquema causa-efecto. El aspecto mecanicista del condicionamiento estaría en su concepción lineal estímulorespuesta, según el paradigma pavloviano que mide estímulos discretos (campanilla) y respuestas específicas (secreción salivar) de un organismo sujeto con arneses. En el contexto natural de un sujeto humano, puede entenderse que los estímulos formen parte de marcos relacionales y las respuestas estén moduladas por las conductas operantes de un sujeto ambulatorio. Por lo demás, el condicionamiento no tendría el achaque dualista toda vez que supone una relación organismo-ambiente, no una causa mental, como sería el caso de las expectativas. Las expectativas se invocan de forma acrítica, pero no dejan de ser un concepto problemático en la medida en que supone una causa mental tipo deus ex machina que parece abarcar todos los efectos saludables. Uno de sus problemas es que se trata de un concepto ómnibus que incluye una variedad de fenómenos, entre ellos seguramente cambios de atención, acciones, confianza, esperanza, reducción de desmoralización y tranquilización. Otro problema es que las expectativas no se explican por sí mismas, sino que tienen que ser explicadas por la propia historia y experiencias vividas en función de los contextos y disponibilidades ambientales. A este respecto, he propuesto una explicación holistacontextual siguiendo toda una literatura incipiente.
Ciertamente, el enfoque holista-contextual no es nada insólito. Se basa en la relación mutuamente constitutiva del individuo como un todo con el mundo que se establece a lo largo del desarrollo ontogenético. Este enfoque resultaría obvio si no fuera porque el pensamiento cartesiano sigue siendo el pensamiento por defecto (sin pensar) que preside la psicología y psiquiatría mainstream (procesamiento, neurociencia cognitiva, modelo biomédico). El emblema de este viejo-nuevo enfoque se atiene a las conocidas fórmulas de ser-en-el-mundo y yo-circunstancia sugerentes de esta relación mutuamente constitutiva. La muerte vudú era solo un ejemplo para ilustrar esta relación corporal-vital de uno con el mundo, puesta de relieve cuando se rompe. En esta perspectiva, el efecto placebo se nos ofrece entre el organismo y el medio, en la conjunción de acciones saludables en conexión con disponibilidades sanadoras del ambiente. Nada nuevo presenta este enfoque si se recuerda el modelo somático-conductual de Ramón Bayés (Bayés, 1979) y la formulación interconductual del efecto placebo que, en la estela del propio Bayés, hemos esbozado hace más de treinta años (Pérez-Álvarez y Martínez-Camino, 1987). El caso es que la noción de efecto placebo al uso se queda corta para dar cuenta del fenómeno que representa, por lo que se han propuesto otras denominaciones, como respuesta de significado, efecto-mediado-por-contexto o sanación contextual. Independientemente de que no sean impresionantes, estas denominaciones captan el sentido radicalmente contextual del efecto placebo: radicado en la relación de uno con las propiedades funcionales saludables del entorno, en particular el contexto clínico. En esta línea, cobra particular relevancia la noción de ritual, a través de la cual se puede entender el efecto placebo como resultante de la participación e involucración en un proceso interpersonal de acciones significativas en una situación clínica. Se trata de un proceso dramático en
el sentido del curso de las acciones implicadas, que pueden dar lugar a un proceso transformativo experiencial y comportamental potencialmente sanador. ¿Qué hacer con el efecto placebo? Llegados aquí, se plantea la cuestión de qué hacer con el poderoso y ubicuo placebo como algo que es inmanente a toda práctica clínica: aliado con el tratamiento médico (nada despreciable) y co-extensivo con la psicoterapia (prácticamente sinónimo). Por lo que respecta a la medicina, el placebo sigue teniendo su sitio de tres maneras, todas las cuales agradecerían el retoque contextual apuntado: – Como control, con la especificación en cada caso del placebo y demás factores contextuales concurrentes, amén del consentimiento informado. – Como ensalmo asociado a la medicación, según haría Sócrates, lo que siempre coadyuvaría, siquiera fuera porque buenas palabras y explicaciones son preferibles a su ausencia o a las proporcionadas de cualquier manera. – Como placebos abiertos, ofrecidos como ayudas posibles o intercalados formando parte de la extensión-de-dosis sin la medicación específica dentro de un plan convenido. Por lo que respecta a la psicoterapia, se plantean dos posiciones, no necesariamente excluyentes: – En qué medida importa mantener la analogía médica del placebo (Enck y Zipfel, 2019). – Hasta dónde se puede y merece ir más allá y reconcebirlo en otros términos (Jonas, 2019; Lucassen y Olesen, 2016; Miller et al., 2009).
La analogía médica puede seguir teniendo, después de todo, un doble interés en psicología. Por un lado, la noción de placebo tiene un interés crítico (escéptico y clarificador) en virtud de su sentido tradicional, del que difícilmente se va a recuperar y que acaso podría seguir siendo científicamente saludable. Si algo es efecto placebo, no es que no sea real, pero su realidad estaría en otra cosa distinta de la postulada, sea por caso la parafernalia clínica en relación, por ejemplo, con el neurofeedback y la EMDR u otras prácticas como la terapia de regresión de vidas pasadas o el exorcismo y el mesmerismo, como ya se vio en su día. Por otro lado, la noción de placebo sigue teniendo interés metodológico en la medida en que se pueda establecer como control-placebo de supuestos procedimientos, procesos o mecanismos específicos que se postularan de un tratamiento y que parecieran razonablemente implausibles. Los diseños de doble o triple ciego siguen siendo fundamentales. Un problema que se cierne sobre la psicoterapia es que cualquier terapia psicológica, por implausible que parezca, puede, sin embargo, probar que es efectiva debido y gracias a que no le van a faltar expectativas y demás factores comunes (relación terapéutica, empatía, calidez, hablar del asunto, rationale) que, como se sabe, producen resultados generalmente favorables (Kirsch et al., 2016). Como dije, no hay psicoterapia inerte. Lo que es implausible para un enfoque clínico puede ser plausible para otro (Chóliz y Capafons, 2012), en particular, para quien lo sostiene y practica, ni que decir tiene, con toda buena fe y parafernalia. Un diseño RCT que incluya control-placebo o desmantelamiento de componentes podría ser la manera de aclarar el papel y estatus del procedimiento, proceso o mecanismo de marras. En tanto se dilucidara el papel y estatus de un «mecanismo», otra solución éticamente exigible sería pedir
el consentimiento informado donde se informara razonablemente de los últimos avances acerca de ese procedimiento que otros profesionales ven implausible, sin presentarlo como evidente, diciendo algo así como que, si bien su aplicación ha ido bien a otros, no se conoce a ciencia cierta cómo produce la ayuda cuando ocurre. Sería más modesto, pero más honesto. Comoquiera que la «comunidad» científica (es un decir lo de comunidad) difícilmente se va a poner de acuerdo, el consentimiento informado debería ser la regla de oro en el actual estado de conocimiento científico. Ya se vio que ni los exorcismos ni el mesmerismo han desaparecido después de mostrar que funciona igual el supuesto procedimiento verdadero que el falso. Ni siquiera hoy en día es de esperar que experimentos cruciales provoquen de pronto la retirada de procedimientos en los que una versión falsa funciona tan bien como la supuestamente verdadera. Metaanálisis de turno irían aclarando y oscureciendo la supuesta evidencia disponible. Si al menos queda la honestidad científica, el consentimiento informado debería ser la regla. La segunda posición más allá de la analogía médica consistiría en reconcebir el efecto placebo. Sería posible y merecería hacerse en los términos ya apuntados (Cuadro 12), según los cuales el efecto placebo ya no se busca ni encuentra dentro de la cabeza, sino entre el organismo y el medio, conocida su mutua conexión debida a la historia ontogenética y las disponibilidades ambientales (affordances y demás factores). Ya no serviría un esquema mecanicista placebo-efecto placebo (estímulo-respuesta; input-output), sino que se requiere una explicación holistacontextual. El efecto placebo ya no se reduciría a condicionamiento y expectativas (sin excluirlos), sino que consistiría sobre todo en cambios de atención y acciones saludables correlativas con affordances de sanación, buenas palabras (ensalmos, persuasión, rationale) y rituales activos, participativos y transformadores.
Llegados a este punto, de nuevo, la propia denominación y preconcepción de «efecto placebo» se queda ciertamente corta, por lo que se han propuesto otras, ya citadas, como respuesta de significado, efecto mediado-por-el-contexto y sanación contextual. Aunque ninguna de ellas es enteramente satisfactoria, al menos sitúan el efecto placebo en otra perspectiva y escala: la escala del significado. Parafraseando lo que dice el médico y antropólogo de la medicina Daniel Moerman: considerando el placebo desde una perspectiva holista-contextual, encontramos su significado (Moerman, 2016). Y el significado es el territorio de la psicoterapia: un mundo de significado (Locher et al., 2019). Como dicen estos autores, la psicoterapia puede diferir en sus asunciones etiológicas e implicaciones terapéuticas, pero todas comparten el objetivo de promover una transformación significativa tendente a generar narrativas convincentes que expliquen de la mejor manera los problemas y sirvan para lograr cambios saludables (Locher et al., 2019, p. 6). Este cambio de escala y de nombre se reivindica también en medicina (Ramírez Villaseñor y García-Serrano, 2019). Por su parte, Miguel Ángel Vallejo-Pareja y Laura Vallejo-Slocker destacan diez aspectos puestos de relieve en la investigación del efecto placebo de interés para los tratamientos médicos psicológicos (Vallejo-Pareja y VallejoSlocker, 2020) y que son enunciados en el Cuadro 14. El efecto placebo como respuesta de significado es un efecto psicológico nada sorprendente. Los «placebos y sus efectos [se sitúan] en el mismo ámbito de los procesos conductuales y fisiológicos que se conoce que intervienen en los tratamientos formales, vale decir que se diluyen en ellos y, por tanto, [este planteamiento] les otorga un estatuto con una calidad positiva y seria, sin perjuicio del interés metodológico que siga teniendo y de los problemas éticos a que dé lugar» (Pérez-Álvarez y Martínez-Camino, 1987, p. 110).
CUADRO 14. Aspectos del efecto placebo de interés para los tratamientos médicos y psicológicos (Vallejo-Pareja y Vallejo-Sloker, 2020) (1) Tratamiento personalizado y ajustado al paciente, con referencias personales concretas y atendiendo a sus creencias y experiencias previas con otros tratamientos similares. (2) Información explícita, clara y formalizada del tratamiento, indicación, efectos y fundamentos, así como de su funcionamiento general. (3) Información explícita de que el tratamiento propuesto es el más adecuado y recomendado, así como el ajuste de este a los estándares y procedimientos aceptados y conocidos por la comunidad científica. (4) Información continua y precisa sobre el seguimiento del tratamiento. (5) Intervención del paciente en las decisiones terapéuticas. (6) Aplicación de las técnicas cuando el malestar, dolor o interferencia del problema es menos intenso o incapacitante; o cuando se prevea una mejoría o se cuente con otras medidas o tratamientos eficaces concurrentes. (7) Intervenir para mejorar algo concreto (algo debe estar mal) —si hay anticipación de malestar, mejor—, pues servirá para contrastar las expectativas de resultado. (8) Asegurarse de conseguir una mejora, utilizando procedimientos de aproximaciones sucesivas. (9) Promover un contexto rico en elementos aceptados como terapéuticos (importancia de los tratamientos multicomponente). (10) No descartar tratamientos que puedan generar malestar siempre que esté justificado y pueda ser entendido y asumido por el paciente.
Así pues, la analogía médica del placebo puede mantenerse en psicoterapia con un sentido restringido: crítico y metodológico. Sin embargo, el efecto placebo tiene un campo, una escala y una dimensión más amplios, para los que su nombre se queda corto y resulta inadecuado. Estaríamos entonces hablando del significado coextensivo con el campo o mundo de la psicoterapia. El efecto placebo se diluye en el campo de la psicoterapia. Pero, a su vez, el fenómeno del efecto placebo no deja de sacudir y sacar a la psicoterapia de su propio sueño o analogía médica. Se refiere este sueño a su énfasis en las técnicas específicas para las supuestas disfunciones (averías) detrás de los distintos diagnósticos. Lo específico de la psicoterapia no
estaría en las técnicas por sí mismas (como podría ser la medicación en medicina), sino en la relación planificada establecida en el marco de conocimientos psicológicos y acciones terapéuticas derivadas (Wampold e Imel, 2015). No es que no haya técnicas específicas, sino que su funcionamiento depende del contexto —relación, rationale — de la terapia en su conjunto (Pérez-Álvarez, 2013, 2019). Las alternativas al efecto placebo que se han señalado como efecto-del-contexto o sanación contextual no hacen sino poner de relieve la propia esencia y carácter de la psicoterapia, por lo que la psicoterapia agradece su concepción de acuerdo con un modelo contextual diferente del modelo biomédico (Wampold e Imel, 2015). La investigación de los mecanismos neurofisiológicos del efecto placebo, que, ciertamente, interesan en medicina, deja de ser perentoria en psicoterapia. Los cambios psicoterapéuticos, incluyendo los que tradicionalmente se consignarían como efecto placebo, se justifican por sí mismos en términos funcionales, adaptativos, experienciales, comportamentales, subjetivos, interpersonales, objetivos, contextuales y narrativos. En la psicoterapia, probablemente el diablo no está en los detalles, que en este caso serían los mecanismos neurocognitivos o algo así, sino en la transformación experiencial y comportamental que la terapia opera como ritual, ceremonia o estructura en su conjunto (PérezÁlvarez, 2013). No obstante, quienes necesitaran circuitos neuronales asociados a la psicoterapia y el efecto placebo (quizá para sentirse mejor) también los tienen (Chalah y Ayache, 2018; Wager y Atlas, 2015). Explicando el Cuadro 15 El Cuadro 15 ofrece un esquema de la argumentación seguida. Se parte de los dos caminos y sentidos que tendría
el efecto placebo, uno desde tiempos bíblicos y otro desde la Grecia clásica. Por su nombre (de los salmos a los «placebos»), el efecto placebo entraría en la medicina con un sentido negativo, que marcaría su historia. El recuadro encabezado como «Concepción médica del placebo» CUADRO 15. Recapitulación: dos caminos y dos sentidos del efecto placebo
pretende mostrar con su recorrido a todo lo ancho del cuadro que el placebo es ante todo un concepto médico, con su particular interés metodológico (control-placebo, RCT). Ahora bien, se trata de un concepto médico que es de naturaleza psicológica. De manera que como concepto médico constriñe el fenómeno y termina por ser inadecuado para su aplicación a la psicoterapia. Así, en los últimos tiempos, se trata de ver el efecto placebo conforme a una concepción holista-contextual, que retoma el camino de un fenómeno sanativo conocido de antiguo como es la palabra y la persuasión (ensalmo), y que no hay que controlar sino utilizar. Se trata del efecto placebo avant la lettre, sin el lastre de su nombre, aplicable por derecho propio tanto en medicina como en psicoterapia. El recuadro encabezado como «Concepción holista-contextual» a lo ancho pretende mostrar que esta concepción se está abriendo paso y haciendo época. No obstante, la historia no es en balde, ni gratuita. Así, el efecto placebo por el camino médico sigue en pie, por su interés crítico y metodológico, sin campar a sus anchas, conocidas y reconocidas sus limitaciones. Por su lado, la concepción holista-contextual vino para quedarse y de hecho está reorganizando el campo del efecto placebo. Por lo que se refiere a la psicoterapia, el efecto placebo quedaría subsumido en ella, no sin efecto en la propia psicoterapia expandiendo y explayando su carácter contextual. Las flechas bidireccionales entre los recuadros finales en los que desembocan los dos caminos sugieren que la noción médica de placebo sigue vigente también en psicoterapia para aplicaciones concretas (no como regla de oro), mientras que, por su parte, la noción holistacontextual influye a su vez en la noción médica de placebo reivindicando la respuesta de significado, así como el ensalmo, el placebo abierto y el consentimiento. La dilución del efecto placebo en la psicoterapia tiene su reconocimiento en el modelo contextual de psicoterapia
más allá del modelo médico de la corriente principal de la psicoterapia (Wampold e Imel, 2015; Pérez-Álvarez, 2019). En resumen Puesto que el Cuadro 15 ya era un resumen del capítulo, entresaco cuatro puntos: 1) El efecto placebo tiene un doble origen médico: negativo y positivo. Mientras que el sentido negativo lleva a una razonable paranoia metodológica que trata de aislar el efecto placebo respecto del efecto neto del tratamiento (típicamente, medicación), el sentido positivo deriva en su uso intencionado como placebo-abierto. 2) Si bien para la medicina es un fenómeno inespecífico («psicológico»), es específico de la psicología, coextensivo con la psicoterapia sin solución de continuidad con ella. 3) Puesto que el efecto placebo es inherente a toda práctica curativa, sigue teniendo un doble interés incluso en psicoterapia. Por un lado, sirve para controlar o aislar efectos inespecíficos asociados a tratamientos específicos desde la medicación hasta las técnicas psicológicas (sean por caso neurofeedback y EMDR). Por otro, sirve para poner de relieve aspectos del funcionamiento de la psicoterapia como, por ejemplo, que lo inespecífico de la propia terapia es fundamental. 4) El efecto placebo no es lo que se pensaba, sino más.
CAPÍTULO 12
PLANTEANDO LA CUESTIÓN FUNDAMENTAL: QUÉ ES UN TRASTORNO PSICOLÓGICO/PSIQUIÁTRICO Los trastornos psicológicos/psiquiátricos se suelen concebir como un tipo de enfermedad de acuerdo con el modelo médico y así están catalogados en los sistemas diagnósticos, típicamente el Manual Diagnóstico y Estadístico de la Sociedad Americana de Psiquiatría (DSM5 en su última versión por sus siglas en inglés) y la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud (CIE-11, en su versión reciente). Aunque estos sistemas utilizan el término «trastorno» (disorder) evitando la palabra «enfermedad», la noción de trastorno no deja de tener el sentido de enfermedad a la espera de encontrar las causas orgánicas hasta ahora desconocidas. Por lo demás, el término «enfermedad» es usual en contextos clínicos. Un diagnóstico psiquiátrico técnicamente es un trastorno mental aun cuando este término a veces se reserva para los más graves (por ejemplo, los psicóticos). El hecho de que los trastornos se definan por síntomas que conforman síndromes y así cuadros diagnósticos (depresión, esquizofrenia) no significa que sean enfermedades como las enfermedades propiamente médicas (como la diabetes o el alzhéimer). Por mi parte, aun cuando considero que la noción de trastorno es un «falso amigo» a la hora de evitar la noción de enfermedad, no dejaré de utilizar este término intercambiado con el más neutral de «problema
psicológico». Al fin y al cabo, el término «trastorno» también se puede explotar en el sentido de que algo se «torna» del revés, se enrevesa o se vuelve en contra trastornando la vida sin por ello suponer una enfermedad mental. Puede que los diagnósticos psiquiátricos tengan fiabilidad en el sentido de que diferentes clínicos coinciden en nombrarlos, pero no por ello tienen validez discriminante (por la que se diferencien de la normalidad o de otros cuadros), predictiva (referida a su pronóstico e indicación de tratamiento) y conceptual (acerca de qué son en su base más allá de un listado de síntomas). Para nada estoy diciendo que los diagnósticos carezcan de sentido, que sean gratuitos o que no tengan utilidad, ni mucho menos que no se refieran a padecimientos y problemas reales. Lo que discuto y quiero plantear es su concepción como enfermedades o trastornos conforme a la analogía médica. El hecho de que los problemas, quejas, molestias, malestares o «síntomas» que consultan los usuarios de los psicólogos y psiquiatras se avengan a los cuadros diagnósticos puede sugerir otro aspecto distinto a la supuesta descripción objetiva del diagnóstico como algo-ahí que tiene el paciente. Me refiero a la propia avenencia de los problemas psicológicos o psiquiátricos a los cuadros diagnósticos debida a su naturaleza influenciable, como también podrían concebirse de otra manera relativamente distinta. Esto es lo que ocurre precisamente en psicología y psiquiatría de acuerdo con su pluralidad de enfoques, lo que no sucede en otras especialidades médicas. Otra cosa es que el enfoque diagnóstico basado en la enfermedad sea la práctica dominante, a la sazón presidida por el modelo médico, de modo que esa avenencia es por conveniencia según es práctico hacerlo así, no obligado por la realidad de las cosas, ni tampoco seguramente lo más conveniente para los usuarios.
Abordo las cuestiones suscitadas en cuatro epígrafes. En primer lugar, planteo la cuestión ontológica acerca de las realidades psicológicas/psiquiátricas como distintas de las realidades médicas, distinguiendo entre entidades naturales versus entidades interactivas o prácticas. A continuación, introduzco la noción de persona, que entiendo es fundamental para plantear los problemas psicológicos, y ni que decir la psicoterapia. En tercer lugar, planteo más específicamente la naturaleza de los problemas psicológicos bajo el epígrafe de «las fuentes del Nilo de la neuropatología», reutilizando la célebre expresión de Freud sin compromiso freudiano. Finalmente, introduzco la noción de situación según la cual los trastornos psicológicos/psiquiátricos no estarían dentro de uno ni tampoco fuera, sino que sería uno el que estaría dentro de una situación que se ha vuelto patógena. Entidades naturales versus entidades interactivas La distinción entre entidades naturales e interactivas fue introducida por el filósofo de la ciencia Ian Hacking, ya citado en el capítulo 1 (Hacking, 1995, 2001). Se trata de una distinción que está en la base de la propia diferencia entre ciencias naturales y ciencias humanas, con particular relevancia en psicopatología (Kincaid y Sullivan, 2014; Pérez-Álvarez et al., 2008; Pérez-Álvarez, 2021). ¿Por qué la psicología y la psiquiatría son diferentes de la medicina? Las entidades naturales son un tipo de entidades o realidades caracterizadas por ser fijas, ahí-dadas, indiferentes a las clasificaciones, interpretaciones y conocimientos que se tengan de ellas. Sean, por caso, los quarks, las neuronas, los neurotransmisores, un caballo, el
sistema decimal o el sistema planetario. La clasificación de ciertas partículas subatómicas como quarks —dice Hacking — «es indiferente en el sentido en el que llamar quark a un quark no da lugar a ninguna diferencia en el quark» (Hacking, 2001, p. 176). Como dice en este caso el también filósofo de la ciencia Alan Chalmers: «Los planetas no modifican su movimiento a la luz de nuestras teorías sobre ellos», a diferencia de las ciencias sociales, donde «el conocimiento que se produce forma él mismo un componente importante de los sistemas en estudio». Cita Chalmers a este respecto las teorías económicas, que «pueden tener efecto en la forma en que los individuos operan en el mercado, de modo que un cambio en la teoría puede producir un cambio en el sistema económico que se está estudiando» (Chalmers, 2012, p. 139). La mecánica cuántica, con su famoso gato de Schrödinger, según la cual la observación influiría en el estado de las partículas, nada tiene que ver con la influencia de la que hablamos aquí. La observación cuántica es una medición física, no una observación psicológica ni nada por el estilo. Nada que ver tampoco, por favor, con los supuestos «maestros del universo» de la literatura de autoayuda cuando hablan de poderes metafísicos de la mente para manipular la realidad (Briers, 2012). Únicamente el célebre Daniel P. Schreber (1842-1911), según nos asegura en sus Memorias de un enfermo de los nervios, podría variar el curso de las nubes con su pensamiento. Las entidades interactivas, como por ejemplo los seres humanos, lejos de ser indiferentes, son susceptibles de ser influenciadas por las clasificaciones, interpretaciones y conocimientos que se tienen de ellas. Este carácter interactivo tiene su base en que los humanos somos seres interpretativos y autointerpretativos, no solamente los científicos. Ya tenemos conocimiento del mundo antes de hablar y teorizar sobre él cuando el mundo se nos presenta como familiar, seguro, amable, cómodo, gratificante,
áspero, hostil, amenazante o inseguro. El mundo se nos da «interpretado» de alguna manera, al margen de la conciencia de intérprete. Antes de que el niño tenga «teoría de la mente», ya tiene comprensión intersubjetiva, perceptiva, interactiva y empática de los demás (Gallagher y Zahavi, 2013). Cabe concebir que los animales, empezando por los domésticos, sean seres interpretativos, «intérpretes» de nuestras acciones, reacciones, estados de humor e intenciones. Con todo, no estaríamos hablando de lo mismo. Por más que se le llame «burro» a un caballo y aun cuando dada la situación este «interprete» o discrimine que algo no va bien, tal calificación o descalificación no va a cambiar su modo de ser. Por el contrario, llamarle a alguien «burro», sea por caso a un niño en la escuela, puede alterar el concepto de sí mismo dando lugar, por ejemplo, a que se identifique así o a que reaccione en contra de tal identificación. Sea por caso la tristeza como experiencia humana común. La tristeza fácilmente se experimenta y vive hoy como depresión en vez de por ejemplo como melancolía, aburrimiento, esplín o como nada en especial, según ocurría en el pasado antes de la actual era de la depresión (Clark, 2012; Horwitz y Wakefield, 2007). Las concepciones psiquiátricas, empezando por los sistemas diagnósticos, lejos de ser descripciones de la realidad, reorganizan la propia realidad a través de las prácticas clínicas, sin que falten campañas de sensibilización entre la población. Así, por ejemplo, se ha pasado de la prevalencia de la ansiedad en 1950-1970 a la época de la depresión a partir de la década de 1980 (Horwitz, 2010) y se han creado nuevos trastornos, como la ansiedad social, el trastorno de estrés postraumático y el trastorno de pánico (González-Pardo y Pérez-Álvarez, 2007). Sin negar que sean hechos reales, la cuestión aquí es cómo son hechos reales a través de recalificaciones y clasificaciones.
Diferente sería el caso por ejemplo de la diabetes, que seguirá siendo diabetes independientemente de sus interpretaciones, clasificaciones y conocimientos. Aun cuando los conocimientos puedan llevar al cambio de hábitos que modifiquen el proceso metabólico de la enfermedad y el diagnóstico establezca la condición de enfermo, estos conocimientos no afectan por sí mismos a la condición metabólica de la enfermedad, al contrario de lo que ocurre con la tristeza. La tristeza está directamente influida por las interpretaciones, clasificaciones y conocimientos que uno aprende. La tristeza supone ella misma una interpretación, clasificación y conocimiento del mundo y de sí mismo de manera que todo parece falto de sentido, vacío, etc. La naturaleza de la tristeza se modula en el contexto de la vida, donde se aprenden a tener las experiencias que se tienen. Lo que quiero decir es que la diabetes es una entidad natural derivada de una condición metabólica, mientras que la tristeza sería ella misma una entidad interactiva susceptible de tomar modulaciones relativamente diferentes, entre ellas la de depresión, dependiendo del contexto histórico-social y personal. Las entidades interactivas no son menos reales que las naturales, sino acaso más. Una depresión puede ser más real que una diabetes asintomática. Pero su realidad no es natural, indiferente, sino influenciable al hilo de las interpretaciones disponibles. No por casualidad la depresión es sensible a la psicoterapia, mientras que no hay una cosa tal como psicoterapia para la diabetes. Por poner otro ejemplo que ayude a diferenciar entidades naturales e interactivas, y a su vez enfermedad médica y trastorno psiquiátrico/psicológico, un ataque de epilepsia y un ataque de histeria epileptiforme, si se recuerda el gran ataque de histeria descrito por Charcot, representan la correspondiente diferencia entre entidades médicas/neurológicas y psiquiátricas/psicológicas. Mientras que el ataque de epilepsia se explica en términos de
circuitos neuronales, el ataque de histeria epileptiforme se explica en términos, por así decir, de circuitos interpersonales, como reacción dadas las circunstancias, cuyas funciones establecerían un análisis funcional de conducta, sistémico o psicodinámico, no precisamente electroencefalogramas o neuroimágenes. Por lo demás, esta particular forma de histeria tenía lugar en un contexto hospitalario en el que los pacientes de histeria compartían pabellón con los epilépticos. Pasada esta época charcotiana de finales del siglo XIX, los ataques de epilepsia continuaron siendo iguales, mientras que la histeria adquirió otras formas y derivaciones, lo que confirma su carácter interactivo, diferente del carácter natural de la epilepsia. Más específicamente, las entidades interactivas, entre ellas las categorías psiquiátricas/psicológicas, se caracterizan por tres criterios (Martin y Sugarman, 2009; Walsh et al., 2014, p. 475): 1) Están socialmente constituidas, sin existencia previa a la vida social. Mientras que se puede asumir que la gente padeciera y muriera de diabetes o tuberculosis antes de que estas enfermedades fueran descritas, difícilmente se puede decir que antes de las clasificaciones actuales se padeciera depresión tal y como esta se describe y se vive hoy en día. Los presuntos antecesores de la depresión, como la melancolía en sus diversas épocas, la acedia, el aburrimiento o el esplín, tenían sus propios contextos experienciales y de entendimiento. Los pretendidos antecesores de la esquizofrenia basados en extemporáneos diagnósticos retrospectivos probablemente eran otros fenómenos (locura religiosa, trágica, filosófica, amok) diferentes de la esquizofrenia propiamente dicha, que se perfila a partir del siglo XVIII con el caso de James Tilly Matthews (1770-1815), considerado el primer «esquizofrénico» avant la lettre
(Carpenter, 1989; López-Ibor y López-Ibor, 2014; Pérez-Álvarez, 2012; Pérez-Álvarez et al., 2016). 2) Producen efectos de bucle (looping effect; Hacking, 1995), de manera que las clasificaciones pueden influir en la concepción que las personas diagnosticadas tienen de sí mismas y en sus posibles reacciones. 3) Están cargadas-de-valor. Lejos de ser neutras, las categorías clínicas implican una valoración o evaluación —como por cierto se denomina su examen —. La noción de normalidad siempre está presente de alguna manera. La implicación de los valores es una condición inherente a la investigación y la práctica psicológica y psiquiátrica que, si bien las invalida como ciencias naturales exentas (si es que hay alguna), las reafirma como ciencias humanas comprometidas (donde las haya). La psicología y la psiquiatría son distintas de la medicina porque esta trabaja con entidades naturales y aquellas con entidades interactivas. La diversidad de enfoques en psicología/psiquiatría, no un defecto, sino su naturaleza La educación, los cambios sociales y la psicoterapia tienen su base en este carácter interactivo del ser humano, susceptible de ser influenciado, educable y maleable en varios sentidos. No estamos hablando de nada nuevo ni deshonroso, simplemente poniendo de relieve implicaciones epistemológicas de las ciencias humanas, sobre todo de la psicología y la psiquiatría en la medida en que trabajan cara a cara con casos en situaciones problemáticas. No se trata ya de limitaciones o inmadurez científica, sino de características y desafíos que entrañan
las ciencias que estudian a los humanos, que, lejos de ser objetos inertes, son sujetos interpretativos. Cuando se enfatiza el carácter interactivo humano, no se ha de suponer sin embargo que no hay nada fijo e invariante, como si todo pudiera ser de cualquier manera. La propia estructura del cuerpo y la condición evolutiva predeterminan y fijan posibilidades y límites a las influencias. La influencia de los conocimientos no es ilimitada, ni se da de cualquier modo y en cualquier medida. Por lo pronto, ahí está la historia de aprendizaje de cada uno, que tanto posibilita nuevos desarrollos como limita otros. A los cincuenta años difícilmente vas a aprender un nuevo idioma con acento de nativo o a convertirte en un gran pianista. Más que perseguir tus deseos asumiendo que puedes conseguir lo que quieras, quizá te convenga revisar los propios deseos. En realidad, las influencias de los conocimientos psicológicos/psiquiátricos sobre las personas son a menudo sutiles (más que impresionantes), y a veces ni siquiera son fáciles de apreciar por cuanto los conocimientos psi se conciben como descripciones objetivas. Aun cuando fueran descripciones objetivas en un momento dado, pueden ellas mismas influir sobre la realidad descrita dejando de tener la objetividad antes representada. Sin ser ilimitada su influencia, las teorías psicológicas inundan la sociedad con sus términos y concepciones, creando sujetos y subjetividades al hilo de las propias teorías, en un díálogo que se realimenta mutuamente. Otro tanto sucede con las concepciones psiquiátricas. Las teorías no son gratuitas ni surgen de la nada, sino de los individuos en la sociedad con sus condiciones y formas de vida. Lo que se destaca aquí es ese efecto de bucle entre los conocimientos y las realidades a las que se refieren esos conocimientos (Hacking, 1995). La cultura psicoanalítica a lo largo del siglo XX y la actual cultura de la autoestima, de la psicología positiva, la inteligencia emocional, el
mindfulness y el neurocentrismo son ejemplos de este proceso. De pronto tenemos alta o baja autoestima, el trato social se llama inteligencia emocional, la nueva religión secular es el mindfulness y tu cerebro piensa y decide en vez de tú mismo. Todos estos fenómenos no se deben a hallazgos que estuvieran ahí por descubrir, sino a prácticas sociales, con sus teorías, términos técnicos, instrumentos (cuestionarios, neuroimágenes) y fuerza institucional para establecerse (Danziger, 1997). Esto no es así por algún defecto o efecto malévolo de la psicología o la psiquiatría. Se trata de procesos mediados por el lenguaje técnico y ordinario. Puesto que no estamos fuera del lenguaje ni podemos salirnos de él, no hay una realidad exenta que el lenguaje transparentara, dejando ver la realidad prístina. Tampoco quiere decir que no haya objetividades (como 2 + 2 = 4 para todo el que sepa sumar). Ni tampoco que no haya hechos reales inenmendables, de acuerdo con la ontología realista planteada en el primer capítulo. Siendo así, sería inexcusable en psicología y psiquiatría una conciencia crítica (no ingenua) de cómo los términos y concepciones psicológicos y psiquiátricos reorganizan las realidades con las que trabajan al hilo de su conocimiento y descripción. La influencia del conocimiento en la propia realidad estudiada entraña la singularidad, dificultad y desafío de las ciencias humanas. La psicoterapia se basa precisamente en esta influencia. La existencia, subsistencia y persistencia de diversas psicoterapias tienen su condición de posibilidad en el carácter interactivo influenciable de los problemas psicológicos (Pérez-Álvarez, 2021). Esta diversidad de enfoques de la psicología y la psiquiatría, como de hecho es el caso, las hace diferentes de las (demás) especialidades médicas. No se conciben diversas escuelas y enfoques para entender por ejemplo la diabetes o el alzhéimer. Cualquier médico que no sea un psiquiatra quedaría perplejo si el consultante le preguntara cuál es su
enfoque, sin menoscabo de diferentes énfasis clínicos. Otra gran diferencia es que los trastornos psi no son orgánicos, sino de las personas y sus circunstancias. La persona, entre la identidad y la alteridad Sobre la base de que los trastornos psi no son entidades naturales sino interactivas y de que la referencia de entes interactivos por antonomasia somos los humanos como seres interpretativos, la noción de persona es el «órgano» de la psicología y la psiquiatría, no el cerebro ni el organismo. La noción de persona ya incluye el organismo con su cerebro y supone una sociedad con sus instituciones y también sus contradicciones. La persona concentra las opciones, direcciones y tensiones de una sociedad moderna compleja, abierta, plural, ya impregnada de una cultura psicológica y psiquiátrica como la nuestra. Aunque hoy en día todos tenemos reconocido el estatus legal de persona, llegar a ser una persona con identidad propia —no meramente un personaje al albur de los vaivenes de turno — es una tarea difícil. La complicada tarea de la persona El desarrollo de la persona, tanto más en una sociedad con las características apuntadas, es una compleja tarea consistente en permanecer en continua variación, siempre alterada con distintas experiencias e influencias, teniendo que abrirse paso entre la identidad y la alteridad. Siendo el ser y el devenir —la permanencia y el cambio— un tema perenne, tiene en la sociedad contemporánea un particular dramatismo. Si tomamos el par persona-personaje para explicar ese doble aspecto de ser alguien fiable y a la vez desenvolverse según las situaciones, la tragedia de la persona sería ser solo personaje, dice Luigi Pirandello
(1867-1936). Si como dice en este caso William James, «cada hombre tiene tantos yoes sociales como hay individuos que lo reconozcan» (Principios de psicología, p. 235), puede entenderse el drama de la persona. La leyenda del barco de Teseo, que se pregunta si el barco sigue siendo el mismo o es otro tras reemplazar sucesivamente toda la madera, o la imagen más peregrina de si los calcetines zurcidos hasta la saciedad siguen siendo los mismos plantean el problema de la persona. Como nos cuenta Plutarco: La nave de treinta remos en que con los mancebos navegó Teseo, y volvió salvo, la conservaron los Atenienses hasta la edad de Demetrio Falereo, quitando la madera gastada y poniendo y entretejiendo madera nueva; de manera que esto dio materia a los filósofos para el argumento que llaman aumentativo, y que sirve para los dos extremos, tomando por ejemplo esta nave, y probando unos que era la misma, y otros que no lo era (Plutarco, Vidas paralelas. Teseo, 23, edición de Gredos).
William James trae a colación la imagen de los calcetines a propósito de la conciencia del yo y de la propia identidad: Sir John Cutler tenía un par de calcetines de lana negros que su doncella zurcía con seda con tal frecuencia que acabaron siendo un par de calcetines de seda. Ahora atribuyamos a los calcetines de Sir John cierto grado de conciencia en cada operación de zurcido; tanto antes como después de ella seguían siendo el mismo par individual de calcetines, y esta impresión perdura en ellos a lo largo de todos los zurcidos; y sin embargo, después del último, probablemente ya no quedada una sola hebra del primer par de calcetines; como se dijo antes, ahora ya eran un par de calcetines de seda (William James, Principios de psicología, p. 296).
Por su parte, la imagen del palimpsesto, manuscrito sobre el que se escribe encima, plantea desde los románticos hasta el psicoanálisis, desde Thomas de Quincey (1795-1859) hasta Sigmund Freud (1859-1939), la
superposición y reintegración de experiencias y recuerdos, cómo las experiencias y recuerdos se inscriben unos sobre otros y se reescriben los anteriores. «¿Qué es el cerebro humano —se pregunta De Quincey— sino un palimpsesto natural y poderoso? […] Sí, lector, incontables son las misteriosas escrituras de dolor o alegría que se inscribieron sucesivamente en el palimpsesto de tu cerebro […] los interminables estratos han ido cubriéndose unos a otros en el olvido. Pero al llegar la hora de la muerte, en la fiebre o en las búsquedas del opio, todos ellos pueden revivir intensamente» (Suspiria de profundis, pp. 88, 90, edición de Alianza Editorial). El opio era el método del propio De Quincey, como cuenta en sus Confesiones de un inglés comedor de opio, de las que Suspiria es su continuación. Las imágenes del barco de Teseo, de los calcetines y del palimpsesto plantean dos cuestiones. Por un lado, en qué medida hay una materia preformada a partir de la cual se forma la persona o si más bien todo es forma referida a un proceso de formación dado por la crianza, la educación y la imitación. De acuerdo con el par materia-forma de Aristóteles, el cuerpo con su estructura biofísica —genética y cerebro incluidos— es un componente material (ni que decir, condición sin la cual no habría persona), pero la persona se forma en el contexto social: es la forma que toma la vida humana (psyché, según Aristóteles). Del mismo modo que no hay jarrón sin la cerámica de la que está hecho (causa material), la cerámica no define el jarrón, sino la forma (causa formal) con que fue hecho por el orfebre (causa eficiente) para el fin propuesto de contener aceite o lo que sea (causa final). Si se rompe o descompone el jarrón, de sus partículas no se deduce el jarrón que era. Valga esto para introducir el par conjugado materia-forma. Dentro de su intrincada relación, una cosa son las partes materiales (biofísicas) y otra las partes formales (psicológicas, comportamentales) de la persona:
tan inseparables como diferentes, no deducibles ni reductibles entre sí. Entiendo que los componentes materiales biofísicos del cuerpo humano constituyen el nivel cero sobre el que se forma la persona, incluyendo las predisposiciones genéticas al desarrollo del lenguaje, de la imitación, de la empatía y del temperamento. No estoy hablando de una tábula rasa sin ninguna predisposición evolutiva, sino de un «nivel cero» psicológico y social que, sin solución de continuidad, se empieza a constituir en psicológico y social en el paso del claustro materno a la «matriz social», con el nacimiento al lenguaje y demás. El entorno dado por la lengua materna reorganiza predisposiciones biofísicas que cualifican como nativo de una lengua. La naturaleza y la crianza (nature y nurture) constituyen la urdimbre primigenia en el desarrollo psicosocial. Dicho rápidamente, todo lo humano en el ser humano sería imitación, de manera que no habría nada original a partir del nacimiento (Toutain, 2020). Puede ser una idea dura desde el punto de vista romántico, pero según parece tanto el palimpsesto como el barco de Teseo son obra humana. La identidad que se va formando empieza por las experiencias y recuerdos que la continuidad corporal hace únicos en conexión con el lugar único que uno ocupa en el contexto social, incluyendo el nombre propio y el reconocimiento de los demás. Los andamiajes y affordances destacados en el capítulo 1 empiezan aquí. De hecho, ya estaban puestos antes de nacer. Por otro lado, se plantea la dialéctica entre lo primero y lo subsiguiente, la identidad de base —corporal, experiencial, recuerdo— y las sucesivas experiencias, recuerdos, aprendizajes y la citada imitación. No se trata en realidad entre lo primero y lo siguiente, sino entre lo ya dado y lo sucesivo, dentro de cuya dialéctica pueden darse situaciones patógenas.
La idea de persona que esbozo destaca la vulnerabilidad constitutiva del ser humano, para el caso, ser-una-persona. Ser-persona es una realidad fáctica dada por hecho y derecho en nuestra sociedad, pero, como decía, es también una tarea complicada que cada uno tiene que asumir. Se refiere a la complicada tarea de ser uno mismo (identidad personal, mismidad) dentro de la continua variabilidad a lo largo de la vida, donde no faltan aspectos que desdicen, contradicen, extrañan y desafían la propia identidad. Se cuenta con la teoría de la persona de Paul Ricoeur en su obra Sí mismo como otro (Ricoeur, 1996), de creciente interés en clínica (Arciero y Bondolfi, 2019; Arciero et al., 2018; Pérez-Álvarez, 2014, pp. 199-215; Stanghellini, 2017). El planteamiento de Ricoeur tiene al menos dos puntos de interés para la clínica psiquiátrica y psicológica. Por un lado, muestra la identidad en tensión dialéctica con la alteridad. Por otro, toma la narrativa como posible mediación de las discordancias entre identidad y alteridad. En la exposición siguiente retomaré pasajes —no sin retoques— de exposiciones anteriores (Pérez-Álvarez, 2014). Dialéctica identidad-alteridad La dialéctica identidad-alteridad (permanenciavariabilidad) la plantea Ricoeur valiéndose de los términos latinos para identidad idem e ipse: – La identidad idem se refiere al aspecto de la identidad que permanece la misma a lo largo del tiempo (mismidad). – La identidad ipse se refiere al aspecto de la identidad que integra al otro y lo otro (alteridad). Mientras que el otro se refiere a la influencia de los demás, lo otro se refiere a las experiencias que de forma involuntaria
irrumpen en uno (emociones, impulsos, recuerdos, voces). De ahí el título de su libro, Sí mismo como otro. La mismidad (idem) hace referencia a la idea de continuidad estructural y responde a la pregunta acerca de qué soy (mis hábitos, deseos, carácter). La alteridad alude también a una idea de continuidad, pero continuamente alterada, y responde a la pregunta acerca de quién soy (ser alguien de cara a los demás, responsable, dueño de mis actos). Mientras que la mismidad sugiere persistencia y resistencia ante lo otro y el otro, alteridad sugiere actividad y adaptabilidad en relación con lo otro y el otro. Identidadidem e identidad-ipse son aspectos de la misma identidad personal, según sea vista en su faceta de permanencia (mismidad) o de variabilidad (alteridad). La alteridad no anula la mismidad, sino que la despliega y la desarrolla, mientras que, por su parte, la mismidad no impide la alteridad, sino que es su condición de posibilidad y por ello mismo también su limitación. Estos dos aspectos de la identidad personal se hacen patentes respectivamente en el carácter y en la palabra dada, términos propuestos por Ricoeur como modelos de permanencia en el tiempo. Mientras que el carácter sería modelo de la mismidad, en el que la distinción idem-ipse parece reducirse a idem, la palabra dada como promesa lo sería de la ipseidad, donde la polaridad idem-ipse gravita ahora en torno a ipse, en la medida en que el compromiso con el otro prevalece sobre uno mismo. Los dos aspectos idem-ipse constituyen un par dialéctico, incluyendo una posible disparidad o discordancia. Concordancia y discordancia parecen ser el sino de la identidad personal, tanto de su fortaleza como también de sus trastornos. El carácter. El carácter es, según Ricoeur, el conjunto de signos distintivos que permiten identificar a un individuo humano como siendo el mismo. Dentro de su permanencia,
el carácter no es inmutable o, si acaso, su inmutabilidad sería de un género particular que Ricoeur concibe en términos de disposición adquirida. En este sentido, el carácter designa el conjunto de disposiciones duraderas por las que reconocemos a una persona. La noción de disposición adquirida tiene una raigambre aristotélica, como recuerda el propio Ricoeur. Aristóteles vincula el hábito y la costumbre (éthos) con la formación del carácter (êthos), lo que le lleva a situar la disposición adquirida (hesis) como base de su ética. El hábito se constituye en carácter y, a la inversa, el carácter constituye un hábito. La costumbre hace el carácter y, a la vez, el carácter se hace costumbre. La disposición supone la incorporación de las identificaciones adquiridas por las cuales el otro entra en la composición de lo mismo. Se refieren a identificaciones consistentes en valores, normas, ideales, modelos y héroes de la sociedad de referencia. Los hábitos y las identificaciones constituyen la estructura del carácter, en buena medida antepredicativa, precognitiva o prerreflexiva. Vienen a constituir la estructura operativa de la persona y la autoevidencia natural con la que uno está en el mundo. Aunque el carácter se ofrece como la identidad-idem o mismidad que pareciera anular y excluir la identidad-ipse o ipseidad, es claro que la identidad-idem dada por el carácter supone un proceso histórico en el que siempre está implicada la identidad-ipse y, por tanto, la participación de lo otro y del otro formando parte de uno mismo (idem). De ahí que no se pueda concebir el idem de la identidad sin el ipse, ya que el uno presupone el otro. El carácter, aun cuando sea modelo de la mismidad como identidad personal, no deja de tener también su continua participación en la ipseidad. El doble sentido de carácter, por un lado como señal o marca y por otro como forma y estilo, sugiere esa ambivalencia.
La palabra dada o promesa. Por su parte, la palabra dada o promesa es el modelo de permanencia en el tiempo propio de la identidad-ipse o ipseidad, contradistinta de la identidad-idem (carácter). La promesa expresa un mantenerse uno en su palabra, de modo que no responde tanto al qué de un carácter como al quién que tiene empeñada su palabra con alguien. La promesa puede suponer una modalidad de permanencia en el tiempo diametralmente opuesta a la del carácter cuando, por ejemplo, uno mantiene la palabra dada a pesar de todo. La promesa implica un desafío en el tiempo: aunque cambie mi deseo, aunque yo cambie de opinión, de inclinación, «me mantendré». En la promesa, la mismidad y la ipseidad dejan de coincidir. La distinción entre mismidad e ipseidad se hace notar aquí. La promesa tiene una dimensión ética, en la que nosotros respondemos de nosotros mismos ante los demás. Queremos corresponder a la confianza que los demás depositan en nosotros. Mediante la promesa contraemos el compromiso de seguir siendo el mismo que está diciendo esto ahora. La palabra dada nos proyecta más allá de nosotros mismos (promesa) y a la vez mete a los demás en nosotros mismos (compromiso). La promesa puede tener también una dimensión estética en el esfuerzo de mantener la palabra, de cumplir con el otro y de completar nuestra vida. Al cumplir la promesa, uno cumple consigo mismo. Uno se confirma y afirma a sí mismo como alguien. La afirmación de sí como digno de respeto y estima es tanto una tarea ética como estética, un estilo, la personalidad como obra de arte (Pérez-Álvarez y García-Montes, 2004). La fuerza para la afirmación de sí manteniéndose uno frente a lo que, valga decir, le «pide el cuerpo», si fuera necesario, viene del «carácter» esencialmente intersubjetivo del yo, constituido en relación con los demás. Aunque la promesa es el modelo, los proyectos de la vida constituyen también la ipseidad. La noción de proyecto
sugiere proponerse realizar algo y llegar a ser alguien. Uno traza una especie de bosquejo acerca de lo que quiere hacer en y con su vida y lo lanza hacia delante. O le viene trazado por la tradición, como es más usual en las sociedades llamadas «tradicionales». Aunque se trata de una ficción, siquiera porque no existe más que en la imaginación, no por ello deja de ser una realidad susceptible de entretejerse con otras realidades y así urdir el curso de una vida. La noción de proyecto es inherente a la condición de estar-en-el-mundo, abocado hacia el futuro, teniendo uno que hacer algo con su vida. Los proyectos vienen a ser promesas que uno se hace a sí mismo y compromisos que uno contrae con los demás y también consigo mismo. Como las promesas, los proyectos comportan un desafío del tiempo. Los proyectos también tienen un carácter ético y estético, consistente en el esfuerzo por perseverar en su realización y llevarlos a cabo de la mejor manera posible. La narrativa como mediación La narrativa como mediación entre identidad y alteridad constituye la identidad narrativa. La identidad narrativa responde a las preguntas de quién es el autor de tal acción, quién hizo esto o a quién le sucedió tal cosa. El autor está por así decir representado por el nombre propio y el pronombre de primera persona como soporte de la permanencia en el tiempo. Son los demás los primeros interesados en que uno sea capaz de contar su historia. Uno termina por ser hermeneuta de sí mismo al dar cuenta de sí, explicarse y justificarse ante los demás y ante sí mismo. La vida se vive hacia delante, pero se explica hacia atrás, decía Kierkegaard. Los acontecimientos que irrumpen en la vida terminan por constituir una identidad narrativa de dos maneras:
– fundiéndose con la historia personal, en la que se integran, se nivelan y se normalizan con la vida en curso, o – fundando ellos mismos un nuevo sentido de la vida. Lo que es una contingencia o azar cuando ocurre puede terminar a menudo por ser una necesidad retrospectiva cuando se hace un recuento de la vida. En las promesas y los proyectos, la ipseidad supone una cierta tensión y distancia de la mismidad. Uno se propone ir más allá de sí mismo, pero tiene que contar con sus posibilidades. La voluntad y la libertad tienen su condición de posibilidad en el carácter «involuntario» (dado) de lo que cada uno ya es, aquello que ya no puede cambiar y que es, en realidad, a partir de lo que debe crear su vida. En este sentido, la libertad viene a ser un drama que se debe desarrollar y que torna la historia posible en destino. Lo que en principio fue una mera posibilidad, algo contingente, termina por ser una realidad, algo necesario, constitutivo de uno, sin cuya «pieza» o experiencia ya no sería el que es. El mantenimiento de sí en las promesas y los proyectos supone, en principio, una discordancia que, al final, termina por concordar con la identidad y así forma parte de toda una historia personal. De hecho, la identidad personal bien puede ser entendida como una historia de concordancias discordantes, como pone de manifiesto la dialéctica idem-ipse. No solo las promesas y los proyectos son fuentes de discordancia, sino también las acciones y los valores que uno pone en juego en la vida cotidiana, así como los acontecimientos que trastocan y transforman nuestras vidas. Los valores resultan de lo que uno es, pero también ponen a uno más allá del sí-mismo confortable, generando una tensión que «tira» de él hacia delante. Por su parte, los acontecimientos son «golpes», no siempre afortunados, que
lo desestabilizan a uno y lo resitúan en la vida. Como dice Ortega, la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa. Los acontecimientos se refieren a sucesos o circunstancias que trastocan el orden de nuestra vida y acaso terminan por transformarla de alguna manera. No todo son promesas que tratamos de cumplir, ni proyectos que nos proponemos realizar, ni tampoco acciones que las situaciones demandan. La vida tiene tanto causalidad como casualidad, determinación como indeterminación, necesidad como contingencia. Aunque todo ocurre por algo y así tiene sus causas, su determinación o su necesidad, desde la perspectiva de la vida vivida los acontecimientos irrumpen, interrumpen y hasta rompen la vida. Los acontecimientos suponen una discordancia en relación con la identidad. Discordancia que, sin embargo, no dejará de pasar a formar parte de la historia personal. La narrativa responde a la necesidad muy humana de ser entendido y de entenderse a sí mismo. La narrativa no solo funciona como una manera de hablar, sino que también sirve como forma estética y moral de entender la acción clínica. Los terapeutas y los clientes, además de hablar y analizar, crean historias que forman parte de sus interacciones, lo que Cherly Mattingly denomina construcción de tramas terapéuticas, como parte integral del poder curativo de la terapia (Mattingly, 1998, p. 2). De acuerdo con esta autora, la narrativa tiene una doble importancia en terapia: no solo es reconstructiva de lo que pasó, sino también provocativa en el sentido de requerir respuesta de los demás (Mattingly, 1998, p. 8). La narrativa concierne a la acción y la experiencia. Se refiere a alguien que está tratando de hacer algo y a lo que le acontece como consecuencia de ello. No importa solamente el contenido denotativo, sino también la forma con su sentido connotativo, evocativo y persuasivo. La forma narrativa tiene tres aspectos particularmente
relevantes en las experiencias de enfermedad y sanación (Mattingly, 1998): – Las narrativas se centran en los eventos: acciones e interacciones. – Las narrativas se centran en las experiencias: cómo uno vive lo que hace y lo que le pasa, incluyendo eventos involuntarios, imprevistos e indeseables. – Las narrativas no meramente se refieren al pasado, sino que crean experiencias para la audiencia: evocando y provocando experiencias y actitudes. El interés y el poder de la narrativa no residen tanto en reflejar los hechos —eventos, acciones y experiencias— que han acaecido como en darles sentido. Las acciones y experiencias no son hechos exentos, libres de sentido, ahíencapsulados, prístinos y prestos a su descripción actuarial, más o menos accesibles a su extracción. Recuérdense el barco de Teseo, el calcetín de James y el palimpsesto de De Quincey. Las acciones y experiencias tienen el sentido que tienen en el contexto de una «historia» más o menos larga de la que estas son episodios. Incluso su falta de sentido cuando sea el caso resulta precisamente del curso de la vida respecto del cual algo parece sin-sentido, extraño, ajeno, «enajenado». La indagación acerca de los «hechos» (introspección, psico-análisis, evaluación, entrevista, historia) está mediada por el lenguaje, una «herramienta» de enésima mano, por lo que difícilmente cabría esperar el rescate de «contenidos fácticos» puros, exentos. La acción y la experiencia tienen, respectivamente, la estructura de sujeto-agente de la acción —siendo yo quien hace esto (sense of agency)— y de sujeto-poseedor de la experiencia —siendo yo quien siente y padece lo que me pasa (sense of ownership)—. Mientras que el sentido-de-agencia hace referencia a la experiencia de ser uno quien inicia y realiza
la acción, el sentido-de-propiedad alude a la experiencia de ser uno el que tiene los pensamientos, sensaciones y experiencias que ocurren, no siempre coincidentes (Gallagher y Zahavi, 2013). El sujeto agente y experiencial es un sujeto corpóreo, social y hermenéutico, que trata de explicar, justificar y dar sentido a su vida, lo que prefigura la propia historia narrativa. Las acciones y experiencias tienen una estructura narrativa, empezando por la necesidad de los consultantes y del clínico de dar cuenta de ellas. El relato no se limita a dar sentido a acontecimientos, sino que también puede cualificar como acontecimientos aquello que en un comienzo no eran más que simples eventos. Además de normalizador o nivelador de acontecimientos y de fundador o generador de nuevo sentido para ellos, el relato es también revelador de acontecimientos. El relato puede hacer que un suceso sea reconocido y magnificado como acto significativo y fundador de un nuevo sentido. Esta cualificación puede ser retrospectiva, al revisitar sucesos, elevándolos a la categoría de acontecimientos fundadores, como quizá ocurre alguna vez en la actual cultura psicotraumatológica «buscando» traumas. Pero la cualificación también puede ser actual, como ocurre en las «experiencias psicóticas», en las que sucesos actuales a menudo triviales cobran de pronto un significado revelador de algo importante para uno. La identidad se crea y recrea en cada movimiento de apropiación y asimilación (nivelación, normalización), o de fundación o generación de un nuevo sentido (giro en la vida, cualificación de sucesos hasta entonces meras ocurrencias, revelaciones), así como también de autodistanciamiento o toma de perspectiva (como procuran las psicoterapias). El Cuadro 16 recoge la estructura de la persona que vengo exponiendo de acuerdo con Ricoeur donde se muestra la dialéctica idem-ipse, con sus modelos de
permanencia, respectivamente carácter y promesa, su dialéctica y discordancia, así como la síntesis operada por la narrativa. CUADRO 16. Estructura de la persona (Sí mismo como otro; Ricoeur, 1996) Idem (Permanencia)
↔
Ipse (Variabilidad)
↓
← Modelos de permanencia →
↓ Promesa (Palabra dada) Compromisos Valores
Carácter (Hábito) ↓ Dialéctica y discordancia
La narrativa como identidad - Apropiación/asimilación - Autodistanciamiento - Fundación de un nuevo sentido
Las fuentes del Nilo de los trastornos psicológicos/psiquiátricos La imagen de las fuentes del Nilo deriva de la célebre expresión «las fuentes del Nilo de la neuropatología» debida a Freud, ya citada en el capítulo 2, cuando en 1896 se refirió al gran descubrimiento que acababa de hacer según el cual en el origen de la histeria habría experiencias traumáticas infantiles. Los síntomas que en ese momento aquejaban a los pacientes, y cuyo origen desconocían, derivarían de experiencias traumáticas, típicamente abusos sexuales acaecidos en edades tempranas y que luego se avivarían en conexión con otras experiencias y desembocarían en síntomas ya alejados de su origen. La
imagen de las fuentes del Nilo, a la sazón el gran descubrimiento de la época, era oportuna para el propio hallazgo de Freud, no solo por su presunta importancia sino también por la imagen misma, que sugería un largo recorrido de vicisitudes desde el origen hasta su desembocadura, en la que nada parece decir de dónde viene. Al margen de la explicación de Freud, con sus rocambolescas vicisitudes desde las experiencias tempranas hasta los síntomas vigentes, me atengo a la imagen del río de la vida como lugar donde buscar los orígenes de los trastornos psicológicos: en la biografía antes que en la biología. Recuerdo de nuevo la revolución que entonces estaba haciendo Freud con el paso de la epistemología de la mirada a la epistemología de la escucha, una revolución que por cierto hoy vuelve a cobrar vigencia. Los problemas de la vida en el origen de los problemas psicológicos/psiquiátricos Me abriré paso en esta búsqueda de las fuentes y orígenes de los trastornos psi preguntando por la causa material de acuerdo con las cuatro causas de Aristóteles. Las causas aristotélicas se entienden como principios originarios más que como causas de una etiología empírica, si bien causa y etiología comparten la misma etimología de aitía. La causa material pregunta acerca de qué están hechos los trastornos psicológicos o psiquiátricos. Aunque no es una pregunta que se suela hacer explícitamente, cuenta con respuestas implícitas, cuando se supone por ejemplo que los trastornos son cosa de desequilibrios neuroquímicos, circuitos neuronales defectuosos, distorsiones cognitivas, conflictos inconscientes, conductas disfuncionales, etc. Por lo que aquí respecta, se entiende que los problemas psicológicos derivan de los problemas de la vida:
adversidades, agobios, amenazas, conflictos, crisis, decepciones, dilemas, frustraciones, incertidumbres, invalidación, maltrato, pérdidas, sentido de la vida, soledad, traumas, etc. Asuntos como estos serían la causa material a partir de la cual se forman las categorías diagnósticas (causa formal). Los problemas de la vida serían la fuente del Nilo de los problemas clínicos. Retomo pasajes expuestos en otro lugar con alguna reelaboración (Pérez-Álvarez, 2021). La noción de problemas de la vida (problems of life) como origen de los problemas clínicos fue introducida por el psiquiatra suizo-americano Adolf Meyer (1866-1950) de acuerdo con un enfoque psicogenético de los colapsos mentales (mental breakdown) ante los eventos vitales (Caplan, 2001, pp. 106-111). Después de ser el fundador de la psiquiatría estadounidense y tras la deriva nosológica de esta, el enfoque de Meyer es reivindicado hoy como alternativa al DSM-5 (Muller, 2018). La cuestión es cuándo, cómo y por qué un problema de la vida llega a ser un problema clínico, en el sentido de un problema que requiere ayuda más allá de los esfuerzos y recursos de los que dispone la persona y por el que de hecho busca ayuda profesional psicológica o psiquiátrica. En base a cómo están establecidos los estándares de los sistemas de salud y la formación de los clínicos, por lo común esta ayuda pasa por la asignación de un diagnóstico. Los diagnósticos no son gratuitos, sacados de la nada, ni carentes de utilidad —empezando por poner nombre a lo que pasa—. Pero la cuestión aquí es más básica: cuándo el problema mismo requiere un diagnóstico y ayuda, porque no hay pruebas clínicas (análisis de laboratorio, marcadores, neuroimágenes) ni psicométricas (test, escalas, cuestionarios) que establezcan la condición de trastorno, como quizá suponen los usuarios tomando la medicina como referencia.
En su lugar, hay criterios con base en juicios clínicos, más que basados en pruebas o evidencias. El psiquiatra italiano Mario Maj, expresidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría, examina tres enfoques acerca de cómo la tristeza normal llega a ser un trastorno mental: contextual, cualitativo y pragmático (Maj, 2011). El enfoque contextual sostiene que la depresión, contrariamente a la tristeza normal, no está relacionada con un evento de la vida o es desproporcionada con el evento precedente en intensidad, duración y deterioro que produce. El enfoque cualitativo asume que hay una diferencia cualitativa entre la depresión clínica y la tristeza normal que se expresa en cuestiones como el desapego del entorno, la falta de sentido o el estancamiento del tiempo vivido. El enfoque pragmático entiende que, dado un continuo de gravedad entre la tristeza ordinaria y la depresión clínica, el límite debe fijarse sobre bases pragmáticas, dando prioridad a la gravedad, duración, sufrimiento o deterioro funcional. Ninguno de estos enfoques es irrelevante, ni son independientes unos de otros, pero tampoco son taxativos; no tienen umbrales claros, sino que son siempre dependientes de sensibilidades, circunstancias y juicios clínicos. Los consultantes no suelen ir al clínico por problemas de la vida, sino incluso con problemas ya definidos clínicamente. Sin embargo, a poco que se hable con ellos, los problemas de la vida emergen. Solo el clínico puede impedir que los problemas de la vida estén en el primer plano de los problemas psicológicos. Esto ocurre cuando los síntomas impiden ver el sentido de lo que pasa (GarcíaHaro et al., 2018). Reconocido que no hay ni se espera un criterio taxativo, corte o umbral a partir del cual se pueda decir que un problema es un trastorno mental, la psicología y la psiquiatría están a expensas del juicio clínico y del sentido práctico. No en vano las entidades interactivas con las que
trabajan las profesiones psi se denominan también tipos prácticos (frente a tipos naturales), de acuerdo con lo dicho. Esta condición no se debe a la inmadurez de la psicología y la psiquiatría como disciplinas científicas. Se debe precisamente a esa cualidad interactiva de las realidades con las que trabajan; por eso la psicología y la psiquiatría son disciplinas particularmente comprometidas en términos éticos. La supuesta separación entre hechos y valores que alguien podría esgrimir no dejaría de ser una especie de mecanismo de defensa cientificista, cuando no directamente arrogancia. A cuenta de las subsiguientes explicaciones, la respuesta a cuándo un problema de la vida se convierte en un problema psicológico sería cuando uno entra en un bucle o situación de modo que los propios esfuerzos terminan por ser ya más parte del problema que de la solución. La rigidez y la inflexibilidad son el problema. La noción de bucle incluye aspectos contextuales (reacción desproporcionada), cualitativos (alteraciones experienciales) y pragmáticos (interferencia con la propia vida), integrados en la figura unitaria que representa precisamente un bucle. La noción de bucle implica a su vez las nociones de hiperreflexividad y de situación. Mientras que la noción de hiperreflexividad permite entender la transición —no sin ambigüedad— de un problema de la vida a un problema psicológico, la noción de situación define la condición en la que se entra. La hiperreflexividad, en el tránsito de un problema de la vida a un problema psicológico La hiperreflexividad consiste en la conciencia intensificada de aspectos de sí mismo (corporales, psicológicos, existenciales) que normal y funcionalmente pasarían desapercibidos sin requerir mayor atención, preocupación
y reflexión. Cuando la atención, preocupación y reflexión se centran en uno mismo (aspectos corporales o psicológicos, experiencias, autoestima, etc.), algo no va bien. No se refiere a la lógica atención, preocupación y reflexión acerca de un problema que uno tiene. La reflexión en este caso formaría parte de la propia demanda del problema con el fin de afrontarlo y darle solución. El caso es que la reflexividad presenta una ambivalencia entre ser clarificadora y ser patógena, sin que haya una línea precisa entre lo uno y lo otro. Si, como dijera Sócrates, una vida no examinada no merece la pena, de acuerdo con el «hombre del subsuelo» de Dostoievski, una conciencia excesiva es una enfermedad. «Les juro, señores —dice el protagonista sin nombre de Dostoievski—, que tener una conciencia sobradamente sensible es una enfermedad» (Apuntes del subsuelo, Madrid, Alianza Editorial, p. 20). Pessoa lo llama el mal de la vida, la enfermedad de ser consciente (Libro del desasosiego, & 92). La hiperreflexividad patógena a la que se refiere aquí no se reduce a la reflexividad incrementada debida al trastorno como algo preexistente. Tampoco sería un mero concomitante del trastorno, un síntoma más o algo así. Por otra parte, la hiperreflexividad no es únicamente una reflexividad intelectual, cognitiva o volitiva, sino que incluye la conciencia involuntaria de aspectos normal y funcionalmente implícitos, como cenestesias, voces o desautomatización de hábitos, como ocurre en la esquizofrenia, así como pensamientos intrusivos y deseos imperiosos (craving), como sucede en las adicciones. La idea de la hiperreflexividad hace referencia aquí a la autopresencia de uno para sí mismo al extremo de que se antepone entre uno y el mundo interfiriendo en el curso de la vida. Más que supuestamente debida al trastorno o concomitante, la susodicha hiperreflexividad tendría un papel causal (patógeno). Estando en la base de prácticamente todos los trastornos psicológicos o
psiquiátricos, la hiperreflexividad no sería una dimensión transdiagnóstica más entre tantas, sino la destilación o denominador común de todas ellas (Pérez-Álvarez, 2012). La hiperreflexividad tiene una gran variedad de formas (rumia, preocupación, hipervigilancia, conciencia de aspectos implícitos, pensamientos intrusivos, craving, etc.), casi tantas como categorías clínicas. Sin embargo, todas consisten en un cierto bucle o situación vital en la que uno ha entrado y de la que ya no es fácil salir. Semejante situación constituye una configuración de patrones de acción, inhibición, hábitos, rigidez, inflexibilidad, con sus posibles circuitos neuronales concomitantes y, como dice el neurocientífico Marc Lewis a propósito de las adicciones, «túneles de atención» y «neurocircuitos del deseo» (Lewis, 2015). La idea de hiperreflexividad como bucle patógeno tiene que ver con la noción de mecanismo de defensa. En general, los mecanismos de defensa son acciones y reacciones más o menos conscientes que las personas ponemos en juego a fin de protegernos y evitar experiencias desagradables y eventos incongruentes, disonantes o discordantes con nuestra identidad, autoestima o autoimagen. La noción de mecanismo de defensa debida a Freud ya es patrimonio de la humanidad y de hecho una expresión insuperable en psicopatología, también identificada con otros nombres como rigidez, evitación experiencial o inflexibilidad psicológica. Aun cuando estos otros conceptos no consisten en mecanismos freudianos, la idea de defensa (evitación, inflexibilidad, rigidez) implica una condición patógena. La diferencia entre ansiedad realista y ansiedad neurótica, de acuerdo con Freud, radicaría en que esta última implica una función defensiva tendente a evitar un peligro (interno o externo) mediante la formación de síntomas (inhibición, fobias específicas, rituales obsesivos), mientras que la primera sería una respuesta realista, adaptativa, proporcionada a la
amenaza o peligro en ciernes. Todo el mundo, dice Freud, se defiende de ideas y experiencias desagradables o insoportables, pero lo que distingue a los «neuróticos» es que sus defensas producen síntomas (Inhibición, síntoma y angustia). Siendo los mecanismos de defensa comunes en la psicopatología normal de la vida cotidiana, diría Freud, alcanzan su condición neurótica cuando se convierten ellos mismos en síntomas (inhibiciones, miedos, evitaciones, patrones rígidos), que tanto alivian como entrampan metiendo a uno en un bucle y, como diré después, en una situación patógena. La idea de la hiperreflexividad como factor patógeno implica en esta concepción la existencia previa de un problema de la vida. Ahora bien, un problema de la vida no por ser un problema es ya un problema psicológico o psiquiátrico. De acuerdo con lo dicho, lo que convertiría un problema de la vida en un problema clínico sería el bucle o situación en la que se habría entrado. Otra cosa es que en nuestro tiempo muchos problemas normales de la vida se experimenten como trastornos psicológicos o psiquiátricos, en la medida en que el idioma clínico se ha apoderado del sufrimiento humano a expensas de otros idiomas como el de la normalidad, el existencial, el moral, el religioso o el político (Brinkmann, 2014). Los problemas de la vida (agobios, conflictos, crisis, decepciones, pérdidas, etc.) serían, por así decir, la causa material o materia prima de la que se alimentan los trastornos mentales a través del diagnóstico (causa formal), el cual termina por conformar un cuadro (conjunto de síntomas) y la experiencia (modo de entender y vivir lo que le pasa a uno). Si la vida se supone como un río (que va a dar a la mar, etc.), con su curso a veces rápido y otras lento, más o menos claro o turbio, crecido o tranquilo según las épocas, con sus recodos, la hiperreflexividad serían los remolinos y
estancamientos en los que el agua, en vez de fluir, da vueltas sobre sí misma. ¿Qué convierte, pues, un problema de la vida en un problema psicológico o psiquiátrico?: la hiperreflexividad. Cuando la lógica reflexividad (atención, reflexión, preocupación) requerida por un problema de la vida deja de ser clarificadora de lo que nos pasa y de servir para alguna solución y, en su lugar, nos mete en un bucle o situación que nos envuelve, empezamos a tener un problema clínico. Esta hiperreflexividad potencialmente patógena no tiene por qué derivar de alguna avería autógena del funcionamiento psicológico o neurocognitivo. Por el contrario, se entiende que tiene un origen sociocultural, institucional y biográfico, por este orden. Se refiere, en primer lugar, a sus raíces histórico-culturales, al hilo del creciente individualismo, conciencia de sí y subjetividad a lo largo de la época moderna (Giddens, 1995; Hacking, 1995; Pérez-Álvarez, 1991, 2012, 2015). Se refiere, en segundo lugar, a la reflexividad institucional derivada de las prácticas científicas y clínicas cuyos discursos influyen en la identidad y en las maneras de entenderse los individuos a sí mismos (Giddens, 1995; González-Pardo y Pérez-Álvarez, 2007; Pérez-Álvarez y García-Montes, 2007). Finalmente, se refiere a la reflexividad de los individuos derivada de su propia historia personal, con sus estilos más o menos «preocupadizos», «rumiativos», reflexivos o neuróticos y también con sus recursos ante los problemas de la vida. Este triple origen puede dar lugar a toda una situación patógena. La noción de situación: los trastornos psicológicos/psiquiátricos ni dentro ni fuera
La noción de situación describe una determinada configuración gestáltica del individuo en-el-mundo que, como vengo diciendo, puede terminar por ser patógena cuando constituye un bucle. Un bucle es un patrón de acciones, reacciones e inacciones que se realimentan a sí mismas en su intento por resolver o salir de una situación problemática que ya se puede considerar patógena. La situación patógena supone la conjunción de circunstancias acaecidas (problemas de la vida, situaciones límite) y modos de responder a ellas (disposición adquirida, estilo de personalidad). De acuerdo con este enfoque, la condición psicopatológica no estaría dentro de uno, sino que sería uno el que estaría dentro de una situación patógena. Situaciones límite La noción de situación límite fue introducida por Karl Jaspers en su obra Psicología de las configuraciones del mundo de 1925 y es hoy retomada por la psiquiatría (Fuchs, 2013; Stanghellini, 2019). Son ejemplos de situaciones límite la pérdida, la separación, la soledad, la enfermedad, la vejez, situaciones en que la vida y la existencia revelan sus límites y sus verdades. Las situaciones límite se pueden presentar de forma brusca como eventos vitales (pérdida, separación) o paulatinamente como procesos de desarrollo (vejez, enfermedad, pérdida de alicientes). Las crisis pueden suponer situaciones límite cuando uno se ve abocado a un mundo incierto y oscuro, dejando atrás el ámbito familiar, donde todo era claro, como a menudo ocurre en la adolescencia según muestra Hermann Hesse (1877-1962) en Demian (1919). Las situaciones límite le dejan a uno a la intemperie, sin los amarres y seguridades que se daban por hechos y sin el sentido de la vida que nos procuraba una
dirección y un significado. La ansiedad y la depresión son, ante todo, experiencias reveladoras de situaciones límite. Las situaciones límite ponen de relieve, además de los límites y verdades de la vida, las capacidades y vulnerabilidades de las personas. No se conocen las verdaderas capacidades de las personas hasta que situaciones límite las ponen a prueba, sacándolas de sus límites acostumbrados y acomodados y dando lugar a resistencias, fortalezas y resoluciones nunca vistas y hasta impensables. Las vulnerabilidades quedan también manifiestas como modos característicos de uno de afrontar situaciones comprometidas a las que se sucumbe dando lugar quizá a condiciones psicopatológicas. La historia biográfica es el trasfondo personal sobre el que inciden las situaciones límite cualificando su importancia e impacto y determinando las reacciones patógenas, si es el caso. Cada persona tiene sus «líneas de fractura» dadas las circunstancias. Una situación límite no define por sí misma una situación patógena. Esta supone la concurrencia de una cierta disposición o estilo de personalidad con una situación dada. La situación hace referencia a una configuración en la que individuo-y-situación se constituyen mutuamente. Las personas tienden a crear el tipo de situaciones que les son afines, de acuerdo a cómo situaciones y experiencias previas han modulado su modo de ser y responder. Como dicen Ambrosini y colaboradores: «La manera de ser de una persona, con su estructura antropológica, la manera de entender la vida y de experimentar las relaciones con los otros, así como la jerarquía de prioridades y valores, llevan a mantener relaciones que son típicas para cada persona» (Ambrosini et al., 2014, p. 397). Los vínculos significativos entre el yo y el mundo se establecen en el interjuego dinámico de procesos tanto prerreflexivos como reflexivos. El individuo corpóreo como un todo está implicado en la situación (Jacobs, 2013). Esta configuración da lugar a un
nicho que puede ser tanto un medio ecológico habitable como una tumba, un bucle en el que uno queda atrapado. La configuración situación–estilo de personalidad Un ejemplo de situación patógena relacionada con un particular estilo de personalidad se encuentra en El delirio sensitivo de referencia, descrito por Ernst Kretschmer (1888-1964) en 1919. Un particular estilo de personalidad de tipo sensitivo evoluciona hacia una condición psicopatológica (delirio) en relación con determinados eventos interpersonales con la cualidad selectiva específica para poner en juego este tipo de personalidad. Al final, se establece una afinidad mutua entre la sensibilidad de la persona y ciertos aspectos del ambiente que llegan a ser prominentes y definitorios del mundo que uno habita. La propia persona se ve en el centro de una situación en la que todo parece hacer referencia a ella. El ambiente así percibido realimenta la propia sensibilidad. El hecho de que los demás se vean percibidos y hasta involucrados por esta sensibilidad y tensión del ambiente sugiere la idea de situación como configuración, no como algo interno (mental) ni tampoco externo (ambiental). Los mundos vividos en la esquizofrenia, la anorexia, el trastorno obsesivo-compulsivo, la agorafobia, la melancolía o la depresión son otros ejemplos de situaciones patógenas con su particular atmósfera o cualidad afectiva (Francesetti, 2019a; Jacobs, 2013; Sass y Ratcliffe, 2017; Stanghellini y Mancini, 2017; Van den Berg, 1972). Los consultantes no tienen manojos de síntomas, sino modos de estar-en-elmundo. Situación patógena no alude a una patología dentro de uno, sino a una determinada situación dentro de la que uno está dadas las circunstancias. El conocido sentimiento precoz descrito por H. C. Rümke en 1941 y según el cual el psiquiatra tiene la impresión ya
desde el primer contacto con un paciente de estar en presencia de una persona «esquizofrénica», al percibir algo extraño en su trato (vigilancia, inconvencionalidad), genera al instante una situación que repercute en el propio clínico, que acaso termina comportándose de forma extraña (distante, vigilante), sin la empatía habitual en sus relaciones con los demás, con lo que contribuye a la vigilancia y suspicacia del paciente. Más allá de este ejemplo, cualquier encuentro clínico genera una atmósfera con su propia tonalidad afectiva y sintonía (Costa et al., 2014; Fuchs, 2019). Con todo, el ejemplo paradigmático de la noción de situación se encuentra en la melancolía descrita por Hubert Tellenbach (1914-1994) en su clásica obra Melancolía de 1961 (Ambrosini et al., 2014). Tellenbach empieza por definir un determinado estilo de personalidad, el typus melancholicus (TM), predisponente a una situación premelancólica que ante ciertos eventos vitales puede terminar por configurar una situación de melancolía. El TM hace referencia a una estructura de personalidad caracterizada por el orden, la escrupulosidad, la heteronomía y la intolerancia a la ambigüedad. Por su parte, la situación premelancólica se refiere a determinadas constelaciones de eventos vitales en los que el TM se encuentra atrapado. Estas constelaciones se caracterizan por la includencia y la remanencia. La includencia es la disposición a crear un orden propio en el que uno se siente «incluido» y resguardado, lo que tanto proporciona seguridad como lo mantiene a uno «encerrado» y abrumado ante un eventual cambio, haciéndole sentir al final vacío y soledad. El cambio termina por «precipitar» una situación melancólica. Por su parte, la remanencia se caracteriza por el afán de rendir al máximo por temor a quedar rezagado respecto de las propias expectativas y deberes y, sin embargo, permanecer irresuelto y estancado, sintiendo al final pesadumbre y
culpa. El rezago respecto de los propios deberes que lleva a sentirse en deuda consigo mismo y con los demás termina también por «precipitar» una situación melancólica. En términos de una dimensión espacio-temporal, la includencia se inscribiría en el orden de la espacialidad, y la remanencia, en el de la temporalidad. En la misma línea de la melancolía, la depresión ofrece otro ejemplo paradigmático de la noción de situación. «El desarrollo y manifestación de una relación depresiva yomundo —dice Jacobs— siguen la lógica de una dinámica de bucle autoimprimido: cuanto más experimenta y se comporta uno de manera “depresiva”, más profundamente estas experiencias llegan a entretejerse en la estructura de la personalidad de uno, lo que entonces contribuye a su vez a la (re)producción de ciertos patrones conductuales» (Jacobs, 2013, p. 6). El modelo contextual de la depresión de acuerdo con la terapia de activación conductual (distinto del modelo cognitivo) ofrece otro ejemplo de situación o configuración patógena que muestra cómo ciertos patrones de evitación conductual (retirada, rumia, etc.) terminan por constituir una situación depresiva (Pérez-Álvarez, 2014, pp. 120-126). De nuevo, la depresión no estaría dentro de uno, sino uno dentro de una situación depresiva y deprimente. De acuerdo con el ya citado neurocientífico Marc Lewis en su obra The biology of desire, las adicciones a sustancias ofrecen otro ejemplo paradigmático de cómo un hábito llega a configurar todo un bucle de feedback neuroquímico (Lewis, 2015). El planteamiento de Lewis tiene particular relevancia en el contexto psiquiátrico, donde se concibe la adicción como enfermedad a cuenta de los cambios cerebrales asociados. Los cambios cerebrales forman parte del circuito que implica deseos, hábitos, contextos, neuroquímica, etcétera. No son la causa de las adicciones, sino en realidad su consecuencia, como tampoco los cambios cerebrales asociados a ser taxista en Londres, pianista o violinista son la causa de estas
actividades (Pérez-Álvarez, 2011a). De acuerdo con Lewis, las adicciones no son enfermedades, sino hábitos, y, como los demás hábitos, se reafirman y fortalecen cada vez que se realizan. No obstante, las adicciones tienen la particularidad de otorgar una recompensa inmediata y efímera que deja a uno de nuevo en la posición inicial pero cada vez más sensibilizado. El circuito se hace cada vez más estrecho, y el deseo, más imperioso. La recompensa ya no consiste solo en reforzamiento positivo (consecución de placer), sino también en reforzamiento negativo (evitación de malestar). La situación se hace cada vez más envolvente. El hecho de que implique cambios cerebrales, cómo no, no convierte la adicción en una enfermedad. Cambios en contextos y hábitos podrían reabrir nuevas formas de vida y situaciones más saludables, circuitos neuronales incluidos. Sin ser fácil —si es que es posible— extinguir adicciones, cabe sin embargo redirigir la biología del deseo mediante cambios de vida, contextos, valores y hábitos (Lewis, 2015). Los cambios de época, con sus distintos ambientes, cultura y atmósferas de consumo, proporcionan un experimento cultural natural de cómo las experiencias y efectos de las drogas están más determinados por los circuitos de consumo que por los circuitos neuroquímicos (GarcíaMontes et al., 2021). La noción de situación se inscribe en el contexto más general de la causalidad circular del organismo como un todo que incluye el cerebro en sus relaciones con el ambiente. Los trastornos mentales se conciben asimismo como procesos circulares consistentes en bucles disfuncionales mediados por el cerebro, no dentro del cerebro (Fuchs, 2018, p. 255). De acuerdo con la ecología del cerebro y la correspondiente psicopatología ecológica o de campo que desarrolla el citado psiquiatra alemán Thomas Fuchs, los
llamados trastornos mentales se conciben como perturbaciones de la existencia corpórea e intercorpórea y de las respuestas de uno en el espacio vital. En este sentido, la enfermedad no está «en el paciente» sino que el paciente está «en la enfermedad», es decir, en un mundo alterado que ya no satisface sus necesidades y expectativas básicas. Uno carece de la resonancia social, el reconocimiento y la afirmación, algo de lo que los seres humanos son intrínsecamente dependientes. En vez de situar el sufrimiento en el paciente o en su cerebro —dice Fuchs—, deberíamos considerarlo como un fenómeno emergente del espacio relacional en el que vive. El campo psicopatológico se puede concebir entonces como una alteración específica del campo fenoménico caracterizado por una tendencia a realizar y experimentar patrones de interacciones y relaciones estresantes, dolorosas, deterioradas o fallidas (Fuchs, 2019, p. 70).
Similarmente, la psiquiatría enactiva (De Haan, 2020) ofrece un enfoque integrativo de las dimensiones fisiológicas, experienciales, sociales y existenciales implicadas en los trastornos psiquiátricos, formando parte todas ellas de un sistema persona-mundo. No obstante, la dimensión existencial consistente en el sentido que la persona da a sus relaciones con el mundo es la que también dota de unidad a las demás dimensiones. En esta perspectiva, los trastornos psiquiátricos se conciben como patrones de dar-sentido que implican rigidez, maneras de responder y actuar escasamente flexibles y sintonizadas con las situaciones. En relación con las enfermedades somáticas (párkinson, Korsakoff) que causan secundariamente patrones rígidos, los trastornos psiquiátricos consisten primordialmente en problemas de dar sentido que conllevan patrones rígidos (De Haan, 2020, p. 11). De acuerdo con la psiquiatría enactiva, «los trastornos psiquiátricos forman parte específicamente de la integridad de ser una persona-en-el-mundo, en contraste con las enfermedades somáticas» (De Haan, 2020, p. 22, nota 6). Las dimensiones fisiológicas que siempre están implicadas de una manera más o menos conspicua, así
como las dimensiones experienciales, solamente se pueden entender desde la perspectiva más amplia de ser una persona-en-el-mundo (p. 13). Sin suponer que la psicopatología de campo fenoménico de Thomas Fuchs y la psiquiatría enactiva de Sanneke de Haan sean la última palabra, lo que quiero destacar es que tanto una como otra (y no son las únicas en esta perspectiva) se pueden ver como ejemplos de la noción de situación, en línea con mi intento de reformular los trastornos psicológicos/psiquiátricos más allá de la noción de enfermedad. La noción de situación, lejos de ser nueva, tiene su origen en nociones tradicionales como la situación límite de Jaspers, el delirio sensitivo de referencia de Kretschmer y la situación melancólica de Tellenbach. Asimismo, guarda afinidad con propuestas innovadoras, como la biología del deseo referente a las adicciones (Lewis), la psicopatología de campo (Fuchs) y la psiquiatría enactiva (De Haan). A continuación, refiero otras conexiones tradicionales y actuales. La noción de situación en conexión con otras nociones afines Concepciones tradicionales diferentes a la del modelo biomédico han visto los trastornos psicológicos/psiquiátricos como reacciones y estrategias ante las adversidades de la vida. Para empezar, la idea de problema de la vida inspirada en Meyer está entroncada con la noción de reacción del propio Meyer, que aparecía recogida en el DSM-I en 1952. De acuerdo con el enfoque psicobiológico de Meyer, los trastornos mentales no son enfermedades, sino reacciones desajustadas a los desafíos del medio (Muller, 2018, p. 35).
El propio René Muller, psiquiatra estadounidense, ofrece una reelaboración de la noción de reacción de Meyer, en conexión con el enfoque existencial de Jaspers, como alternativa al DSM-5. No se trata de volver al DSM-I, sino de ir más allá del DSM-5. Su propuesta se denomina «los cuatro dominios de la enfermedad mental». Los dominios se refieren a diferentes reacciones: 1) Reacciones originadas en fallos ante desafíos y adversidades (p. ej., ansiedad, depresión, psicosis). 2) Reacciones que ocurren en el contexto del desarrollo de la personalidad y el temperamento (p. ej., estilos de personalidad, pobre control de impulsos). 3) Reacciones consistentes en conducta voluntaria, autogratificante y al final autodestructiva (p. ej., abuso de sustancias, juego patológico). 4) Estados alterados debidos a condiciones médicas (p. ej., delirios tóxicos) o supuesto sustrato cerebral alterado (p. ej., algunos fenotipos de esquizofrenia y depresión maníaca) (Muller, 2018). El trastorno adaptativo del DSM-5 (Trastornos relacionados con traumas y factores de estrés) y del CIE-11 (p. ej., reacciones depresivas y mixtas de ansiedad y depresión) no es un mero remanente o reminiscencia de las antiguas reacciones desadaptativas. Es de hecho un diagnóstico muy socorrido en particular cuando se tienen a la vista las circunstancias del consultante. Si se consideran las circunstancias, todos serían en realidad adaptativos. El trastorno como estrategia adaptativa tiene también una larga tradición con renovado interés. El mismo término «síntoma», santo y seña del modelo biomédico, tiene diferentes usos no-médicos en psicología. Esto es así cuando se entiende que los síntomas tienen alguna función y sentido en la vida y las circunstancias de la persona, en vez de verlos como manifestación de una enfermedad
subyacente. Síntoma en el psicoanálisis freudiano es una formación de compromiso entre deseos y defensas que, no obstante ser una solución insatisfactoria, no deja de suponer satisfacción en la «economía» pulsional del sujeto. En el psicoanálisis lacaniano, síntoma es la manera en la que el sujeto goza el inconsciente, un goce paradójico por cuanto no deja de ser una satisfacción insatisfactoria, no un goce directo pleno, sino metafórico (una especie de ganancia secundaria, diría Freud). Para Alfred Adler, la neurosis viene a ser una forma ficticia de actuar, como-si las cosas fueran de acuerdo con esa lógica privada, un plan o estilo de vida mediante el que uno compensa su inferioridad y se hace valer. Adler introduce la expresión insuperable de arreglo neurótico para referirse a esta estrategia protectora y a la vez ficticia consistente en usar los síntomas como forma de vida (Pérez-Álvarez, 1996, cap. 2). Los estilos neuróticos descritos por David Shapiro en su obra clásica de 1965 se pueden ver en esta perspectiva (Shapiro, 2008), como también los estilos de personalidad descritos por Giampiero Arciero y Guido Bondolfi en su obra de 2010 Ipseidad, identidad y estilos de personalidad (Arciero y Bondolfi, 2019). Los estilos neuróticos según Shapiro son formas de pensar y de percibir, de experiencia y de actividad, que configuran modos defensivos característicos de responder. Los estilos descritos son el obsesivo-compulsivo, el paranoico, el histérico y el impulsivo. Los trastornos, que de otra manera parecerían manojos de síntomas que por lotería le tocaron a uno, se entienden como modos de funcionamiento que se han ido configurando a lo largo del desarrollo y que constituyen estilos característicos de responder dadas las circunstancias. Por su parte, Arciero y Bondolfi describen estilos de personalidad tendentes a trastornos alimentarios, obsesivo-compulsivos, hipocondríaco-histéricos, fóbicos y depresivos. Los estilos de personalidad se entienden como
tendencias emocionales y comportamentales que configuran la construcción de la historia personal sobre la base de la ipseidad (el modo en que uno se relaciona con los demás, con el mundo y consigo mismo) y de la identidad narrativa como mediación entre la permanencia y la variabilidad (en el sentido dicho de Ricoeur) —de ahí el título Ipseidad, identidad y estilos de personalidad. En el enfoque sistémico, los síntomas se entienden como estrategias de supervivencia de los individuos en un sistema, por ejemplo la familia, y de los sistemas mismos, a costa del «paciente identificado» como síntoma del mal funcionamiento del sistema. Los síntomas como estrategias de supervivencia constituyen el enfoque del Marco de Poder, Amenaza y Significado (PAS), una alternativa a los modelos diagnósticos de la División de Psicología Clínica de la Sociedad Británica de Psicología (Johnston et al., 2018). El PAS describe «patrones de supervivencia» y propone narrativas personales y formulación de los casos como alternativa al diagnóstico. La psicosis en la perspectiva del diálogo abierto se entiende como estrategia de supervivencia, no como enfermedad (Seikkula, 2019). El TDAH en una perspectiva cultural se puede ver como un síntoma de los tiempos actuales, de cómo por un lado las formas de vida promueven comportamientos que cualifican fácilmente para un diagnóstico ad hoc y por otro la propia sociedad trata de naturalizar el diagnóstico como enfermedad (Pérez-Álvarez, 2020c). Las redes de síntomas (Fonseca-Pedrero, 2018) ofrecen otra versión del síntoma distinta de su sentido médico. En esta perspectiva, los síntomas se entiende que forman parte de redes con otros síntomas con diferentes grados de vinculación entre sí, incluyendo relaciones funcionales causales cuando un síntoma (p. ej., insomnio) provoca la aparición de otro (p. ej., irritabilidad). Curiosamente, la etimología de «síntoma» (de syn = ‘con’, piptein = ‘caer’, ma, sufijo de resultado) significa literalmente ‘ir-junto’,
‘coincidencia’, que es lo que pone de relieve la técnica estadística que está en la base de las redes de síntomas. La noción de situación agradece la idea de atmósfera. Una situación no es meramente un conjunto de eventos, sino que implica una atmósfera afectiva que la envuelve y por la que nos impresiona y afecta de alguna manera no siempre fácil de definir. La idea de atmósfera viene de la estética, que por lo pronto significa percepción y sensación, y así conocimiento sensitivo, sin ceñirse únicamente a belleza y cosmética. La idea de atmósfera se encuentra también en la práctica cotidiana cuando hablamos de buen o mal ambiente, ambiente agradable o atmósfera cálida, inquietante o rara. Los sitios tienen su estética, en función de la cual nos impresionan y afectan. A su vez, las personas tienen un conocimiento sensible más o menos comunicable por el que captan (o no) el estado de ánimo y la atmósfera afectiva de un lugar o la situación vital, que en alemán se designa con una sola palabra: Stimmung. Para los profesionales psi, el conocimiento sensitivo es mejor tenerlo que no tenerlo. La atmósfera se refiere, pues, al tono afectivo de las situaciones, sean sitios o situaciones vitales. En realidad, los afectos, las emociones y los sentimientos no están dentro de uno (¿dónde?), ni tampoco fuera flotando o emanando desde algún sitio, sino entre uno y el ambiente (los lugares, las situaciones, los demás), al hilo de las vicisitudes de la vida y los encuentros, desencuentros y encontronazos con los otros. Por su propia naturaleza envolvente —aérea, esférica, intuitiva, afectiva—, la atmósfera es elusiva, tan elusiva como envolvente. Ciertos conceptos clásicos de la psiquiatría pueden verse como ejemplos de la atmósfera a la que me refiero, si es que ya no se identifican como tales. Entre otros, se podrían citar los siguientes:
– El «humor delirante» descrito por Karl Jaspers, consistente en una sensación de extrañeza que a menudo precede al delirio. – El citado «delirio sensitivo de referencia» de Kretschmer. – El «sentimiento precoz» de H C. Rümke por el que el clínico tiene la impresión de estar en presencia de una persona «esquizofrénica» o con cualquier otra condición. – Trema, una especie de miedo escénico, y la apofanía como revelación de un nuevo sentido de todo en el comienzo de la esquizofrenia, según la descripción de Karl Conrad. – El «diagnóstico atmosférico» del que habla Hubertus Tellenbach. – La «pérdida de la evidencia natural», como una paciente de Wolfgang Blankenburg describía su extrañeza del mundo. – Lo siniestro (Unheimlich), cómo lo familiar se puede volver extraño e inquietante, concepto que Freud describe en un ensayo homónimo de 1919. Aunque todos se refieren al particular Stimmung que rodea la esquizofrenia, se podría hablar igualmente del Stimmung o atmósfera melancólica o depresiva, amén de otras atmósferas, como la que establecen la fiebre y la gripe, así como las bodas y los entierros. Después de la sabiduría clínica implicada en estos conceptos, que sin embargo no parecen encajar en la psiquiatría mainstream, la idea de atmósfera está siendo retomada por la psicopatología fenomenológica (Costa et al., 2014; Fuchs, 2019; Sass et al., 2017; Sass y Ratcliffe, 2017), así como por la terapia gestáltica (Francesetti, 2019a). De acuerdo con su estatus radicalmente relacional, la idea de atmósfera tiene particular interés en pro de una
psicopatología de campo-fenoménico y de un encuentro clínico donde no quede de lado el conocimiento sensitivo. La contribución de la fenomenología de las atmósferas a una psicopatología de campo-fenoménico tiene tanto un aspecto ontológico (Costa et al., 2014) como empírico (Sass et al., 2017). El aspecto ontológico se refiere a las polaridades (ontológicas) en las que se mueven las atmósferas: entre lo subjetivo y lo objetivo, el interior y el exterior, lo permanente y lo transitorio, lo prerreflexivo y lo reflexivo y la pasividad y la actividad, sin reducirse unas a otras ni dejar de tener parte de ambas (Costa et al., 2014). El aspecto empírico se refiere a la posibilidad de evaluar la atmósfera dentro de la exploración clínica. Un ejemplo es la inclusion de la atmósfera en una entrevista semiestructurada para el examen de las experiencias anómalas del mundo (EAWE: Examination of Anomalous World Experience), siendo uno de sus seis dominios con 17 ítems (Sass et al., 2017). Los ítems se interesan en las cualidades sutiles, más o menos extrañas, que forman parte del ambiente: la estructura, el estado de ánimo o la atmósfera del mundo vivido y, en definitiva, cómo las cosas se presentan al sujeto. La contribución de la fenomenología de las atmósferas al encuentro clínico concierne no solo al clima de una entrevista y a la relación terapéutica (resonancia, sintonía), sino al posible conocimiento sensitivo que emana desde dentro de la situación vivida, un «diagnóstico estético» (Costa et al., 2014; Francesetti, 2019a). La idea es que la situación terapéutica es un espacio vivido donde se revive el sufrimiento y que a la vez se puede transformar en curación (Fuchs, 2019; Francesetti, 2019a). La noción de situación como configuración que se constituye en los esfuerzos, reacciones, estrategias y estilos de personalidad de las personas en relación con las vicisitudes, circunstancias, acontecimientos y amenazas del mundo permite reformular los trastornos
psicológicos/psiquiátricos más allá del modelo biomédico, tan insatisfactorio, según se reconoce, como también parece inescapable. El mayor desafío intelectual para los científicos, clínicos y usuarios estaría en comprender que los trastornos psi no son enfermedades como otras cualesquiera, ni están dentro de uno, ni tampoco fuera, sino que sería uno el que estaría dentro de una situación (vital, existencial) a veces ni siquiera fácil de percibir y de la que a menudo es difícil salir. El Cuadro 17 ofrece un mapa de las ideas movilizadas. CUADRO 17. Mapa de ideas utilizadas en la reconceptualización de los trastornos psicológicos/psiquiátricos
Ejemplos: Delirio sensitivo de referencia (Kretschmer) Melanolía (Tellenbach) Adicciones (Lewis, 2015) Psicopatología de campo (Fuchs, 2018) Psiquiatría enactiva (De Hann, 2020) Nociones afines:
Reacción (Meyer; Muller, 2018) «Síntomas» como estrategias de supervivencia (psicoanálisis, sistémica, diálogo abierto, marco del poder, amenaza y significado) Arreglo neurótico (Adler); estilos neuróticos (Shapiro); estilos de personalidad (Arciero) En resumen El capítulo plantea qué tipo de cosa son los trastornos psicológicos/psiquiátricos sin dar por satisfactoria su concepción como enfermedades, averías en mecanismos internos o manojos de síntomas. Para ello he introducido la distinción ontológica entre entidades naturales e identidades interactivas, siendo estas las que se corresponden con los trastornos psi, y aquellas con las enfermedades propiamente médicas. Asimismo, he introducido la noción de persona como «órgano» con el que de hecho se trabaja en psicotrapia, en lugar de con la mente o el cerebro como cosas en sí mismas. La vulnerabilidad de la persona dadas las circunstancias conlleva la posibilidad de sus alteraciones como algo humano, muy humano. El origen de los trastornos psi (la causa material de la que están hechos) —las fuentes del Nilo de la psicopatología, reutilizando la célebre expresión de Freud— estaría en los problemas de la vida (adversidades, agobios, conflictos, crisis, etc.). La cuestión se convierte ahora en cómo los problemas de la vida devienen en problemas psicológicos (clínicos). La respuesta estaría en el bucle consistente en alguna forma de enredamiento reflexivo y en la consiguiente entrada en una situación envolvente. La noción de situación se entiende como configuración de circunstancias (problemas, situaciones límite) y reacciones personales (hábitos, estilos de personalidad).
Diversos conceptos de la psiquiatría clásica, como la susodicha situación límite (Jaspers), el delirio sensitivo (Kretschmer), la situación melancólica (Tellenbach) y el modelo contextual de la depresión, han servido para concebir la situación como configuración. De esta manera, la noción de situación permite entender que los problemas psicológicos no están dentro de uno cual enfermedades, ni tampoco fuera como entes abstractos (estrés, adversidades, malestar), sino que sería uno el que estaría dentro de una situación vital dadas las circunstancias. Esta conceptualización se ha relacionado con nociones tradicionales, como la de «reacción» (Meyer, Muller), y con diferentes sentidos no-médicos de «síntoma». Asimismo, se ha relacionado con la concepción de las adicciones como hábitos (Lewis), con la psicopatología de campo fenoménico (Francesetti, Fuchs) y con la psiquiatría enactiva (De Haan), concepciones que enfatizan una causalidad circular sin hipostasiar miradas y causas neurocéntricas. La emergente noción de atmósfera termina por dar tonalidad afectiva a la noción de situación.
CAPÍTULO 13
ONTOLOGÍA DE LA PSICOTERAPIA: SU ESTRUCTURA Y FUNCIONAMIENTO Voy a empezar por cinco negaciones acerca de lo que no se ofrece en este capítulo a fin de perfilar lo que se propone. (1) No me centraré en ninguna psicoterapia en particular, sino que voy a tenerlas todas presentes, o al menos las principales escuelas desde el psicoanálisis hasta las terapias contextuales, por no citar el mindfulness, la mayor tendencia actual, de la que ya he hablado. El enfoque que adoptaré es transteórico, metaterapéutico, ontológico, más que teórico y meramente empírico. (2) No voy a hacer hincapié en las terapias eficaces, puesto que todas lo son, sin menoscabo de que unas puedan ser más eficaces que otras según los problemas. Este aparente enigma de la similar eficacia a pesar de sus diferencias (conocido como el «veredicto del pájaro Dodo») se explica por el carácter interactivo (no-natural) de los trastornos psi, por los factores comunes que comparten las diferentes psicoterapias y por los efectos curativos, entre ellos el efecto placebo inherente a toda práctica sanadora (PérezÁlvarez, 2021). (3) No entiendo, a estas alturas del libro (recordando el capítulo 3), que la psicoterapia sea solo cosa de conocimientos científicos, si bien tampoco considero que esté ni deba estar al margen de la ciencia. La psicoterapia no constituye por sí misma una ciencia, como tampoco la medicina o la misma psiquiatría, sino una práctica técnica o tecnológica con más o menos base científica, una techné y episteme, según lo dicho. La ciencia base de la psicoterapia estaría en la psicopatología como campo común a la
psicología y la psiquiatría, así como en la psicología como ciencia general del sujeto y el comportamiento (PérezÁlvarez, 2018a). (4) No entiendo tampoco, en contra de lo que sugiere el nombre y muchas de sus concepciones, que la psicoterapia y, para el caso, el tratamiento psicológico sean cosa de la psique, entendida esta como algo interior o un órgano específico equiparable al de las especialidades médicas propiamente dichas. De acuerdo con la ontología relacional del primer capítulo, según la cual lo psicológico no estaría ni dentro ni fuera, y de acuerdo también con la noción de situación expuesta en el capítulo anterior como alternativa a la noción de enfermedad, no habría tal psique, mente u órgano interior averiados que deban ser reparados, sino personas situadas, en situaciones vitales y existenciales comprometidas. Dicho esto, nada impide que las psicoterapias cambien los esquemas mentales y las actividades neuroquímicas del cerebro, pero estos cambios no dejan de formar parte de la psicoterapia como un todo, ella misma una situación que no se reduce a las técnicas de turno. (5) No voy a dar por buena ni inevitable la analogía médica de la psicoterapia y del tratamiento psicológico a pesar de sus nombres (terapia, tratamiento), de los contextos sanitarios donde se aplican (hospitales, centros de salud, clínicas, consultas) y de la identificación clínica de los profesionales que la practican (típicamente psicólogos y psiquiatras). Tampoco estoy cuestionando los nombres, los contextos ni a los profesionales. Únicamente estaría haciendo un ejercicio de repensar más allá de la analogía médica a tenor del argumento seguido y plasmado en la concepción de los trastornos psicológicos/psiquiátricos más allá de la imagen y semejanza de la noción de enfermedad. Tampoco sostendré que la psicoterapia sea cosa de legos (no profesionales), ni de cualquier profesional, aun cuando sea sanitario. De hecho, entiendo que los profesionales de referencia para la
psicoterapia son los psicólogos y los psiquiatras, no meramente por razones administrativas y gremiales, sino por cuestiones formales, ontológicas. La formalidad acreditativa-profesional está relacionada con la ontología de la psicoterapia, como sostendré. Puedo adelantar que en la ontología de la psicoterapia cuenta la formalidad (en varios sentidos), amén del conocimiento y la pericia. El capítulo se desarrolla en cuatro partes. En primer lugar, presento un esquema de tradiciones psicoterapéuticas avant la lettre y de psicoterapias que han surgido a partir del siglo XX a fin siquiera de percibir su pluralidad. Dentro de su boyante mundo, no dejaremos de ver cómo la psicoterapia se debate entre sus pretensiones como ciencia y sus tensiones extracientíficas. En segundo lugar, trato de encontrar la posible esencia y estructura de la psicoterapia, su particular modo de ser. En tercer lugar, muestro el funcionamiento de la psicoterapia, cómo se despliega en un tiempo y espacio distintos de los cotidianos más allá de la trivialidad de tener una cita y acudir a un sitio. En cuarto lugar, propongo ver la psicoterapia en relación con la noción antropológica de rito-de-paso, lo que proporciona insights acerca de la clínica psicológica y psiquiátrica, de cómo acaso la analogía médica se queda corta y hasta coarta el papel de los psicólogos y psiquiatras adheridos al modelo biomédico. La corta historia y el largo pasado de la psicoterapia El nombre «psicoterapia» surge en el contexto de la hipnosis y la sugestión a finales del siglo XIX. El término psycho-therapeutics fue introducido en 1872 por Daniel Hack Tuke, descendiente de los cuáqueros fundadores del famoso Retiro de York con base en el «tratamiento moral». No obstante, el término «psicoterapia» no se consagraría hasta 1891, cuando Hippolyte Bernheim publica su libro
Hypnotisme, suggestion, psychotérapie (Shamdasani, 2005). El largo pasado de la psicoterapia antes de recibir su nombre cuenta con al menos tres grandes tradiciones: la religión, la retórica y la filosofía. Religión, retórica, filosofía La religión como sanación (chamanismo, rituales, confesión) es una referencia clásica en la historia de la psicoterapia. Siquiera fuera por los factores comunes que comparten con las psicoterapias formales, como el planteamiento de una rationale del sufrimiento o la generación de expectativas y rituales (Frank, 1961; Frank y Frank, 1991), las concepciones y prácticas religiosas no carecen de propiedades curativas, sanadoras y, para el caso, psicoterapéuticas. Sin querer decir que el confesionario era el diván de antes o el diván el confesonario de ahora, porque se trata de contextos, prácticas y experiencias distintos, el confesionario-diván viene evocado por el caso de Ana Ozores, «la Regenta» en la novela homónima (1885) de Leopoldo Alas «Clarín» (1852-1901), situada en Oviedo (Vetusta). Esta época de finales del siglo XIX está en la transición de los tiempos religiosos tradicionales, representados por la «vetusta» Oviedo, a los tiempos modernos, representados por la modernista Viena en la que Freud abre su consulta en 1886 tras sus estancias («Erasmus» por así decir) en París con Charcot y en Nancy con Bernheim, el mismo que poco después introduciría el término psychotérapie. Si Ana Ozores, la Regenta, hubiera vivido en Viena, probablemente habría tenido problemas psicológicos —casi seguro histeria— y habría acudido al doctor Breuer o al doctor Freud en vez de al confesor local. Por su parte, Anna O, el nombre clínico de Bertha Pappenheim (1859-1936), cuyo caso exponen Josef Breuer y Sigmund Freud en 1885
en sus Estudios de la histeria, de haber vivido en Oviedo, habría ido al confesor, tal vez a un magistral de la catedral. En un contexto más psicológico que religioso, los problemas de Ana Ozores darían ya entonces para un diagnóstico neurótico, un posible caso Ana O («Hombre, los nervios siempre andan en el ajo», le dice el médico que atiende sus malestares; La Regenta, capítulo 19). Hoy los problemas de la Regenta darían para varios diagnósticos: tal vez depresión, ya que estaba triste; trastorno bipolar, en la medida en que tenía también momentos alegres; o estrés postraumático, por el tiempo en un internado y el ambiente patriarcal; y es posible que tomara medicación y practicara mindfulness, además de pilates. También, si en vez de ser la señora Regenta fuera una de sus criadas, no tendría la confusión entre el amor y el sexo que ciertamente estas no tienen. Por otra parte, el creciente interés por la espiritualidad que existe hoy en día, empezando por el mindfulness, no deja de tener un aspecto religioso secular (Nita, 2019; Wilson, 2014). A pesar de sus inevitables conflictos, la ciencia, la religión y la nueva espiritualidad son actividades compatibles y complementarias cuando de sanación se trata (Charlton, 2006). La retórica ofrece también otro reconocido referente para la psicoterapia. La estructura de la retórica —ethos, logos y pathos en la obra homónima de Aristóteles— es la misma que la de la psicoterapia, donde ethos hace referencia a la figura y credibilidad del terapeuta (confianza, prestigio, etc.); logos, a la rationale o discurso de la terapia, y pathos, al paciente con su padecimiento y estado emocional propenso a la persuasión (Frank y Frank, 1991; Pérez-Álvarez, 1996, pp. 323-348). Así, la retórica y la psicoterapia comparten la misma estructura ethos (terapeuta), logos (rationale) y pathos (paciente). Platón llama a la retórica psikhagogía, el arte de conducir a las almas mediante el discurso, lo que viene a ser la
psicoterapia (Laín Entralgo, 1987, p. 102). No en vano Antifonte —un sofista de la época de Pericles— es considerado el primer psicoterapeuta (Gil, 2006; Laín Entralgo, 1987, pp. 111-116), reconocido precursor de la terapia comunicacional (La Greca, 1974; Watzlawick, 1980, p. 12). Antifonte «introdujo un arte para curar los pesares, análogo al que entre los médicos sirve de fundamento para tratar las enfermedades: en Corinto, cerca del ágora, dispuso un local con una enseña, donde se mostraba capaz de tratar a los afligidos por medio de discursos; e informándose de las causas de la aflicción, aliviaba y consolaba a los enfermos» (Laín Entralgo, 1987, p. 108). En la misma línea, el diálogo socrático no es solo un prototipo de psicoterapia reconocido por diferentes escuelas, sino que él mismo es ya todo un método de psicoterapia (Overholser, 2018). Por su lado, la filosofía como psicoterapia tiene su mayor referente en la filosofía helenística. Mientras que los epicúreos se podrían poner en correspondencia con los psicoanalistas por la «comunidad salvífica» (hetería soteriológica) que proporcionan a sus seguidores (Bueno, 1982), los estoicos son reivindicados por los propios terapeutas cognitivos (Ellis, Beck) como antecesores de su terapia, señalando a menudo como referente a Epicteto y su famosa frase según la cual lo que turba no son las cosas, sino las opiniones que se tienen de ellas. La filosofía helenística se ha presentado como «terapia del deseo», y como tal sigue siendo de interés para los problemas de nuestro tiempo (Nussbaum, 2003). Las ayudas tipo «más Platón y menos Prozac» serían también ejemplos de esta tradición renovada, con su mayor o menor palabrería. Estas tradiciones psicoterapéuticas avant la lettre, que aún perduran de una u otra manera, no han convergido hasta generar la psicoterapia tal y como se la conoce hoy en día, que, como ya apunté, surge en el contexto de la
hipnosis y la sugestión a finales del siglo XIX. Por su parte, los distintos sistemas de psicoterapia que se han desarrollado a lo largo del siglo XX tampoco han derivado de la hipnosis y la sugestión, con la excepción del psicoanálisis en sus comienzos y de la terapia estratégica (comunicacional, sistémica, familiar) fundada por Milton Erickson (1901-1980). Las diversas escuelas terapéuticas han derivado de diferentes contextos y problemas en conjunción con las particulares soluciones ofrecidas. Así, en la Viena de Freud (1856-1939) surgen cuatro psicoterapias. Además del psicoanálisis, aparecen la psicología individual de Alfred Adler (1870-1937), contrapunto del psicoanálisis (Pérez-Álvarez, 1996), la logoterapia de Viktor E. Frankl (1905-1997), considerada la tercera escuela vienesa de psicología, y el psicodrama de Jacobo Moreno (1889-1974). Luego vendrían, mayormente de Estados Unidos, la terapia de conducta, la psicoterapia humanista como una «tercera fuerza» frente al psicoanálisis y el conductismo (y aun la cuarta si se considera la psicoterapia transpersonal), la terapia estratégica y la terapia constructivista, todas ellas con sucesivos desarrollos y variantes. A los sucesivos desarrollos y variantes de las psicoterapias se suman las numerosas y crecientes integraciones entre ellas, versiones de terapias transdiagnósticas, así como «protocolos unificados» que derivan de unas y otras. Un diccionario o enciclopedia de psicoterapias contiene cientos de entradas, probablemente del orden de 300 a 500. Todas estas grandes escuelas de psicoterapia (con sus desarrollos, variantes, integraciones, versiones transdiagnósticas y protocolos unificados) constituyen sistemas completos, totales y a menudo totalitarios, con todo lo necesario para entender y tratar cualquier problema (rationale y acciones terapéuticas). El Cuadro 18 ofrece un esquema de las tradiciones terapéuticas señaladas, anteriores al propio concepto de psicoterapia, y
psicoterapias propiamente dichas surgidas a partir del siglo XX. CUADRO 18. Esquema de tradiciones psicoterapéuticas antes de la psicoterapia y psicoterapias propiamente dichas a partir del siglo XX
Entre la ciencia y el sentido común Más allá de este largo pasado más o menos reconocido y de alguna manera inscrito y reivindicado en la psicoterapia, la psicoterapia actual se debate entre pretensiones científicas y tensiones extra-científicas. La psicoterapia tiene pretensiones de ciencia natural positivista tecnológica, como lo sugieren estos tres hitos: el modelo Boulder de psicólogo clínico científico-técnico de 1949, la práctica basada-en-la-evidencia a partir de la década de 1990 (básicamente ensayos aleatorizados
controlados y metaanálisis) y la actual tendencia de terapia centrada en procesos y mecanismos. Frente a esta concepción exclusiva de la ciencia al modo positivista, pero sin descartarla, de acuerdo con el pluralismo que vengo sosteniendo, propogo más bien una ciencia humana, hermenéutica, centrada-en-la-persona (Pérez-Álvarez, 2019, 2021). Puede que a las psicoterapias que se consideran (más) científicas a tenor de su uso de metodologías cuantitativas y afinidad biomédica (típicamente terapias cognitivo-conductuales) les parezca que el resto de psicoterapias —como las psicodinámicas, humanistas, existenciales, sistémicas y constructivistas— son menos o nada científicas. Sin embargo, los fundadores de estas terapias, empezando por Sigmund Freud, que consideraba el psicoanálisis un método de investigación (amén de una teoría y una técnica psicoterapéutica), y Carl Rogers, de los primeros en promover estudios sistemáticos en psicoterapia, así como Milton Erickson y seguidores, por nombrar tres figuras míticas, no se consideran a sí mismos fuera de la ciencia, ni tampoco conformes con la ciencia estándar (naturalista, positivista, cuantitativa, nomotética). El debate interno entre concepciones de la psicoterapia, tal como yo lo concibo, no sería entre ciencia y no ciencia, sino entre lo que dan de sí unas u otras maneras de ciencia, con sus posibilidades y límites, sin menoscabo del propio interés científico del debate. A la par de esta tensión científica entre psicoterapias, también existe una tensión extracientífica en relación con el conocimiento lego, secular o de sentido común. En qué medida el conocimiento puesto en juego en la psicoterapia es en realidad conocimiento práctico de sentido común. Ya no se trata de un debate entre psicoterapia y pseudoterapia, sino de hasta qué punto la psicoterapia se nutre de conocimientos seculares, extracientíficos, a priori. En este sentido, el mayor alegato contra la pretensión científica de la psicoterapia viene del psicoterapeuta y psicólogo
experimental noruego Jan Smedslund; la suya es una postura que no se puede dejar de lado. De acuerdo con Jan Smedslund, todo psicoterapeuta cuenta ya de entrada, a priori, con tres fuentes de conocimiento, además del científico-técnico debido a su formación académica y profesional (Smedslund, 2009). Estos conocimientos a priori se refieren a: 1) Lo que sabemos en general de los seres humanos (por ejemplo, que son intencionales, quieren cosas, interpretan lo que les pasa, son sensibles a cómo les va en la vida). 2) Lo que sabemos de los otros por compartir lenguaje y cultura (significados, valores, sentido común). 3) Lo que sabemos por nuestro trato con las personas en concreto (características personales, historia, circunstancias). El conocimiento científico-técnico —académicoprofesional— sería un cuarto conocimiento inseparable de estos conocimientos a priori. Así, la psicoterapia no deja de ser un saber-hacer peculiar en el sentido de contar con conocimientos previos de los que echar mano, no derivados de la investigación empírica. A este respecto, Smedslund propone el modelo bricoleur, referido a disponer de lo que se tiene a mano para ayudar al cliente de turno (como supone hacen los clínicos en la práctica), frente al modelo científico-técnico, aferrado a la investigación empírica y basado-en-la-evidencia (Smedslund, 2012). Sin embargo, aunque solo fuera porque el clínico también cuenta con conocimientos científico-técnicos (del cuarto tipo, según lo dicho), la psicoterapia no es ajena a la ciencia. La cuestión sería, si acaso, el «valor incremental» de la investigación científica respecto del conocimiento que el clínico ya tiene como persona de una época y sociedad. Dentro de sus reticencias acerca de las aplicaciones
científicas de «talla única» (tratamientos basados-en-laevidencia), el propio Smedslund no deja de reconocer valor incremental a la investigación empírica, de la que también se puede echar mano en el modelo bricoleur (Smedslund y Ross, 2014). En todo caso, el conocimiento del psicoterapeuta no se daría por capas, sino conjuntamente, según requiere el caso, se supone. Sin negar al final el conocimiento científico, el alegato de Smedslund afirma el conocimiento común (que él llama a priori) como algo inseparable de la psicoterapia. De acuerdo con lo dicho, no concibo la psicoterapia al margen de la ciencia. Esto es así no solamente por razones institucionales y de imagen social. Es así por razones intrínsecas relativas al estatus de la psicoterapia en el contexto de las ciencias, con sus tensiones científicas y extracientíficas. Mientras que las tensiones científicas se debaten entre la ciencia natural («tecnológica») y la ciencia humana (Pérez-Álvarez, 2019), las tensiones extracientíficas se debaten entre la ciencia y el conocimiento secular si, por ejemplo, la psicoterapia es una práctica que se pueda caracterizar por su techné y episteme (Salvatore, 2011). La tensión científica y extracientífica supone tanto como plantea una cuestión metacientífica, transteórica, filosófica (Greiner, 2015; Rieken y Gelo, 2015). La pluralidad de psicoterapias históricamente dadas pide una teorización más allá de las autoconcepciones que los propios terapeutas profesan de sus psicoterapias (Salvatore, 2011; Salvatore y Valsiner, 2014). El hecho histórico-institucional de que la psicoterapia sea una materia académica indica el rebasamiento de un conocimiento mundano: silvestre, decía Freud cuando reprochaba el uso del psicoanálisis sin ninguna formación; bricoleur a la manera de Smedslund; cultivado en heterías soteriológicas (comunidades salvíficas), o derivado de sabidurías intemporales.
Por lo que aquí respecta, el resto del capítulo tratará de ver el particular modo de ser de la psicoterapia, su esencia o estructura, más allá de las tensiones científicas y extracientíficas, como institución social y figura antropológica, lo que no dejará de hacer al caso de la cuestión científica. Buscando su particular modo de ser Por lo pronto, tratar de ver su esencia, estructura o singularidad puede ser útil frente a visiones que despachan la psicoterapia como un sucedáneo de la religión (confesión), una forma de control social (tecnología del yo) o una rama paralela de la medicina (terapia de la psique). Se trata de una cuestión ontológica más que meramente científica —aunque sin dejar de serlo—, metateórica más allá de los tratamientos psicológicos concretos —si bien partiendo de ellos—. La pregunta sería cuál es el particular modo de ser de la psicoterapia que la hace diferente de las terapias médicas y de otras ayudas psicológicas. De nuevo, retomaré pasajes no sin ampliación expuestos en otro lugar (Pérez-Álvarez, 2021). Pero ¿qué es psicoterapia? Empezaré por una definición transteórica, suficientemente general, que no excluya ninguno de los grandes sistemas de psicoterapia y a la vez lo suficientemente precisa como para no incluir cualquier práctica que pueda suponer una ayuda psicológica (la amistad, el consejo, la religión, la autoayuda o la pseudoterapia son cosas diferentes a la terapia). Tomo la definición de Bruce Wampold y Zac Imel, de acuerdo con la cual la psicoterapia es una relación interpersonal programada que se basa en conocimientos psicológicos e implica un clínico y un consultante que
busca ayuda para problemas o trastornos a los que —se entiende— el clínico puede ayudar a poner remedio (Wampold e Imel, 2015, p. 37). Desglosaré los aspectos principales de la definición para comentarlos brevemente. Ante todo, la psicoterapia implica una relación interpersonal más allá de la obviedad de la relación que supone la consulta a un profesional. La relación psicoterapéutica es por antonomasia una relación presencial, típicamente cara a cara, sin excluir la particular relación mantenida en el diván freudiano. Si en algo están de acuerdo los diferentes enfoques de psicoterapia existentes es en la importancia de la relación terapéutica. Es usual que toda psicoterapia empiece por establecer una «buena relación». Sin duda, una buena relación es mejor que una mala en cualquier relación profesional. Al igual que en psicoterapia, la relación médico-paciente es también muy importante en medicina. Pero el tratamiento médico, por ejemplo, una medicación, puede ser eficaz con independencia de la simpatía, sintonía y buena relación con el médico. Ya no digamos una intervención quirúrgica, durante la cual el paciente está anestesiado y la intervención puede ir perfectamente. Así también un abogado, un peluquero, un callista o un asesor fiscal puede hacernos un buen trabajo sin que sea relevante la buena relación entre profesional y cliente (aunque siempre es preferible). Pero en psicoterapia la relación, más que muy importante, es decisiva, una condición sin la cual difícilmente se puede dar psicoterapia. No es casual que algunos enfoques de la psicoterapia consideren que la relación psicoterapéutica es en sí misma terapéutica, la propia psicoterapia. La cuestión es que la relación que se da en la psicoterapia puede ser una relación única en la vida del consultante, según trataré de mostrar. Siendo el prototipo de relación terapéutica una relación presencial cara a cara, nada impide que pueda darse una psicoterapia
telemática con los participantes debidamente identificados y presentes de esa manera. Asimismo, la psicoterapia tiene su base en conocimientos psicológicos o psiquiátricos, para el caso, comunes a ambas disciplinas. Tanto la relación como las ayudas específicas tienen su razón de ser en conocimientos psi (facultativos, académicos, científico-técnicos, profesionales), aun cuando no se reduzcan a estos. No sería psicoterapia la ayuda que proviniera por ejemplo de conocimientos esotéricos, de la religión, de la espiritualidad, de la sabiduría intemporal, del altruismo o de la amistad sin menoscabo de la ayuda que supongan. Los conocimientos psi pueden ser relativamente distintos de acuerdo con la pluralidad de escuelas, enfoques, teorías y modelos existentes sin que ello permita invalidar unos en nombre de otros siempre y cuando sean sistemáticos, tengan bases teóricas y establezcan métodos coherentes. Aunque siempre hay conocimientos psi que se mueven en zonas límite, sea por esotéricos o exotéricos, y son practicados por facultativos, en general, los conocimientos que sustentan psicoterapias están relativamente bien identificados, asumida la pluralidad. La psicoterapia implica dos actores en su versión prototípica: un clínico y un consultante. El clínico o psicoterapeuta es un psicólogo (general sanitario o especialista en psicología clínica) o un psiquiatra (médico especialista en psiquiatría). La cualificación y acreditación se relacionan con la figura y el papel del clínico de acuerdo con el estatus ontológico, según trato de entender la estructura y funcionamiento de la psicoterapia. Sucede lo mismo que con el chamán o el hombre-medicina de una sociedad tradicional, que son figuras cualificadas y reconocidas dentro de la sociedad de referencia, cuyas prácticas, al contrario de lo que nos pueda parecer, no pueden ser llevadas a cabo por cualquiera que no esté debidamente reconocido de acuerdo con ciertos requisitos.
La propia formalidad es un aspecto ontológico de la figura del psicoterapeuta, por las mismas razones que supone una formación y un estándar profesional con su estatus y código ético. Por su parte, el consultante de los profesionales de la psicoterapia recibe a menudo el nombre de «paciente», acorde con la analogía médica y la propia organización de los servicios. No obstante, enfoques que no se identifican con el modelo biomédico, como el psicodinámico, también emplean el término «paciente». Como alternativa a paciente se utiliza «cliente», según la denominación promovida por la psicoterapia humanista. A veces una y otra se usan indistintamente, lo que sugiere tanto la falta de una denominación única como la ambivalencia del papel asignado al usuario —otra denominación—. Con todo, el término «consultante» (promovido por el enfoque sistémico) es quizá el más descriptivo, pues resulta menos estigmatizante que «paciente» y menos genérico que «cliente» y «usuario». Una psicoterapia también puede implicar a más de un clínico y a más de un consultante, por ejemplo en la terapia familiar y grupal. Una psicoterapia sin psicoterapeuta es difícil de concebir. Un libro de autoayuda no es por sí mismo psicoterapia, si bien a menudo se incluyen en ella. Una psicoterapia informatizada que supere la prueba de Turing, en la cual el usuario no distinga si interactúa con un clínico o con una máquina, sería una psicoterapia-porordenador o informatizada que ya requeriría ese nombre compuesto. Curiosamente, los usuarios de una terapia informatizada pueden llegan a implicarse tanto o más que con un clínico presencial. El consultante es alguien que consulta y busca ayuda por una variedad de asuntos genéricamente denominados problemas psicológicos, a expensas de recibir un diagnóstico o formulación del caso. Se entiende que los asuntos consultados son cosa de profesionales psi y no por
ejemplo asuntos médicos, religiosos, morales, jurídicos o filosóficos, sin menoscabo de los diversos aspectos implicados. De nuevo, tampoco hay una denominación única. El término «enfermedad» (mental) está implícito en ciertos contextos y a veces es utilizado expresamente por clínicos y usuarios. Su uso en contextos clínicos es sorprendente si se considera que los sistemas diagnósticos (DSM, CIE) en los que ellos mismos se basan no utilizan el término «enfermedad», sino que de hecho lo evitan intencionadamente en favor de «trastorno» (disorder). Trastorno es menos prejuicioso que enfermedad, sin dejar de indicar la seriedad del asunto consultado. No obstante, un diagnóstico formal no deja de ser técnicamente un «trastorno mental» que acaso puede tener connotaciones y consecuencias excesivas para los problemas referidos. De forma general, con toda su ambigüedad e imprecisión, y precisamente por ello, la denominación de «problema psicológico» quizá sea la mejor alternativa a «enfermedad». Esta definición general con su desglose tenía el propósito de abrir paso a la indagación propuesta, consistente en estudiar el modo de ser de la psicoterapia, su esencia y estructura, que a su vez acabará por definirla y caracterizarla. Palabra y relación La posible particularidad de la psicoterapia empieza por la propia particularidad de los problemas que trata: problemas de la vida que han entrado en un bucle que ya no parece solucionarse solo ni con ayudas comunes, de acuerdo con lo expuesto en el capítulo anterior. Así, los esfuerzos que hace la persona, más que improductivos, terminan por ser contraproducentes. Las situaciones que entrañan los problemas psicológicos son tanto más acuciantes en la sociedad actual, con su creciente
hiperreflexividad en el sentido dicho y que ha dejado de contar con el andamiaje comunitario tradicional. Más específicamente, una primera particularidad de la psicoterapia viene dada por dos aspectos que, por más que evidentes, no se pueden obviar: la palabra y la relación. Si algo caracteriza la psicoterapia es el habla y la relación que implica. Aun cuando la psicoterapia no consiste únicamente en hablar, hablar es lo que siempre se hace, y a menudo todo lo que se hace. No deja de ser significativo que, ya en los albores de la psicoterapia, a finales del siglo XIX, la célebre paciente de Josef Breuer (a la sazón mentor de Freud), la citada Anna O, identificara lo que hacían en sesión como «cura-por-la-palabra» (talking-cure) y «limpieza-de-lachimenea» (chimney-sweeping). Este énfasis en la palabra no es algo trivial, ni pretende trivializar la psicoterapia, en el supuesto de que «hablar» desdijera de su complejidad. Hablar de un asunto para tratar de transformarlo y resolverlo es una acepción de «tratamiento» que concuerda bien con el tratamiento psicológico. Todas las psicoterapias reconocen la importancia de la palabra, ya sea como narrativa, comunicación, conducta verbal, marco relacional, reestructuración cognitiva, logoterapia o inconsciente estructurado como un lenguaje, por aludir a unas cuantas. Vale decir que la psicoterapia tiene su base en la palabra, opera a través de ella y de una u otra manera su terreno es el significado (Arciero et al., 2018, cap. 7; Locher et al., 2019). Si algo caracteriza la psicoterapia es también la relación que en ella se establece, no ya porque hablar supone una relación, sino por la relación única que implica. Toda psicoterapia comienza desde la primera sesión por establecer una buena relación. Las diferentes psicoterapias, cualquiera que sea su enfoque, coinciden en la importancia de la alianza entre consultante y terapeuta. La alianza ha demostrado ser el factor común más
señalado, acaso él mismo terapéutico. La alianza terapéutica no parece ser solamente una condición para la mejoría o un efecto de esta, sino que es en sí misma terapéutica, un mecanismo del cambio (Zilcha-Mano, 2017). La definición dada de psicoterapia incluye la relación como aspecto definitorio. El particular papel de la palabra y la relación en la psicoterapia viene de su propia estructura y está basado en ella. Estructura tripartita de la psicoterapia La psicoterapia tiene una estructura reconocible en la figura de un profesional, típicamente un psicólogo o psiquiatra, que presta sus servicios a consultantes que buscan ayuda para determinados problemas, genéricamente denominados «problemas psicológicos». Aunque no tan fácilmente reconocibles para sus usuarios, las psicoterapias tienen distinta fisionomía dependiendo de su teoría, marco conceptual o enfoque. El enfoque es otro elemento destacable de la psicoterapia que, de hecho, estructura su funcionamiento. El enfoque se refiere a la teoría o rationale que toda terapia tiene acerca de lo que le pasa al consultante y lo que habría que hacer. Así pues, la psicoterapia tendría una estructura tripartita: terapeuta, consultante y enfoque (teoría o rationale) que de hecho enmarca y estructura su funcionamiento. Se discute si las escuelas o «marcas» de psicoterapia tienen futuro, pero una psicoterapia que no contara con alguna concepción psicológica no podría ser siquiera considerada como psicoterapia. Estructura retórica de la psicoterapia La estructura de la psicoterapia —terapeuta, consultante, rationale— es análoga a la de la retórica en la obra
homónima de Aristóteles: ethos, pathos, logos (PérezÁlvarez, 1996, pp. 323-348; Frank y Frank, 1991). Ethos hace referencia al aspecto y credibilidad de quien trata de influir, para el caso, el terapeuta; pathos, al estado emocional de los destinatarios del discurso, para el caso el paciente, y logos, al discurso sobre el que se razona una persuasión, para el caso la rationale de la terapia y las correspondientes acciones terapéuticas. La estructura coincidente de la retórica y la psicoterapia no es casual. Recuérdese que el primer psicoterapeuta con nombre propio fue probablemente el sofista del siglo V a. C. Antifonte, quien decía curar todos los malestares con tal de saber su causa (Laín Entralgo, 1987, p. 108). Como ya hemos visto, el término «psicoterapia» surge a finales del siglo XIX en el contexto de la sugestión. Dos de las características de los «superterapeutas» son su facilidad de palabra y su capacidad persuasiva (Wampold et al., 2017, p. 45), las cuales parecían sobrarle a Antifonte. Sin embargo, la estructura retórica de la psicoterapia no se trae aquí a colación tanto por la persuasión como por el papel clarificador y transformador del lenguaje, a través de la mediación del interlocutor (Arciero et al., 2018, cap. 7). El terapeuta no es un mero influencer; es alguien que escucha, pregunta y ofrece interpretaciones con el fin de entender, explicar, dar sentido y remediar lo que le pasa al usuario. Por su parte, el usuario no es un paciente pasivo, mero receptor, sino un cliente o consultante participativo de un diálogo. Esta mediación a través del logos de la psicoterapia (rationale y palabra) abre una nueva relación de uno consigo mismo, con sus experiencias, recuerdos, pensamientos e imágenes. Así, la relación consigo mismo a través de la mediación del terapeuta puede cobrar un cierto autodistanciamiento saludable en vez de la fusión inmediata con lo que siente y piensa. Aun cuando no suele figurar expresamente entre los objetivos de la psicoterapia
(a excepción de la logoterapia y la terapia de aceptación y compromiso), un cierto autodistanciamiento puede resultar de lo que hacen muchas psicoterapias. El autodistanciamiento sería un efecto correlativo saludable de la reflexividad patógena implicada en los problemas psicológicos, según lo dicho. La fusión de uno con sus pensamientos y sentimientos que caracteriza muchos trastornos psi tiene su contrapunto terapéutico en el autodistanciamiento, que supone hablar de lo que uno piensa y siente en un contexto de escucha, aceptación y validación, amén de preguntar y proponer interpretaciones. La psicoterapia como experiencia única La experiencia única que la psicoterapia puede suponer en la vida del consultante se puede percibir al hilo de cuatro aspectos: tiempo y espacio separados de la vida cotidiana, escucha no-punitiva, intimidad efímera y combinación de diferentes perspectivas —de primera, segunda y tercera persona. La psicoterapia como tiempo y espacio separados de la vida cotidiana, con su cita y lugar, es algo obvio, pero no trivial. Considérense estos supuestos no infrecuentes. El terapeuta no ha utilizado más que sentido común (nada que no supiera el consultante o no le hubieran dicho ya otros) y ha solucionado el problema. Otro consultante mejoró, para sorpresa del terapeuta, antes de que le diera tiempo a desplegar la terapia. En este caso, el consultante quizá vio (decepcionado) lo que daba de sí la ayuda buscada y entonces relativizó el problema. O quizá vio la solución y con lo hablado fue suficiente. Algunos consultantes puede que necesiten más que nada una «excusa» para mejorar, no solo de cara a los demás sino también ante sí mismos. Sacar los problemas de la vida cotidiana y hablar de ellos desde fuera es lo que se necesita para comprenderlos,
tomar perspectiva, darles forma y tratar de transformarlos, amén de los demás recursos del terapeuta. La idea es que tratar los problemas que se dan en la vida cotidiana en un tiempo y un espacio separados de esta quizá no sea trivial. La psicoterapia no carece de un cierto aspecto ritual, como rito-de-paso, según diré más adelante. La psicoterapia supone asimismo un espacio único de escucha no-punitiva, que carece de los condicionantes de otras relaciones. La noción de escucha no-punitiva fue introducida por Skinner en Ciencia y conducta humana para explicar el funcionamiento de la psicoterapia: cómo afloran aspectos de uno impensados e impensables, lo que puede ya de por sí ser curativo además de proporcionar material para la terapia. De acuerdo con Rogers, la escucha no-punitiva (incondicional, mirada positiva) es una de las condiciones para el cambio. En la sociedad actual, en la que nadie escucha a nadie y cada uno utiliza a los demás como espectadores, seguidores y admiradores y viceversa, la escucha terapéutica cobra aún más sentido. En el contexto de alguien con algún problema psicológico, una audiencia no-punitiva abre un nuevo espacio de experiencias y de sentido. Así, uno puede poner en relación el pasado, el presente y el futuro, cambiar la relación consigo mismo, reorganizar el mundo vivido y tomar distancia respecto de temores y deseos. Como es sabido, el temor puede traer más temor cuando uno tiene miedo al miedo, y, por su parte, el deseo puede impedir su propia consecución, como si el deseo ahuyentara lo deseado, de acuerdo con la logoterapia (Pérez-Álvarez, 1996, pp. 293301). De nuevo, la mediación del terapeuta, empezando por la escucha (sin ser lo único que hace), sirve a uno no ya para estar cómodo, sino para entrar en contacto consigo mismo de una nueva manera, más abierta, desembarazada y posibilista, como nunca antes. Al fin y al cabo, las relaciones con amigos, familiares y personas íntimas no
dejan de estar condicionadas por una historia inacabada que acaso regurgita el pasado y compromete el futuro. La relación terapéutica, que puede ser de gran intimidad (confianza, confidencialidad, cercanía, alianza, bondad), está destinada a terminar. Esta intimidad efímera puede suponer una experiencia emocional correctiva, aunque solo fuera porque la psicoterapia brinda una experiencia mejor que las anteriores. Se recordará que «el principio de la experiencia emocional correctiva» fue establecido por Franz Alexander y Thomas French en el capítulo cuatro de su obra de 1946, Terapéutica psicoanalítica, donde dicen: «En todas las formas de psicoterapia etiológica rige el mismo principio terapéutico básico: reexponer al paciente, en circunstancias más favorables, a situaciones emocionales que no pudo resolver en el pasado. A fin de poder recibir ayuda, aquel debe sufrir una experiencia emocional correctiva adecuada para reparar la influencia traumática de experiencias anteriores. Es de importancia secundaria si esta experiencia correctiva tiene lugar durante el tratamiento o en la vida diaria del paciente». Ahora bien, como continúan Alexander y French: El carácter de la relación transferencial es singular en el sentido de que el paciente tiene la oportunidad de poner de manifiesto cualesquiera modos de conducta, de entre una gran diversidad. Es importante comprender que en esta relación el dominio de un conflicto irresuelto se hace posible no solo debido a que el conflicto transferencial es menos intenso que el original, sino también a que el analista adopta una actitud distinta de la asumida por el progenitor hacia el niño en la situación conflictiva original. Mientras el paciente continúa actuando conforme a pautas anticuadas, la reacción del analista se adapta estrictamente a la situación terapéutica real. Esto hace del comportamiento transferencial de aquel un unilateral boxeo con su sombra, y así el terapeuta tiene oportunidad de ayudarle tanto a ver intelectualmente como a sentir la irracionalidad de sus reacciones emocionales. Al mismo tiempo, la actitud objetiva, comprensiva, del analista permite al paciente encarar en forma
distinta sus reacciones emocionales y hacer así una nueva definición del viejo problema (Alexander y French, 2017, cap. 4).
Además de la experiencia dentro de la terapia, en sesión, la estructura temporal de la terapia en su conjunto (no ya de cada sesión) brinda una posible experiencia correctiva de separación e individuación de particular interés en problemas de apego y vínculos afectivos que psicoterapias psicodinámicas posteriores incorporan. Por su parte, la psicoterapia analítica funcional desarrollada por Robert Kohlenberg y Mavis Tsai ofrece una explicación y aplicación en términos conductistas de las potencialidades terapéuticas que brinda la propia experiencia de la psicoterapia (Pérez-Álvarez, 2014; Valero Aguayo y Ferro García, 2015). Combinación de la triple perspectiva de 1.ª, 2.ª y 3.ª persona Otra particularidad de la relación terapéutica es la combinación de una triple perspectiva de primera, segunda y tercera persona. En la perspectiva de primera persona, el terapeuta trata de situarse en la posición del otro. Aun siendo imposible tener su misma experiencia, esta actitud sirve tanto para comprender al otro como para que este se sienta comprendido. La perspectiva de segunda persona supone una relación yo-tú, coparticipativa, en la que el terapeuta puede entrar en el mundo-vivido de la persona, ayudándola a explorar los distintos aspectos de su experiencia, lo que a su vez permite una mejor comprensión. Una entrevista semiestructurada fenomenológicamente informada (Pérez-Álvarez y GarcíaMontes, 2018) y la terapia centrada en el mundo vivido de las personas (Stanghellini, 2019) son ejemplos de esta perspectiva.
Más allá de la coparticipación, la relación yo-tú establece (o no) la atmósfera de la psicoterapia como espacio-vivido o campo fenoménico que tanto actualiza el pasado como abre el horizonte hacia delante. Esta atmósfera tiene que ver con la presencia terapéutica que la literatura describe como implicación, inmersión y estar-en-contacto, así como con la responsiveness o capacidad del clínico para reconocer, atender y responder empáticamente a las necesidades del cliente expresadas de forma más o menos explícita en sesión. La citada atmósfera del encuentro clínico (Costa et al., 2014) nos ofrece la psicoterapia como una situación o espacio vivido donde se revive el sufrimiento con miras a su transformación terapéutica (Fuchs, 2019; Francesetti, 2019a). La psicoterapia gestáltica ofrece probablemente la versión más radical de esta relación yo-tú en la medida en que ya no habla de un paradigma bipersonal de interacción y cocreación entre terapeuta y paciente, sino en su lugar de un paradigma de campo donde el propio encuentro hace revivir el sufrimiento abriendo la posibilidad de su apropiación y transformación. La propia presencia del terapeuta forma parte del proceso experiencial y transformador del paciente de acuerdo con este enfoque. Como dice Gianni Francesetti: El sufrimiento surge en la sesión como una experiencia sensorial pática: es algo que siente el terapeuta, generalmente como una experiencia corporal kinestésica o cenestésica. Lo que surge es el campo fenoménico, un paisaje experiencial con las posibilidades y los límites de cada paisaje. El terapeuta puede sentir que la distancia entre él y el paciente es demasiada o demasiado poca, que el aire adquiere cualidades específicas (pesadas, enrarecidas, densas, viscosas, etc.), que el espacio y el tiempo cambian, puede sentir sensaciones corporales especiales localizadas en ciertas áreas más o menos concretas, puede sentir el impulso de alejarse o acercarse, o emociones de atracción o repulsión, puede sentirse perturbado por una imagen o recuerdo.
Estos son solo ejemplos entre las infinitas posibilidades de sensaciones y vivencias que surgen en la sesión (Francesetti, 2019b, p. 83).
Puede que no todos los problemas requieran esta atmósfera, pero la experiencia de presencia terapéutica puede que sea un factor de la psicoterapia eficaz en ciertos problemas. Como quiera que sea, la citada responsiveness (capacidad del clínico para reconocer, atender y responder empáticamente a las necesidades del cliente expresadas de forma más o menos explícita en sesión) está entre las características de los terapeutas más eficaces (GimenoPeón, 2021). Con todo, la perspectiva de segunda persona yo-tú no agota el papel del terapeuta. La perspectiva de segunda persona no excluye la perspectiva de tercera persona a la hora de entender lo que pasa en el contexto biográfico y en las circunstancias de la vida del consultante, cuando se trata de encontrar conexiones entre eventos y experiencias a fin de establecer una narrativa que dé sentido: una explicación. Recuérdese el papel mediador de la narrativa entre la identidad y la alteridad (por ejemplo, experiencias discordantes). Un enfoque centrado en el mundo vivido de las personas como el citado método fenomenológico, hermenéutico y dinámico desarrollado por el psiquiatra italiano Giovanni Stanghellini sería un ejemplo de esta perspectiva (Pérez-Álvarez, 2021; Stanghellini, 2019). Sin embargo, esta no es la única perspectiva de tercera persona. Otra perspectiva de tercera persona es la que adopta la posición de experto y profesional donde, con toda amabilidad y cortesía, el clínico se mantiene sin embargo en un plano objetivo, neutral, desde fuera, ateniéndose a supuestos conocimientos objetivos (protocolos, evidencia científica). La práctica basada en la evidencia y la terapia centrada en procesos serían ejemplos de esta perspectiva. Aunque esta perspectiva no excluye las otras, tampoco las
tiene incluidas por derecho propio, sino acaso como secundarias. Así pues, la perspectiva de tercera persona tiene una doble variante, según sea coextensiva con la perspectiva de segunda persona o adopte una posición objetiva-experta desde fuera. Una versión actual de estas cosmovisiones de la psicoterapia se encuentra en la dicotomía entre psicoterapia centrada-en-procesos y psicoterapia centrada en el mundo vivido de las personas (Pérez-Álvarez, 2021). Esta doble variante (procesos/persona) se corresponde a su vez con dos maneras de concebir la explicación en las ciencias humanas: en términos de mecanismos o en términos biográficos. Aunque el concepto de explicación se suele referir a la especificación de procesos y mecanismos neurobiológicos, también se puede concebir, y quizá más adecuadamente en el caso de los problemas psicológicos/psiquiátricos, en términos biográficos. Como dijo Ortega, el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Aun cuando se identifiquen procesos y mecanismos asociados a trastornos definidos y cambios terapéuticos, no son explicativos por sí mismos, sino que tienen que ser explicados a su vez por la historia personal en la vida y en la terapia. Nada en psicopatología tiene sentido excepto a la luz de la biografía. El Cuadro 19 expone los aspectos del particular modo de ser de la psicoterapia, no más que materiales para una ontología. CUADRO 19. Buscando el modo de ser de la psicoterapia Estructura tripartita de la psicoterapia/compartida con la retórica Terapeuta Ethos
Paciente Pathos
Rationale Logos
…………………………………………………………………………… Aspectos del particular modo de ser de la psicoterapia -Palabra y relación: mundo del significado -Tiempo y espacio separados de la vida cotidiana: nada trivial, acaso ritual -Escucha-no-punitiva: sin los condicionantes de otras relaciones
-Intimidad efímera: posible experiencia emocional correctora -Triple perspectiva de 1.ª, 2.ª y 3.ª persona: presencia terapéutica y responsividad; comprensión y explicación Explicación: mecanismos versus biografía
Funcionamiento de la psicoterapia De acuerdo con su estructura tripartita y sus aspectos distintivos, la psicoterapia o el tratamiento psicológico es un procedimiento complejo que trabaja en varios niveles e implica distintas competencias y cuyo despliegue en el tiempo no es lineal. La psicoterapia trabaja en varios niveles a la vez, en el aquí-ahora dentro de la sesión y siempre con miras a la vida real fuera de la sesión, en el presente sobre el fondo del pasado y el horizonte de futuro, en el plano subjetivo del mundo vivido y el objetivo de las circunstancias de la vida (comprensión/explicación), en el ámbito personal y el familiar, por citar algunos. Las distintas competencias implicadas comprenden las competencias profesionales, relativas a la formación, conocimientos y experiencia, y las personales, relativas a su estilo y trato sociales. La empatía, la escucha o la flexibilidad son cualidades tradicionalmente reconocidas del terapeuta que la investigación confirma. En psicoterapia, el terapeuta como persona es el principal instrumento de trabajo. La profesionalidad y la personalidad van juntas. El equilibrio entre las intervenciones técnicas y la cercanía del clínico refleja requisitos que los consultantes esperan encontrar en un terapeuta: que sea profesionalmente competente y a la vez alguien cálido (Lavik et al., 2018). La psicoterapia se despliega en el tiempo como un proceso evolutivo y de transformación, pero que raramente es lineal, acumulativo, sin retrocesos y estancamientos (Gelo y Salvatore, 2016). Todo empieza con el contacto de la primera sesión y se basa en la alianza que se establece
en las sucesivas sesiones. El aspecto, estilo, confianza, ethos y, en definitiva, la impresión que cause el clínico importan. El trabajo terapéutico empieza ya en la primera sesión. Una mayor alianza en las primeras sesiones está asociada a más escucha por parte del terapeuta y más verbalización por parte del consultante. En las primeras sesiones, al menos, los aspectos de la relación son más importantes que los técnicos (Lavik et al., 2018). En todo caso, la alianza no es algo que se establece de una vez en las primeras sesiones, sino un proceso continuo, con subidas y bajadas, sin que falten rupturas que el terapeuta habrá de observar, cuidar y si es el caso reparar. La alianza terapéutica, siendo un factor común, no es sin embargo algo abstracto que tenga existencia por sí misma, independiente de la lógica de la terapia. Cada terapia determina los contenidos de la alianza, empezando por los acuerdos acerca de los objetivos y procedimientos. La alianza y la rationale se realimentan y ambas fomentan las expectativas. Por otra parte, la alianza, por común y natural que parezca, no deja de ser una competencia que tiene su arte y técnica (techné). La aparente separación entre factores comunes y técnicas específicas no es tal. Ni los factores comunes son abstractos, espontáneos o naturales —sino que tienen su techné— ni las técnicas psicoterapéuticas funcionan en abstracto, por sí mismas, sin el contexto de la relación, la alianza y la rationale. El terapeuta no nace, se hace, y no sin una continuada formación y perfeccionamiento, a poder ser no solo el que da la práctica diaria. La práctica puede ser engañosa, pues puede llevar a que el terapeuta se acomode a la rutina y se alimente de efectos gratuitos como el efecto placebo, así como el efecto Barnum (la tendencia a identificarse con los informes psicológicos) y el efecto Charcot, según el cual el clínico termina observando lo que él mismo ha predefinido como relevante. Muchos años de experiencia no garantizan una competencia profesional proporcional. Para ser todavía
un mejor psicoterapeuta, nada como someterse a una práctica deliberada con base en el feedback de los consultantes (Gimeno-Peón, 2021). Tanto una terapia basada en procesos como una centrada en la persona se pueden beneficiar del empeño por ser un mejor psicoterapeuta. El Cuadro 20 ofrece un esquema del funcionamiento de la psicoterapia de acuerdo con lo que se viene diciendo. El esquema trata de reflejar la idea de que la psicoterapia supone un tiempo y un espacio separados de la vida cotidiana requeridos para abordar problemas de la vida que ya no parecen responder a los recursos de uno ni a las ayudas comunes. El funcionamiento empieza con el vínculo inicial de la primera cita y transcurre sobre una relación continuada sesión a sesión. Más allá de la obviedad de las citas, la psicoterapia se caracteriza por cualidades de la relación como la escucha, la empatía, la atmósfera y la alianza, además de la competencia del clínico referida a su enfoque y procedimiento (rationale y acciones terapéuticas). La forma en que el estilo personal moldea la relación no deja de ser una competencia profesional determinada al menos en parte por la lógica de la psicoterapia. Aunque se han destacado las dos culturas de la psicoterapia (centrada en procesos versus centrada en la persona) y las dos mentes de la psiquiatría (neurobiológica versus psicodinámica), el esquema no necesita reflejarlas, toda vez que serían variantes de la rationale y las correspondientes acciones terapéuticas. Puesto que los factores comunes no se conciben separados de los específicos de cada terapia, la ayuda se considera genéricamente como recuperación: mejoría y mejora sin diferenciar la supuestamente debida a la relación o a las acciones terapéuticas. Mientras que la mejoría se suele referir a los «síntomas», quejas y malestares por los que se ha ido a consulta, la mejora se refiere a aspectos de la vida que suponen un cambio
saludable y beneficioso, sea por caso ver las cosas claras, tomar decisiones, encontrar el camino, rehacer la vida y un largo y variado etcétera. Si se toma como ejemplo la terapia de aceptación y compromiso, la mejoría de los «síntomas» y la mejora más allá de ellos se diluyen en la dialéctica aceptación-comprensión. Mientras que la aceptación supone dejar de luchar en vano contra experiencias y «síntomas» que de hecho no se pueden cambiar (porque forman parte de uno mismo), el compromiso supone reorientar la vida sobre un horizonte de sentido (valores) que resitúa y relativiza los «síntomas» aun sin suprimirlos. Como dijera Nietzsche y nos recuerda V. E. Frankl, si tienes un porqué, poco importa el cómo. CUADRO 20. Funcionamiento de la psicoterapia (explicación en el texto)
La psicoterapia como institución intermedia y rito de paso Estamos tan familiarizados con la psicoterapia como actividad profesional y servicio sanitario que ya nos parece fuera de lugar su consideración como institución social y
figura antropológica. Tal consideración quizá sorprende a clínicos, investigadores y profesores de psicoterapia, pues están tan «fusionados» con la concepción al uso —como los pacientes con sus problemas— que ya no tienen otra perspectiva. Sin embargo, una consideración tal podría ser clarificadora de autoconcepciones de la psicoterapia acaso constreñidas por la impronta médico-clínica y hasta útiles en la práctica. La cuestión es que sin dejar de ser la práctica clínica que es, la psicoterapia es también una institución social. En particular, me refiero a una institución intermedia. Institución intermedia y drama social Las instituciones intermedias son «intermedias» en el sentido de que median entre el individuo y las instituciones que constituyen la estructura de la sociedad. A pesar de que estas instituciones básicas tienen la función de liberar a los individuos de la necesidad de reinventar el mundo, así como de organizar la vida de la mejor manera, el pluralismo y la crisis de sentido de la sociedad moderna requieren de instituciones que intermedien y remedien los problemas que crean las instituciones básicas como la familia, la educación, la organización política, el sistema económico y la religión (Berger y Luckmann, 1997). Toda sociedad organiza la vida en orden a que la gente esté bien, pero igualmente la sociedad organiza la forma de estar mal cuando sea el caso. La forma de estar mal en nuestra sociedad está organizada conforme al modelo biomédico (diagnóstico, tratamiento), de acuerdo con un discurso basado en la enfermedad merced al cual el idioma clínico desplaza y desbanca otros posibles lenguajes del sufrimiento como el religioso, el existencial, el moral y el político (Brinkmann, 2014).
No se trata ahora de desplazar y desbancar el modelo clínico, sino de situarlo en el contexto más amplio de otras dimensiones que también dan cuenta de los malestares en cuestión. De acuerdo con lo dicho en el capítulo anterior, las dimensiones sociales, existenciales y morales no son ajenas a los trastornos psi, por muy bien que estos encajen en el idioma clínico. Siendo así, la propia práctica clínica podría beneficiarse de esos aspectos no-clínicos en lugar de «clinificarlos» cada vez más. Al fin y al cabo, los problemas psicológicos no son enfermedades (López Méndez y Costa Cabanillas, 2014). El carácter eminentemente interpersonal de la psicoterapia, fundado a su vez en el carácter históricosocial de los problemas psi, permite esta consideración que, sin embargo, no cabría hacer a propósito de la medicina, cuyos problemas y soluciones implican condiciones naturales de orden fisiológico más que psicológico, social y existencial, si bien tampoco carecen de estas dimensiones. La medicina también es una institución social y fundamental en nuestra sociedad, pero lo que quiero destacar de la psicoterapia como institución intermedia (lo que también se podría decir en general de la psicología y la psiquiatría) es esa función remediadora de problemas que no resuelven las instituciones básicas, sino que incluso crean con sus contradicciones. Así, por ejemplo, la familia educa a los hijos para su propia independencia, pero a veces los apegos, dependencias y obligaciones les impiden volar lejos. La escuela es inclusiva, pero excluye a quienes no progresan adecuadamente, a veces mediante diagnósticos. Mientras que el sistema político proclama la igualdad de oportunidades, el sistema económico es competitivo. Deseamos y se nos ofrecen muchas opciones, pero elegir supone asumir responsabilidades (paradoja de la elección, miedo a la libertad). La movilidad social y la pluralidad de formas de vida también traen inestabilidad y crisis. Si por
un lado el paro y la precariedad del empleo generan malestares, por otra el trabajo puede producir burnout. La sobreabundancia de alimentos conlleva trastornos de la alimentación. Incluso llegar a ser la persona que quieres es una tarea complicada hoy en día. Las críticas que tradicionalmente reciben la psiquiatría y la psicología como disciplinas al servicio del poder (biopolítica, tecnologías del yo) sugieren que esta función social intermedia se ejercita, por lo común, con poca conciencia autocrítica. La conciencia autocrítica pareciera excusada cuando uno se instala en un modelo biomédico poseedor de un supuesto saber científico natural exento (acaso poseído por él), como si ya estuviera todo dicho con hablar de neurotransmisores, datos, evidencia y metaanálisis. Se habla mucho de ética, pero no se revisa la propia autoconcepción del modelo biomédico dado, según parece, como referencia. La noción de institución intermedia siquiera podría servir para repensar la institución social de la psicoterapia y en general de las profesiones psi más allá de las concepciones recibidas. Todavía cabe dar otro paso en este ejercicio de pensar más allá de la corriente principal si se trata de ver el aspecto y la dimensión social que implican los trastornos psicológicos. Por más que personales, los trastornos psi no dejan de estar enraizados en relaciones interpersonales que albergan historias de conflicto, tensión, abuso, negligencia o influencia de alguna manera. Siendo así, admiten una consideración como dramas sociales. La noción de drama social, en el sentido antropológico, se refiere a procesos inarmónicos o disarmónicos que surgen en situaciones conflictivas y suponen una ruptura en el ajuste y funcionamiento social (Turner, 1969). La noción de drama social no fue pensada para los trastornos psi. Sin embargo, los trastornos psi tienen un cierto aspecto de drama social en el sentido de que, como estos, implican una ruptura en el funcionamiento previo de las cosas, suponen
una crisis que está por ver si se supera, requieren acciones reparadoras y se espera que terminen con la reintegración en el orden previo o un nuevo orden. Estas cuatro fases de los dramas sociales: ruptura, crisis, remedio y reintegración, descritas por el antropólogo escocés Victor Turner (1920-1983), se corresponden con los trastornos psi de la forma en que se muestra en el Cuadro 21 (PérezÁlvarez, 2013). Los trastornos psi entendidos como dramas sociales remiten a la consideración de la psicoterapia como rito-de-paso. CUADRO 21. La noción de drama social y su correspondencia clínica Fases
Definición antropológica
Correspondencia clínica
Ruptura (break)
Brecha en las relaciones sociales regulares entre personas o grupos de un sistema.
Algo va mal que preocupa y desajusta nuestro funcionamiento. Se contempla buscar ayuda.
Crisis
La situación se revela insostenible. Se hace pública y notoria. Estado liminal: fuera de la armonía anterior y sin todavía un arreglo.
«No puedo más»; «ataque de ansiedad»; «brote psicótico». Búsqueda de ayuda profesional. Baja laboral; estado liminal.
Acción reparadora
Mediaciones informales. Rituales.
Tratamiento. Proceso de cambio.
Restablecimiento del orden, Reintegración incluyendo cambios. Pueden surgir nuevas normas.
Recuperación. Finalización de la terapia. «Alta.» Reintegración.
Rito-de-paso y liminalidad La noción de rito-de-paso puede mostrar nuevos aspectos, tanto de la psicoterapia como de los trastornos psi, que de otra manera pasarían desapercibidos. La conexión entre psicoterapia y rito-de-paso no es usual, pero tampoco insólita. Fue establecida ya en la perspectiva de la terapia
familiar (Beels, 2007; Roberts, 1988), así como por el psiquiatra estadounidense Jerome Frank en su estudio clásico de los factores comunes que comparten las diferentes psicoterapias (Frank, 1961; Frank, 1982; Frank y Frank, 1991). Mientras que Frank incluye el ritual, junto con la mitología, como un factor común de la psicoterapia (mitología y ritual hacen referencia a lo mismo que rationale y acciones terapéuticas según lo expuesto antes), la terapeuta familiar Janine Roberts considera que la terapia misma puede ser vista como un ritual (Roberts, 1988). Por lo pronto, la noción de ritual presenta la psicoterapia como una «estructura social» que acoge, reconoce y da precisamente encaje social a los «dramas» de la gente, diferente de la imagen de «taller de reparación» que parece proyectar la terapia en la concepción científicotécnica, centrada en procesos averiados que hay que reparar. Si en la psicoterapia científico-técnica uno entra en «boxes» para seguir la carrera, en la psicoterapia concebida como ritual uno entra en una estructura social ella misma mantenedora y creadora de estructura social (Roberts, 1988, p. 15). Por mi parte, entiendo que esta segunda imagen se corresponde mejor con la psicoterapia que la otra. La noción de ritual no es pues insólita en psicoterapia, ni tampoco es extemporánea, como explicaré. El filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han habla de la desaparición de los rituales (Han, 2020), pero la realidad no es del todo así, ni tampoco sería bueno que lo fuera. Rituales no son únicamente los ceremoniales de las sociedades tradicionales que describen los antropólogos (del tipo de la curación de la mujer de Mozambique expuesta en el capítulo 6), ni los actos que se realizan con solemnidad (religiosos, académicos, etcétera). Si bien desaparecen unos rituales, emergen otros. ¿Qué decir de la práctica de mindfulness, de los centros de yoga, de los cumpleaños y de los actos de graduación? El mayor
enemigo de los rituales, de acuerdo con Han, es por un lado la presión para producir y por otro la presión para ser auténtico. La presión para producir se opone a los rituales porque prima la cantidad y la prisa sobre la cualidad y la demora propias del ritual. Así, por ejemplo, se producen muchas conexiones que dan lugar, según la fórmula de Han, a una comunicación sin comunidad compuesta esta de individuos conectados sin que ello implique una relación social. Por el contrario, lo que harían los rituales sería crear comunidad sin comunicación, por cuanto los rituales mismos ejercitan los valores que mantienen cohesionada a la comunidad sin necesidad de afirmar de otra manera su pertenencia a ella. No obstante, quizá esos rituales emergentes citados tengan al final como objetivo la producción de subjetividades individuales y no tanto hacer comunidad. Por su parte, la presión para ser auténtico se opone a los rituales en la medida en que la pretendida autenticidad descalifica el comportamiento formal mantenido cara a cara por considerarlo inauténtico (externo, superficial), bajo el supuesto de que la verdad estaría dentro de uno: sus sentimientos, cómo uno se siente. De acuerdo con Han, el «homo psychologicus narcisista está atrapado en sí mismo, en su intrincada interioridad. Su pobreza de mundo hace que solo gire en torno a sí mismo. Por eso cae en depresiones» (Han, 2020, p. 37). Es interesante reparar en que otros estudiosos del ritual coinciden con Han en ver la sinceridad (para el caso autenticidad) como contrapunto del ritual (Seligman et al., 2008). Estos autores muestran cómo el ascenso de la sinceridad a partir del protestantismo, con su «creencia de que la verdad reside dentro del yo auténtico», supuso la descalificación de los rituales, que terminaron por ser vistos con recelo, como formas externas incoherentes con uno mismo (Seligman et al., 2008, p. 181). Sin estar estos autores en contra de la sinceridad, lo que se proponen es restablecer el equilibrio
entre ritual y sinceridad replanteando el ritual mismo, no sin señalar el peligro de tratar de construir un mundo coherente sobre la pretendida verdad individual albergada dentro de uno. Estos autores parten de la naturaleza fragmentada y discontinua del mundo —por cierto, de acuerdo con la ontología pluralista presentada en el primer capítulo—, de modo que los rituales vienen a orientarnos en un mundo de por sí incoherente y ambiguo ofreciendo marcos de sentido para las acciones —qué hacer en las distintas situaciones cotidianas, qué es lo coherente en el trato social—, sin estar a expensas de la propia coherencia con lo que sientes y piensas, lo que podría ser demoledor para la vida social (Seligman et al., 2008, p. 8). Además de enseñarnos cómo vivir dentro y entre situaciones ambiguas y fronterizas en vez de ponerse uno a buscar lo absoluto en ellas (si existiera), los rituales no solo nos sacan del mundo subjetivo sino que crean un mundo subjuntivo «como si» (as if) o «podría ser» (could be) que abre un espacio de posibilidad más allá del «como es» (as is). El mundo subjuntivo lo encontramos a diario en rituales cotidianos como saludar. Cuando decimos «hola, qué tal», no esperamos que nos cuenten «cómo son» en verdad su vida, sus sentimientos, dolencias, lo que piensa en aquel momento, que nos expliquen la convencionalidad del saludo, el fingimiento y falsedad que implica o lo que sea. Alguien sincero que tratara de ser coherente consigo mismo fácilmente entraría en una suerte de «efecto pi» (π) interminable sacando decimales acerca de lo que realmente siente, que iría cambiando al hilo de su aclaración. La verdad del saludo está en la propia convencionalidad. Al crear un espacio subjuntivo compartido, se reconoce, a la vez que se resuelve, la ambigüedad inherente constitutiva de la vida social y sus relaciones. La formalidad, reiteración y restricción del ritual son aspectos necesarios de esta creación compartida. Es más, el ritual tiene sus propias
capacidades para las realizaciones humanas, acaso demasiado engañosas en las versiones actuales del supuesto mundo autocreado de la elección individual y del ideal de autonomía libre de referentes tradicionales (Seligman et al., 2008, p. 7). El mundo subjuntivo que crea el ritual tiene su relevancia en psicoterapia tanto o más que en medicina, donde se habla de «medicina subjuntiva» (Hardman y Ongaro, 2020). La psicoterapia misma como ritual crea un nuevo escenario («como-si») más allá de la vida cotidiana en que tienen lugar los problemas y los intentos fallidos de solución («como-es»). Se refiere a un escenario que abre la posibilidad de que las cosas pudieran ser de otras maneras gracias a la colaboración y acciones que se ponen en juego (modo subjuntivo). La psicoterapia como ritual se sitúa también más allá de la práctica basada-en-la-evidencia, que supone que las cosas son como son y habría que actuarsobre ellas (modo indicativo). En su lugar, la psicoterapia como ritual (subjuntiva) crea el contexto de actuar-con de forma colaborativa según el escenario social temporal creado a propósito (Hardman y Ongaro, 2020, p. 5), que no es otro que tratar de solucionar el problema y salir de la situación patógena. Más específicamente, la psicoterapia como ritual responde a un rito-de-paso. El concepto de rito de paso (rite de passage) se debe al antropólogo francés Arnold van Gennep (1873-1957) en su obra homónima de 1909 (Van Gennep, 2008). Rito de paso designa las actividades que simbolizan y marcan la transición de un estado a otro en la vida de una persona, ya sea en las transiciones del curso de la vida —como por ejemplo de la adolescencia a la vida adulta— o de una condición o estatus a otro —de soltero a casado, de sano a enfermo o de enfermo a recuperado—. En psicoterapia el paso sería de una situación patógena (trastorno, ruptura, crisis) a la recuperación (reintegración o un nuevo orden). Los ritos de paso se describen con
arreglo a tres momentos: separación, margen y agregación (Van Gennep, 2008). De esta manera tratan los ritos de paso de recomponer las discontinuidades y transiciones del curso de la vida. Puede entenderse que tanto el curso de la vida como los ritos de paso se mueven entre la continuidad y el cambio, la identidad y la alteridad. La separación hace referencia al momento más o menos abrupto en el que uno deja de tener el estatus social o el estado de salud del que disfrutaba, sin estar resuelto ni claro en qué terminará. Se entra entonces en una nueva situación al margen de la anterior (margen) en la que uno no está aún resituado, por lo cual se denomina situación liminal o de liminalidad. La situación liminal supone un estatus especial de la persona: una posición inestable, marcada a menudo por el diagnóstico, como «paciente», «de baja», a la espera de mejorar. Victor Turner ha caracterizado esta situación liminal como betwixt and between, «entre lo uno y lo otro» (Turner, 2008). En términos de Turner, la posición liminal supone una antiestructura social en la que las formas estructuradas de funcionamiento anterior están alteradas (en suspenso) y una nueva estructura llamada communitas se abre en el ritual, lo que en terapia sería la relación terapéutica (vínculo afectivo, confianza, alianza, empatía, comprensión). Esta communitas que brinda la terapia incluye los mitos y rituales a los que se refería Frank, o, para el caso, la rationale y las acciones terapéuticas. La terapia como creadora de estructura social a la que se refería Janine Roberts redunda en esta communitas junto con otras funciones de la terapia como la conexión del pasado, el presente y el futuro, la expresión de emociones (sentimientos y resentimientos), el enfrentamiento del dilema entre cambio o no-cambio y la reestructuración de las relaciones (Roberts, 1988). El contexto de la terapia vendría a ser un espacio comunitario que suple el contexto social roto y sirve de
paso a la reintegración (recuperación, «alta», nueva vida). El Cuadro 22 muestra el esquema del rito-de-paso y su correspondencia con la psicoterapia (Pérez-Álvarez, 2013). CUADRO 22. La psicoterapia como rito-de-paso Esquema clásico (Van Gennep)
Separación.
Ruptura. Crisis. «No puedo Psicoterapia más.» «Necesito ayuda.»
Margen. Situación liminal. Antiestructura. Communitas.
Agregación.
En terapia. «De baja.» Liminalidad. Communitas. Estructura social (Roberts). Mito y ritual (Frank).
Recuperación. «Alta.» De nuevo a la vida.
El concepto de rito-de-paso pone de relieve dos fenómenos: a) la situación liminal y la liminalidad como concepto descriptivo de períodos en transición y b) el modo subjuntivo y la subjuntividad como concepto descriptivo de las incertidumbres y posibilidades que se abren en situaciones liminales. Liminalidad y subjuntividad son conceptos afines, hasta ahora aplicados sobre todo en medicina como marco para entender la experiencia de enfermedad (Blows et al., 2012; Dauphin et al., 2020; Hardman y Ongaro, 2020). Su aplicación en psiquiatría y psicología está todavía por llegar. En su imitación de la medicina, la psiquiatría y la psicología dan la impresión de estar quedándose con lo peor, que sería en este caso esa práctica basada-en-la-evidencia abstracta, cientificista y al final «mala ciencia», en vez de conceptos como estos, por cierto, basados en la evidencia de estudios cualitativos consistentes en entrevistas en profundidad. Obsesionada con la certeza y los resultados, la práctica basada-en-laevidencia deja de lado algo que ocurre todos los días y a todos los usuarios alguna vez: incertidumbres y posibilidades por explorar.
La liminalidad es el mundo de la contingencia donde los eventos, las ideas y la realidad misma pueden tomar diferentes direcciones. Por su lado, la subjuntividad es el modo en que los pacientes asumen la liminalidad. La subjuntividad hace referencia a un estado de ánimo y una actitud de duda, esperanza, voluntad, temor, cautela, etc., que tiene sentido por sí misma para explorarla, amén de merecer respeto y reconocimiento. Así, por ejemplo, como muestran estudios cualitativos, no hacer nada ante la incertidumbre no carece de sentido, pues puede constituir un intento deliberado de dejar espacio a la imaginación y contemplación de alternativas, sin que falten quienes buscan activamente la incertidumbre como elección preferida (Dauphin et al., 2020, p. 359). Después de todo, la liminalidad y la subjuntividad son conceptos de las ciencias sociales, no en vano introducidos por Van Gennep y Victor Turner, con una variedad de aplicaciones y significados más allá del uso clínico. De hecho, la vida en la sociedad actual está repleta de cambios, transiciones, incertidumbres, posibilidades y contingencias. Situaciones liminales se pueden dar en la dimensión espacial además de en la temporal. Así, espacios liminales pueden ser umbrales en los que no se está ni dentro ni fuera, sino más bien en las puertas (de donde viene «liminal», de limen, ‘umbral de una puerta’), así como en lugares de tránsito a veces llamados no-lugares (aeropuertos, vías rápidas), fronteras y zonas-límite. Con todo, las situaciones liminales de mayor interés aquí se dan en la dimensión temporal, sean momentos, períodos o épocas, a su vez de individuos, grupos e incluso sociedades. El Cuadro 23 muestra esta combinatoria tiempo-sujetos con ejemplos ubicados no sin cierta arbitrariedad (Thomassen, 2009). CUADRO 23. Tipos de experiencias liminales
Sujetos
Individuos
Grupos
Sociedades
Pasos con sus rituales a un nuevo estatus (promoción de un curso, graduación, equipo campeón…)
Eventos más o menos súbitos que alteran toda la sociedad (pandemia, desastre, revolución, carnavales…)
Período
Etapas críticas de la vida (pubertad, adolescencia, jubilación…)
Pasos con sus rituales que se extienden durante semanas o meses (peregrinaje, desplazamientos…)
Inestabilidad política, guerras, crisis económica…
Época
Individuos «fuera de la sociedad» por elección u obligados
Fraternidades religiosas, minorías étnicas, inmigrantes, refugiados…
Inestabilidad política, guerra o crisis económicas prolongadas...
Tiempo Eventos más o menos súbitos que afectan a la vida (enfermedad, Momento divorcio, muerte, despido, maternidad…)
Los trastornos psi tienen su aspecto liminal y subjuntivo en sus incertidumbres y posibilidades abiertas, que no tienen por qué ceñirse al protocolo de turno. El diagnóstico y los síntomas describen una condición que se da dentro de uno, pero también (o más) definen y establecen una situación (liminal y subjuntiva) que para la persona puede suponer una tregua en los avatares de la vida, un reconocimiento de que algo no iba bien, una petición de ayuda y una queja en el doble sentido de estar aquejado de un padecimiento y de quejarse de algo o de alguien. No sería la primera vez que un dolor de cabeza duele contra algo o alguien. Ciertos trastornos tienen ya reconocido el signo liminal, como el trastorno límite de personalidad (entre la neurosis y la psicosis) o trastornos crónicos en parte o en buena medida cronificados por la medicación (Whitaker, 2016). En particular, la perspectiva liminal se ha aplicado a la anorexia (Garrett, 1996) y la esquizofrenia
(Barrett, 1998). Sin dejar de ser condiciones clínicas, ambas agradecen la perspectiva liminal que las resitúa en el contexto social en el que surgen y donde se debate su dramático modo de estar-en-el-mundo, más allá de la mirada reduccionista biomédica. La liminalidad de la anorexia viene dada por el proceso de transformación personal, que consiste en todo un rito de paso. Como rito de paso incluye una retirada de ciertos hábitos y valores relacionados con la comida (restricciones, ayunos, inanición) y la entrada en una posición liminal en la que la experiencia del propio cuerpo ya no es la misma y todavía no es lo que se propone conseguir con la vigilancia del peso y el «ascetismo» emprendido. Entretanto, se está en una situación frágil, vulnerable, autorrestrictiva, ritualizada y probablemente bajo presión familiar y clínica para la recuperación del peso y los hábitos alimentarios (Garrett, 1996). Aunque la anorexia es por definición un trastorno de la alimentación, están implicados aspectos más básicos que la comida y el peso, como la identidad, el sentido de sí mismo y la posición social (liminal), «a la vez dentro y fuera de la sociedad»: un particular modo de estar-en-el-mundo (Eli, 2018; Garrett, 1996). El enfoque clínico al uso reconoce la influencia social en la anorexia (ideales del cuerpo, etc.). Sin embargo, la influencia social suele quedar reducida al papel de precipitante de una supuesta predisposición biológica (típicamente polimorfismos asociados) de acuerdo con la socorrida interacción individuo-ambiente, sin reparar en la condición existencial (liminal), donde acaso el problema de la comida no es sino un recurso estratégico, no el problema central. La liminalidad de la esquizofrenia puede verse en su particular estatus como enfermedad y el consiguiente «estado crónico» asignado (Barrett, 1998). Aunque muchas personas con esquizofrenia se recuperan o viven su normal modo de ser «esquizofrénico», lo cierto es que otras permanecen en un «estado crónico» o, para el caso, en un
estado liminal: separados del estatus anterior y sin «agregarse» o reintegrarse en el normal funcionamiento social. En este sentido, la esquizofrenia tiene un estatus ambiguo: se considera una enfermedad, pero también es un modo de ser. Como supuesta enfermedad, la esquizofrenia no es una enfermedad como otra cualquiera —la diabetes o el alzhéimer, con las que a veces se la compara—, sino que implica a la persona en su totalidad. Como dice Robert Barrett, el enfoque de la liminalidad llevaría «más allá de la visión convencional de la cultura como patoplástica (meramente moldeando experiencias psicóticas y dándoles contenido) hasta la visión de la cultura que juega un papel determinante en la estructura de la experiencia psicótica misma» (Barrett, 1998, p. 451). La expresión «persona con esquizofrenia» —como si fuera meramente una enfermedad adherida a la persona— no capta su peculiar modo de ser (Sass, 2007). En términos de liminalidad, puede que se abra su consideración como «persona», si se quiere «persona liminal», en un escenario social que reconozca su peculiar modo de ser y de estar en alguna medida debido al estatus asignado (enfermedad sin serlo como otras, cronificación en parte debida al tratamiento). La liminalidad-subjuntividad concierne también al clínico toda vez que no solo ha de estar abierto a ellas, sino que él mismo debe mantenerese en posición liminal y modo subjuntivo. Hay dos referentes a este respecto. Uno es el enfoque del diálogo abierto, donde los clínicos asumen expresamente su propia tolerancia a la incertidumbre sin sentirse obligados a dar un diagnóstico, evitando asimismo la medicación y el ingreso ante lo que podría ser una crisis psicótica (Seikkuka y Arnkil, 2019). Otro es la prevención cuaternaria, consistente en tratar de evitar el diagnóstico, así como toda sobreactuación sanitaria innecesaria (OrtizLobo e Ibáñez Rojo, 2011). Se habla mucho de prevención, pero la que está más a mano del clínico es esta. No se trata de «mandar» para casa al consultante sin más. Antes bien,
implica atender, entender y validar el problema que se consulta y explicar por qué es mejor abstenerse del diagnóstico. Esperar y ver. En resumen El capítulo se proponía investigar el modo particular de ser de la psicoterapia o tratamiento psicológico, qué es lo que lo hace distinto del tratamiento médico y de otras ayudas psicológicas con las que a veces se confunde. Tras mostrar que la psicoterapia tiene una corta historia y un largo pasado, he destacado su particular estructura tripartita, compuesta por el terapeuta, el consultante o paciente y el discurso o rationale que marca y enmarca su funcionamiento. Se trata de una estructura coincidente, no por casualidad, con la estructura de la retórica: ethos (aspecto y credibilidad del terapeuta), pathos (paciente) y logos (discurso). Dentro de esta estructura se encuentra el peculiar modo de ser de la psicoterapia, que empieza por la palabra y la relación. Se trata de una relación única en la vida del consultante, algunos de cuyos aspectos desatacados son la escucha no-punitiva, el espacio-vivido, la atmósfera, la experiencia emocional correctiva y la triple perspectiva de primera, segunda y tercera persona. El funcionamiento de la psicoterapia supone un procedimiento interpersonal consistente en unidades de sesiones con un número de ellas no siempre predeterminado, realizadas en un tiempo y espacio específicos. Empieza con un vínculo inicial que se extiende a lo largo del procedimiento. Dentro de la relación, toda psicoterapia tiene una teoría o rationale que explica lo que pasa y lo que hay que hacer. Si la relación terapeutaconsultante es el eje de la psicoterapia, la rationale es el marco que estructura todo el funcionamiento, incluyendo la propia relación. La relación no es algo que se establece de
una vez, sino que requiere de un cuidado continuo. La psicoterapia raramente es un proceso acumulativo lineal, sin altibajos, que el clínico debe saber manejar. Una vez vista desde dentro, situé la psicoterapia en la perspectiva sociológica y antropológica, a fin de caracterizarla como institución social y figura cultural, siquiera sea para contrabalancear el «sesgo» clínico médico, por lo demás entendible. Sin dejar de serlo, la psicoterapia es más que una práctica meramente clínica; es también una práctica social con una vertiente antropológica. Como institución social, la psicoterapia sería una institución intermedia entre los individuos y las instituciones básicas de la sociedad que, aunque ordenadas al bienestar, no dejan de generar malestares, lo que suscita la cuestión de parte de quién está la práctica clínica. Como figura antropológica, la psicoterapia viene a ser un rito-depaso bajo cuya perspectiva se percibe el escenario paralelo (subjuntivo, posibilista) que ofrece gracias a su propia estructura social transformadora (experiencial, reestructuradora). Si esta imagen de la psicoterapia como rito-de-paso resulta extraña, ¿qué decir de su imagen como «taller de reparación de mecanismos averiados»?
RECAPITULACIÓN
MÁS ALLÁ DE LA CORRIENTE PRINCIPAL, NUEVA VIDA PARA LA PSICOTERAPIA Parte 1 El libro se proponía deslindar la ciencia y la pseudociencia dentro de la psicoterapia, sin partir acríticamente de la corriente principal de la psicología y la psiquiatría. La corriente principal viene dada por la práctica basada en la evidencia, el modelo biomédico y el método científico positivista (típicamente un enfoque cognitivo-conductual y psiquiátrico neurocéntrico). En su lugar, partí de una ontología pluralista relacional, no la ontología monista esencialista que caracteriza a la corriente principal. De acuerdo con la ontología relacional, los fenómenos psi no estarían ni dentro de uno (mente, cerebro) ni tampoco fuera (ambiente, sociedad), sino que consistirían en las relaciones comportamentales que los sujetos mantienen con el mundo. Este punto de partida incluye una epistemología plural de acuerdo con la cual se reconocen distintas teorías de la ciencia (formismo, mecanicismo, holismo, contextualismo), todas las cuales tienen su representación en la psicología y la psiquiatría. Estas cuatro cosmovisiones científicas se pueden reducir a dos, que se corresponden con la gran división entre ciencia natural (positivista mecanicista) y ciencia humana (holista contextual), ambas dadas tanto dentro de la psicología como dentro de la psiquiatría, por lo que no en vano se habla de las «dos culturas» de la psicología y de las «dos mentes» de la psiquiatría. De esta constatación resultan cinco conclusiones:
a) Aunque no hay ciencia sin método, lo que no hay tampoco es el método científico como algo en sí mismo, sino un pluralismo metodológico acorde con los temas y problemas en estudio. b) La alternativa a la ciencia natural, según la cual se autoconcibe la corriente principal, no es la no-ciencia, sino la ciencia humana con sus métodos cualitativos y mixtos. c) La ciencia humana (holista contextual) sería la ciencia que mejor se corresponde con las realidades psi de acuerdo con la ontología relacional que se ha presentado. d) La psicología y la psiquiatría son inseparables en estas cuestiones sin menoscabo de sus diferencias. e) Aun siendo el conocimiento científico fundamental, no deja de ser un conocimiento entre otros, como el sentido común, la experiencia práctica y la prudencia o frónesis, de particular interés en medicina y psicoterapia. Parte 2 Sobre estas bases ontológicas y epistemológicas, el libro emprende la demarcación entre ciencia y pseudociencia dentro de la psicoterapia. El primer hallazgo, por no decir encontronazo, fue la constatación de la dificultad (si es que no imposibilidad) de diferenciar ciencia y pseudociencia. Las listas de criterios que caracterizan la pseudociencia (abuso de hipótesis ad hoc, ausencia de autocorrección, etc.) son aplicables también a la ciencia estándar, de modo que los criterios son más dimensionales que taxativos. Puede que en los extremos sea fácil señalar pseudociencias como la ufología, el creacionismo y la clarividencia y pseudoterapias como la terapia regresiva, la imposición de manos o la sanación con cristales. Sin embargo, no sería
fácil, de ser posible, fijar un criterio definitivo en torno a terapias establecidas como la desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares (la famosa EMDR), sobre la que de hecho existe una enconada controversia. Así, he tomado la EMDR como piedra de toque sobre la que poner a prueba los criterios de demarcación entre ciencia y pseudociencia. Esto implicó tres pasos en sendos capítulos. En primer lugar, un análisis interno de la calidad explicativa de la EMDR dando por hecho que tiene eficacia comprobada con métodos estándar. En segundo lugar, un análisis del trastorno de estrés postraumático, sobre el que se ha erigido la EMDR, mostrando cómo este trastorno se presta a la creación de terapias, como también ocurre con la depresión. En tercer lugar, la comparación de la EMDR como presunta terapia pseudocientífica con la terapia cognitivo-conductual (CBT) en cuanto terapia científica de referencia. Resultan diez conclusiones. 1) La pseudociencia no se dirime en términos de eficacia y metodología estándar, que la EMDR cumple (aunque no sobradamente), sino en términos explicativos (teóricos, conceptuales), explicación que resulta implausible y oscura, como lo son (implausibles y oscuros) los movimientos oculares y la estimulación bilateral que dan nombre y razón de ser a esta terapia. A tenor de su explicación, la EMDR sería pseudocientífica. 2) El trastorno de estrés postraumático puede ser engañoso para fundamentar una terapia con pretendidos mecanismos tan particulares como los postulados por la EMDR, habida cuenta de que existen numerosas terapias eficaces que no se basan en los movimientos oculares o la estimulación bilateral, incluyendo rituales de sanación como los practicados
en sociedades tradicionales (sin la cultura psicológica occidental). 3) Las curaciones rituales en sociedades no psicologizadas pueden arrojar luz sobre el «ritual» implicado en la EMDR, con toda su parafernalia consistente en una serie de pasos que incluyen el ritual específico de los movimientos oculares, que algunos autores ven como una suerte de mesmerismo y efecto placebo. El posible efecto placebo de la EMDR me llevó a escribir todo un capítulo que al final está ubicado en la tercera parte. 4) La aplicación a la CBT de los mismos criterios por los que la EMDR resultaría pseudocientífica convertiría esta terapia también en pseudocientífica, toda vez que sus mecanismos explicativos —además de implausibles y oscuros— estarían refutados en la medida en que el efecto de la terapia no parece depender de los procesos cognitivos postulados. No obstante, habría aquí una diferencia un tanto paradójica a favor de la CBT, y es que la propia refutación de los mecanismos cognitivos hace científica a esta terapia, frente a la EMDR, cuyos mecanismos parecen irrefutables, dado que son protegidos mediante hipótesis ad hoc. Al fin y al cabo, la CBT, al definirse como cognitivoconductual, tiene los huevos en dos cestas, mientras que la EMDR se lo juega todo a una carta. 5) Esta conclusión, según la cual tanto la EMDR como la CBT resultarían pseudocientíficas, plantea una cuestión acerca de los propios criterios que definen la pseudociencia y en general sobre la idea de demarcación. Porque o bien podríamos decir que son criterios potentes porque detectan como pseudociencia una terapia que se pensaba que era científica, o bien son en realidad impotentes, habida cuenta de que son incapaces de diferenciar una terapia referente de ciencia (la CBT) de otra que se
pone a menudo como ejemplo de pseudociencia (la EMDR). 6) Por lo que a mí respecta, entiendo que ambas terapias son víctimas de la misma concepción científica (positivista natural) sobre la que se establece la distinción entre ciencia y pseudociencia. El problema de la demarcación al uso es subsidiario de la ciencia natural positivista, la misma que preside la corriente principal de la psicología y la psiquiatría. 7) En el contexto reciente en el que el problema de la demarcación entre ciencia y pseudociencia cede el paso a la «actitud científica» (referida a la orientación empírica y a la vez al cambio conceptual), la EMDR, con su cinturón de hipótesis, parece tener una actitud más dogmática, más cientificista que propiamente científica, que la CBT, con una «actitud científica» más clara. Puede que la EMDR se salve de ser calificada como pseudociencia, pero su «actitud científica» parece condenarla, como si dijéramos que «el cartero siempre llama dos veces». 8) Al final, la cuestión de la pseudociencia no parece dar más de sí, por lo que cede el paso a la citada «actitud científica». La noción de pseudociencia sirve para demarcar prácticas obvias y se presta a «guerras» cuando la corriente principal se ve amenazada por prácticas «advenedizas», como alguien podría pensar de la EMDR en relación con la CBT. 9) Con todo, el mayor problema de la «guerra de la pseudociencia» es que oculta otros usos y abusos de la ciencia más sutiles y perniciosos que la propia pseudociencia. A este respecto señalé la mala ciencia, por cuanto la ciencia estándar (positivista natural de la corriente principal) puede ser inadecuada para estudiar fenómenos humanos como los trastornos psi. Me referí al cientificismo, consistente en la consideración de la ciencia natural y el supuesto
método científico como el conocimiento sobre el que orientar la vida y entender los asuntos humanos. Y me referí también al integracionismo, ya un mantra según el cual integrar distintos niveles de análisis y técnicas de todo tipo sería lo más científico. Así, la EMDR, sin haber aclarado sus mecanismos, ya está instalada, y su eficacia asegurada merced a la integración de técnicas de aquí y allí. Por otra parte, aun sin estar claro si los movimientos oculares y la estimulación bilateral tienen sentido, invoca los mecanismos cerebrales conforme a los cuales funcionan tales procedimientos. El integracionismo sin escrúpulos sería un abuso científico que también deja a la EMDR al descubierto. Se podría decir que «el cartero llama más de dos veces». 10) Además de los usos abusivos de la ciencia practicados por los propios científicos, como los señalados de la «mala ciencia», el cientificismo y el integracionismo, están otras prácticas de nuestra época como la psicopalabrería (psychobabble) y la neuropalabrería (neurobabble), referidas al uso a la ligera de la jerga psicológica, psiquiátrica y neurocientífica. Se trata de una mezcolanza de literatura de autoayuda, lenguaje tipo coaching, psicología positiva, autoestima, inteligencia emocional, mindfulness, neuroimágenes, funciones ejecutivas y neuronas espejo, por citar algunos temas típicos y tópicos, toda una charlatanería que se abre paso a menudo con la complicidad de científicos devenidos en vulgares divulgadores, de profesores poco leídos y de profesionales sin escrúpulos. Parte 3
Tras poner la corriente principal de la psicología y la psiquiatría, por así decir, en su sitio, tenemos el terreno despejado o, en otra metáfora, estamos deshipotecados para plantear la psicoterapia más allá de la analogía médica. Comoquiera que la psicoterapia se tiene que medir con la medicación, un capítulo está dedicado al tratamiento psicofarmacológico. Para nada se trata de una invectiva contra la medicación, sino de ver qué hace realmente: si trata enfermedades o síntomas y cómo lo hace, si corrige desequilibrios químicos u otra cosa, dando por hecho que ayuda a mucha gente. Una primera conclusión es que la medicación trata síntomas, pero no enfermedades, como se podría pensar, entre otras cosas porque los trastornos psiquiátricos no responden al concepto de enfermedad con procesos patofisiológicos diana (tratables directamente). Los propios psicofármacos crean su modelo de enfermedad, en vez de al revés. Una segunda conclusión es que las mejorías que producen los psicofármacos tienen que ver con su propio efecto psicoactivo (sedación, embotamiento, indiferencia), que a su vez puede interferir en síntomas (agitación, voces), no con la corrección de supuestos desequilibrios causantes de los síntomas. Los psicofármacos son sintomáticos, no curativos, y no están exentos de crear condiciones nocivas como la adicción y el síndrome de retirada. Este efecto da lugar fácilmente a la medicación continuada cuando el síndrome de retirada se confunde con recaída en la enfermedad o se suma a los síntomas. En este contexto, se reclama la opción de no-medicación (sin renunciar a ella) y su sustitución por ayudas psicoterapéuticas, sociales y comunitarias. Esto se plantea particularmente en relación con la medicación antipsicótica, pues la eventual cronicidad del trastorno psicótico y la posible cronificación a la que abocan los antipsicóticos se realimentan sin estar claro qué viene
primero. Mientras que una parte de la psiquiatría defiende la opción de no-medicación, otra parte aboga por la medicación continuada: una esquizofrenia psiquiátrica en relación con qué hacer con la esquizofrenia. Puesto que no todos los pacientes necesitan medicación y a ninguno le sobra la ayuda psicoterapéutica, la psicoterapia se ofrece como la alternativa más coherente con la naturaleza de los problemas y las necesidades de los pacientes. La química de la relación psicoterapéutica puede ser más valiosa que la neuroquímica intersináptica. Este no es un debate psiquiatría-psicología, sino que se produce dentro de la misma psiquiatría. El efecto placebo sirve de puente entre la medicina y la psicoterapia. Surge de la medicina, pero tiene una naturaleza psicológica. En la medicina, el efecto placebo cuenta con una doble consideración: negativa como efecto inespecífico de los tratamientos, y que hay que controlar con diseños experimentales de doble y triple ciego, y positiva como efecto que conviene potenciar en la práctica clínica, donde interesa sumar al tratamiento el posible efecto placebo. Mientras que en la investigación biomédica surgió toda una «paranoia metodológica» tendente a controlar y contrarrestar el ubicuo efecto placebo a fin de aislar el efecto neto del tratamiento (por ejemplo, la medicación), en la práctica clínica se suscitó todo un renovado interés por el poderoso efecto placebo que llevó a constatar que su uso abierto (open label placebo) (decirle a la gente que está tomando un placebo) resulta tanto o más efectivo que su empleo subrepticio, amén de más ético. Este doble uso no hace sino reconocer el ubicuo y poderoso efecto placebo como un fenómeno inherente a la práctica médica, y aun habría que decir a toda práctica sanadora. Ahora bien, lo que es un fenómeno «psicológico» inespecífico en medicina (a controlar o cultivar) es específico o especificable en psicología. A este respecto, se han puesto de relieve el papel sanador de la palabra del
clínico (de donde viene el término placebo que significa ‘agradará’ y se refiere a palabras tranquilizadoras y esperanzadoras), así como los efectos sanadores debidos al contexto clínico (significado, condicionamiento y expectativas) y a los rituales que de alguna manera se dan en la práctica médica. Todos estos factores (palabra, contexto, rituales) pueden contribuir a la mejoría de la condición clínica mediante la tranquilización, la esperanza y el cambio de atención hacia aspectos significativos de la vida más allá de los síntomas. Dentro de la psicología, el efecto placebo coincide en buena medida con la psicoterapia, hasta tal punto que se podría decir que la psicoterapia es placebo si no fuera por su connotación negativa, de modo que mejor sería decir que el efecto placebo es una proto-psicoterapia. Se ha de considerar que los problemas psicológicos o psiquiátricos tienen, debido a su carácter interactivo, más margen para el efecto placebo que las enfermedades propiamente médicas, dado su carácter natural fijo no influenciable más que en los aspectos psicológicos que pueden estar implicados. No en vano la medicación psiquiátrica, y especialmente los antidepresivos, apenas muestra una mínima superioridad respecto del placebo (si es que llega a mostrar alguna). El mayor efecto de los psicofármacos está, dicho sea irónicamente, en la adicción que producen, más que en los beneficios por los que fueron prescritos. A pesar de esta asimilación del efecto placebo con la psicoterapia, el placebo, tal como se usa también en la investigación biomédica (como control de factores inespecíficos), sigue siendo fundamental no solo en relación con la medicación psiquiátrica, sino también dentro de la psicoterapia cuando se trata de analizar el papel específico de técnicas y procedimientos (neurofeedback, EMDR) respecto del efecto de toda la parafernalia de la que forman parte. Con todo, queda dicho que los problemas psi se prestan al efecto placebo —el cual ya no se ha de entender
como un efecto espurio o inespecífico— y, por ello mismo, a la psicoterapia. La afinidad natural entre los problemas psi y la psicoterapia se ha mostrado en el capítulo que plantea qué es un trastorno psicológico o psiquiátrico. La conclusión es que un trastorno psi es un problema de la vida que ha devenido en un bucle, de manera que ahora la persona está entrampada en una situación de la que es difícil salir y en la que los intentos de solución ya forman parte del problema. De acuerdo con este planteamiento, los problemas psi no estarían dentro de uno, ni tampoco fuera, sino que sería uno el que estaría dentro de una situación que se ha vuelto patógena. Una situación de este tipo se configura entre eventos acaecidos en la vida de uno (conflictos, pérdidas) y maneras características de reaccionar (haciendo unas cosas y dejando de hacer otras). Una situación patógena es una configuración resultante de las circunstancias y del estilo de personalidad. Cobra aquí relevancia la noción de estilo de personalidad referida a las maneras características derivadas del desarrollo (formas de vitalidad, experiencias, patrones de apego, aprendizaje, hábitos) que uno tiene de responder a situaciones comprometidas y que pueden ser predisponentes a unos u otros patrones dadas las circunstancias. En todo caso, los problemas psicológicos no serían enfermedades. El capítulo final se propone hacer una ontología de la psicoterapia tratando de ver su estructura y funcionamiento sin basarse en ninguna en concreto, pero teniéndolas todas presentes. Con todas me refiero a las grandes tradiciones, escuelas y sistemas: psicodinámico, humanista, conductual, cognitivo-conductual, contextual, sistémico, constructivista, fenomenológico-existencial, etc. Sobre este amplio y heterogéneo campo de psicoterapias realmente existentes (con ramificaciones y cruces entre ellas) he tratado de determinar cuál podría ser la esencia de la psicoterapia o tratamiento psicológico (su estructura
y funcionamiento), lo que la hace distinta del tratamiento médico y de otras ayudas psicológicas. Esta visión de la psicoterapia desde dentro se complementa con una visión desde fuera como institución social y figura antropológica. Esta visión desde fuera contrarresta la visión clínicomédica. La cuestión es que la psicoterapia, sin dejar de ser una práctica clínica, no se reduce al modelo médico, tanto por la naturaleza de los problemas que trata como por el modo de hacerlo. Estas serían algunas de las conclusiones. a) De acuerdo con una definición transteórica, la psicoterapia sería una relación interpersonal programada que se basa en conocimientos psicológicos e implica a un clínico y a un consultante que busca ayuda para problemas o trastornos que —se entiende— el clínico puede ayudar a remediar. b) La estructura de la psicoterapia se compone del psicoterapeuta (psicólogo o psiquiatra), el consultante (paciente, cliente, usuario) y la teoría (explicación, enfoque conceptual, rationale, acciones psicoterapéuticas). c) Una primera particularidad de la psicoterapia viene dada por la palabra y la relación clínico-consultante. La palabra no es importante tan solo en la medida en que posibilita el trato social y es un vehículo para hacer otras cosas. Su importancia radica en que la psicoterapia opera a través de ella en orden a ofrecer una explicación y promover cambios. La relación entre clínico y consultante tampoco es algo trivial ni un mero soporte, sino que puede llegar a ser una relación única en la vida del consultante. d) La relación única que puede llegar a tener lugar en la psicoterapia empieza por la escucha no-punitiva, que no tiene los condicionantes implicados en otras relaciones (de amistad, familiares o de pareja) debidos a su historia en curso.
e) La particularidad de la relación incluye la intimidad (apertura, confidencialidad), su carácter efímero (por lo que su terminación puede suponer una experiencia emocional correctiva), un tiempo y espacio separados de la vida cotidiana donde revisar esta, así como una combinación de perspectivas desde la comprensión hasta la explicación. f) El funcionamiento de la psicoterapia se despliega en el tiempo como un proceso de cambio y transformación (no siempre lineal) llevado en sesiones como unidades de trabajo. Empieza con un vínculo inicial, continúa con la relación e incluye acciones terapéuticas (técnicas), todo ello dentro del marco de la teoría o rationale de la psicoterapia. g) Sin embargo, no todos los problemas ni todas las terapias que se aplican requieren ni ponen en juego todo lo dicho acerca de la relación y del funcionamiento de la psicoterapia (en los puntos d, e y f), ya sea porque sean suficientes consejos, apoyos o la solución de problemas concretos o porque la terapia misma se base en un protocolo. Sin embargo, las cualidades expuestas quizá sean los aspectos más genuinos de la psicoterapia, y en todo caso eso es lo que caracteriza a muchas de ellas. h) Vista desde fuera como institución social, la psicoterapia sería una institución intermedia destinada a remediar problemas que las instituciones básicas de la sociedad no resuelven e incluso crean con sus contradicciones. Como figura antropológica, la psicoterapia sería un rito-de-paso orientado a facilitar el paso desde una situación de ruptura (trastorno, crisis) hacia una reintegración (recuperación, nuevo orden de las cosas). i) La psicoterapia se concibe, así, como una estructura social que, dada la situación (liminal) del consultante debido a sus problemas, ofrece una apertura de
posibilidades acerca de cómo podrían ser las cosas (modo subjuntivo). Aunque la psicoterapia también puede trabajar en modo indicativo señalando cómo son las cosas y lo que hay que hacer, el énfasis aquí se ha puesto en el modo subjuntivo de apertura de posibilidades. El modo indicativo («como es») se corresponde con las psicoterapias basadas-en-laevidencia (modelo biomédico), mientras que el modo subjuntivo («como si» o «debería ser») se corresponde con la psicoterapia basada en la persona y sus circunstancias (modelo contextual). Este enfoque subjuntivo es el que mejor se corresponde con la naturaleza de los problemas psi y con la esencia de la psicoterapia de acuerdo con el argumento del libro. En resumen La corriente principal de la psicología y la psiquiatría — caracterizada por su autoconcepción como ciencia natural (práctica-basada-en-la-evidencia, método científico positivista, terapia cognitivo-conductual centrada en mecanismos, psiquiatría neurocéntrica)— no sería después de todo la última palabra ni la mejor opción. La alternativa no es la no-ciencia, sino la ciencia humana centrada en la persona y sus circunstancias, con un enfoque holista contextual y, ni que decir tiene, un método científico (método clínico, entrevista semiestructurada, metodología cualitativa y mixta cualitativa-cuantitativa). No se trata ahora de excluir la ciencia positivista que apuntala la corriente principal (si es que tal cosa fuera posible), sino de situarla en el contexto más amplio del campo de las ciencias. El examen de la pseudociencia puso de relieve dos cuestiones: la primera es que no es fácil establecer un criterio de demarcación entre ciencia y pseudociencia; la segunda es que la preocupación por la pseudociencia
encubre otros abusos de la ciencia, como son, por ejemplo, la inadecuación de la ciencia estándar para el estudio de los fenómenos psicológicos o psiquiátricos («mala ciencia», en realidad), el cientificismo y el integracionismo sin escrúpulos. La psicoterapia sirvió al final como ejemplo paradigmático donde se constata que la analogía médica — científico-técnica— se queda corta a la hora de entender y tratar los trastornos psicológicos o psiquiátricos. Sin dejar de ser una actividad clínica, la psicoterapia es también una institución social y una figura antropológica: no tanto un «taller de reparación» como una intermediación social entre una situación de ruptura y la reintegración a la vida.
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